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La habitación se siente más fría que de costumbre y sé cuál es la causa: no tengo forma de vaciar mi mente. Ser consciente de ello me hace sentir frágil, mi cuerpo está entumido, no por frío, sino de impotencia. Mi único consuelo, la libélula de cristal, está conmigo.
Desde que el doctor Dumont me la devolvió y temerosa de que alguien pudiera quitármela de nuevo, decidí esconderla. Días antes al guardar el libro debajo de la colchoneta me percaté que una loseta del piso estaba suelta. La desprendí con cuidado y justo ahí encontré el lugar indicado para proteger mi regalo. Nadie podría encontrarla ahí. Lamenté que no hubiera espacio suficiente para que el libro que tomé de la oficina del doctor Rivas cupiera, así que éste continúa esperándome debajo de la roída colchoneta. Tengo suerte de que Rita no lo haya encontrado la noche que se introdujo en mi habitación, no imagino el castigo por tenerlo en mi poder.
Han pasado dos días y no he vuelto a ver a aquella que suelo llamar "celadora" —incluso mis medicamentos me los lleva otra enfermera. Es una mujer joven y bonita, su rostro amable es reconfortante—, algo extraño. Podría asegurar que vivía aquí. Día y noche se paseaba por el hospital, sus gritos y amenazas podían escucharse por doquier. Los pacientes se escondían al verla, le temen al igual que yo, nadie ha escapado a su crueldad.
Lo que haya pasado con ella me tiene sin cuidado, la verdad es que el ambiente sin su presencia se siente menos cargado. Su aura oscura y su baja vibración se percibían a distancia.
Antes pensaba que la causa de su amargura podría ser producto de una mala jugada de la vida, pero ahora creo que esa es su naturaleza. Ella nació así, malvada y cruel.
—El doctor Dumont me ha pedido que te avise que te espera en su oficina —dice la joven de rostro amable y mirada cálida.
—Gracias —respondo poniéndome de pie.
He pasado toda la mañana debajo de mi árbol refugio. Sin mi herramienta para escribir, solo me queda despejar la mente estando al aire libre, pero las tardes, y sobre todo las noches, se han vuelto un tormento. De hecho casi no he dormido; aun leyendo, no logro distraerme.
No consigo invocar la fortaleza de Arnau, empiezo a creer que en verdad es solo un personaje.
Y aún con mayor fuerza, los recuerdos me persiguen como si fueran un verdugo...
—Ya falta un mes para que mi contrato expiré. Cuento ansioso los días para volver definitivamente a México y tenerte todo el tiempo en mis brazos —dijo Andrick.
—Tu compañero de piso ya lo sabe —pregunté.
—Sí, he hablado con él hace unas semanas. Me ha contado que está en espera de que le den respuesta de una solicitud de empleo. Dice que es importante, pero no quiere decirme más hasta que ésta haya llegado y yo no quiero presionarlo. Tendrá sus razones y yo lo respeto.
Nat se ha vuelto una especie de hermano, es un gran hombre.
Eso sí, lo he amenazado con visitarlo, le dije que en cuanto me instale en México tendrá noticias mías —cuenta entre risas—. Estoy seguro que te caerá bien, antes pensaba que los europeos eran personas frías y poco empáticas, pero al tratar y conocer a Nat me he dado cuenta de que los he juzgado mal. Es como en todos lados, hay buenos y malos, puros y torcidos, mejores y peores.
Hay de todo en esta viña del señor.
Estuve de acuerdo con él, no estaba bien generalizar, aunque todo indique por donde va el camino, siempre hay otras rutas que podemos seguir. Algunos las toman, otros no.
Es parte de un todo.
Pasamos todo el día juntos y me sentía dichosa. Mi madre estaba en casa a cargo de mis hijos; de Fiona en realidad. Elías es independiente, maduro y responsable, como pocos a su edad. Tuve que mentirles para desaparecerme por tantas horas —y tener que hacerlo no me hizo feliz—, pero estar con Andrick lo valía.
El pretexto: una reunión en casa de Karla, una de mis dos nuevas amigas.
<Estaremos solo mujeres, no puedo llevar a Fiona, ¿puedes quedarte en casa este fin de semana?>, fue la excusa inventada.
Esa ocasión fuimos al cine, recién se estrenaba "Todos los días de mi vida". Era imposible guardar silencio con Andrick a mi lado, no paraba de arrojarme palomitas de maíz, me picaba en las costillas, me jalaba el cabello y de vez en vez me plantaba un beso tronado en la mejilla.
