Potro de Invierno (5)
Opal era peor que cualquier yegua que Nigel hubiera tratado jamás. Y eso que en la mansión del señor Hamilton había visto individuos que eran perfectamente capaces de dejar sin vida a cualquier cuidador que no le agradase.
Nigel estaba convencido que esa niñata había sido un unicornio al nacer, porque no encontraba otra forma para explicar la actitud tan... ella. Le había costado cuatro –largas– lunas convencer a la mujer que la ayudaría principalmente con las tareas pesadas. ¿Cómo no lo había mordido ni lanzado a volar de una patada? Quizás Wendy y el Señor Pinto estaban relacionados con esa ligera moderación.
—¡Ahí no! Te dije que le dieras a Wind, no a Puddle —resopló. Nigel soltó un gemido exasperado, apoyando sus manos en las caderas y mirando con su mejor expresión molesta. Pronto empezó a gesticular con las manos que ella había dicho claramente que faltaba alimentar era Puddle—. ¡No! Primero es a Puddle y luego... oh, ¿ya le había dado a Wind?
Resopló, conteniendo las ganas de esbozar una sonrisa sabedora al ver que notaba los restos de comida en la caballeriza del capón Wind. Opal gruñó algo por lo bajo y pasó junto a él dando fuertes pisotones. La yegua, Puddle, resopló que ya no estaban en primavera.
—¡Que no es eso! —susurró Nigel, dejando el fardo de alfalfa en un mejor lugar, sintiendo que iba a chillar si otro caballo llegaba a hacer un comentario sobre la primavera. Ella regresó al cabo de un rato, con una cara de evidente malhumor. Era ya costumbre recibir las miradas heladas, por lo que continuó con lo suyo, sacando el rastrillo que había usado, listo para guardarlo. Afuera, el sol estaba pronto a caer, sus últimos rayos se colaban por las ventanas, dándole el aspecto cálido que Nigel empezaba a encontrar acogedor.
Sin darse cuenta, empezó a tararear una vieja canción que Mamá entonaba al trabajar en la huerta. Era apenas un murmullo, un zumbido que nacía de su pecho y se extendía al resto de su cuerpo. Sus manos iban y venían, acomodando todo lo que había encontrado de camino al fondo del establo; desde simples guantes hasta palas y cepillos. La vista iba y venía del suelo a las estanterías, ganchos y rincones.
Ni bien terminó, dio la vuelta, chocándose con la mirada sorprendida de Opal. Cualquier sonido que hubiera estado pronunciando murió en su garganta, haciendo que sus mejillas empezaran a arder y la idea de ocultarse detrás de unos fardos de alfalfa hasta la mañana siguiente resultó tentadora. Sus manos temblaban, al igual que su pecho, volviéndose difícil decir algo. Ella lo miró de pies a cabeza antes de elevar una comisura de los labios, caminando hacia él, a lo que Nigel retrocedió y la esquivó. La muchacha, en lugar de mostrarse contrariada, pareció ser todo lo opuesto.
—¿Qué pasa? ¿Te comió la lengua una diomeneda? —sonrió. Separó sus labios, sintiendo que las palabras volvían a burbujear en su garganta, demasiado cerca de la superficie, pero todavía incapaces de estallar. Negó con la cabeza, con las manos, mientras continuaba retrocediendo hasta que decidió echar a correr hacia la salida del establo. Oyó a Opal soltar una carcajada antes de seguirlo, gritando que la esperara antes de cerrar la puerta de hierro.
Ambos subieron por las estrechas escaleras hacia la casa, todavía con la risa de ella y las mejillas de él a punto de encenderse en una llamarada. Wendy los vio entrar, apenas levantando la mirada del libro que tenía en sus manos, antes de regresar su atención a la lectura. La Señora Pinto, por otro lado, los miró con su usual vista de reprimenda, con el cucharón firmemente sujeto en la mano que apoyaba en su marcada cadera. Frente a ella, una gran cacerola lanzaba vapor y el sonido de burbujas estallando. El estómago de Nigel pronto se encontró gruñendo, a la vez que echaba miradas de reojo a Opal, quien seguía riendo por lo bajo mientras acomodaba la mesa.
