V

Febrero 2001

"Sé que es difícil mantener un corazón abierto cuando incluso los amigos parecen querer hacerte daño. Pero si puedes curar un corazón roto, no habría terminado el tiempo para hechizarte".

November rain.

— ¡Corre, alcánzalo, Elías! —gritaba llena de emoción.

—Tu hijo es toda una revelación. ¿Sabías que está en la lista de posibles Novatos del año? —comentó Karen, madre de uno de los chicos del equipo de futbol.

No éramos amigas, pero nos llevábamos bien, además nos veíamos todas las tardes en los entrenamientos.

Los amigos de Elías tuvieron que intervenir para que le permitiera ingresar a los Espartanos, equipo de fútbol americano líder en la zona donde recién habíamos llegado a vivir.

<Pero es un deporte rudo y peligroso >, respondí a los chicos.

La verdad es que poco sabía de ello, de hecho ni siquiera me agradaba. Correr con un balón ovalado de un extremo a otro librando hombres cuya único objetivo es derribarte con un golpe me parecía... absurdo y en exceso violento.

<Por favor, dele una oportunidad a su hijo.
Por qué no va esta tarde al partido de pretemporada, quizá lo entienda mejor y se dé cuenta de la disciplina que implica>, pidió, casi en una súplica, uno de los chicos con quién mi hijo solía juntarse.

Respiré hondo mientras juntaba mis dedos en la parte superior de mi nariz para hacer un poco de presión, mi cabeza estaba a punto de explotar, había tenido un día pesado.
No era la primera vez que Elías me pedía una oportunidad para ingresar al equipo, pero en todas me negué rotundamente.

Lo miré y pude ver en sus grandes ojos color café un grito silencioso, esos ojos que me impactaron desde la primera vez que los vi. Hacía ya quince años de eso y aún lo conservaba fresco en mi memoria.

<Despierta, Victoria, ya nació. Es un niño>, decía una enfermera que me sacudía con fuerza.

El llanto de un bebé me sacó de un tirón de mi letargo forzado, abrí los ojos solo para encontrarme de frente con el bebé más hermoso del universo. Su piel blanca contrastaba con esos enormes ojos color café intenso que me miraban insistentes. Me enamoré al instante, lo quise desde que estuvo en mi vientre, pero justo en ese momento comprendí lo que significaba el amor verdadero.
Un amor incondicional.

No pude volver a negarme, él en verdad deseaba ser un Espartano. Esa era su primer temporada y tal como Karen decía, mi hijo era toda una revelación, incluso para su padre quién con Fiona en sus brazos, lo miraba orgulloso.

—Vaya, eso es estupendo —respondí emocionada.

Seis meses de entrenamiento previo y varios partidos presenciados me habían ayudado a conocer aquel deporte, entonces comprendí lo equivocada que estuve. Sí, en definitiva implicaba riesgos, como todo, pero el equipo de protección que cada jugador utilizaba era especialmente diseñado. Un jugador de la línea no usaba el mismo equipo que un corredor o un receptor.
Menos de un temporada y estaba fascinada con el futbol americano.

Por supuesto era la fan número uno de mi hijo.

— ¡Eres grande! —le dije al tenerlo cerca.

—Gracias, Vicky.

Lo abracé y lo llené de besos aun cuando para entonces era más alto que yo.
Elías solía llamarme por mi nombre, algo que a mí nunca me pareció mal, quizá por la confianza que había entre ambos o puede que también influyera mi edad.
Yo era demasiado joven comparada con las madres de todos sus amigos, parecíamos hermanos.
A pesar de eso, el respeto siempre estuvo presente entre los dos.

Agradecí al cielo por haber tomado la decisión correcta hace dieciséis años a pesar de todas las opciones que mis padres me ofrecieron.
Era joven, inmadura y en exceso inexperta, pero debía ser responsable de mis actos.

Y lo fui.

—Cásate conmigo —fueron las primeras palabras que pronunció Antonio al leer juntos el resultado impreso en una hoja tamaño carta: Positivo.

— ¿Acaso estás loco? Yo no quiero casarme ni contigo, ni con nadie... ni siquiera quiero tener un bebé, ¡tengo quince años! —Grité histérica.