Las personas a nuestro lado optaron por cambiar de lugar, por supuesto antes nos pidieron amablemente que les dejáramos escuchar la película, entonces Andrick se ponía serio un instante solo para responderles: "Claro, disculpa".
Esa sola acción solo me provocaba más risa —aunque me contenía— y hacía eco en toda la sala.
Solo se quedó quieto cuando me vio llorar a mares en la escena en la que Page despierta después de haber tenido un aparatoso accidente en auto con su esposo, justo cuando salían del cine. Había perdido la memoria y no reconoció al hombre que tenía frente a ella: su esposo. En cambio, lo confunde con su médico.
Su matrimonio se viene abajo a pesar de los fallidos intentos de Leo por hacer que su esposa lo recordara.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo al imaginar a Andrick perdido. Estuve segura de que no podría tolerarlo. Lo había encontrado hacía casi un año y mi vida era tal y como la había soñado; solo de saberme sin él, me provocaba una punzada en el pecho.
<Te amo>, susurré al tiempo que unía mis labios con los de aquel hombre que secuestró mi corazón. Lo adoraba, era mi perdición, mi cura, mi amor y parte de mi todo.
Bajamos los escalones corriendo, parecíamos niños jugando en el parque; justo al llegar Andrick tropezó y rodó los tres últimos escalones.
Mi corazón se detuvo unos segundos, corrí junto con varias personas a su encuentro. Se había quedado quieto, pensé lo peor.
—Andrick —grité mientras me hincaba a su lado.
No respondió. Puse su cabeza sobre mis piernas y acaricié su rostro perfecto. Las lágrimas recorrían mis mejillas mientras los curiosos nos observaban y se miraban entre ellos como pensando que hacer.
—¿Creíste que te librarías de mí tan fácilmente? —Dijo entre risas.
Mi boca dibujó una "O" perfecta.
Estaba fingiendo mientras yo moría de angustia.
Me puse de pie, sequé mi rostro con evidente molestia y caminé rumbo a la salida. Las risas y los reclamos de las personas que al igual que yo se habían preocupado, no tardaron en escucharse.
—Vicky, espera —gritó detrás de mí.
Le llevaba unos metros de ventaja y aun así pude escuchar su risa. Negué con la cabeza. Su parte infantil continuaba viva, tal como solía comportarse cuando era adolescente.
—Corazón, no te enojes, solo estaba bromeando —comentó entre risas provocando que mi molestia aumentara.
—Casi me da un infarto —conté en un hilo de voz. Para variar, las lágrimas no cesaban.
—Lo siento —dijo al tiempo que me abrazaba. Me refugié en su cuello y absorbí su aroma.
Eso me tranquilizó en segundos.
Estar en sus abrazos me hacía sentir paz y seguridad. Por supuesto el enojo se esfumó, no podía estar molesta con él más de cinco minutos, era imposible.
Andrick era mi vida.
Tomados de la mano recorrimos las calles hasta llegar a una cafetería que tiempo atrás me alojaba celosa. "Sablet".
Hacía más de diecisiete años que no cruzaba las puertas de cristal de ese mágico lugar. El olor a libros mezclado con el aroma de café inundó mi sistema, fue reconfortante y nostálgico.
Eché un vistazo al lugar y me maravillé de que luciera casi igual a como lo recordaba.
Las personas —en su mayoría jóvenes— leían concentrados sentados en cómodos sofás individuales con un vaso humeante de café o chocolate. Me maravillé, pensaba que encontrar un chico leyendo resultaría... raro, la tecnología sustituía los buenos hábitos —como leer, por ejemplo—, pero ahí estaban. Ni siquiera se inmutaron cuando el tintineo de la puerta anunció nuestra llegada.
El panorama era digno de un cuadro colgado en las puertas de la ciudad.
—Justo aquí —señalé un sofá pegado al ventanal— me gustaba sentarme. La luz y el vaivén de las personas al otro lado de la calle me serenaban.
Estar de nuevo en Sablet me hizo creer por un momento que el mundo era rescatable, que aún existía una posibilidad de que las cosas fueran distintas.
Que se podía confiar.
Pronto la magia fue sustituida por decenas de evocaciones del pasado. Muchas ocasiones estuve en aquella cafetería, pocas estuve sola. Beca solía acompañarme.
Evocarla amargó mi saliva.
—¿Estás bien? —Me cuestionó, Andrick.
