XIII. El beso de la venganza

capítulo trece: el beso de la venganza.
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A PERCY le decían a menudo que podía ser un poco engreído; llámenlo mecanismo de defensa, llámenlo deseo de muerte, llámenlo una peculiaridad única de su personalidad. Simplemente sabía que, si bien estaba aterrorizado al considerar las probabilidades de tres contra varias docenas eran bastante improbables, se sentía aliviado. No sabía lo que significaba para su estabilidad mental, pero la idea de luchar se instaló mejor en su cabeza que tratar constantemente de navegar en la oscuridad, esperando ser atacado. Entendía la lucha, era algo de lo que estaba seguro. ¿Esperándolo, comprobando cada ruido en la oscuridad total? Lo odiaba. Siempre estaba al límite.

Pero si bien su ventaja en cantidad se había ido por el desagüe, estaban seguros de que la compensarían en calidad. Percy peleó con Fiona de forma natural. Sus estilos opuestos se mezclaron como una masa bien amasada. Mientras él atacaba, ella analizaba y defendía. Él golpeó, ella golpeó. Su griego se encontró con su romano y produjo un movimiento fluido en la batalla. Y ahora tenían un titán de su lado.

Percy hizo un amplio arco hacia la bruja arrugada más cercana.―Retrocede.―le dijo. Pero ella sólo se burló.

Nosotras somos las arai, dijo la extraña y horrible voz. No puedes destruirnos.

Fiona se presionó contra el hombro de Percy, mirando a su alrededor.―No podemos tocarlas, ¿vale? Son los espíritus de las maldiciones.

―A Bob no le gustan las maldiciones.―decidió su amigable titán. El gatito esqueleto Pequeño Bob desapareció. Gato inteligente. Percy todavía era un amante de los perros. Hizo girar su escoba-lanza y la barrió, manteniendo alejados a los espíritus, pero estos regresaron como marea.

Percy deseaba poder controlarlos como la marea. Un pensamiento aterrador y extraño lo asaltó. ¿Podría controlar a la gente como la marea? Las personas estaban compuestas de un gran porcentaje de agua... ¿era lo mismo con las damas malditas?

Realmente no quería que eso sucediera... y en cierto modo le aterrorizaba que se estuviera convirtiendo en una opción en su cabeza.

Servimos a los amargados y a los derrotados, dijo la arai. Servimos a los asesinos que oraron por venganza con su último aliento. Tenemos muchas maldiciones para compartir con ustedes.

El agua de fuego en el estómago de Percy comenzó a subir por su garganta. Imaginó que había muchos rogaban venganza contra él. Se lo tragó y soltó un sarcástico:―Aprecio la oferta, pero mi mamá me dijo que no aceptara maldiciones de extraños.

El demonio más cercano atacó. Sus garras se extendieron como navajas huesudas. Percy la cortó en dos fácilmente, pero tan pronto como ella se vaporizó, los costados de su pecho estallaron de dolor. Tropezó hacia atrás y se llevó una mano a la caja torácica. Sus dedos volvieron pegajosos de sangre.

Los ojos de Fiona se abrieron.―¡Percy!―su mano se estiró para apretar el otro lado de su pecho, y Percy se dio cuenta de que estaba sangrando por ambos lados. Los dobladillos izquierdo y derecho de su andrajosa camisa estaban empezando a mancharse, como si una jabalina lo hubiera atravesado.

O una flecha...

Las náuseas casi lo derriban.

Venganza. Una maldición de los asesinados.

Su memoria regresó a Texas hace dos años: una pelea con un ranchero monstruoso que sólo podía morir si cada uno de sus tres cuerpos era cortado simultáneamente.

Percy maldijo.―Gerión.―gruñó., encontrando difícil hablar.―Así lo maté...

Los espíritus mostraron sus colmillos. Más arai saltaron de los árboles negros, batiendo alas coriáceas.

Si, coincidieron en un murmullo de voces. Siente el dolor que le infligiste a Gerión. Te han lanzado tantas maldiciones, Percy Jackson. ¿De cuál morirás? ¡Elige o te destrozamos!

De alguna manera, logró mantenerse en pie. La sangre dejó de extenderse, pero todavía sentía como si tuviera una barra de cortina de metal caliente atravesando sus costillas. El brazo que mantenía su espada se sentía pesado y débil.

―No entiendo.―murmuró.

La voz de Bob pareció resonar desde el final de un largo túnel.―Si matas a uno, te lanzará una maldición.

