Semental de Verano (9)

Alan, su nuevo primo, era un potranco con un genio..., intenso. Los dos se habían ofrecido para trabajar en los establos ese día, y el niño no había parado de darle razones para que su humor se enturbiara. Si no era porque hacía las cosas de una forma, era porque no hacía lo que su padre le había explicado; había que sacar la paja sucia, bueno, Alan se limitaba a sacarla al pasillo antes de poner la nueva y luego recoger la que correspondía. Las quejas que persiguieron a Nigel hasta la mesa de la cena, porque no le había permitido subirse a una de las yeguas –una bastante brava y enérgica– antes de entrar a los animales.

Durante la cena, ninguno de los dos dijo ni una palabra, limitándose a comer sus platos lo más rápido posible antes de que se fueran a dormir. Nigel se quedó un tiempo más, terminando de acomodar la cocina y mirando el paisaje nocturno desde la ventana más cercana. Opal se le unió, mirándolo en silencio hacer las tareas. Esperó a que ella dijera algo, lo que fuera, pero todo lo que hizo ella fue acercarse, rodear su cintura con los brazos y apoyar la mejilla sobre su hombro.

—¿Estás bien?

—Debería ser yo quien haga esa pregunta —sonrió ella, sin soltarlo en ningún momento. Nigel soltó un suspiro y apoyó sus manos sobre las de ella, acariciando con el pulgar su piel. Volvieron a quedar en silencio por un rato hasta que ella soltó un largo suspiro—. Tus tías y primos son amables conmigo, de momento, te tengo a ti y puedo trabajar en el establo. No veo por qué no debería estar bien.

Nigel iba a responder cuando un movimiento en el exterior llamó su atención. Entre los árboles, apenas visible entre las ramas y sombras proyectadas por la luna, una figura parecía estar acechando la casa, no como lo hacían las pesadillas o las diomenedas, sino con una mirada mucho más humana de la que esperaría. Sintió que el calor de su cuerpo se marchaba y dejaba un cascarón vacío, pero antes de que pudiera decir algo, la figura dio media vuelta, volviendo a internarse en el bosque. Y estaba seguro de que lo que había visto era una figura humana con un cuerpo de caballo abajo.

Opal se asomó por un costado, preguntándole qué ocurría. Separó los labios para decir que no era nada, cuando unas nuevas luces empezaron a hacerse presentes entre los árboles. Plateadas, mucho más movedizas que los rayos de luna, y que se acercaban a bastante velocidad.

Como si el bosque lo escupiera, un carruaje cuadrado, con el techo alumbrado por pequeñas lámparas. Cuatro unicornios tiraban de la caja con ruedas, y Nigel creyó escucharlos resoplar incluso desde donde estaba. Observó en silencio cómo se detenían cerca de la granja, pero nadie bajó. Sabiendo que no iban a salir hasta el día siguiente, dejó salir un suspiro, sintiendo cierto alivio por dentro. Tomó de la mano a Opal y caminó hacia el pequeño cuarto que les habían dejado para ellos dos, una vieja despensa donde entraba una cama simple.

Se acostaron sin decir ni una palabra. Él era capaz de sentir la respiración de ella, acompasándose a la suya, dejando que todo saliera en un suspiro, antes de caer rendida ante el sueño. Él se quedó un momento más, con los ojos perdidos entre las sombras que se movían en la pared contraria a la ventana, justo frente a él.

Cuando volvió a abrir los ojos, Opal se encontraba estirando los brazos sobre su cabeza, a medio vestir y con el cabello suelto. Intentó estirar una mano en su dirección, pero ella se apartó en cuanto sintió el roce de sus dedos, mirándolo con una sonrisa de medio lado al volverse hacia él. Gimió un pedido para que se acercara, a lo que ella negó con la cabeza, alegando que ya era hora de comenzar con las tareas. Nigel soltó un bufido y comenzó a vestirse.

—¡¿Volvió?! —chilló una voz por toda la casa. Su mujer lo miró con una ceja arqueada, a lo que él se encogió de hombros, terminando de ponerse la ropa que había dejado tirada en alguna parte de la habitación. Escuchó pasos apresurados y la puerta casi se llevó a Opal por delante, dejando al descubierto a la Tía Claudine. Llevaba un vestido elegante, el cabello recogido en un elegante peinado y unos aros a juego—. Ay, por la Señora... —murmuró, con lágrimas en los ojos antes de correr hacia él, abrazándolo con fuerza, pidiendo perdón en un susurro. En cuanto estuvo más tranquila, lo miró a los ojos—. Tu madre estaría tan contenta... Ay, por la Señora Nae-Op, mírate nomás, todo un joven —dijo, derramando un par de lágrimas por sus mejillas. Opal se aclaró la garganta, haciendo que la Tía notase su presencia por primera vez—. ¿Ya atrajiste a una chica? Cascos benditos, vaya que es bonita, ¿no?

Nigel sintió que las mejillas le ardían, aunque no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.