—¿Ahora qué se ha roto? —suspiró la Señora Pinto, tomando un plato de la pila que tenía a su lado. Su sobrina tomó aire, calmando su risa de repente.
—Nada, Nigel tarareó y luego salió corriendo como potrillo asustadizo.
Ofendido, empezó a gesticular con sus manos que él no era ningún potrillo, mucho menos asustadizo, pero la atención pronto cayó en otro tema. Wendy cerró su libro con un golpe seco, llamando su atención. Sus ojos afilados parecían incapaces de descifrar lo que pasaba en aquel momento.
—¿Tarareó? —fue todo lo que preguntó, pasando su mirada gris hacia su prima, quien parecía confundida ante aquello, volviendo a afirmar lo dicho—. ¿Por qué tarareaste, Nigel?
Su ceño se frunció, confundido. Siempre estaba tarareando canciones, especialmente cuando los potrillos estaban inquietos o había sido un buen día, ¿por qué esa vez sería diferente? Opal fue la primera en responderle:
—Nunca lo hiciste en frente nuestro.
El ceño de él se frunció más. Fue Opal la que terminó sacudiendo la mano, apartando la idea del ambiente, pidiéndole que continuara ayudando con la mesa. Aliviado, Nigel, asintió con la cabeza y gustoso fue llevando los platos llenos de la comida humeante. Pronto los cuatro estuvieron sentados en la mesa, con las cucharas chocando y raspando los platos, lo único que se escuchaba en todo el lugar.
Wendy pronto comenzó a hablar sobre las posibles inversiones que deberían hacer para poder continuar con la granja a flote, haciendo que la Señora Pinto soltara un largo suspiro y apoyara la cabeza sobre las manos. Nigel sintió cierta simpatía por la mujer, sabiendo que el Señor Pinto volvería dentro de unos días, pero hasta entonces Wendy y ella eran las encargadas de mantener las cuentas de la casa.
Esa noche, contemplando el techo de su habitación, Nigel se encontró sintiendo que su garganta se anudaba y desanudaba. Era distinto a la sensación de querer llorar, sino que se parecía más a que el aire no podía pasar por allí, enredándose con sus cuerdas vocales, antes de pasar a la fuerza hacia su pecho. Se sentía como tener una mano que presionaba, sin matarlo, pero mantenía cierto malestar en él. Lo había intentado, más veces de las que ellas creían, realmente había querido que las palabras salieran de su encierro, pero su lengua siempre se enredaba, el aire lo abandonaba y su mente cerraba las puertas a cualquier idea de inmediato.
Se sentó en la cama, mirando hacia afuera, donde las diomenedas y las pesadillas pasaban, a veces relinchando agresivamente hacia los otros. Salió de la cama, apartando las mantas con cuidado, antes de asomarse a la ventana. Abrió y cerró las manos, antes de soltar un suspiro derrotado. Lentamente, una melodía baja, apenas más que un zumbido, empezó a brotar de su garganta.
Alma en mar, mente en tierra,
¿cómo no desear correr con la brisa?
Deja que los cascos golpeen la pradera,
que el águila mueva los aires.
Pobre del alma que se pierda, echada a suertes
con la voz de sus hermanos libres.
Cuidado de las hermanas que le resienten,
de los hermanos que acechan.
La letra sonaba en su memoria tal como la solían cantar sus padres en las tardes del otoño, cuando empezaban las épocas heladas, o mientras cuidaban de la granja. Sus manos marcaron el ritmo de las estrofas, con cada momento en el que había una pausa, marcando un nuevo cambio en la melodía. Cerró los ojos y fue dejando que ante él aparecieran las montañas lejanas, el bosque plagado de toda clase de bestias, el camino de tierra, los corrales y luego, su hogar. Por un momento creyó sentir el olor a pan recién horneado de la Tía Claudine, los gritos enojados de la Tía Margaret, las risas descontroladas de sus pequeños primos. Y los caballos, relinchando de alegría al pasar Papá junto a ellos, dándoles palmadas y premios si se habían comportado.
Desconocía si había o no continuado cantando, o en qué momento había vuelto a acostarse. Todo lo que le importaba era que podía soñar con estar en casa, con Spot y Freckles, Mamá y las Tías, incluso Laura, Edward y sus primos más pequeños entraban allí.
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