―Pero si no los matamos...―Fiona dio un paso atrás, vacilante pero también con la necesidad de luchar.

―Nos matarán de todos modos.―terminó Percy.

¡Elijan! gritó la arai. ¿Los aplastarán como un Campe? ¿O desintegrados como los jóvenes telquines que mataron bajo el monte de Santa Helena? ¿O quizás tu cabeza, como se la quitaste a Medusa? Has esparcido tanta muerte y sufrimiento, Percy Jackson. ¡Déjanos pagarte!

A pesar de la situación, Percy sintió como si lo hubieran desnudado. Miró a Fiona. Luchan contra monstruos para sobrevivir, eso fue lo que hicieron, pero al enterarse de todo lo que había hecho, casi se sintió avergonzado... y desconfiaba de lo que Fiona pensaba de todo eso. Todos sus secretos se estaban acumulando frente a él, cosas que le había ocultado a Fiona, que temía que pensara lo peor de él, que lo encontrara diferente a esta persona a la que tenía en tan alta estima.

Pero ella no estaba prestando atención a nada de eso. Había encontrado una piedra, sosteniéndola como su única arma mientras las Maldiciones presionaban. Su aliento era agrio, sus ojos ardían con un odio repugnante. Parecían furias, pero Percy sabía que eran algo peores. Las furias podían castigar, pero la venganza contenía algo mucho más siniestro.

Uno de los demonios atacó a Fiona. Ella lo esquivó y lanzó su piedra sobre la cabeza de la anciana. Ella se convirtió en polvo.

No era como si Fiona tuviera otra opción. Percy habría hecho lo mismo. Pero al instante, Fiona dejó caer su piedra. Tenía los ojos muy abiertos. Ella no hizo ningún ruido. Percy la miró, aterrorizado por la maldición que se había apoderado de ella, hasta que vio algo de color rojo oscuro saliendo de su pecho... justo donde estaba su corazón.

Una vez había matado a alguien para salvar la vida de Jason Grace. Los apuñaló por la espalda para darles un golpe mortal, algo por lo que se había sentido avergonzada, maldecida... y por lo que estaba siendo maldecida de nuevo.

―No.―Percy corrió a su lado justo cuando ella caía. La atrapó con una mano, ignorando su propio dolor para sostenerla mientras el arai se reía. Estaban en el fondo de su mente mientras su corazón se aceleraba, agarrando desesperadamente su mano para presionar contra le herida de su pecho, una herida mortal.

Fuiste maldecida en el momento en que sacaste tu espada para matar como una cobarde. Ahora enfrentarás la misma deshonra.

Percy la acercó, sintiéndola gemir mientras su piel palidecía. Ya se estaba debilitando, pero Fiona mantuvo su mano presionada contra su pecho, todavía decidida. Percy necesitaba que ella se mantuviera determinada.―Te tengo.―le prometió, tratando de que su voz no se quebrara. Le empezó a doler la garganta mientras la miraba fijamente.―Fiona, te tengo, ¿vale? Mantente despierta, ¿si? Tienes que quedarte conmigo. ¡Quédate conmigo!

La apoyó contra su pecho, siseando de dolor de sus propias heridas. Mantuvo su brazo alrededor de ella, pero mientras el arai avanzaba, no sabía cómo podría proteger a ninguno de los dos.

Una docena de demonios saltaron desde todas direcciones, pero Bob gritó:―¡BARRER!

Su escoba pasó por encima de la cabeza de Percy. Toda la línea ofensiva de los arai cayó hacia atrás como bolos.

Más avanzaron. Bob golpeó a uno en la cabeza y atravesó a otro, haciéndolos polvos. Los demás retrocedieron.

Percy contuvo la respiración, esperando que su amigo titán cayera bajo alguna terrible maldición, pero Bob parecía estar bien. Pero no podía estar seguro. Percy lo miró, temblando un poco.―¿B-Bob?―preguntó.―Bob, ¿estás bien? ¿Sin maldiciones?

―¡Sin maldiciones para Bob!―él estuvo de acuerdo.

El arai gruñó y dio vueltas en círculos, mirando la escoba. El titán ya está maldito. ¿Por qué deberíamos torturarlo más? Tú, Percy Jackson, has destruido su memoria.

La punta de lanza de Bob se hundió.

Los párpados de Fiona temblaron.―Bob.―se atragantó, débil y con los labios manchados de sangre.―¡Bob, no los escuches!