La noticia me había caído como un balde de agua helada. Temblaba de pies a cabeza.

Habían pasado dos meses después de aquella noche que estuvimos juntos, y de pronto toda mi vida daba un giro brutal.
¿Cómo podría ser capaz de convertirme en madre?
¿Y mis estudios?
Mi sueño de ser la mejor abogada del país, ¿donde quedaría?

Lloré sin consuelo a causa de la confusión y del miedo que me tomó presa de un instante a otro.
¿Cómo se lo contaría a mis padres? Les había fallado, ellos confiaban en mí.
Todos confiaban en mí.

—No puedes estar hablando en serio, es nuestro hijo, Vicky, hagamos las cosas bien; es verdad que somos muy jóvenes, pero estoy seguro de que juntos podremos salir adelante. Yo te amo.

¿Cómo se atrevía a decirme eso si ni siquiera éramos amigos?

Una semana después de regresar de la Hacienda por fin hablamos, llevaba en mi mente una idea y nadie me haría cambiar de opinión: Terminaría nuestra fugaz relación, no deseaba saber nada de él en mucho tiempo.

Solo pasaron dos meses para que me viera obligada a buscarlo, mi periodo no llegaba y las náuseas me aquejaban. La ansiedad y nerviosismo se burlaban de mí, y Antonio era la única persona que sabía lo sucedido.

No pude responder del mismo modo, tal vez sentía un afecto especial por él, pero nada más anidaba en mi corazón.
Un sentimiento que ni los años lograron aflorar.

Amar significaba confianza, lealtad, complicidad, incondicionalidad y comunicación; eso estaba muy lejos de Antonio y de mí.

Lo miré molesta, lo culpaba por no haber sido más responsable. Era años mayor que yo y tenía que haber sido más sensato y precavido.
Pero no fue así.

La realidad fue que necesitaba un culpable y él estaba a la mano.

Le pedí a Antonio que se fuera y esa misma noche hablé con mis padres. La carga extra de adrenalina en mi cuerpo me dio el valor para hacerlo. Aún no olvido la expresión de desilusión que enmarcó el rostro de mi madre.
Una puñalada directa a mí corazón.

—¿Qué piensas hacer? —Preguntó mi padre.

No estaba enojado, pero hubiera preferido que lo estuviera, la seriedad con la que hablaba y cada palabra que pronunciaba se convertían en agujas que se incrustaban en mi piel dañando más que  mi cuerpo, mi alma.

—No lo sé —Me sinceré.

El shock no había pasado, así que aún no podía digerir tal noticia. Una bomba para cualquiera que no estuviera preparado y, por supuesto, yo no lo estaba.

—¿Quieres tenerlo? ¿Quieres abortar? ¿Quieres darlo en adopción? ¿Van a casarse? ¿Vivirán en unión libre? ¿Qué quieres hacer, Victoria?

Miré a mi madre paralizada, las opciones que enumeraba rebasaron mis límites.
¿Cómo saberlo?
Me sentí tonta, inmadura e incapaz de enfrentar tal situación.

Me derrumbé, un llanto descontrolado me secuestró, cubrí mi rostro con mis manos, tal vez por pena, ellos no merecían algo así.

—Lo siento, lo siento mucho en verdad —repetí una y otra vez.

—Tranquila, hija, lo importante ahora es tomar la decisión correcta -comentó papá-. Debes tener en cuenta que un bebé crece en tu interior y a partir de este momento lo que decidas lo afectará o beneficiará a él también. Ve a descansar y piensa en lo que deseas hacer, cuando estés lista, háznoslo saber. Puedes estar segura de que respetaremos tu decisión, sea cual sea.

En silencio y con la miraba en el piso entré en mi habitación, iba derrotada.

El insomnio se burlaba de mí cada noche, los nervios me envolvían y las dudas me acechaban como monstruos.

Tres días después retomamos esa plática; tendría a mi hijo, dejaría en pausa mis estudios para atenderlo y aceptaría la propuesta de matrimonio de Antonio.
Ambos debíamos hacernos responsables de aquel momento de debilidad absoluta.

Había cometido un error al dejarme llevar por mis instintos, pero sobre todo fallé al hacerlo sin pizca de precaución, así que a partir de ese día me prometí que haría las cosas bien.

