XI. Hurto

De nuevo, deambulaba sin rumbo fijo por las bulliciosas calles de la ciudad de la República de Thys.

Le rugía el estómago como si lo hubiese poseído el bravo espíritu de un león, pero, ¿qué podía hacer para conseguir comida? Le había resultado tan sencillo sentarse en una de las sillas del comedor.

¿Cómo habría hecho Simón para ganarse el pan aislado en el bosque?

Todas aquellas preguntas que nunca obtendrían respuesta rondaban su mente intranquila.

Entonces, sus ojos se cruzaron con los de un hombre que tenía justo delante de ella. Era de corta estatura debido a su avanzada edad. Apenas conservaba un poco de pelo, gris como la ceniza, a los lados. Aunque, lo que realmente captó su atención fueron los ojos.

Eran exactamente idénticos a los suyos: una miscelánea de agua marina y plateado.

El anciano parecía haberse fijado también en ella porque a continuación se detuvo en seco y le dedicó una siniestra sonrisa.

—Te estaba esperando.

Ella no había entendido a qué se refería con aquella frase. No comprendía muy bien a qué venía todo aquello ni sabía si sentirse temerosa o confusa. Lo único que fue capaz de hacer fue quedarse totalmente inmóvil.

Él no hizo ningún movimiento ni articuló palabra alguna, sino que se fue tal y como había llegado.

Cordelia optó por ignorarlo, quizás estuviese senil.

A fin de cuentas, no lograba nada quedándose ahí parada. Continuó la marcha con cierta normalidad, dentro de su reciente confusión.

Vio un puesto de frutas y verduras a unos pocos metros, decidió que sería una buena idea acercarse y pedir empleo y así lo hizo.

La mujer que atendía parecía bastante simpática. En cuanto la vio aproximarse, se volteó hacia ella.

—¿Desea algo?

—Quería preguntar si...—empezó, bastante cortada— necesitaban a alguien para el trabajo de tendera.

—Lo siento —se disculpó, ciertamente conmovida—. Ahora mismo nos encontramos en una situación económica difícil y no podemos permitirnos gastos de ningún tipo.

—Oh, vaya —. Las esperanzas de Cordelia se habían desvanecido, pero era mayor el sentimiento de lástima hacia aquella mujer—. En ese caso, no se preocupe. Ayudaré en lo que pueda de manera desinteresada.

La tendera frunció el ceño, en un gesto de extrañeza y posiblemente también, en parte, de recelo.

—¿Cómo dice?

—La verdad no tengo a dónde ir, solo deseo distraerme un poco —se sinceró finalmente—. Y, si puedo serles de utilidad, será todo un honor.

—Es usted realmente amable, señorita. Déjeme consultarlo con mi esposo esta noche. Mañana pásese otra vez por aquí y le daré una respuesta —aseguró la mujer.

—Una vez más, se lo agradezco.

Sin embargo, Cordelia no podía soportar un solo día más pasando hambre. Sentía que sus tripas devorarían su propia carne de un momento a otro. Tenía que conseguir algo de comer sea como fuere. No le quedaba otra opción que robar.

No muy a lo lejos, divisó una tienda de quesos; se le hizo la boca agua. El deseo de hacerse con uno de ellos fue en aumento.

Se acercó sigilosamente.

—¿Puedo ayudarla en algo, bella dama? —preguntó el vendedor.

—Sí, ¿me podría dar...? Uy —. Elevó una de sus manos, más o menos a la altura de su rostro, como si le hubiera caído una gota—, parece que tarde o temprano va a ponerse a llover.

—¿A llover?

El encargado no daba crédito a las palabras de la muchacha. Miró hacia arriba con el fin de comprobar que, en efecto, el cielo estaba totalmente despejado. Sin embargo, cuando devolvió la vista al frente, se dio cuenta de que su clienta se había esfumado.

La vio correr a bastantes pasos de distancia con uno de sus productos entre las manos.

—¡Eh, tú, ladrona! ¡Guardias! —vociferaba él, haciendo aspavientos y apuntando en la dirección por la que se había ido.

Como si la fortuna estuviese jugando con la princesa perdida a una suerte de pilla a pilla, dos centinelas que hacían ronda por los alrededores habían oído los alaridos de aquel furioso hombre y no dudaron en atender a su desesperación.

Cordelia se hallaba entonces siendo perseguida por dos agentes. Trataba de correr lo más rápido que podía, con todas y cada una de sus fuerzas, pero ya estaba a punto de perder el aliento debido al cansancio y a la falta de alimento.

De todos modos, no dejó a sus piernas detenerse, convencida de que, de hacerlo, sería su fin.

Se había concentrado en continuar todo recto, mas no había contado con llegar a una trifurcación.

¿Debería despistarlos y cambiar de sentido? ¿A dónde llevaba cada camino?

«No pienses. ¡Maldita sea! Actúa», se dijo a sí misma.

—Tss, tss.

Oyó un sonido que le chistaba y ladeó la cabeza siguiendo su dirección. A la izquierda se encontraba el joven que había conocido en la taberna. No había olvidado su rostro, severo e inexpresivo.

Este hizo ademán de pedirle que se acercara con la mano. Ella obedeció sin rechistar. No había tiempo: los guardias le pisaban los talones.

Siguió al muchacho por el camino de la izquierda. A sus espaldas escuchó las voces de los guardias discutiendo sobre qué calle tomar.

—Será mejor que nos dividamos. Tú sigue todo recto, yo iré por la derecha.

«Por fin a salvo».