El tiempo se ralentizó. Percy se preguntó si había sido maldecido una vez más: el espíritu de Cronos flotaba a su lado, disfrutando tanto de este momento que quería que durara para siempre. Percy se sintió exactamente igual que cuando tenía doce años, luchando contra Ares en esa playa en los Ángeles, cuando la sombra del Señor Titán pasó sobre él por primera vez.

Bob se volvió. Su cabello parecía un halo explotado.―Mi memoria... ¿fuiste tú?

¡Maldícelo, titán! Urgieron las Maldiciones, sus ojos brillando rojos. ¡Súmate a nuestros números!

El corazón de Percy presionó contra su columna.―Bob.―intentó, su voz de repente sonó muy baja.―Bob, es una larga historia. No quería que fueras mi enemigo. Intenté hacerte mi amigo...

Robándote la vida, dijo la arai. ¡Dejándote en el palacio de Hades fregando suelos!

Fiona se estremeció bajo su agarre. Percy miró a su alrededor, buscando un lugar adonde huir; se habían quedado sin opciones, sin oportunidades.

―Bob, escucha.―suplicó.―Las arai quieren que te enojes. Surgen de pensamientos amargos, ¿si? No les des lo que quieren. Somos tus amigos.

Mientras lo decía, Percy se sintió como un mentiroso. Dejó a Bob allí, en el Inframundo y no había vuelto a pensar en él desde entonces. ¿Qué los hizo amigos? ¿El hecho de que Percy lo necesitara ahora? Despreciaba la forma en que los dioses trataban a sus hijos como peones en un tablero de ajedrez; ahora, Percy trataba a Bob de la misma manera.

¿Ves su cara? Los monstruos se rieron. El chico ni siquiera puede convencerse a sí mismo. ¿Te visitó después de robarte la memoria?

―No.―murmuró Bob. Parecía que iba a llorar, mirando a Percy con una mirada que conocía demasiado bien: la mirada de traición.―El otro lo hizo.

Los pensamientos de Percy se estaban volviendo lentos.―¿El otro?

―Nico.―Bob le frunció el ceño, herido.―Nico me visitó. Me habló de Percy. Dijo que Percy era bueno. Dijo que era un amigo. Por eso Bob ayudó.

―Pero...―la voz de Percy se desintegró como si alguien lo hubiera golpeado con una espada de bronce celestial. Nunca se sintió tan deprimido... tan horrible... tan indigno de tener un amigo.

Las arai atacaron y esta vez Bob no hizo ningún movimiento para detenerlas.

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PERCY ARRASTRÓ a Fiona hacia la izquierda, cortando la arai para despejar el camino. No sabía cuántas maldiciones había recibido, no le importaba. Tenía que sacarlos de aquí.

Él la levantó, acercándola a su pecho como aquel día que se dislocó la rodilla. Eso parecía hace tanto tiempo. Fiona se aferró a él, estaba cada vez más pálida cada segundo, la vida, su vida, colgaba de una cuerda, una cuerda de miseria de la que la arai disfrutaba de colgarla.―Te tengo.―le dijo de nuevo, avanzando en cada paso que hacía su pecho gritara de dolor.―Te tengo, ¿si? Quédate conmigo. Prométeme que te quedarás conmigo, ¿de acuerdo? No morirás aquí.

Fiona asintió, sus dedos apretaban y aflojaban su camisa, tratando de encontrar algo que la mantuviera despierta y la distrajera del dolor. Percy se dio cuenta de cuánto confiaba ella en él para sacarla de esto. No podía decepcionarla... aún... ¿Cómo podría salvarla? En cualquier segundo, la perdería... no. Reprimió una oleada de pánico.

Ella le había dicho que lo amaba mientras caían en este infierno, y Percy no podía renunciar a ella. No cuando necesitaba la oportunidad de responderlo.

Primero debían escapar.

Los siguieron alas coráceas, batiendo en el aire con furiosos silbidos y movimientos de patas con garras. Los estaban siguiendo.

Percy lloró de frustración y dolor mientras levantaba a Fiona más alto para poder acceder a su espada. Ella lo ayudó lo mejor que pudo, rodeando su cuello con un brazo débil. Mientras pasaba corriendo junto a los árboles negros, cortó un tronco con Contracorrientes. Lo escuchó caer, seguido por el crujido de varias docenas de arai mientras eran aplastadas.

Cortó otro, y luego otro. Les dio unos segundos, pero no los suficientes. Se les estaba acabando el tiempo. A Fiona se le estaba acabando el tiempo.