Antonio y yo nos casamos un mes después en una boda por demás sencilla y apresurada. Los rumores entre familiares y amigos eran pan de todos los días, algo natural, supongo, pero al fin y al cabo molesto y desagradable.
Mi nombre estuvo en boca de todos por meses. En cambio mis padres nos apoyaron sin titubear, por tres años vivimos en su casa, tiempo suficiente para que nos hiciéramos de lo más indispensable y así poder volar del nido para formar un nuevo hogar.

Mi alma se fracturó cuando salí de aquella casa, mi hogar de toda la vida. Dejar atrás mi vida y comodidades cómo hija de familia fue más duro de lo que hubiera imaginado. Llevar la batuta de una casa, de un hijo y una familia era mucha responsabilidad. Para entonces tenía diecinueve años, debía actuar y pensar como una persona mayor si deseaba que esa nueva etapa funcionara.

—Es un buen chico, hija, eso es lo que debe importarte —comentó mi abuela una noche en que lloraba recostada en sus piernas.

No era fácil conquistar su corazón, pero Antonio se la había echado a la bolsa sin esfuerzo.

—Pero no lo amo —respondí derrotada. No había necesidad de decirlo, ella lo sabía, era mi aliada principal.

¿Qué abuela no lo es?

—A veces, es mejor estar con un hombre que te ame, pues éste dará lo mejor de sí para hacerte feliz. Quizá con el tiempo y la convivencia, llegues a amarlo.

La escuché, todo el tiempo lo hacía, pero esa ocasión no estuve de acuerdo.
Conocía de memoria su historia; el abuelo se la había robado cuando ella apenas tenía catorce años. La sacó de su casa siendo casi una niña y la llevó a vivir a un lugar lejos de su familia. Aunque nunca se lo pregunté y ella no lo dijo, siempre creí que no fue feliz. Mi abuelo fue un gran hombre, pero no uno al que ella amara.
Hizo lo que creyó mejor a costa de su felicidad. Su carácter agrio y su mirada triste lo gritaban.

Yo no quería que la historia se repitiera, así que me propuse dedicarme a mi nueva vida con la clara intención de enamorarme de mi esposo; deseaba ser y hacerlo feliz. Pero las cosas no siempre suelen salir como se planean.

<Haz planes y échate a reír>, rimaba un refrán.

Cuan cierto resultó en mi caso particular.

La vida de pareja entre Antonio y yo fue complicada desde un principio y obviamente no era una constante luna de miel, sin embargo, ambos poníamos empeño para evitar que el barco se hundiera. Había roces, muchos de hecho, no vivimos una etapa de noviazgo, esa que se supone sirve para convivir y conocerse. Nuestra relación había sido tan fugaz que tuvimos que conocernos sobre la marcha, ya casados.
Esa parte tampoco fue sencilla, pero la asimilábamos de la mejor manera. Quizás él mejor que yo, aun cuando pasaba mucho tiempo fuera de casa a causa del trabajo.

Al menos eso es lo que decía.

Por esa razón, las pocas veces que perdía la cordura explotaba, la situación lo rebasaba y se convertía en otra persona.
Creo que retener las emociones, el no hablarlo y el no tratar de arreglar las cosas, era una mala estrategia, pero Antonio siempre lo manejó de ese modo.
No supe si era una forma de evadir responsabilidades y problemas o, simplemente era su táctica para "resolver" conflictos.

Esos momentos me hacían cuestionarme quién en realidad era el hombre con quién me había casado. Sin querer me iba dando cuenta de cuan poco lo conocía y eso me asustaba.

—¡Es injusto, tu hermana quedó de pagarlo, necesitamos ese dinero, Antonio! —Exigí entre gritos.

La discusión había subido de tono, yo estaba alterada y él permanecía en silencio.
Eso me ponía peor, no sabía si me estaba ignorando, si me escuchaba o si simplemente no le importaba.

Semanas atrás una de sus hermanas me había pedido dinero con la promesa de devolverlo. El plazo había expirado y ella solo se limitó a responder: lo siento, no lo tengo.
No me pareció justo.

— ¡Ya te dije que lo olvides, no tiene ni tendrá. Olga no te pagará! —respondió levantándose de la mesa.

