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Kurapika se mantuvo tranquilo, sereno, durante todo su recorrido por las escaleras. Al llegar al final de ellas, siguió el camino recto de piedra, dirigiéndose a la entrada del pueblo. En la entrada había un bello arco de madera adornado de flores peligrosas.

"Alaboris", pensó Kurapika. Una de las flores más bellas del infierno que aparecía en las páginas de los libros que adoraba leer. La perfección no solo se podía admirar en sus hojas escuálidas y ondulado y en su llamativo color sangre. No, para nada. La razón de su belleza innata era por la comparación que le hacían con los ojos escarlatas que representaban a su familia, acabando por ser bautizadas como La flor del rubí; la perdición de cualquiera que las molesta, debido a su indescifrable inteligencia y perspicacia a la hora de comer a los bichos de su mundo y a los Twilers. Esas flores, que envolvían el arco de la entrada, eran las únicas plantas que no son sus iguales y que de todos modos son obligadas a curarlas por órdenes de los nobles. Sin esa flora prospera que ellas crean no podrían obtener alimento de la tierra con tanta facilidad. Dependiendo del poder cualquiera podía mandar. Los demonios podían curar las plantas si lo deseaban, pero el costo era un desperdicio de energía. Él podía hacerlo si quería, pero podía obligar a aquellos que le servían por su cargo. 

El territorio estaba marcado, tal como lo haría un animal.

Este pueblo le pertenecía a su familia. Con inteligencia y competitividad habían conseguido ser los líderes de la Isla, y es algo de lo que se siente orgulloso. Y de tantas cosas que podía escoger, eligió obtener la biblioteca. Ese sitio era la fuente de todo el conocimiento que necesitaban los otros nobles; todo el mando y el peso estaba sobre su familia, debido al exceso de ímpetu que la mayoría tenía ante una situación determinada. Es por eso que su familia siempre mandaría en ese pueblo. Además de amar la lectura, no tenía intenciones de que nadie le pusiera un dedo sucio encima al libro de Pairo. Era demasiado importante para que cualquiera lo tenga en su poder, tanto que se estaba jugando el cuello con ayudar a Killua.

Si su gente se enteraba de que había humanos en su Isla aprendiendo Nen con su permiso, sin duda habría una enorme disputa por traición para obtener la Isla. Se podía usar la fuerza si se requería. Los humanos los encerraron en ese sitio. Eso hizo nacer un odio irracional. Pedían libertad a gritos cuando ellos fueron los primeros en oprimir a los humanos.

— Manada de Hipócritas... 

Kurapika por otro lado no tenía odio hacia los humanos. Él fue testigo de las muertes de los demonios y vio con sus propios ojos la opresión que todos sufrieron por ellos cuando empezaron a ganar aliados. Contempló como muchos desaparecían, incluida la desesperación de los nobles por querer cazar a los rebeldes y la venganza que algunos demonios querían por haber perdido a sus familias, pero en el fondo no sentía nada. No le importaba nada de lo que ocurriera a los exteriores de las enormes cuatro paredes de su palacio. Después de todo los humanos nunca le hicieron nada a él o a los que quería. Los humanos jamás amenazaron su integridad. Le era imposible sentir empatía por alguien que nunca conoció, por el simple hecho de no saber quiénes eran. Él fue muy protegido desde que los humanos empezaron una guerra contra ellos. Los nobles no se podían permitir perder descendencia.

Killua era su único amigo desde que era joven. Sus padres eran unos guardias del palacio en el que creció. Eran tiempos de guerra y los demonios estaban desprotegidos, por lo que los líderes ofrecieron proteger a las familias a cambio de formar parte de las tropas. Necesitaban más reclutas para tratar de combatir contra los humanos, por lo que era una idea, cualquiera podía entrar. Así fue como conoció a Killua y a Deyanira. Y ahora los tres estaban reunidos para resolver un enorme problema. Esto ya no era igual que cuando eran niños jugando con un esclavo humano. 

Los tres se jugaban el cuello. Y sin duda Killua sería el primero; él los trajo a la Isla y les habló del Nen. No había de otra que hacerlo de esta manera, pero odiaba en el fondo al tonto de Kanzai por insistir en venir al pueblo. Si los descubren no sabría como hacer silencio de eso.