Suspiró.

Se detuvieron tras un largo rato corriendo. Entonces, Cordelia se dobló sobre sí misma y colocó las manos en las rodillas mientras intentaba recuperar el aliento.

—Gracias por salvarme —dijo una vez se hubo sentido con fuerzas.

—No lo he hecho por amor al arte. Me debes una —clamó él, con su característica voz seca.

—Entonces, ¿por qué lo has hecho? —inquirió ella, con cierta curiosidad.

Él se encogió de hombros.

—Me hizo gracia. Siempre que estás presente pasa algo en esta aburrida ciudad.

—¿Siempre? ¡Solo nos hemos visto en dos ocasiones! ¡No te creas que soy tan desastrosa! —se defendió.

El chico la inspeccionó de arriba abajo. La verdad era que la confundía aquella pétrea mirada con la que no cesaba de repasarla.

Aquel muchacho era tan... misterioso.

—En fin, espero volver a verte pronto —dijo al terminar el análisis—. A ver con qué me sorprendes la próxima vez.

Una alarmada voz interrumpió la incómoda conversación.

—¡Ahí estás, ladrona!

Era uno de los guardias que la habían estado persiguiendo hacía unos instantes.

«Oh, no», pensó Cordelia. «Estoy perdida».

—¿Y qué pasa conmigo? ¿No te alegras de verme, soldadito? —habló el joven.

—¡Trueno...! ¿Está cubriendo a una delincuente? —El guardia frunció el ceño, endureciendo el gesto.

—¿Acaso estoy obligado a responder a tus estúpidas preguntas? —. Se llevó la mano a la daga que guardaba en el cinto.

—Claro que no, pero mi deber es informar a Álvaro sobre cualquier tipo de altercado, señor Sombrío —comentó el guardia.

El chico esbozó una especie de sonrisilla, pero Cordelia observó que no era su fuerte, ya que parecía más bien una mueca extraña.

—Exacto, y mi deber como hombre es ordenarte que te des la vuelta en este mismo momento y actúes como si no hubiese pasado nada, ¿ha quedado claro o tengo que hacerte un dibujo?

Dicho esto, Trueno Sombrío hizo girar el arma con un juego de dedos.

—Como el agua. Que tenga un buen día, señor Sombrío.

Cordelia contempló atónita cómo el guardia se volteaba y abandonaba aquella calle para acto seguido dedicarle una mirada llena de preguntas al siniestro chico moreno.

—¿Quién eres? —le preguntó.

Este le devolvió la mirada. La princesa pudo confirmar que no había alma alguna dentro de él.

—Veo que no eres de por aquí —. Volvió a realizar un intento de sonrisa.

Sin más qué decir, el chico se echó a andar por ese camino, dejando a una extrañada, y quizá un tanto colorada también, Cordelia detrás de él.

La sobresaltó una gran cantidad de interrogantes. Sacudió la cabeza.

Por suerte, había logrado hacerse con el queso. Lo engulló como si no hubiese probado bocado en años. Había barajado la opción de disfrutarlo y de conservar un pedazo para la cena, pero, simplemente, no pudo contener tal hambre voraz.

Se le ocurrió que podría visitar a Silvia para informarle de todo cuanto le había sucedido hasta acabar en aquel lugar, completamente nuevo para ella. Además, pensó en hablarle de aquel extraño muchacho.

Justo en ese mismo instante, su mente, traicionera y cruel, evocó la figura de Marco con una margarita entre los dientes y una lágrima equiparable en indiscreción osó descender por sus finos y blancos pómulos.

Retiró esa gota de agua de la piel. Aparentemente no se había equivocado. Llovería pronto, solo que dentro de ella.

Luego recordó que no tenía la menor idea de dónde vivía Silvia exactamente.

Le entraron ganas de echarse atrás y volver a la cálida cabaña del bosque. Estaba ansiosa por aprender más sobre las propiedades de las plantas que a ella se le antojaban, en cierto modo, mágicas. Deseaba caminar hacia el pozo de la mano de Marco.

Se sentó en el frío y rocoso suelo, completamente desamparada, para cubrirse el semblante con las manos y dejar que brotaran las semillas del dolor que la compungía.

Si el Destino le hubiese permitido elegir, habría preferido haber muerto aquella noche. Habría deseado que la princesa Cordelia hubiese exhalado su último hálito de vida cuando la misma fue atravesada por la espada de Álvaro.

Se imaginó diversos escenarios en los cuales nunca se llegó a producir aquel encuentro en el gélido bosque.

En uno de ellos se convertía en carroña para los buitres, víctima del frío y del hambre; en otro, sí se encontraba con él, pero rechazaba la propuesta de ir junto a él a la vivienda; en el último, no había llegado siquiera a nacer. Aquel se le había presentado maravilloso.

Si hubiese sido así, jamás se habría visto llorando en medio de la calle. Las lágrimas se desprendían de unos ojos que ni siquiera ella misma lograba recordar.

¿Quién era ella sino nadie?

¿Por qué se había decidido que, para obtener la paz y la harmonía, la familia real tenía que morir?

¿Por qué ella se debía salvar?

¿En verdad importaban aquellas preguntas?

Vuelve con ellos, preciada Cordelia.

Regresaba a sus sentidos aquella dulce y encantadora voz, era como un hechizo que la seducía y pretendía poner en duda sus actos. Casi lo conseguía, pues su voz, serena y decidida, era lo único claro en la mente de la joven.

—Cállate por el momento, luna. No quiero darle más vueltas.

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