III
Las siguientes semanas mi vida social estuvo pausada, trabajos en equipo, reportes y exposiciones de fin de semestre me tenían ocupada. Beca iba a visitarme seguido, deseaba distraerme para que la acompañara al cine, o a la plaza, o al parque. Incluso mencionó nuestro sitio favorito: Sablet, pero no consiguió convencerme. En primera, porque en verdad estaba ocupada y en segunda, estaba tan agotada que no tenía ánimo.
—Odio que seas un ratón de biblioteca, esas monjas te quieren esclavizar y tú estás cayendo en su trampa —comentó molesta. Yo me limité a ignorarla—. El colegio es solo una pérdida de tiempo.
—Deja tu negatividad para otra ocasión y ayúdame con estas gráficas —ordené poniéndole en frente varias hojas milimétricas.
—Él te extraña —dijo de pronto con la mirada clavada en sus trazos.
—¿Quién? ¿De qué hablas?
—Nos encontramos en la casa de Omar el sábado. Quería verlo así que fui a visitarlo y un rato más tarde llegó junto con Rodrigo. Usaré las mismas palabras que usó él —comentó con el lápiz pegado en los labios—. ¿Has visto a mi novia? Hace muchos días no la veo y la extraño. ¿Irán al antro este fin de semana? —hizo una pausa tras atorarse con una risita burlona—. Justo esas fueron sus palabras, amiga.
—¿Quién? —Exigí entre sorprendida y molesta.
—Antonio, quien más podría atreverse. ¿Desde cuándo son novios? —concluyó entre carcajadas.
—¡No somos novios! Ese chico no tiene remedio, ya hablamos al respecto, pero al parecer no le quedó claro. La próxima vez que lo vea tendré que decirle unas cuantas —comenté indignada—. No le habrás contado nuestros planes, ¿cierto?
—Qué más da, de todos modos sin boletos no podrá entrar.
No supe si preocuparme o relajarme ante su respuesta, en unos días asistiríamos a la fiesta de XV años de Mónica, supuse que también los conocía pues coincidimos varias veces en fiestas o antros.
<Ella no los invitaría>, pensé dejando escapar el aire contenido. No tenía ni pizca de ganas de encontrarlos ahí.
Por supuesto que me había acordado de él, de nuestras pláticas y paseos, pero extrañarlo, era demasiado.
La fiesta se llevaría a cabo el próximo sábado justo al medio día en una ex Hacienda famosa por haber sido el hogar de Emiliano Zapata durante la revolución. La familia de Mónica era dueña de una compañía exportadora por lo que no escatimaron en gastos, mucho menos tratándose de su única hija.
Dado a que el sitio estaba en un municipio ubicado a varias horas de la ciudad, el padre de Mónica rentó por tres días el lugar para que pudiéramos llegar un día antes, y para quedarnos un día después. Es decir, estaríamos fuera todo el fin de semana.
No resultó sencillo obtener el permiso de mis padres, que su hija estuviera fuera de su cuidado tantos días no les pareció atractivo, pero debo reconocer el asombroso poder de convencimiento de Beca, fue gracias a ella que pude asistir. Muchas veces me pregunté qué habría cambiado si mis padres no hubieran cedido. Creo que todo.
Esa fiesta fue inicio de todo.
—Vicky, date prisa o el autobús te dejará.
El grito de mamá me puso más nerviosa, la cita era a las diez en punto. Cinco autobuses nos esperaban en casa de Mónica para trasladarnos a nuestro próximo destino, pasaban de las nueve y yo aún no estaba lista, Beca no dejaba de mensajearme y mi madre estaba presionando demasiado.
Llegué veinte minutos tarde, pero me relaje al contar cinco autobuses estacionados, al parecer no fui la única que se retrasó, cosa que agradecí, era la fiesta del año y mi amiga no me perdonaría dejarla plantada.
En medio de mil recomendaciones, un manojo de consejos y algunas amenazas, mamá me persignó, solo entonces le entregué mis maletas al conductor y por fin pude subir al autobús número 211 para después sentarme en el lugar que me fue asignado, el asiento número once. Beca me esperaba con el ceño fruncido, yo resoplé y me dejé caer en mi asiento, el estrés me había agotado así que no tenía ganas de discutir.