A él le daba igual estar o no estar en la Isla. No tenía que quejarse por nada porque tenía todo, y aún sigue teniendo todo. Lo último que podía perder era a sus amigos y a su familia, y si las cosas iban a ser así, él sin pensarlo dos veces actuaría.

— ¡AMO KURTA! —Gritó un demonio. 

Entreabrió los ojos. En un pequeño cobertizo se podía ver al portero sentado en su puesto junto al arco. El corazón le empezó a latir con algo de fuerza, pero tenía que mantenerse sereno, con la cabeza fría. Esa es la postura que siempre le ha dado a todos en el pueblo. 

Kurapika llegó junto al portero, quien había salido de su puesto para arrodillarse ante él con la frente en el suelo para recibirlo.

— Bienvenido. —saludó.

Él asintió agachó un poco la cabeza, mostrando respeto.

— Gracias.

El portero empezó a olisquear con fuerza, y él lo miró directamente, sintiendo que le quería leerlo la mente cuando alzo la mirada para verlo.

— Amo, ¿Se encuentra bien? 

— ¿De qué hablas? —preguntó serio, intentando ocultar sus nervios.

— Huele un poco extraño, señor.

Encarnó una ceja sin quitarle la mirada, sin tratar de perder el aire de superioridad, y alzó el pulso en su muñeca a la altura de su nariz para olfatear con delicadeza.

"Mierda... Huele un poco a humano.", gruñó en sus adentro. El olor era efímero, pero muy perceptible si se le ponía demasiada atención. Lo único bueno de todo fue que pudo olfatear el aroma estando muy cerca, pero no desde lejos. 

Lo miró de reojo.

"Esto no era lo que planeé... Pero me puede servir".

El foco se le prendió.

"Hay una oportunidad.", pensó, calmando un poco sus nervios.

— Eso se arregla fácilmente. —dijo, y entonces sus ojos escarlatas brillaron con fervor.

El portero se alarmó, sintiendo a la perfección la energía de su futuro soberano. Era una energía que presionaba su cuerpo, y más al estar tan cerca de él. Esa energía le hizo sentir un fuerte estrés. Los mareos y los timbrazos en el cerebro eran como si su presencia le estuviera penetrando el cuerpo. Su cuerpo se convirtió en una estatua. No podía ni articular un dedo, presenciando su sangrienta energía expandirse hasta la distancia que desease, perdido en el temor devastador que llevaba su mirada. El aroma que tenía estaba presente en todos sus sentidos. Olía, sentía y veía su presente. Ese era el poder del hijo de un noble; atemorizante y devastadora. Las aves que volaban cerca lo sabían. Los animales que estaban en el pueblo lo sabían. El aire removiéndose con fuerza a su alrededor lo sabía. Los demonios en el pueblo al sentir su presencia siempre lo sabrían. Sabían que estaba cerca; y fueron rápidamente a rendirle culto en la entrada. Todos sin excepción salieron de sus casas o de cualquier lugar en el que estén para amontonarse en la entrada, era como si supieran desde sus adentros que tenían que ir a recibirlo con solo exponer su poder. 

Quería pedirle que ya era suficiente, pero quién demonios era él para exigirle algo a su eminencia. La próxima vez mantendría la boca cerrada. Oh sin duda mantendría la boca cerrada.

La energía de Kurapika empezó a entrar de nuevo en su cuerpo hasta que solo se sintió el viento fresco de la naturaleza. Al fin pudo respirar tranquilo; ya no la energía de su soberano, porque cada vez que lo hacía, a su perspectiva, sus pulmones eran oprimidos por él.

Kurapika río bajo al ver como el portero pasó de estar arrodillado en el suelo alabándolo a quedar completamente rendido en el suelo.

— Creo que ya está. 

Volvió a olerse la muñeca, y sonrió satisfecho.

— Sí, ya está. 

El portero alzó la vista, aun en el suelo, viendo como la sombra oscurecía el rostro de Kurapika al inclinarse un poco para verlo. Sus ojos rubí brillaban esplendorosamente, estremeciéndose.

— Te lo agradezco. —finalizó, sonriendo suave, agradecido.

Alzó la vista y vio como todos los demonios iban corriendo como en estampida en el camino rodeado por altas cercas de madera desde lo lejos hacia la entrada. Su plan había funcionado.

"Ahora te toca a ti, Killua."



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