VIII. Maquiavélico
Ya hemos hablado bastante de la vida diaria de Cordelia en la cabaña, ¿no crees?
En el último capítulo Simón reveló cierta información acerca de lo que estaba pasando en la ciudad, ¿prefieres que nos centremos en eso? ¿Sí? De acuerdo.
Álvaro estaba sentado en el trono. Mantenía una importante conversación con uno de sus consejeros.
—¿Qué puedo hacer? —inquirió, preocupado.
—Tranquilícese, señor. El rey Claudio solo vendrá a firmar el tratado de paz. Puedo asegurarle que no le dará tiempo a atender a rumores sin fundamento —contestó el consejero.
—El pueblo está poniendo en duda mi mandato. El rey Carlo era un tirano, todo el mundo lo sabe. Y yo, que he intervenido en su salvación, soy ahora el escudo de esos cobardes.
—Mi señor, yo sigo teniendo fe en su palabra —juró el asesor.
—Gracias, Mateo. No hay rastro de duda acerca de por qué eres mi más leal servidor.
El hombre sonrió ante tal comentario.
—Agradezco sus palabras, señor.
—Quiero que seas el encargado de mantener vigilado al rey de Holem. No permitas que se filtre ningún tipo de información sobre el estado de la princesa —ordenó Álvaro.
—A sus órdenes.
El consejero se marchó, no sin antes dedicar una respetuosa reverencia.
El hombre de pelo negro, todavía inquieto, se levantó del asiento y comenzó a dar vueltas alrededor del salón del trono.
—¡Esto es totalmente agotador! —exclamó en un suspiro— ¿Cómo eras capaz de cargar con todo este peso, Carlo? —preguntó al aire— Ah, cierto. Tú no te preocupabas por tu pueblo, sino por ti mismo. Para ti todos los días eran una fiesta, mientras que el vulgo suplicaba a gritos poder comer algo más que un mendrugo de pan —soltó una ahogada carcajada—. ¿Recuerdas que solías pensar que yo era tu más leal súbdito? Nunca pensaste que un día, cuando más débil y necesitado estuvieses, sería mi espada la que te atravesaría el cuerpo. ¡Oh! Pero, ¡qué gran padre estabas hecho! Arrastrándote por los pasillos, dejando un rastro de sangre allá donde ibas, llamando a tu querida hija. «¡Cordelia! ¡Cordelia!» —dijo con voz de burla antes de reír de nuevo—. Ella trató de correr hacia ti, pero alguien la ocultó. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer... Fue en ese mismo instante en el que te di el golpe de gracia. No habrás olvidado tu grito ahogado, ¿verdad? Por supuesto que no, tú nunca serías capaz de olvidar algo así. Después de eso, hallé a tu hija correteando como una liebre, lloraba como si no hubiera un mañana; y no lo debía haber habido. Sin embargo, aquí estoy: preocupado por unos simples rumores a los que yo mismo he apelado. ¡El fantasma de tu hija me persigue! ¡Quiere acabar conmigo! ¡Oh, gran rey Carlo! Dime a qué viene semejante castigo. ¡Háblame desde el infierno! —pidió, lanzando un grito de desesperación.
Sin darse cuenta, en algún momento de su discurso, se había puesto de rodillas. Aprovechó esa situación para hacer una plegaria, rogando misericordia.
Un guardia entró en la habitación, interrumpiendo su oración.
—Gran señor, Silvia exige que la deje pasar.
—Viene en el momento adecuado. ¡Deja que entre! La necesito con urgencia —mandó el gobernante.
—A sus órdenes.
El soldado se retiró. Al poco de su ida, la mujer de rubios cabellos como el brillante sol se adentró en el gran salón con un bebé en brazos.
—¿Me echabas de menos? —inquirió esta, emulando un tono sensual.
—Como la aurora a la noche. Dime, ¿a qué se debe tu inesperada visita?
—Álvaro, te presento a tu hijo —. Mostró el rostro del retoño al hombre que tenía delante.
—Sigo sin ver prueba alguna de que yo sea su padre —sospechó él.
—Oh, créeme que te conviene serlo. Tengo información muy valiosa —aseguró ella.
—¿Qué clase de información? —inquirió él, con cierta curiosidad.
—Sabes muy bien que salgo cara.
—Primero dime de qué se trata —siguió preguntando Álvaro.
—Digamos que... tiene que ver con el paradero de la princesa —admitió al fin.
Él dejó ver una expresión de asombro. Entonces, mostró una media sonrisa.
—Te escucho.
—Quiero que te hagas cargo de nuestro hijo y que lo reconozcas como tal. No pienso permitir que crezca como un maldito bastardo. La pobre criatura ni siquiera tiene nombre —. Dirigió una mirada hacia el bebé que tenía en brazos y jugueteó un breve instante con su dedo.
—¿Solo eso?
—No, también exijo otra cosa, pero te la pediré en cuanto tengas a la princesa a tu merced —afirmó.
—Sabes que podría obligarte a hablar bajo tortura.
—¡Oh! Sin embargo, estoy segura de que un hombre tan respetuoso y formidable como tú no haría sufrir a una débil e indefensa dama como yo, ¿me equivoco? —Se acercó hacia Álvaro con paso firme y decidido— Te noto algo tenso. ¿Necesitas que te relaje un poco?
Silvia acariciaba la mejilla de aquel hombre sin pudor alguno. Apenas había espacio entre ellos.
A continuación, le entregó un beso apasionado.
Estaba acostumbrada a lidiar con hombres de todo tipo y conocía a la perfección las artimañas con las que podía engatusarlos.
En cuanto sus labios se separaron, Álvaro dio una respuesta contundente.
—Trato hecho. ¿Qué tienes para contarme?
—¡De eso nada! —se indignó ella— Aquí las condiciones las pongo yo. No te diré nada por el momento. Deja todo en mis manos. Si mi plan sale como espero, te la entregaré muy pronto.
—No sé si es bueno fiarse de una harpía como tú —dudó él.
—Siempre puedes echarte atrás, pero no creo que logres nada quedándote de brazos cruzados —al decir esto, tomó la mano del hombre y se la colocó entre los pechos—. Soy la única arma que puedes usar y solo te pido que reconozcas al chico. Me parece una oferta razonable.
—¡Eres el diablo! —Este bajó rápidamente la mano.
Silvia sonrió.
—No finjas. A ti te vuelve loco la fruta prohibida.
Entonces, se dio media vuelta y caminó hasta la entrada.
—¿Te vas a ir así sin más? —quiso saber un atónito Álvaro.
—Si te has quedado con las ganas, ya sabes a dónde ir.
El portón se cerró y Álvaro se quedó completamente solo en aquella estancia. A continuación, comenzó a reír como únicamente un lunático es capaz de hacerlo.
—Jaque mate, Carlo.
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