—¡Estuviste a nada de quedarte, tuve que hablar con Mónica para rogarle que te esperará!—El tono que usó no me agradó, pero no iba a pelear con mi mejor amiga, de cierto modo, su enojo era justificado.
—Gracias —dije con una sonrisa forzada en los labios.
Ella continúo el regaño y yo dejé que se desahogara, quizás, al igual que yo, estaba estresada.
Minutos más tarde el reclamo cesó, entonces cerré mis ojos y me quedé dormida.
Cuando abrí los ojos voltee en busca de mi amiga, quién como de costumbre traía los audífonos puestos y miraba muy concentrada a través de la ventanilla.
—¿Pensando en Omar?
Mi voz y la mención de aquel nombre la sacaron de su estado de ensoñación. Me miró con una sonrisa babilónica, por supuesto había acertado.
—Me conoces bien, amiga —dijo. Un suspiro se dejó escuchar segundos después.
—Tranquila solo serán tres días, ya regresaremos y podrás ver a tu adorado.
Advertí un brillo especial en sus ojos, lo que llamó mi atención y presentí que algo me ocultaba.
—¿Hay algo que deba saber?
El tono en mi voz le dejó claro que la había descubierto.
—Lo sabrás en unos minutos.
—Beca —insistí.
—Tranquila, en cuanto lleguemos tendrás tu respuesta —respondió traviesa. Entonces comencé a preocuparme.
El resto del domingo la he pasado encerrada, custodiada por las cuatro paredes blancas que no me dejan ni a sol ni sombra. Ni el personal médico ni Rita se extrañaron, es mi típica reacción después de despedir por quinta ocasión a mi familia.
Lloro en silencio, como poco y la paso recostada presa de los recuerdos.
Lo peor llega cuando él viene a mi mente y como un huracán arrasa con lo poco que dejó antes de abandonarme.
¿Por qué?
Una pregunta que se repite en mi cabeza negándome una tregua. Nunca lo sabré, él ya no existe, el destino me lo ha arrebatado del mismo modo en que lo puso en mi camino.
Inesperadamente.
Es lunes, con los ojos hinchados y el pelo enmarañado camino por los pasillos en busca de la salida. Rita viene justo detrás de mí, creo que el doctor Rivas le ha encargado que me vigile ahora más que antes, quizá teme que haga una locura; que irónico, se supone que estoy rodeada de locos y sin embargo soy yo la que les parece peligrosa.
Me detengo en mi sitio favorito, bajo un enorme y frondoso Pirul que me cobija y protege de los potentes rayos del sol que reina esta mañana. El olor a Pino se impregna en mis pulmones una vez que abro la puerta de cristal que separa el edificio del gran jardín. Ese solo acto me hace sentir mejor, me fortalece al tal grado que sonrío al recordar aquella tarde en que nos vimos después de planearlo por mucho tiempo.
Justo un martes 11 de Junio.
—Estoy en la ciudad, quiero verte —dijo. El timbre del teléfono me había despertado.
Mi cuerpo tembló al escucharlo, por fin había llegado y saberlo por primera vez tan cerca hizo brincar mi corazón. Estaba sola, los niños se habían ido colegio y Antonio al trabajo. Tuve miedo, pero era tal mi deseo de verlo, olerlo y abrazarlo que, nada importó.
—¿Recuerdas el parque donde jugabas futbol los domingos? Te veo ahí en dos horas —respondí agitada.
La emoción me sobrepasaba, lo habíamos platicado tantas veces y parecía tan lejana esa posibilidad qué era difícil de creer que estuviera a un par de horas de convertirse en nuestra realidad.