Sin darme cuenta me había quedado en silencio con la vista fija en la mesa que ocupábamos Beca y yo; mientras yo leía, ella se colocaba los audífonos para escuchar música al tiempo que disfrutaba una malteada. Las de fresa eran sus favoritas. Fue entonces que reparé en un hecho: no le había contado a Andrick que fue precisamente Beca quien había sido desleal al enredarse con mi esposo. Doble traición, así debía llamarle.
Creí que se lo había contado todo, pero estaba equivocada, aún faltaba un detalle, uno de gran peso.
—No del todo —exclamé—este espacio me trajo... recuerdos.
—¿Quieres contarme?
Lo contemplé un instante, no deseaba ocultarle nada, prácticamente Andrick conocía todo de mí, excepto ese espacio de mi vida.
También conoció a Beca, pero no del modo en que lo hice yo.
No es que no quisiera confesarlo, más bien no deseaba hablar de ella.
No lo valía.
No lo merecía.
Su felonía me impedía perdonarla.
—¿Tan malo es que no puedo enterarme? —Declaró contrariado.
¿Qué podía decir al respecto?
Habían pasado tantos años y aquella daga no salía de mi pecho, se mantenía ahí, inmóvil, a la espera de que un hecho la hundiera más.
Me senté después de respirar profundo, tenía los ojos cerrados y el corazón latiendo presuroso. Las palmas de mis manos se humedecieron, como solían hacerlo cuando algo me perturbaba.
—Hace años —hable al fin— una familia llegó a vivir justo frente a nuestra casa. En la misma colonia donde nosotros vivimos. Una niña de piel morena y cabello negro, tímida e insegura, nos abrió la puerta. Ella y yo pronto nos hicimos inseparables. Crecimos juntas y nuestra amistad parecía inquebrantable, compartimos momentos extraordinarios.. Yo la quise mucho. Así fue hasta que...
Me quedé callada, era difícil pronunciar esa palabra. La daga se encajó un milímetro más y por impulso llevé una de mis manos a mi pecho.
El dolor, por años adormecido, despertó furioso.
—¿Beca? —Exclamó desconcertado. Intuyó lo que vendría—. ¿Tu amiga, la misma que ambos conocemos es la mujer que se enredó con Antonio?
No hizo falta contestar, Andrick se acercó a mí y sin decir más me acogió en sus cálidos brazos.
Reconoció la congoja en mi rostro y yo me dejé consolar, necesitaba que el amor de ese maravilloso hombre curara —también— esa herida.
Era la primera persona que sabía aquello, la única, pues que hasta ese momento me atreví a revelarlo.
—Vámonos —pidió jalando con delicadeza mi mano para que lo siguiera.
El resto de la tarde estuvimos en el Marriot —hotel donde se alojaba— amándonos como animales en celo.
La pasión nos rebasaba, todo estaba permitido en esos momentos.
La confianza era ciega, mi cuerpo era suyo y mi alma le pertenecía. Andrick me llevaba al cielo con un simple roce, mi piel era sensible a su tacto. No era sexo, hacíamos el amor como dos personas que se conocen a la perfección, que se aman sin límites. El agua fría de la regadera nos salpicaba, pero nuestros cuerpos húmedos de placer estaban tibios.
Andrick me acorraló contra la pared y su boca recorrió con veneración mi ser completo. Los gritos de gozo parecían exagerados, pero eso era precisamente lo que experimentaba. Un placer exagerado.
Él conocía los puntos exactos que me hacían desvariar, era un experto. Mi cuerpo era un mapa en el que peregrinaba sin miedo.
Aún con las gotas de agua escurriendo me tomó en brazos para llevarme hasta la cama donde volvió a hundirse en mi interior.
Su espalda tenía aún las marcas de nuestro último encuentro, y su aroma emocionaba mi sentido del olfato, pero su sabor —ese por el que estaba dispuesta a todo— lo llevaba impregnado en mi boca.
No supe cuánto tiempo estuvimos bajo las sábanas, pero las estrellas ya brillaban en el cielo despejado cuando abrí los ojos.
Ambos caímos rendidos después de aquel momento de delirio infernal.
Lo miré mientras dormía, parecía un ángel, unas pestañas enormes enmarcaban sus ojos. Dibujé el contorno de su nariz con mi dedo, eso le provocó un cosquilleo que le obligó a abrir los ojos.
—Te amo —confesó con una sonrisa de ensueño.