Con el rostro transformado arrojó el vaso sobre la mesa provocando que éste se hiciera añicos; un fuerte ruido se escuchó. Fiona, de apenas cinco años, rompió en llanto.

Mis ojos se nublaron, pero no permití que las lágrimas salieran, no le daría ese gusto.

Aquella noche y durante casi dos meses, Antonio durmió en la habitación de Elías.
Así lo decidió.

Todas las noches lloraba en silencio en nuestra habitación. En vano intenté arreglar las cosas, nada cambió y su actitud distante continúo abriendo una brecha en nuestra relación.

<Esta eres tú y esto es lo que puedes ofrecerle, si para él no es suficiente, es problema de él >, dije mirando el reflejo que me mostraba un espejo.

Me había cansado de llorar, mi autoestima estaba por los suelos y no podía permitir más.

No merecía ese trato.

Llegó un momento en que simplemente acepté que otra vez me había equivocado, entonces me di por vencida.

Sin más, una noche cualquiera Antonio volvió a nuestra habitación, se metió a la cama y me abrazó.

<Soy un idiota, un tonto, perdóname por favor>, dijo muy cerca de mi oído.
Lo perdoné, no hubo necesidad de decirlo.

Días después llegó envuelto en un aire misterio.

—Toma —comentó al tiempo que me entregaba un sobre.

—¿Qué es? —Quise saber curiosa.

—Ábrelo y lo sabrás.

Así lo hice, dentro encontré una hoja membretada con el nombre de un hotel. Era una reservación a mi nombre para pasar tres días en una de las playas más concurridas del país.

—¿Cuando salimos? —Pregunté emocionada. Era la primera vez que como familia visitábamos aquel bello lugar.

—Esta misma noche, así que es tiempo de hacer las maletas.

—Pero, los niños están dormidos.

—Mejor, así despertarán y lo primero que verán será el mar —respondió elevándome en el aire.

El sol, la arena, el mar y el ambiente húmedo calmaron mis temores al instante.
Mi clima favorito, el sitio perfecto para mí.
Uno de mis sueños era vivir cerca del mar.

Elías y Fiona lo disfrutaron tanto como lo hice yo, las olas los revolcaban sin descanso, pero ni así querían salir del mar. Y de la alberca ni se diga, se zambullían como peces. Devoramos tamarindo y cocos mientras nos mecíamos en la hamaca cuando la luz del día nos abandonaba.

—Mami, ¿mañana también podremos buscar caracoles? —Preguntó Fiona antes de quedarse dormida. El cansancio al fin la había vencido.

—Por supuesto, duerme ya, princesa —susurré. Su piel blanca tenía claras muestras del sol.

Cuando los niños estuvieron dormidos, Antonio y yo bajamos al bar del hotel, acepté poco convencida ante la insistencia de mi esposo.

<Tenemos que disfrutar de un tiempo solos>, sugirió.

Tenía razón, todo había sido tan rápido entre nosotros que ni siquiera teníamos tiempo para estar a solas, como pareja.

Esa noche me hizo recordar momentos del pasado, cuando éramos unos adolescentes y salíamos a divertirnos.
Bailamos en el balcón con la luz de la luna como testigo, bebimos un poco y reímos como solíamos hacerlo cuando intentaba conquistarme.

Al subir a la habitación tomamos una ducha juntos para después entregarnos a las garras de la pasión. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que creí estar con un extraño; no reconocí al hombre que me besaba y tocaba con ferocidad.

Fue difícil despedimos de aquel paraíso, sobre todo para los niños. En silencio rogué volver pronto.
Lo desee con todo mi corazón.

El camino de regreso por carretera, el cansancio, el silencio y los cerros a la distancia invocaron a la temida nostalgia. Por supuesto no llegó sola, la acompañaban recuerdos agrios provocando que mi corazón sangrara. Las cicatrices continuaban frescas y amenazaban con abrirse.

Lo había perdonado, pero era imposible olvidar.

Tiempo antes de que Fiona llegara a nuestras vidas tuvimos una fuerte discusión, ambos estábamos demasiado alterados, la relación de pareja se tornaba cada vez más compleja. De un instante a otro su semblante cambió, me tomó de las manos y me aventó con rabia sobre la cama. Sus ojos chispeaban provocándome terror.

