𝒇𝒐𝒖𝒓

JULIO, 1998.

Los días siguientes al juicio de Alaska trajeron consigo un aire más tranquilo al Wizengamot. Los casos que siguieron no tuvieron el mismo nivel de atención que el suyo, aunque la presencia de la prensa se mantenía constante. La familia Malfoy fue la siguiente en ser juzgada. A pesar de la ansiedad que Alaska sentía por ellos, tanto Narcissa como Draco salieron ilesos, gracias una vez más al testimonio de Harry Potter, quien había defendido a Narcissa por su papel crucial al mentir a Voldemort en la batalla final.

Habían sido días complicados para todos, pero finalmente parecía que podían dejar atrás los escombros de la guerra y reconstruir sus vidas. Alaska tenía planes para un futuro mejor, uno que esperaba lleno de calma y felicidad. Sin embargo, antes de cualquier cosa, sabía que debía resolver su situación inmediata. Su estancia en Hogsmeade con Tim no podía prolongarse más. Sin dinero, sin trabajo, y con la constante sombra de la prensa acechándolos, necesitaba un cambio.

Fue entonces cuando el destino intervino. Una tarde, mientras se encontraba en su pequeña habitación, oyó un golpe en la puerta. Al abrir, se encontró frente a un rostro familiar: Fred Weasley. Con una mueca incómoda en el rostro, como si no estuviera seguro de cómo abordar el momento. Desde el final de la guerra, no se habían visto, y la última vez que hablaron fue en medio del caos en Hogwarts.

—Creo que no te he agradecido lo suficiente por salvarme la vida. —Fred rompió el silencio, su voz suave pero cargada de sinceridad.

—No hay nada que agradecer, Fred. —respondió Alaska, cruzando los brazos, con un cansancio evidente reflejado en sus ojos.

Fred negó con la cabeza.

—Te debo mi vida, Alaska. Nunca será suficiente, pero quiero hacer algo por ti. No puedes seguir viviendo así, aislada.

—Tengo a Tim conmigo. Eso es suficiente. —respondió con el ceño fruncido, intentando ocultar su vulnerabilidad.

—No, no lo es —Fred dio un paso adelante, mirándola con seriedad—. Quiero que vengas a la Madriguera. Tú y Tim. Allí estarán seguros, con gente que se preocupa por ustedes.

La oferta la tomó por sorpresa. Compartir vivienda con los Weasley habría sido impensable años atrás, pero algo en el tono de Fred, en la calidez de su gesto, hizo que Alaska dudara en negarse. Después de insistir y negociar, Fred la convenció.

Alaska y Tim llegaron a la Madriguera, con sus pocas pertenencias guardadas en una vieja maleta. Fred los guió a través del jardín, rodeado de pasto alto y flores silvestres. La Madriguera, con sus paredes torcidas y tejado inclinado, parecía desafiar las leyes de la física. Sin embargo, había algo cálido y acogedor en su apariencia, como si cada ladrillo contara una historia distinta.

—Es... peculiar. —murmuró Alaska mientras se detenía a observar la casa.

—Y un poco caótica —añadió Fred con una sonrisa—. Pero crecerá en ti, lo prometo.

Al entrar, fueron recibidos con entusiasmo. Molly Weasley, con su delantal lleno de harina, se acercó para abrazar a Alaska, quien no pudo evitar tensarse ligeramente.

—¡Oh, querida! Bienvenida. Y tú debes ser Tim, ¿verdad? —dijo Molly con ternura, inclinándose para saludar al pequeño, quien se escondió detrás de Alaska.

El hogar estaba lleno de vida. Harry y Hermione también estaban allí, ocupando habitaciones del segundo piso. Por lo que había escuchado, Bill y Fleur visitaban a menudo, y siempre parecía haber alguna celebración espontánea o una excusa para compartir una comida abundante.

Nadie en la familia se opuso a la llegada de Alaska y Tim. Por el contrario, hicieron todo lo posible por hacerlos sentir bienvenidos. Molly, especialmente, no dejaba de agradecerle a Alaska por lo que había hecho durante la guerra y se disculpaba repetidamente por los prejuicios que alguna vez la familia pudo haber tenido hacia ella.

Para Alaska, quedarse en la Madriguera fue un cambio inesperado. Decidió mantenerse ocupada para no sentir que era una carga. Ayudaba a limpiar la casa, se encargaba de los gnomos del jardín, y se entretenía charlando con Charlie, quien hablaba con pasión sobre su trabajo con dragones.

Incluso se permitió conocer mejor a Fred y George, algo que nunca había hecho en Hogwarts. Durante una tarde, recordaron su primer encuentro en el expreso, cuando los gemelos le mostraron una enorme araña.

—¿Recuerdas cómo saliste corriendo? —rió Fred, con lágrimas en los ojos.

—Estás recordando a la chica equivocada, Weasley —respondió Alaska, por primera vez soltando una carcajada—. Yo estaba interesada en saber cómo la consiguieron, pues solo se encuentran en las selvas ecuatoriales del norte de Sudamérica.