Al llegar me detuve a unos metros solo para observarlo a la distancia, estaba sentado bajo un árbol —como yo ahora—, tenía la mirada fija en un grupo de niños que jugaban con un balón de futbol. Creo que le recordó sus días de adolescente cuando él también lo hacía en ese mismo lugar. Entonces sonrió, se veía tan perfecto que me enamoré aún más —si es que eso era posible—. Una ráfaga de viento me hizo respirar hondo, su loción golpeó mi sistema con ferocidad obligándome a cerrar los ojos; necesitaba llenarme de él. Cuando volví a abrirlos nuestras miradas se fundieron, nos quedamos paralizados algunos segundos, quizá más. Cuando se puso de pie corrió hacia mí como niño en busca de un caramelo —su sonrisa lo iluminaba todo—, me levantó y me hizo girar riendo como un loco.
Aquello era una realidad.
Lo amaba, no tuve duda, mi ser completo le pertenecía.
Era él.
El único.
El amor de mi vida...
Tomé el libro que había llevado para aligerar el paso de las horas y me dispuse a leer el resto del camino. Me costó concentrarme en la lectura, mi mente divagaba gracias a las palabras de mi amiga.
< ¿Qué se traerá entre manos?>
Unas enormes ganas de orinar aparecieron minutos antes de llegar, el autobús contaba con un baño pero no me atreví a visitarlo, una de mis manías raras, el único baño que me daba confianza era el de casa. Debo confesar que ese fin de semana sufrí un ataque severo de estreñimiento.
Bajé corriendo en cuanto el autobús detuvo su andar, sin esperar a Beca entré al hotel en busca de un baño. La urgencia era evidente, quizá los nervios o la preocupación que me sometió sin piedad, gracias al comentario de mi amiga.
Una vez que mis necesidades físicas fueron saciadas, regresé al autobús por mis maletas, algunos invitados ya estaban formados en espera de la llave de la que sería su habitación mientras otros continuaban afuera platicando.
Busqué a Beca entre la multitud, logré verla a unos metros adelante rodeada de un grupo de chicos, reía escandalosa y emocionada. Negué con la cabeza, mi amiga no perdía su tiempo. Caminé hacia ella y casi me voy de espaldas cuando reconocí a quienes la rodeaban.
<No puede ser>, dije con las manos cubriendo mi rostro. Omar, Rodrigo y... Antonio, estaban con ella.
—¿Qué hacen ustedes aquí? —pregunté en un murmullo.
—Te dije que cuando llegáramos lo sabrías —comentó Beca. Los tres chicos a su lado rieron.
—Pensé que te daría gusto vernos, Vicky —dijo Rodrigo.
—Hola, bonita —Me saludó Antonio.
Su voz me obligó a mirarlo. ¿Era una broma? ¿Quizá me había quedado dormida y aquello era solo un mal sueño?
En verdad desee que solo fuera eso.
Abrí la boca para decir algo, pero nada salió de mi garganta. De nuevo se escucharon risas.
—Rodrigo y Mónica han salido un par de veces y...
—Desde hace una semana somos oficialmente novios —interrumpió Rodrigo con aire de superioridad—. Gracias a mí, este par están aquí. Tú también deberías agradecerme, te he traído a mi amigo para que tu estancia sea más placentera.
—¿Y no dijiste nada al respecto? —reclamé a Beca.
Todos, a excepción de Antonio, se echaron a reír. Los fulminé con la mirada, aquello no tenía nada de gracioso. Antonio se limitó a guardar silencio, era evidente que aquel comentario le había incomodado.
Por mis pies subió un calor intenso que se instaló en mi estómago, era enojo, pero no iba a darles el gusto así que busqué mis maletas y entré de nuevo al hotel. Beca me pedía a gritos que la esperara, yo la ignoré.
Cinco escalones amplios daban la bienvenida a un hotel tipo hacienda cuyas paredes estaban hechas de auténtica piedra, al centro, después de recorrer un camino de piedras de río se veía una fuente enorme reinando en un jardín gigantesco. Una alberca al fondo, un restaurante al aire libre y una cancha de tenis. El lugar era un sueño. Por alguna razón me sentía atraída por los lugares antiguos, con historia y ese, sin duda, lo era.
Estaba maravillada, tanto que de inmediato me olvidé de la amarga sorpresa de antes.
Respiré hondo para llenar mis pulmones de aire puro.
