IX. Despedida

Habían pasado dos días muy tranquilos en los cuales Cordelia empezó a darse cuenta de que debía cambiar algo en su vida si quería obtener respuestas. Una voz en sus adentros le decía que quedarse prácticamente inmóvil en el desierto bosque no resolvería nada.

Por ese mismo motivo, optó por abandonar la acogedora morada en la que había vivido durante aquel breve período de tiempo.

Iba a echar de menos a los chicos, en especial a Marco.

Sentía muy en el fondo de su corazón que la ciudad la llamaba, que la incitaba a acudir al núcleo donde se encontraba el castillo que una vez le perteneció.

Esa misma noche, mientras sus anfitriones se rendían al sueño, ella actuaría.

Tenía miedo de deambular sola por la infinita maleza bajo el cielo nocturno. Sin embargo, la voz de la luna que había escuchado aquella última vez le ofrecía un cálido abrazo de sosiego que calmaba su inquieto corazón.

Estaba decidido: aquel sería su último día en la vieja cabaña de madera. Iba a ser muy duro dejar el lugar que consideraba el primero en el que había pasado gran parte de su vida. Por lo menos hasta donde podía recordar.

Sabía perfectamente que no podía dejarse ver por las calles llenas de gente con ese aspecto, por lo que se vio obligada a tomar una drástica elección: se tendría que despedir también de su larga melena recogida.

El extraño cambio de ojos le sería bastante útil para evitar que la reconociesen.

No había tiempo que perder.

Trató de comportarse serena y segura de sí misma, con el fin de no levantar sospechas.

Después de la comida, prestó gran atención a las clases de Simón sobre medicina, tanta que al concluir el médico le agradeció su profundo interés. Ella le dio las gracias por sus enseñanzas; había aprendido un sinfín de cosas nuevas en tan solo un par de días.

—El perejil fortalece el sistema inmunológico —le había contado su nuevo maestro—. La salvia es una planta antinflamatoria y el tomillo es excelente para aliviar el dolor.

No se podía quejar. Sin lugar a dudas, habían sido muy gentiles con ella a pesar de que no la conocían en absoluto. Ni siquiera ella se conocía a sí misma.

¿La gente del pueblo la odiaba? ¿Había sido cruel y despiadada en su otra vida?

Al acabar la lección de la tarde, la joven se encerró en el dormitorio.

Se había hecho con el cuchillo que Simón solía utilizar para cortar las hierbas necesarias. Allí, sujetó la coleta suavemente entre sus delicadas manos, en un acto de despedida. Entonces, sin pensarlo dos veces para no darse tiempo a arrepentirse, pasó la hoja que hizo que aquel gran pedazo de mechón fuese separado del resto del pelo.

Observó con gesto melancólico lo que había cortado que yacía entre sus manos. En ese mismo momento, deslizó los dedos por el ahora corto cabello.

No había vuelta atrás. Había matado lo poco que quedaba de la sombra de la princesa perdida. Se había trasformado en una persona enteramente nueva, de la cabeza a la punta de los pies.

Se sintió apasionadamente libre, como si se hubiese deshecho de una carga extremadamente pesada.

Quiso llevarse uno de los vestidos que le había regalado su maestro en señal de gratitud. Eligió el verde. Era justo lo que precisaba, tanto para camuflarse entre la floresta como para pasar desapercibida entre los pueblerinos.

Finalmente, le apeteció a la noche caer sobre su cabeza, tiñendo el cielo de un majestuoso color azul oscuro.

Abrió la puerta de su cuarto y salió casi a hurtadillas, procurando hacer el menor ruido posible. Con sumo cuidado caminó cerca del comedor. Debía ser totalmente sigilosa, pues Marco había decidido dormir en aquel lugar tras la llegada de Cordelia. A ella le había parecido muy injusto y se había ofrecido para ser ella quien durmiera ahí, pero el muchacho de ojos azules hizo caso omiso a sus palabras y no aceptó tal sugerencia.