—Sí, lo recuerdo bien —agregó George—. Y te apodamos Chica Tarántula, aunque no duró por mucho tiempo.

Los días pasaban con rapidez, pero las noches eran diferentes. Alaska se sentía inquieta, incapaz de conciliar el sueño. Su mente estaba llena de preocupaciones: Narcissa, Draco, y los problemas que aún debía resolver.

Una noche, incapaz de soportar más su insomnio, Alaska salió de su habitación y bajó las escaleras con sigilo. Al salir al fresco aire nocturno, sintió una calma inmediata. El cielo estaba claro, lleno de estrellas, y las colinas que rodeaban la Madriguera se extendían como un manto verde oscuro.

Comenzó a caminar, sin un rumbo fijo, dejando que sus pensamientos fluyeran libremente. Descubrió que las caminatas nocturnas le brindaban un alivio inesperado, una forma de despejar su mente de las sombras que la atormentaban.

Esa rutina se volvió un hábito. Cada noche, después de que todos en la Madriguera se habían retirado a dormir, Alaska salía a las colinas y permanecía allí hasta el amanecer, observando cómo el sol iluminaba el horizonte.

Una mañana, Alaska, Harry, Ron y Hermione tuvieron que saltarse el desayuno en la Madriguera pues habían sido citados por el Ministro de Magia y, ahora, los cuatro estaban sentados en una banca justo fuera de la oficina de Kingsley Shacklebolt, esperando ser llamados. Cada empleado que pasaba junto a ellos se detenía para observarlos, algunos con curiosidad, otros con admiración. Harry mantenía la mirada fija en el suelo, Hermione hojeaba distraídamente un folleto del Ministerio, Ron tamborileaba los dedos en la madera de la banca, y Alaska miraba hacia un punto indeterminado, sumida en sus pensamientos.

Finalmente, tras varios minutos de espera, la puerta de la oficina se abrió, y Kingsley apareció con una cálida sonrisa.

—Lamento haberlos hecho esperar —dijo con su característica voz grave y tranquilizadora mientras les hacía un gesto para que entraran—. Pero, como pueden imaginar, tenemos mucho trabajo que hacer aquí. Por favor, tomen asiento.

Los cuatro obedecieron y se acomodaron frente al amplio escritorio de madera.

—¿Cómo van las cosas en el Ministerio? —preguntó Hermione con evidente interés, rompiendo el silencio.

—Tan bien como pueden después de una guerra —respondió Kingsley, dejando escapar un suspiro mientras revisaba unos documentos en su escritorio—. Pero vayamos directo al motivo de esta reunión, ¿les parece? Como saben, todos ustedes realizaron actos excepcionales en ayuda del mundo mágico durante el último año. Ayer por la tarde, el Wizengamot decidió reconocerlos oficialmente por sus contribuciones.

Harry intercambió una mirada rápida con Alaska, quien arqueó una ceja, intrigada.

—¿Qué tipo de reconocimientos? —preguntó Harry.

Kingsley se recostó en su silla, un leve brillo de orgullo en sus ojos.

—Confío en que conocen la Orden de Merlín.
Alaska y Hermione reaccionaron al unísono, con un deje de asombro.

—¿Una Orden de Merlín? —exclamaron ambas.

—Esto es tan inesperado. —añadió Hermione, llevándose una mano al pecho.

Ron, en cambio, frunció el ceño, claramente perdido en la conversación.

—¿Qué es una Orden de Merlín? —preguntó con genuina curiosidad.

Alaska lo miró como si acabara de decir la cosa más absurda del mundo.

—¡Por favor, Ron! —replicó, sin disimular su exasperación—. Es uno de los mayores reconocimientos que un mago o bruja puede recibir. Se otorga desde el siglo XV y tiene tres categorías, dependiendo del mérito.
Kingsley asintió con una sonrisa.

—Exactamente. Y ustedes cuatro recibirán una Orden de Merlín de Primera Clase.

El impacto de sus palabras dejó un silencio momentáneo en la sala. Hermione apenas podía creerlo y Alaska parecía perder la capacidad de respirar.

—¿De primera clase? —repitió en un susurro, sus ojos llenos de asombro.

Ron miró a Harry, aún tratando de procesar lo que acababa de escuchar. Alaska, por su parte, mantenía una expresión seria, aunque por dentro sentía una mezcla de incredulidad y orgullo. Sin embargo, su modestia se impuso.

—Señor Shacklebolt —dijo con suavidad—, no quisiera faltar al respeto al Wizengamot, pero no creo merecer tal honor.

Harry la miró fijamente y negó con la cabeza.

—Claro que lo mereces, Alaska. Arriesgaste todo por ayudarnos, incluso tu propia vida.

Hermione asintió con vehemencia.

—Harry tiene razón. Sin ti, muchas cosas habrían sido diferentes, y no para mejor.

Antes de que Alaska pudiera responder, unos golpecitos en la puerta interrumpieron la conversación. Kingsley levantó la mirada, anticipando quién era.