¿Adivinen cuál fue el número de habitación que me asignaron? Exacto, la número once, una vez más ese número me perseguía y continuó haciéndolo a lo largo de mi vida.
¿Coincidencia?
Por supuesto que no.
Miré mi reloj para consultar la hora mientras un joven muy amable me guiaba hasta la habitación. Pasaba del medio día, aún tenía un par de horas antes de que sirvieran la comida así que decidí ponerme algo más cómodo para salir a recorrer aquel mágico lugar. Opté por un short y una playera sin mangas, tenis y una gorra pues el sol estaba en todo su apogeo, el calor era seco e intenso.
—¿A dónde vas? —Quiso saber Beca al toparnos en la puerta, ella entraba cuando yo salía. No tenía idea dónde había estado todo ese tiempo, pero estaba molesta con ella así que no le preguntaría.
—Por ahí, daré un paseo. Nos vemos en la comida —respondí sin detenerme dejando a mi amiga con la boca abierta.
Al parecer no fui la única con esa idea, muchos recorrían el lugar tan impactados como lo estaba yo. Imaginarme a todos esos caudillos reunidos ahí planeando alguna estrategia de guerra me erizó la piel. Ese lugar era mágico y rico en recuerdos. Había pasado más de un siglo y todo estaba de pie, casi intacto y lucía espectacular.
Caminé hasta llegar a las caballerizas, varios hombres vestidos con sombrero y botas cepillaban con paciencia y audacia varios caballos. Conté seis, pero uno de ellos me atrapó. Era un caballo de un negro intenso y pelaje brillante. Enorme y musculoso, hermoso en verdad. Lo contemplé hipnotizada no supe cuánto tiempo.
—¿Te gusta?
La voz de Antonio me sacó de mi hipnosis de forma arisca.
—Mucho —respondí en tono frío. No supe por qué, tal vez su presencia me molestaba o tal vez era otra la razón.
—¿Quieres montarlo?
Mis ojos se iluminaron ante esa posibilidad.
—¿Se puede?
—Claro, para eso están aquí. Es una de las atracciones del lugar. ¿Quieres intentarlo?
No respondí, solo asentí con un movimiento de cabeza y una sonrisa exagerada en mi rostro.
Una vez más ese chico calmaba mi mal humor.
Estiró su mano en busca de la mía, se la di sin dudar y juntos nos acercamos hasta donde aquellos hombres cuidaban de esos bellos ejemplares.
—Deseamos montar —dijo Antonio.
—¿Quiere elegir uno? —Ofreció el hombre.
Antonio volteó a verme así que no tuvo que preguntarme, mis ojos continuaban clavados en aquel bello animal de color negro tan intenso como una noche nublada.
El hombre de sombrero, bigote poblado y botas, abrió la puerta de madera y tomó las riendas que colgaban del hocico del caballo. Lo preparó y cuando estuvo listo me pidió que subiera.
—¿Quiere que yo lo guíe o usted sabe hacerlo? —Preguntó con voz roca de auténtico lugareño.
—Yo lo guiaré —respondió Antonio. Lo miré interrogante. No deseaba caer a medio camino ni que el caballo saliera a todo galope.
—Confía en mí —dijo.
No tenía por qué no hacerlo, la realidad era que en varias ocasiones él me había protegido.
Sonreí como respuesta.
Me ayudó a montar al caballo y tomó las riendas con seguridad, entonces les dio un ligero tirón y el animal comenzó a andar. Yo me sentí feliz. A paso lento Antonio lo guío, desde las alturas pude disfrutar del hermoso panorama, ¿cómo podría definir ese momento? Cómo uno de los mejores de toda mi vida.
La Hacienda era enorme, anduvimos casi una hora sin detenernos y no se veía fin. El paisaje lleno de árboles frondosos, flores de campo y un riachuelo me tenían absorta dentro de una especie de paraíso.
Antonio se detuvo justo a la orilla del riachuelo para que el caballo bebiera un poco de agua, el sol abrasante y mi peso merecía un descanso. Me sujetó de la cintura para ayudarme a bajar y nos sentamos sobre el pasto un rato.