Por fin, había dado con la entrada principal, tan solo tenía que girar el pomo y ya estaría fuera, dispuesta a comenzar la aventura. Estiró el brazo. En ese instante, una voz que le sonaba familiar la tomó desprevenida.

—¿A dónde se supone que vas a estas horas?

Dio media vuelta, sobresaltada. Delante de ella, a pesar de la oscuridad, podía vislumbrar la jovial figura de Marco, quien se apoyaba sobre la pared lateral.

—Yo... solo estaba yendo a...

La joven trató de buscar una excusa verosímil, sin éxito.

—No me lo digas. Creo que soy capaz de adivinar... Veamos... ¿Ibas a comprar el pan? —inventó él, sonriendo de manera juguetona.

—Escucha —Cordelia, por el contrario, hablaba en serio—, tengo que marcharme. Habéis sido verdaderamente buenos conmigo, pero mi tiempo aquí ha terminado.

—¿Por qué? No es seguro que vayas tú sola por ahí —aseguró el muchacho.

—No pretendo abusar de vuestra hospitalidad, ya bastante habéis hecho cubriéndome durante todos estos días, pero necesito descubrir quién soy, ¿me entiendes, Marco? —Lo miró directamente a los ojos, buscando su aprobación.

—Te queda bien el pelo corto, nunca lo hubiera imaginado —cambió de tema.

—Marco, deja las bromas ahora. Quiero pedirte un último favor: cuida bien del maestro y bajo ningún concepto permitas que vaya en mi busca, ¿de acuerdo?

—¿Cómo pretendes que lo retenga? ¡Al final le podrá la preocupación e irá tras de ti! —apuntó el chico.

—Por favor, prométemelo —siguió suplicándole ella.

Él dejó escapar un hondo suspiro.

—De acuerdo, te lo prometo..., pero, dime, ¿qué piensas hacer? —preguntó, un tanto desconfiado.

—Iré a la ciudad, hallaré a la princesa Cordelia y la enterraré para que su espíritu descanse en paz de una vez por todas.

—Eh, no es por arruinar tu sueño, pero..., sabes que la princesa Cordelia eres tú, ¿no? —señaló.

—Ella es mi sombra y está perdida —aclaró la joven—, por eso tengo que encontrarla primero y dejar que descanse en paz.

—¿Seguro que te encuentras bien? —se preocupó Marco.

—Parece una locura, ¿cierto? —rio— Me siento mejor que nunca y agradecería que confiases en mí y me dejases ir —. Dejó entrever una media sonrisa.

—Será una pena dejar de verte —añadió el muchacho.

Cordelia le tomó de la mano con el único fin de reconfortar su melancólico corazón. No se le había ocurrido un gesto mejor que aquel.

—Descuida. Una vez haya cumplido mi misión, regresaré junto a vosotros y lo celebraremos a lo grande. —Sonrió, esta vez del todo— ¿Te gusta la idea?

El joven le devolvió la sonrisa.

—Me fascina.

La muchacha comprendió que aquel era su adiós, tal vez las circunstancias se encargarían de que no se volvieran a ver.

—Te voy a extrañar —le dijo ella.

—Te hablaré cada noche mirando hacia la luna —juró él.

—En ese caso, yo haré lo mismo.

—Bien, pues que la luna sea nuestro vínculo para que nunca nos olvidemos, princesa.

Las lágrimas se amontonaban en los fríos ojos de Cordelia.

—Así sea.

El joven tomó la mano de la muchacha y le besó la palma a la par que hacía una torpe reverencia.

Cordelia rio.

—Anda, será mejor que te vayas antes de que el maestro escuche unas voces a punto de romper a llorar —agregó Marco.

—¡Gran idea!

Dicho esto, la mujer se volteó y dio un par de pasos, los cuales fueron suficientes para encontrarse de pronto en el exterior de la cabaña.

En cuanto se cerró la puerta tras de sí, apoyó la mano en esta, sintiendo que un desolado joven de cabello rubio ceniza hacía lo propio al otro lado.

No había tiempo que perder y, sin más, echó a andar por el inmenso bosque en pos de una nueva vida que pudiese reclamar como suya propia.

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