X. Comienzo

El bosque se le antojaba siniestro. Era la primera vez que lo recorría de aquel modo: totalmente sola. No podía distinguir nada a lo lejos debido a la opaca oscuridad y le dominaba el frío.

Evocó el recuerdo de su primer encuentro con Simón. Aun así, no se asemejaba lo más mínimo. Antes de conocer a sus compañeros se sentía completamente perdida y desorientada; en cambio, en ese momento, perseguía una meta, tenía un rumbo fijo.

Aunque, dejar aquellos recuerdos atrás iba a ser muy difícil.

Pensó en el pálido semblante de Marco, que apenas veía nítido por la poca luz y las lágrimas que se mostraban ansiosas por salir. Él había procurado guardar sus verdaderos sentimientos en lo más profundo de su ser para que ella lograra cumplir con su objetivo.

El amor que sentían el uno por el otro era mutuo.

La imagen del joven en su mente la obligó a correr. Corría solo para no darse tiempo a arrepentirse y dar marcha atrás. De hecho, la marcha atrás ya no era una opción.

Desconocía la distancia y el tiempo que se interponían entre ella y la ciudad, simplemente se limitó a avanzar con paso agitado. Entonces, la traicionaron las lágrimas de una vez por todas.

Todas aquellas gotas de agua salada que había tratado de reprimir delante de Marco. Todos sus sentimientos a flor de piel. Por un instante llegó a pensar que se ahogaría en su propio llanto. Sentía las mejillas humedecerse cada vez más. A cada paso que daba.

Uno, dos, tres.

De un momento a otro se vería a sí misma hiperventilando. Se detuvo en seco. Gracias al cielo no llegó a tropezar con las raíces de los árboles o con las rocas que le bloqueaban el camino.

Y gritó. Con todas todas sus fuerzas, con lo poco que quedaba de su alma.

Fue un grito atroz.

Sintió que había echado todos los males que la inundaban fuera, que los había enviado muy lejos y también le invadió el miedo, pues creyó que Simón podía haberse despertado por culpa del grito.

Sí, tal era la magnitud del dolor que la poseía.

Sin embargo, soltar todo aquello que le ahogaba el corazón la había curado. No le hicieron falta las plantas medicinales de las que se servía el maestro.

Cierto, al día siguiente no habría clases.

No había tiempo que perder en pensamientos absurdos, tenía que centrarse en su propósito. Debía seguir adelante. Se secó las lágrimas con las manos, evitando mojar las mangas del vestido.

Un paso más, esta vez sin llorar.

Otro.

Todavía no había dado con una respuesta. No tenía importancia la distancia.

La claridad iba hacia ella muy poco a poco, como si saborease el hacerse esperar. El día se presentaría pronto o quizá no. Había perdido por completo la noción del tiempo.

Puede que llevara seis horas caminando o a lo mejor habían sido menos, pero, sea cuantas fueren, se le habían hecho eternas.

Fue entonces cuando discernió, al final del recodo, un conjunto de casas que parecían de piedra o de un material similar y, muy al fondo de aquel paisaje, un castillo se imponía mostrando su grandeza.

Había alcanzado su destino. Se encontraba completamente agotada y sus piernas estaban destrozadas, pero cada vez se hallaba más cerca de descubrir la verdad sobre su pasado.

Hizo un esfuerzo enorme por terminar lo poco que le quedaba de camino. Afortunadamente, la aguardaba una cuesta abajo.

Empezó a sentir algo de nervios, se convenció a sí misma de que aquello era buena señal.

A pesar de la dificultad, llegó, por fin, a la ciudad, donde deambuló por las calles con cierto temor a ser descubierta.

Sin embargo y por fortuna, la gente que la rodeaba se mantenía ocupada en sus propios asuntos. Algunos atendían a la pareja con la que hablaban, otros, en cambio, tenían puesta la vista en los productos que se ofrecían en los puestos del mercado.