—Hoy estás más bonita que nunca, ese color rosado en tus mejillas te sienta bien.
—Es el calor o quizás el aire de campo. Esto es tan bello, ¿no te parece?
—Lo es, pero no tanto como tú.
Como respuesta le arrojé un manojo de hojas que estaban tiradas, no lo hubiera hecho porque se abalanzó sobre mí para torturarme con una sesión intensiva de cosquillas; mi talón de Aquiles.
—¡Para! —Rogaba a carcajadas, no lo soportaría mucho más.
Entonces se detuvo, pero quedó tan cerca de mi rostro que mi respiración antes agitada por la risa, casi se detuvo.
Nos miramos un instante que se sintió como una eternidad, bueno, yo lo miraba mientras él miraba mis labios con aprensión descarada. Mi corazón se detuvo cuando se acercó más, cerré los ojos al tiempo que una corriente cálida se instalaba en mi pecho.
Entonces, me besó.
Algo en mi interior se agitó como lo hacen las aves al amanecer, o las hojas cuando son arrastradas por el viento, una sensación desconocida me invadió al tiempo que sus labios cubrieron los míos, abrí mi boca por instinto, entonces su lengua tocó la mía. Sabía a menta, su saliva era tan fresca como el agua para el sediento. La experiencia me fulminó tal cual un rayo en plena tormenta hace caer un árbol.
—¿Quieres ser mi novia? —Habló instantes después de liberar mis labios.
Yo flotaba, estaba en una especie de trance como si mi alma hubiera abandonado mi cuerpo. Escuché lo que dijo, pero fui incapaz de comprenderlo.
—Victoria, ¿estás bien?
Lo miré y respiré hondo varias veces, tenía que obligar a mi alma a volver.
—Estoy bien —respondí mientras apurada me ponía de pie. Ese beso robado me desarmó —. Debemos regresar —agregué al tiempo que sacudía mis ropas del pasto seco que se había adherido a mí.
—¿Escuchaste lo que te pregunté? —Insistió Antonio.
Lo ignoré por completo y como pude subí al caballo con los ojos clavados en la nada.
Estaba perdida en un paraíso.
Tal vez en el infierno
Ante mi silencio, Antonio entendió el mensaje y sin decir nada tomó las riendas y caminó de prisa hasta la Hacienda. Ninguno habló, yo por confusión y él, quizá por vergüenza.
—¿Te molestó que te besara? ¿Por esa razón no quieres hablarme?
—Ya deben haber servido la comida, hay que apurarnos —dije sin pensarlo. Mi cabeza continuaba hecha un lío.
Entregamos el caballo y por separado caminamos a nuestras habitaciones. Me sentía extraña.
—Vicky, ¿qué ha pasado? —Preguntó Beca al verme llegar. Seguramente mi rostro reflejaba mi estado de confusión.
—Nada, la caminata me agotó, creo que dormiré un rato —respondí con la esperanza de que no preguntara más. No sabía cómo explicar lo que acababa de suceder.
—Pero es hora de comer, ¿no tienes hambre?
Negué con la cabeza, apreté su mano y me tiré boca abajo en la cama. Me dormí de inmediato, mi energía se había evaporado.
Desperté horas después gracias al ruido que provenía de fuera. Risas, música y cantos podían escucharse. Me sorprendió notar que la noche había caído. Adormilada me asomé por la ventana; todos estaban reunidos alrededor de una fogata. La festejada había llegado y de la mano de Rodrigo se había unido a un grupo que cantaba a todo pulmón.
Localicé a Beca pronto, Omar estaba con ella, ambos sostenían una brocheta de bombones carbonizados que compartían de boca a boca. No era raro, sin embargo aquel gesto me hizo recordar el beso que Antonio me había robado, ese que me dejó en estado de shock. Tal vez se debió a que nunca antes besé a un hombre motivo por el cual la sensación rebasó las descripciones que mi amiga narraba constantemente.
Miré de un lado a otro minuciosamente en busca de un chico de pelo negro ondulado, labios gruesos, espalda ancha y mirada tímida.
No lo encontré.