<Si algo le pasa a mi bebé, tú serás el culpable>, sentencié mientras cubría mi rostro con las manos.

Estaba embarazada de tres meses, la noticia de nuevo nos tomó por sorpresa pues en ese entonces tomábamos precauciones, pero yo estaba ilusionada. Días después subimos a un taxi con destino al hospital, sangraba y las punzadas en mi vientre me hacían doblarme de dolor. Antonio iba a mí lado en silencio.
Perdí al bebé minutos más tarde. No puedo describir el dolor que inundó mi alma, un episodio del que jamás me repondré, no existe cura para algo semejante.
Quizás aquel violento episodio tuvo que ver, quizá no, pero Antonio se sintió culpable y yo no hice nada para cambiarlo.

La distancia entre los dos se hizo evidente y los sentimientos hacia mi esposo se esfumaban como el viento. Un agujero lleno de rencores se llenaba día con día.
El barco estaba a la deriva y ninguno de los dos sabía cómo sacarlo a flote.

Entonces llegó Fiona, su presencia fue tan inesperada como anhelada, un embarazo de alto riesgo, pero a la vez un remanso de paz y esperanza en mi vida.
Un motivo más para continuar en lucha.

Mi vientre crecía a la par que la distancia con mi esposo, y la intimidad se volvió esporádica, escasa. La pasión nos abandonó sin pizca de remordimiento. Nuestro ánimo estaba enfocado en otra parte y no había posibilidad de emparejarlos.

Una lágrima cayó silenciosa sobre mi regazo, la limpié con disimulo pero no pude evitar que los recuerdos se detuvieran.

—Ve, te hará bien distraerte, un rato con los amigos siempre ayuda —comenté para convencerlo.

Omar y Beca, con quiénes aún manteníamos una amistad, nos invitaron a una fiesta, por obvias razones no pude asistir, pero insistí a Antonio para que fuera. Un rato de diversión podría ayudar de alguna manera.

No debí hacerlo.

Llegó de madrugada en compañía de Beca y Omar, mi amiga me despertó con el pretexto de saludarme, olía a alcohol. Al igual que Antonio, se había excedido.

Lo dejé pasar, sin embargo a partir de esa ocasión la relación entre mi esposo y mi amiga se volvió más... cercana.

Beca era mi mejor amiga y mi familia la estimaba así que solía invitarla a las reuniones familiares. No fui la única que notó el cambio en el comportamiento de ambos, mi abuela y mi madre me alertaron varias veces. De forma tan natural como atrevida, Beca se sentaba en sus piernas y él la besaba con efusividad en la mejilla, bailaban y convivían como antes no hacían. Parecía que de pronto se entendían de maravilla.

Una luz roja se encendió en mi interior.

Su cercanía se hizo tan marcada que no me gustó, pero confiaba en mi esposo y más confiaba en mi amiga. Ella no me haría un daño así, casi lo juraba.

La venda en mis ojos estaba demasiado apretada para caerse.

Una ocasión, junto con el resto de la familia planeamos pasar un fin de semana en Cuernavaca, la ciudad de la eterna primavera. Tontamente también en esa vez invité a Beca.

Las atenciones de mi esposo para con ella resultaban casi insultantes, lo peor fue que mi amiga correspondía; eso no estaba bien, lo sabía, pero preferí cerrar los ojos ante lo que se estrellaba de frente.
Justo el día en que volvíamos, mientras jugaba al dominó con mis hijos, fui testigo de una escena que me heló la sangre.

Beca y Antonio estaban sentados juntos, hablaban no sé de qué, tal vez se olvidaron de que no estaban solos entonces hubo un detalle que me alertó: mi esposo, sin pizca de remordimiento, pasó la mano por detrás de la cabeza de Beca, muy cerca de su cuello para después comenzar a jugar con su cabello sin dejar de mirarla. Lo observé y él se detuvo como un niño cuando es sorprendido haciendo una travesura. La sorpresa en sus ojos era evidente. Otra vez, no dije nada, pero la semilla de la duda comenzaba a germinar, crecía como bola de nieve.

Era el principio del fin.