A Cordelia le llamaron la atención unas voces airadas que se escuchaban tras la entrada de una taberna. La curiosidad le pudo y decidió adentrarse, quizá encontrase información en un sitio como aquel.

Nada más entrar se fijó en unas figuras que correspondían a dos hombres.

—¡Yo nunca le haría eso a un amigo! ¡Jamás! ¡¿Me has entendido? ¡¡¡Jamás!!! —vociferaba uno de ellos.

Era alto, delgado y de pelo canoso.

—¿Y qué es lo que me vas a hacer, gallina? —El otro comenzó a imitar el gesto de un ave moviendo sus alas.

Este último era un poco más fornido.

—«¿Gallina?» —repitió el primero— ¿Me acabas de llamar «gallina» tú a mí?

Antes de que a este le diese tiempo a propinarle un puñetazo (ya estaba en posición de actuar), el tabernero se interpuso, separándolos.

—¡Alto ahí! Las peleas no están permitidas en este local. ¡Largo de aquí, patanes!

—¡Te me relajas, Jacinto! —amenazó el hombre de pelo canoso al dueño.

A continuación, una daga que había sido lanzada al aire a conciencia rozó la mejilla del varón, clavándose en la columna que tenía justo detrás de él. Este se giró lentamente para mirar el cuchillo y mostró una mueca de puro horror.

Aquella arma le había ocasionado un rasguño en la mejilla, del cual comenzó a brotar un hilillo de sangre. Cuando devolvió la mirada al frente se la dirigió a uno de los comensales.

Se trataba de un joven de pelo moreno y corto, pero lo suficiente largo como para que revolotease cuando este se movía. Estaba de brazos cruzados y su expresión era muy seria, hasta parecía que él mismo la endurecía a propósito. A Cordelia se le antojó gélida como un témpano de hielo.

—Ha dicho que os larguéis —se limitó a decir, con una voz seca y tajante.

—S...sí, Trueno Sombrío. Enseguida nos vamos —aseguró el otro para luego tomar del brazo a su compañero—. Vámonos, rata inmunda. ¡Tienes suerte de que sigamos con vida!

Salieron a toda prisa. La muchacha pudo jurar que los había visto temblar de pavor, como si hubiesen visto un espectro robándoles el alma.

A la joven le sorprendieron la destreza y la seriedad de aquel muchacho, debía de rondar la edad de Marco; puede que un poco más, pero no debía de existir demasiada diferencia.

El tabernero se acercó, con muchísima prudencia, al que habían llamado Trueno Sombrío.

—Os lo agradezco enormemente, Trueno Sombrío.

—¡Déjate de agradecimientos y sírveme otra copa! —soltó él.

—¡Por supuesto! Invita la casa.

El mesero se apresuró a cumplir con el pedido. Estaba igual de asustado que aquellos hombres.

¿Quién era ese chico tan misterioso? ¿Por qué infundía tanto pavor?

Una vez sirvió al joven, se fijó en Cordelia.

—¡Oye, tú! —Ella se sobresaltó— No te quedes ahí pasmada. Si no vas a consumir, ¡piérdete!

«¡Oh, por todas las ortigas del mundo!», maldijo la muchacha. «¡Se me ha olvidado traer dinero conmigo!».

—Yo... ya me iba —dijo, absolutamente avergonzada.

Se suponía que no debía llamar la atención y, sin embargo, no le estaba saliendo muy bien esa parte del plan.

—¡Estás tardando!

No lo dudó ni un segundo, dio media vuelta y caminó hacia la salida con la mirada fija en el suelo. No se atrevió a levantar la cabeza hasta bien pasada la taberna.

Se maldijo a sí misma una vez más y continuó su camino.

Quería tentar si su mente podría evocar algún recuerdo al pasear por aquellas calles, mas fue totalmente en vano.

Se preguntó a sí misma dónde dormiría aquella noche, puesto que no podía permitirse el lujo de pagar una posada si ni siquiera llevaba dinero encima. Debía conformarse con encontrar algún lugar resguardado del frío, aunque fuera en un siniestro callejón.