Mi estómago chilló en un claro reclamo de alimento, ya me había saltado la comida así que no me perdería la cena.
Me di una ducha rápida, me puse un pantalón tipo marinero, sandalias bajas y un suéter ligero algo holgado. Recogí mi cabello, pinté mis labios y delinee mis ojos con lápiz negro. Entonces salí corriendo hasta el gran patio donde estaban reunidos todos.
Una hilera de mesas rectangulares estaban tapizadas de ollas de barro con distintos guisados. Agua de jamaica, horchata y una variedad de postres.
<Mi perdición>, reconocí al tiempo que mis tripas aullaban de alegría. Los olores que ingresaron por mis fosas nasales le habían alertado.
Tomé un plato extendido y lo llené con varios guisados, me serví un vaso de agua y caminé hacia el lugar donde mi amiga saboreaba la boca de su "amigovio", opté por llamarlos así pues hasta donde sabía, aunque ambos lo deseaban, aún no eran novios. No me agradaba interrumpir su acaramelado encuentro, mucho menos quería hacer mal tercio así que preferí sentarme sola bajo el cobijo de un gran árbol.
Devoré de prisa el contenido del plato, todo estaba exquisito y mi estómago satisfecho lo agradeció.
Reí bajo al ver como entre varios chicos cargaban a otro y lo arrojaban a la alberca. Todos aplaudieron el atrevimiento, pero una sonora carcajada se apoderó de mí al ser testigo de cómo cargaban a Omar para arrojarlo a las frías aguas.
Bien merecido se lo tenía.
—Te ves hermosa cuando ríes.
La risa cesó como por arte de magia, entonces alcé la mirada y me topé con aquel chico atrevido que hacía unas horas me había besado.
Tragué saliva y agité mi mano como saludo.
—¿Puedo sentarme?
Era un chico tan astuto como atrevido. Quién viera ese toque de timidez en su mirada, no lo creería.
—Claro —dije sin dejar de mirarlo.
—¿El enojo se esfumó?
—No del todo —solté de golpe.
—¿Qué puedo hacer para remediarlo?
—Querrás decir para disculparte —Lo corregí.
—No voy a disculparme por haberte besado, si lo hiciera sería como arrepentirme y eso jamás pasará.
Me quedé atónita, también era un descarado, no me quedó duda. Negué moviendo la cabeza y miré hacia la alberca que para entonces estaba casi llena, incluso Beca estaba dentro.
—¿Quieres ser mi novia?
Esa pregunta alborotó algo en mi interior y me hizo recordar que hacía unas horas había preguntado lo mismo.
—Yo...
—¿Tan desagradable soy que no aceptarás mi petición? —Comentó. Antonio no estaba jugando, él iba en serio y ser consciente de eso encendió una lucecita en mi cabeza.
Las palabras se atoraron de nuevo en mi garganta, entonces tomó mi rostro entre sus manos y me besó, otra vez. Aquel beso fue más atrevido, más osado, más intenso.
Los bellos de mi cuerpo de erizaron, ese chico era un experto. Definitivamente había habido otras antes aunque nadie las hubiera conocido, ningún novato podría besar de esa manera.
Cuando se apartó y su embiste cesó, permanecí con los ojos cerrados. Flotaba.
—Por favor, Vicky —pidió con su frente pegada a la mía.
¡Era tan terco!
<Siempre lo ha sido.> Reconozco.
Abrí los ojos y noté ese brillo especial en su mirada, una fuerza desconocida me impidió negarme. Antonio me atraía y sin duda sus besos me trasladaban a un paraíso desconocido, ¿por qué no intentarlo?
Mi razón se había nublado.
—Sí —respondí en tono apenas audible. Cediendo ante su insistencia.
La experiencia venció a la inocencia.
Una sonrisa auténtica se dibujó en su rostro y sin darme tiempo a reponerme volvió a besarme.
Todo era nuevo. Era una chica inexperta y no sabía cómo reaccionar
—¿Quieres un helado? —Me preguntó frotando su nariz con la mía.
Asentí, entonces se puso de pie y me ofreció su mano para ayudarme a levantar. Me sorprendí al darme cuenta de que me guiaba de la mano hacia la salida de la Hacienda. Antonio notó mi confusión.