—Me gustaría que existiera una palabra que delatara lo que siento por ti, decirte te amo me parece poco. Mi amor por ti es más que eso.
—¿Qué tal "Ditto"?, cómo en "La sombra del amor".
—Ditto —repetí satisfecha.
En instantes lo tuve de nuevo encima de mí con esa mirada brillante que gritaba su deseo...
El doctor Dumont está de pie contemplando el atardecer, no se ha dado cuenta de que he llegado. Es alto, el sol cayendo hace que los destellos plateados brillen y sobresalgan en su melena rubia.
La habitación está invadida de su loción; esa que me pone los bellos de punta.
Lleva puestos unos jeans y una playera roja.
Al voltear noto que ir vestido así le hace ver más joven, unas gafas de armazón delicado cubren sus ojos dándole un aire intelectual.
Sonríe al verme y mis mejillas se encienden con ese gesto.
Me siento apenada de que me haya pillado observándolo.
—¿Cómo estás, Victoria? —Quiere saber con una pizca de diversión. Al parecer la única incómoda en este momento soy yo.
Desvió la mirada en clara disculpa, no entiendo por qué me he quedado mirándolo; quizá me recuerda a él.
Por un momento pienso que si su cabello rubio y sus ojos grises fueran color negro, parecería su hermano.
Muevo la cabeza para despabilar mi mente que comienza a fantasear.
—Pasa y toma siento —continúa al verme paralizada en la puerta.
Camino los seis pasos que me separan del sofá que ya debe reconocer mi peso, he pasado tanto tiempo sentada en él que le pareceré familiar.
—Te he mandado llamar por dos motivos, el primero es porque tengo en mi poder algo que te pertenece —comenta—, pero antes de devolvértelo quiero preguntarte algo.
Mis ojos deambulan por la habitación, el clima es cálido a pesar de que las ventanas están abiertas dejando entrar el aire fresco.
—¿Victoria, me has escuchado?
Me sobresalto cuando escucho que me llama, me perdí un instante en el mueble que el doctor Rivas solía tener repleto de libros. El mismo sitio de donde tomé "La Catedral del mar".
Paso saliva al notarlo casi vacío y me pregunto si el doctor notó la ausencia de aquel libro en particular.
La vergüenza me ataca y me hace sentir una ladrona.
Tomé algo que no me pertenece y aun lo conservo conmigo. ¿Qué otro calificativo merezco?
—Sí —respondo bajo. La fuerte presencia de ese hombre me impone.
—Bien —exclama poco convencido—. Te decía que tengo en mi poder algo que te pertenece y antes de dártelo quiero saber si me permitirías leerlo.
No ha dicho que es de lo que está hablando, pero en un segundo entiendo que se trata de mi libreta de recuerdos. Me estremezco al conocer sus intenciones. Mis ojos están fijos en los suyos, el gris es más intenso a como lo recordaba.
Si estoy en lo cierto y se trata de mi libreta, acceder a lo que me está pidiendo me resulta una locura; dejar que lea todo lo que he escrito sería como permitirle conocerme a fondo, y eso no me agrada.
Ni siquiera el doctor Rivas me conoció tan bien, no hubo tiempo.
—¿De qué se trata? —Lo interrogo antes de contestar.
—De esto —responde sacando del cajón central de su escritorio una libreta forrada de azul.
La observo con los ojos húmedos, he acertado, se trata de mi libreta. Extiendo una mano para tomarla y la llevo a mi pecho, la aprieto tan fuerte, que duele.
—¿Cómo es posible? Rita la tomó de mi buró aquella noche.
Mi voz apenas es audible, pero no me cuesta pronunciar las palabras.
—Yo mismo le exigí que la devolviera, si no lo hacía la reportaría ante el consejo. No tuvo más remedio que entregármelo.
Ya no tienes nada que temer, la jefe de enfermeras ha sido trasladada a otro pabellón, yo mismo me encargué de eso.
Sus métodos no me sirven, así que no necesito de sus servicios.
Mis labios se curvan al escucharlo, es la segunda vez que este hombre me ha rescatado al devolverme mis objetos, esos que tanto bien me han hecho desde que llegué aquí. Y no conforme con ello, se ha encargado de librarme del constante acoso de Rita.
Esa es la razón por la que no la he visto desde hace días.
—Gracias —murmuro.
—Entonces, ¿qué respondes a mi petición? No quiero que te sientas obligada, comprendo que se trata de algo muy íntimo y me considero incapaz de invadir ese espacio sin tu consentimiento.