Rose y Samuel no tardaron en aparecer. Su prima llevaba pantalones de montar y el cabello atado en una firme trenza que le caía sobre un hombro, tenía unas cuantas cicatrices en su rostro, aunque eso solo parecía favorecerle. Samuel tenía ropas de mercader, el rostro se le había adelgazado, nada quedaba de sus mofletes redondos ni de sus brazos rechonchos. Ambos estuvieron a punto de tirarlo al suelo cuando fueron hacia él, empujando a Opal y Claudine en medio de todo.

—¡Tía Kathy se va a alegrar tanto! —exclamó Rose, aplaudiendo a la vez que daba saltos en el lugar.

—Dale, ¿cómo están tan seguros de que es él? —preguntó Alan, apareciendo con un rostro cansado y el pelo todavía despeinado. Nigel no tenía idea cómo explicarle que si hacía falta le narraba cómo había viajado hacia allí, de su reencuentro poco feliz con Samantha, cómo se había escapado de la casa de los Hamilton en lomos de un pegaso, de los tratos durante cinco primaveras, cómo lo habían marcado en el brazo, su traslado en una carreta espantosa, cómo su amado padre lo dejó en manos de un hombre capaz de tratar a niños como simples animalillos, de la muerte de su Papá...

Su mente quedó en blanco por un momento.

Sintió que los colores abandonaban su rostro y que el suelo temblaba bajo sus pies. Oyó que lo llamaban, notó a Opal, su amada Opal, a su lado, intentando traerlo de regreso. Y lo escuchó. Su voz, igual de rasposa, igual de inquietante. No había cambiado, ni siquiera un tono. No podía verlo. No podía enfrentarlo. No quería ver su rostro. No, no, no.

—Nigel, mi Nigel, por favor... —sollozó, intentando hacer que lo mirara a los ojos. No podía. Lo escuchaba y todo su cuerpo era incapaz de responderle. Empezó a sentir un calor que se retorcía en su interior, en su estómago, creciendo, haciendo que la cabeza se sintiera pesada. Cerró los ojos, intentando acomodarse, de mantener su cuerpo entero. Sentía frío y calor a la vez, apenas era capaz de sentir las sábanas bajo sus palmas, de notar su espalda recostándose.

Todo daba vueltas, demasiadas vueltas.

Abrió los ojos, encontrándose con el techo de la habitación y la luz del sol casi tocándolo. No había nadie más que él allí, y sentía que podía pararse. Tomó una larga inhalación, sentándose con cuidado, sin notar nada. Pensó en ponerse de pie justo cuando todo su interior subió por su garganta, abriéndose paso hasta su boca.

Cerró los ojos, intentando ignorar el olor que empezaba a inundar el sitio, obligándose a olvidar el regusto ácido en su lengua.

—Ay, no... —dijo alguien, probablemente Tía Amanda, y escuchó que se alejaban los pasos por el pasillo para luego regresar—. Acuéstate, Nigel. No te exijas. Estás enfermo, quédate hoy en la cama, mañana veremos si tienen que cubrirte los otros o si puedes caminar. Lo decidimos las tres, es decisión final.

Él soltó un resoplido y volvió a acostarse, agradecido por el vaso de agua que limpió su lengua. Se quedó hasta pasado el mediodía tumbado en la cama, observando el cielo y durmiendo de a ratos. A la tarde, con cuidado, volvió a sentarse, sintiendo que el mundo había dejado de darle vueltas, su cabeza ya no parecía estar recibiendo patadas por dentro. Tomó aire y volvió a ponerse de pie, algo tambaleante. Sus ojos se dirigieron hacia la ventana, hacia el bosque que se veía a una buena distancia de la granja.

Una idea comenzó a formarse en su cabeza y, al creer ver una figura desaparecer entre los árboles, cuadró los hombros. Salió del cuarto, atento a los ruidos de la casa, escabulléndose de la Tía Amanda al pasar por la cocina, bajó las escaleras y caminó hacia el bosque. No tenía idea qué debía decir, si le entendería cuando hablara, pero esperaba que la sensación, el pálpito que sentía en sus entrañas, fuera errado.

Estaba a medio camino cuando la vio.

Alta, mucho más alta que cualquier humano que hubiera visto antes, piel curtida por el sol, orejas terminadas en punta, cabello negro que caía salvajemente sobre su cuerpo y a los costados del cuerpo. El nudo de su garganta era más grande lo que nunca había sentido. Su corazón se sintió helado, especialmente al ver aquellos ojos que parecían estar en otro mundo, más allá de cualquier alcance. Sin embargo, los labios y la lengua de ella parecían recordar cómo se comunicaban.

—Potro mío.

Dio unos pasos temblorosos en su dirección y ella estiró sus manos, inclinándose hacia adelante, caminando un poco con sus grandes pezuñas, tan negras como su cabello y el nuevo cuerpo que crecía de su cintura para abajo. La llamó con la voz quebrada, apenas un murmullo ahogado por las lágrimas y la duda. Una pequeña luz pareció brillar en el fondo de aquellos ojos bestiales.

—Mamá está aquí. Mamá puede cuidarte —dijo, depositando un beso en su frente. Nigel avanzó hasta poder abrazarla, sintiendo el cuerpo de ella mucho más caliente de lo que se hubiera imaginado. Dejó que las manos de ella acariciaran su cabello, que el latir fuerte y seguro de su corazón lo envolviera.

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