—Tendremos que ir al pueblo, aquí no hay heladerías, comentó guiñando un ojo.
—¿Iremos caminando?
—Sí, no te preocupes, está muy cerca.
Caminamos durante diez minutos antes de llegar a un pintoresco pueblo. Pronto nos encontramos en una alameda rodeada de cientos de árboles y muchas bancas. Un kiosco adornado con flores de colores donde una pareja entonaba canciones, engalanaba el lugar. Al fondo, en una calle empedrada, estaba una heladería que para esa hora se encontraba atiborrada de personas, en su mayoría, turistas.
Estuvimos formados un rato y ya con nuestros helados en la mano nos sentamos en una banca que a la luz de la luna nos dejaba contemplar aquel bello sitio. Todo ahí me pareció maravilloso.
Había magia en aquel lugar.
—¿Quieres probar el mío?
Acepté de inmediato, entonces acercó el cono de dos bolas sabor coco y capuchino, una delicia para mí paladar. Le ofrecí del mío y el abrió la boca sin repelar, pero el helado de moka y vainilla no aterrizó en su boca sino en su pantalón.
Antonio abrió los ojos a tope, no se lo esperaba.
Mi barriga dolía de tanto reír.
—Tú lo limpiarás —sentenció tomando mi rostro entre sus manos para embarrarme de su helado. No pude escapar de su ataque, ambos reíamos como dos chiquillos después de hacer una travesura.
Nuestro cabello y ropa quedaron llenos de los restos de helado, mientras nuestros rostros se sentían tiesos.
—Eres una chica traviesa, ¿sabías?
—¡Y tú un vengativo de lo peor! —Exclamé echándome a correr rumbo a la Hacienda.
Antonio salió tras de mí y logró darme alcance en segundos, era muy veloz. Debí suponerlo tratándose de un futbolista. Me abrazó por la espalda y me elevó para darme vueltas, yo reía como loca.
—Basta —ordené.
Antonio se detuvo y me acorraló contra la pared. Su aliento cálido inundó mis fosas nasales, cerré mis ojos esperándolo, sabía bien lo que seguía.
Cada beso superaba al anterior, era tan hábil que me hacía sentir indefensa.
—Te quiero —murmuró.
Abrí mis ojos al escuchar su confesión. Él me miraba fijo, sus ojos chispeaban, no mentía y yo... no supe que decir.
Tomó mi mano y jaló de esta para continuar nuestro camino. El silencio nos cubrió con su manto, yo veía hacia el frente y él de vez en vez me miraba.
El momento era tan perfecto como irreal.
—¡No puedo creerlo! —Gritó mi amiga al vernos llegar tomados de la mano.
—Era cuestión de tiempo, bien hecho amigo —comentó Omar dando unas palmadas en la espalda de Antonio. Este lo miró serio, al igual que a mí, no le gustó aquel comentario.
Estuvimos en la reunión previa al gran evento hasta pasada la medianoche. Antonio no se apartó de mi lado ni un instante y cuando la noche se sintió fresca me cubrió con su chamarra.
—Pero, ¿y tú? No es justo te dará frío.
Se abrazó a mí antes de responder.
—El pretexto perfecto para abrazar a mi hermosa novia.
Me colgué de su cuello y lo besé, no pude resistirme al tenerlo tan cerca. Hasta yo me sorprendí con mi reacción.
Me llevó hasta mi habitación y, tras un beso casto, nos despedimos. Cerré la puerta y me recargué de ella alucinada, nunca esperé que aquel viaje me regalara tantas emociones. Hacía unos días no tenía interés en algún chico, solía decir que tener novio era una mala inversión de tiempo, pero las cosas se presentaron inesperadas y eso había quedado en el pasado.
Me metí a la cama, pero no logré conciliar el sueño, la adrenalina corría por mi torrente sanguíneo con descaro. Cuando escuché llegar a Beca fingí dormir, no quería ser sometida a un interrogatorio sin fin.
Quizás otro día saciaría su curiosidad.
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