Años después Beca, que para ese tiempo había terminado su relación con Omar, nos sorprendió con la noticia de un embarazo. El padre... un desconocido. Ni siquiera yo -que me suponía su mejor amiga- supe de quien se trataba.

La reacción de Antonio al enterarse resultó exagerada, se notaba molesto o quizá celoso. Eso fue suficiente para darme cuenta de que algo pasaba ahí, lo encaré, pero él lo negó.

—Es mi amiga —respondió. Me evadía de nuevo, como todas las demás veces.

En cambio Beca, reaccionó diferente una vez que la encaré.

—Antonio no te merece —repetía contantemente—.Si yo fuera tú, buscaría a alguien mejor.

No había día en que no habláramos en que ella no repitiera lo mismo. Era tal su insistencia que rayaba en lo insultante. Su repentino cambio de actitud hacia mi esposo resultó sospechoso. Algo había pasado, pues de la noche a la mañana su "amistad", se había ido por el caño.

—¿Por qué mejor no me dices que es lo que sabes y te dejas de indirectas?—Exigí molesta.

—No, yo no sé nada, solo digo que Antonio es muy poca cosa para ti —escupió con sorna.

El tono de su voz cambió al cuestionarla.

—Pues si no vas a contarme la verdad entonces te voy a pedir que dejes de decirme eso. ¿Estás segura de que no tienes nada que decir? —Insistí dándole la oportunidad de confesarse.

El silencio de mi amiga, dijo más que mil palabras.

No tenía pruebas físicas y puede que solo se haya tratado de malos entendidos, pero mi confianza se desmoronó por completo, no me divorcié firmando un papel, pero si lo hice emocionalmente y desde ese día desterré de mi vida a aquella que llamé amiga por tantos años.

Lo que haya pasado entre ellos nunca lo sabré ni quiero saberlo. Dejó de importarme, tanto como ellos.

Me dediqué a mis hijos y a mí, Antonio pasó a formar parte del resto, ya no lo veía como mi esposo, era solamente el padre de mis hijos. Retomé mis estudios y en un año logré concluir la preparatoria, un primer paso de muchos que me quedaban por dar.
Mi familia ya solo estaba formada por tres personas: Mis hijos y yo.

El tiempo pasó como acostumbraba, de golpe y sin sentirlo, y el destino nos llevó a vivir a otro sitio. Mi padre jugaba la lotería todos los años, ese fue el suyo y ganó.
Compró una enorme casa en un poblado distante de la ciudad la cual se convirtió en nuestro nuevo hogar mientras mi madre y él viajaban por el mundo. Elías tenía once años y Fiona estaba por cumplir los siete.

—Buenos días, Victoria —La voz del doctor Rivas me arrebata de mi hipnosis nostálgica.

Lo miro sin responder, el sol lo rodea y hace que parezca un ser de otro mundo. Sonrío para mis adentros mientras el trata de entender mi reacción.

—Me alegro que estés de buen ánimo. He leído tus escritos —agrega.

La risa que se dibuja en mi rostro desaparece en un instante. Lo observo inquisitiva.

—No te preocupes, no voy a juzgarte y tienes mi palabra de que nadie se enterará de lo que he leído —suelto el aire contenido—. Vine hasta aquí para decirte que mañana a las diez en punto te espero en mi oficina, tenemos asuntos que tratar.

Frunzo el ceño al escucharlo, no me agrada la idea. Los viernes por la mañana, un grupo de mujeres voluntarias vienen al hospital, nos arreglan las manos, pintan nuestras uñas, nos cortan el pelo, nos peinan y nos enseñan a preparar pastelillos. Esta última es mi parte favorita. Mi hija Fiona ama comer pasteles, así que yo los preparo especialmente para ella y cada domingo se los doy. Los devora junto conmigo. <Están deliciosos, mami>, no para de decir. Mi corazón se infla de gozo al escucharla.

Niego con la cabeza, clara reacción de que no estoy de acuerdo y miro hacia otro lado. Me siento molesta y lo peor es que no tengo la libertad para negarme.

—Sin falta, Victoria, es importante. Y por favor, sé puntual —ordena antes de marcharse.

Deseo tanto volver a mi hogar, necesito estar al lado de mis hijos, pero no puedo y saberlo me parte en dos...

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