—¿Por qué le interesa leer lo que he escrito? —Pregunto cautelosa.
Hace un rato estaba segura de que no podía permitir que me conociera a fondo, pero después de lo que ha hecho, comienzo a dudar.
Tal vez es una persona en quien puedo confiar, no cualquiera haría algo así por una mujer que la mayoría cree loca —ni el Doctor Rivas lo hizo— y sin embargo, él lo ha hecho.
¿Por qué?
—Porque deseo ayudarte —comenta con seriedad. Sus brazos descansan entrelazadas sobre el escritorio. Su rostro es impasible.
—Yo... necesito pensarlo —digo.
Su mirada parece querer ingresar a mi mente y eso me hace sentir vulnerable. Una sacudida me obliga a removerme en mi asiento.
—Me parece justo. Entonces cuando estés lista, me lo dices.
Ahora quiero hablarte de otro asunto, creo yo, más importante. Tu nuevo tratamiento —expresa mientras abre su carpeta y toma un bolígrafo—. He leído a consciencia tu expediente, además he tenido que llamar al doctor Rivas para comentar algunos puntos que me parecían confusos. El propio doctor me los ha aclarado. Según esto —comenta señalando un folder lleno de hojas foliadas y membretadas con la firma del doctor Rivas estampada en cada una— presentas un cuadro de depresión severo debido a un trauma no especificado, pero yo difiero de ese diagnóstico.
Según lo escrito en el Manual Diagnóstico y Estadísticas de los Trastornos Mentales y mi experiencia como Psiquiatra, presentas un Trastorno explosivo intermitente, el cual algunas veces suele acompañarse de un cuadro de depresión.
Los episodios violentos que has manifestado no son considerados "normales" —dice al tiempo que con sus dedos encorvados dibuja en el aire un par de comillas—. Te citaré dos ejemplos para que te quede claro: cuando golpeaste a una paciente en la sala de descanso y cuando agrediste a la jefe de enfermera mientras ambas pretendían despojarte de cierto objeto importante.
Siendo honestos, los dos sabemos que fueron tus reacciones agresivas lo que orillaron a tu esposo a ingresarte en este hospital. Él también fue víctima de varios episodios de este tipo —bajo la mirada al reconocer lo que dice—. Victoria, las causas por las cuales una persona llega a presentar este tipo de trastorno son varias: el medio ambiente, la genética, un evento traumático importante, o un desbalance en los químicos del cerebro. Dudo mucho que hayas crecido en un ambiente repleto de abusos, ya sean verbales o físicos, así que el primer causante está descartado. Ahora bien, he hablado con tus padres y ellos aseguran que en sus familias no hay antecedentes de este tipo, por lo tanto también descarté el segundo causante.
Me quedo como piedra al saber a mis padres aquí. Debió ser un momento bochornoso hablar de ello.
—Por lo tanto nos quedan dos opciones: un evento traumático o un desbalance de químicos en tu cerebro, de tal modo que será necesario practicarte análisis para descartar un tercero.
Si estos dan positivo entonces iniciaremos una terapia con fármacos específicos y controlados; pero si el resultado es negativo, solo queda una opción, la cual estoy casi seguro es el verdadera causante.
Esta es una de las razones por la que considero importante que me permitas leer lo que contiene esa libreta que celosa abrazas a tu pecho; quizás ahí esté la respuesta. O tal vez prefieras contármelo tú misma.
¿Qué sucedió, Victoria?
Mis ojos —esos que dicen más que mil palabras— arden como si quisieran escupir fuego, mi frente comienza a perlarse mientras una ola de calor se apodera de mi cuerpo.
La ira, ese sentimiento que me aqueja de un tiempo a la fecha, quiere escapar.
—Tranquila, respira profundo y cierra tus ojos —pide el doctor Dumont. Se ha dado cuenta de lo que está por ocurrir—. Ahora piensa en algo que te haga sentir paz.
Lucho por contenerme y hago lo que me pide; Andrick viene a mi mente de inmediato. Él era el único que me hacía sentir en paz conmigo misma.
Un llanto desesperado me abraza con la furia de un remolino. Cubro mis ojos con las manos y me balanceo sin parar.
A gritos maldigo al destino por haberme arrebatado la vida de un solo tajo, por llevárselo a él.
Por impedirme ser feliz al lado del hombre que me revivió, aquel que me hizo renacer de entre las cenizas, como un Fénix...
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