También pensó en la comida. Debería ponerse a trabajar cuanto antes; sin embargo, no sabía a quién recurrir para pedirle que le diese empleo ni tampoco cómo tendría que presentarse llegado el momento.

Sería preciso vivir bajo una nueva identidad.

¿Algún día Marco iría en su busca?

Dejó de cavilar sobre estupideces.

Ella era una mujer fuerte e independiente. Que hubiese sido acogida unos cuantos días en una cabaña no significaba que fuera inválida.

Era capaz de valerse por sí misma, de eso y mucho más.

En ese instante, recordó que Silvia le había sugerido ir a visitarla a la ciudad. Contempló en su mente la imagen de Simón encolerizado por aquel comentario.

Estaba tan absorta en sus reflexiones que ni siquiera se molestó en mirar por dónde iba y al final terminó por chocarse con alguien.

El impacto la hizo retroceder un par de pasos. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero, por suerte, no llegó a caer al suelo. Eso hubiera acabado de humillarla.

—¡Oye, ten más cuidado! —exclamó una voz que le resultaba familiar.

—¿S...Silvia?

—Escúchame bien, mocosa. No tengo todo el día. ¡Aparta! —dijo con cierto rechazo.

—Silvia, soy yo, Cord...

Iba a decir su nombre, pero esta la cortó al momento.

—¡He dicho que me dejes en paz! Tengo asuntos que resolver. Buenos días.

La mujer siguió su camino, dejando a la joven a sus espaldas, algo confusa.

Por una parte, le había sentado muy mal la reacción de la hermana de su querido anfitrión, pero, por otra, se alegró de que aquel nuevo aspecto no dejase rastro alguno de quien era anteriormente. Haberse cortado el cabello había merecido la pena.

El encuentro con Silvia la había descolocado un poco, a decir verdad, y le estuvo dando vueltas durante toda la mañana.

Después, volvió a pensar en la comida. No le costó adivinar que no probaría bocado en todo lo que quedaba de día. Y así fue.

Aquella noche se acurrucó en una esquina. Escogió la calle más solitaria posible, ya que así podría evitar mezclarse con los aldeanos.

Antes de entregarse al sueño habló con Marco por medio de la luna, como se lo había prometido. Le contó todo lo que le había ocurrido hasta ese instante, aunque no mencionó nada acerca del grito ni de sus ganas de llorar porque no quería preocuparlo.

Le alivió saber que, en el corazón del bosque, había un muchacho comunicándose con ella, explicándole quién sabe qué.

Entonces, pensó en Simón. ¿Cómo se habría tomado su fuga? ¿Le habría confesado Marco la verdadera razón?

Era demasiado tarde para preguntas de ese tipo. Trató de cerrar sus párpados, pero fracasó en su misión. Le costó mucho pegar ojo, a pesar del agotamiento. Durante el poco tiempo que realmente permaneció dormida soñó con Marco.

Se tomaban de la mano al lado del pozo. Él cerraba los ojos con fuerza y lanzaba una moneda; ella hacía lo propio y le pedía a la luna que le hablase una vez más para que lograse evitar sentirse tan sola.

Se había quedado profundamente dormida, tanto que apenas notó las lágrimas que corrían por su blanco rostro.

—¡Fuera de aquí, sabandija!

La despertaron de manera súbita una enfadada voz y los pelos de una escoba golpeándole directamente en la cara. Se irguió rápidamente.

Una imponente mujer que llevaba un moño había sido la responsable. Cordelia se disculpó y huyó a toda prisa.

Su plan de no llamar la atención no estaba funcionando. Se sentía extremadamente cansada, sola y sin fuerzas.

Ese no es el camino que debes seguir, querida Cordelia.

Volver a escuchar la voz dulce de aquella mujer en su mente la había colmado de calma y, en cierta manera, de una gran alegría.

«Has vuelto, mi luna».

Sonrió como una completa lunática.

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