Potrillo de Otoño (9)

Caminó hacia la casilla del pegaso salvaje con las piernas cansadas y un fardo de alfalfa al hombro. Sentía que en cualquier momento iba a caer de rodillas, pero en ese instante tenía a dos capataces sobre su persona. Había pasado una estación desde las diomenedas y, por suerte, apenas le habían agregado más tareas de las que ya tenía. El unicornio de la señorita no había mejorado mucho con sus quejas, Nigel incluso sospechaba que habían aumentado desde entonces.

Aquel pegaso seguía en aquella caja donde sus alas chocaban contra las paredes. Como venía siendo costumbre, el semental lo vio en silencio, con las patas listas para lanzar una coz en su dirección, mientras dejaba el fardo de su hombro junto al resto que se almacenaba cerca de allí. Lo escuchó resoplar, pifiar e incluso insultar a todos los que pasaban cerca. Nigel no quería ni imaginarse cómo era el caballo con quien fuera a ocuparse de él.

—Mi padre va a llevarlo a la Gala, es un bello ejemplar, ¿no lo crees Mike? —había dicho Samantha un par de días atrás. Nigel había asentido con la cabeza, algo dudoso de que fuera siquiera una buena idea. «¿No es demasiado salvaje para el patrón?», se preguntó—. Podríamos encontrar alguien mejor que ese Joseph —rezongó ella, moviendo su cabello con demasiada elegancia.

En ese momento, viendo al animal lanzando mordidas hacia quien intentara acercarse, la pregunta volvió a aparecer en su mente. El patrón miraba todo desde una distancia prudencial, con sus manos detrás de la espalda; lo vio inclinar la cabeza hacia un costado y, antes de que pudiera siquiera comprender qué pasaba, escuchó el disparo seguido por un relincho de dolor. Sus ojos, abiertos por completo, miraban hacia el semental, el cual empezaba a sangrar allí donde la bala había rozado su hombro.

—Amánsalo —fue todo lo que dijo el patrón, dando una vuelta sobre sus talones y marchándose. Nigel mantuvo la mirada en la espalda ancha antes de regresar al caballo, el cual sacudía la cabeza con fuerza, pifiando y relinchando en una mezcla de dolor y furia. Varios de los capataces se acercaron, haciendo sonar sus látigos sin piedad. Uno de ellos, quien no le quitaba el ojo de encima al animal, lo tomó por el brazo y lo lanzó hacia el frente, gritándole que lo calmara.

Cascos y mordiscos era todo lo que ocupaba su pensamiento. «Es imposible que lo calme», quería decir, pero todo lo que podía hacer era intentar alejarse de la casilla, la cual parecía temblar con cada patada. Intentó forzar a su garganta, que las palabras no se apelotonaran en su lengua, pero ni siquiera un sollozo o un gemido escapó de ellos.

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