De repente, la oscuridad frente a ellos se volvió más espesa. Percy se dio cuenta de lo que significaba justo a tiempo. Sus pies patinaron contra el suelo, deteniéndose justo antes de caer por otro acantilado.

―¿Qué?―Fiona intentó ver.―¿Qué es?

―Acantilado.―jadeó Percy.―Gran acantilado.

Percy no podía ver hasta dónde caía el acantilado. Podrían ser tres metros o mil. No se sabía que había en el fondo. Podrían saltar y esperar lo mejor, o morir de todos modos.

Entonces tenía dos opciones: izquierda o derecha, siguiendo el borde.

Estaba a punto de elegir al azar cuando un demonio alado descendió frente a él, flotando sobre el vacío con sus alas de murciélago, justo fuera del alcance de la espada de Percy.

¿Tuviste un buen paseo? preguntó la voz colectiva, resonando como el foso de una orquesta.

Percy se volvió. Las arai salieron del bosque formando una media luna a su alrededor. Una logró agarrar el brazo de Fiona. Percy hervía de furia y sacó su espada, pero Fiona no lo dejó matarla. Manejando suficiente fuerza, arañó la cara de la arai, enviándola hacia atrás con un chirrido mientras el demonio se disolvía.

Su corazón latía con fuerza, petrificado por lo que le sucedería a continuación. Miró hacía abajo para comprobarlo, sólo para darse cuenta de que ella se había ido.

Percy se tambaleó y se dio la vuelta. La vio a unos metros de distancia, confundida sobre el suelo. Tosió y apenas podía moverse.

―¡Fiona!―él gritó.

―¿Percy?―ella llamó.―¿Percy? ¿Dónde estás?

Él la alcanzó y se agachó para ayudarla a levantarse, pero tan pronto como puso la mano sobre su hombro, ella no estaba acostada donde pensaba. Ella estaba de alguna manera a su izquierda. Percy lo intentó de nuevo, sólo para descubrir que estaba varios metros más lejos. Era como intentar agarrar algo en un río, sólo para que la luz y las ondas desviaran la imagen.

―¿Percy?―la voz de Fiona se quebró. Estaba débil y seca. Quería llorar. Quería gritar. La observó tambalearse para tratar de levantarse, solo para colapsar, su mano agarrando su herida mientras más sangre comenzaba a filtrarse.―¡Percy!

―¡Estoy aquí!―ella no pareció oírlo, ni siquiera verlo. Era como si fuera invisible.

Percy contuvo las lágrimas y se giró a la arai, con los brazos temblando de ira.―¡¿Qué le hicieron a ella?!

No hicimos nada, dijeron los demonios. Tu amada ha desatado una maldición especial: un pensamiento amargo de alguien a quien abandonaste. Castigaste a un alma inocente dejándola en soledad. Ahora, su deseo más odioso se ha hecho realidad. Fiona siente su desesperación. Ella también perecerá sola y abandonada.

―¿A quién abandoné?―preguntó Percy.―No lo hice... nunca...

Su estómago se sentía como si se hubiera caído por un precipicio.

Las palabras resonaron en su cabeza: un alma inocente. Sola y abandonada. Recordó una isla, una cueva iluminada con suaves cristales brillantes, una mesa en la playa atendida por espíritus invisibles en el aire.

―Ella no lo haría.―su lengua se sentía reseca.―Ella... ella nunca me maldeciría...

Los ojos de los demonios se confundieron, al igual que sus voces.

El costado de Percy palpitaba. El dolor en su pecho era peor, como si alguien estuviera retorciendo lentamente una daga. Su mirada se fijó en Fiona, quieta e inmóvil. Sus piernas instaron a correr hacia ella, pero sabía que la arai no se lo permitiría. Se le acabó el tiempo y Percy le había fallado.

Un sollozo amenazó con salir de su garganta. Su corazón sentía como si se estuviera derrumbando sobre sí mismo. Ella le dijo que lo amaba y él nunca se lo dijo devuelta.

La sensación de malestar en la boca del estómago se convirtió en algo. Algo aterrador, algo horrible, era peor que la ira. Era una sed de venganza. Respiró hondo y vio un color rojo oscuro mientras fijaba su mirada en la arai. No le importaba cuántas maldiciones sufriera. No le importaba si moría ahora mismo. Si las mataba. Si aceptaba todas sus maldiciones, tal vez eso salvaría a Fiona. Si las tomaba todas, si tomaba la de ella, si le daba su vida, era todo lo que le quedaba.

Con un grito furioso, las atacó a todas.

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