El palacio del sol
Después de la desaparición de mi madre aquella mañana, donde el misterioso brillo del sol cegaba a cualquiera con su mágica luz dorada y que pronto, de forma inexplicable, se llevaría a mi progenitora con su resplandor, me fui a vivir junto al único familiar vivo que mi madre tenía. No sabía si era un primo o un tío de ella, pero si sabía que estaba dispuesto a acogerme en su morada.
La casa del hombre llamado Mileno tenía un aspecto distinguido y grande, pero con aspecto de abandono y tristeza. Entre las tantas peculiaridades de la casa, entre ellas: jarrones antiguos, figuras de hombres con las manos extendidas al cielo, una escalera que llevaba al techo y a la nada, existía un cuadro que me inquietaba. En aquella pintura se encontraba la misma vista radiante con el sol en lo alto que se había llevado a mi madre. La combinación de los diferentes colores; naranja, amarillo chispeante y dorado refulgente, bañaban un castillo fantástico que lucía estar hecho de oro puro y de aspecto esplendoroso. Era una pintura de cuentos de hada, llena de aquel hechizo deslumbrante.
Una noche; en la primera semana de mi estadía en aquella peculiar casa, no pudiendo dormir en mi nuevo cuarto, me levante de cama y salí por los pasillos oscuros para ver si podía explorar mejor mi supuesto hogar sin que el misterioso Mileno tuviera sus ojos puestos en mí.
Pasé delante de la pintura que parecía ocultar un secreto, pero, creyendo que mis ojos me engañaban por la falta de sueño, logré percibir que esta emitía un fulgor cálido como la verdadera luz solar. Era imposible, era la mitad de la noche y aquella obra era como una ventana abierta en plena luz del día a un impresionante palacio.
En aquel momento, la pintura me resulto tan familiar y atrayente, que alargue mi mano para tocar el palacio con mis manos. De forma increíble e inexplicable, sentí como el calor de miles de soles abrazaba mi cuerpo y el brillo era tan intenso que en un momento todo se volvió negro.
Abrí los ojos y me encontré frente al palacio de oro de la pintura.
Era un sueño, seguro que lo era. Pero allí estaba mi madre, con un vestido largo de oro y ofreciéndome su sonrisa. Y era real.
—Bienvenido a casa, hijo —me dio un fuerte abrazo—. Este es el lugar de los dos. Solo que hemos venido por medios distintos y en un tiempo diferente, pero me alegra que encontrarás el camino a la vida.
¿Vida? ¿Ese lugar tan radiante no era producto de mi imaginación? ¿Y la vida que teníamos en nuestra pequeña casa?
Desconocía aquel lugar, quien era mi madre y quien era yo. Pensaba que era una fantasía como el calor del fuego: abrazadora. Pero mi madre, tan hermosa y feliz, me invitaba a quedarme en aquel paraíso de oro por siempre junto a ella. Y yo no podría negarme a estar con ella.
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