—Adelante. —dijo, y la puerta se abrió para revelar a un hombre de mediana edad, con cabello castaño y una túnica formal.

Kingsley lo presentó con un gesto.

—Chicos, él es Edd Stormvale, uno de los encargados de la colección de cromos de magos y brujas famosos.

Ron se puso de pie de un salto, mirándolo con incredulidad.

—¡Eso quiere decir que...! —comenzó, pero no pudo terminar la frase.

El hombre sonrió, acostumbrado a esas reacciones.

—Después de los eventos recientes, ustedes cuatro han pasado a ser figuras históricas. Por esa razón, ustedes tres —señaló a Alaska, Hermione y Ron— serán incluidos en la colección de oro. El señor Potter ya tiene su propio cromo, pero será actualizado.

Ron abrió y cerró la boca varias veces, incapaz de articular palabra. Para alguien que había coleccionado cromos durante años, aquello era un sueño hecho realidad. Finalmente, logró balbucear:

—¿Tendré mi propio cromo? ¿De verdad? ¡En la colección de oro!

—Puedo ver que es un verdadero entusiasta —comentó Stormvale con una risa amable.

—Señor Stormvale —intervino Alaska, alzando una mano—. ¿Podremos ver nuestros cromos antes de que se publiquen? Me gustaría asegurarme de que el mío sea... apropiado.

—Por supuesto, señorita Ryddle. Ustedes tendrán la última palabra sobre el diseño y contenido de sus cromos.

El hombre procedió a explicarles el proceso: las fotografías, los encantamientos necesarios y la aprobación final de los textos. Antes de irse, les entregó a cada uno una rana de chocolate, lo que, curiosamente, levantó aún más los ánimos en la sala.

—Gracias por todo, señor Stormvale. —dijo Hermione mientras el hombre se despedía con un movimiento de mano.

Cuando la puerta se cerró tras él, la seriedad volvió a instalarse en el despacho. Kingsley se aclaró la garganta y los miró con una expresión solemne.

—Ahora, volvamos al motivo principal de esta reunión... Hay un último tema del que quiero hablar con ustedes —anunció Kingsley con seriedad, apoyando las manos sobre el escritorio y mirándolos uno por uno—. Como ya saben, dejé mi puesto como Jefe de los Aurores para asumir el cargo de Ministro. Eso significa que el puesto de Jefe del Departamento de Aurores ha quedado vacante y, tras una serie de recomendaciones, se decidió ofrecerte el puesto a ti, Harry.

El silencio que siguió fue absoluto. La noticia era tan inesperada que parecía haber paralizado el aire de la habitación. Alaska frunció el ceño, tratando de discernir si aquello era alguna especie de broma, pero no encontró ni un ápice de vacilación en la mirada seria de Kingsley.

—Esto... esto debe ser una broma —soltó la rubia finalmente, sus palabras llenas de incredulidad pero sin intención de ofender—. Harry es solo un chico. Ni siquiera ha terminado sus estudios en Hogwarts. El último año es el más importante, ¿cómo pueden ofrecerle un puesto tan relevante como ese?

—No es nada contra ti, Harry, pero yo también pienso igual —intervino Hermione, cruzando los brazos y mirando al Ministro con firmeza—. Ser Jefe de los Aurores requiere mucha experiencia. Además, terminar tus estudios debe ser tu prioridad.

—¿Y quién, además de Harry, podría hacerlo? —espetó Ron, inclinándose hacia adelante para defender a su amigo—. Ha luchado contra Voldemort desde nuestro primer curso. Eso vale mucho más que unos tontos exámenes de la escuela.

—¡No son solo unos tontos exámenes, Ron! —respondió Hermione con un tono escandalizado, casi ofendida por el comentario.

Ron se encogió de hombros, murmurando algo ininteligible mientras Hermione rodaba los ojos. Kingsley aprovechó el momento para aclararse la garganta, recuperando la atención de todos.

—A ustedes tres también se les está ofreciendo un puesto inmediato en la Oficina de Aurores —continuó, mirando directamente a Hermione, Alaska y Ron—. Pero, por sus reacciones, ya tengo una idea bastante clara de cuáles serán sus respuestas.

—Rechazo la oferta, señor —respondió Alaska sin dudar, cruzando las piernas y recostándose en la silla con los brazos cruzados—. Nunca he tenido interés en ser Auror. Este año volveré a Hogwarts para terminar mis estudios.

—Yo también rechazo la oferta, Ministro —añadió Hermione con determinación—. Mi prioridad es graduarme y completar mi educación.

Kingsley asintió, como si ya hubiera anticipado esas respuestas. Luego miró a Harry y a Ron, quienes intercambiaron miradas tensas y permanecieron en silencio unos segundos.

—Necesito unos días para pensarlo —dijo finalmente Harry, su tono calmado pero con un leve temblor—. No es una decisión fácil. Le haré llegar mi respuesta lo más pronto posible.

—Eh... sí, yo igual —murmuró Ron, lanzando una rápida mirada de reojo hacia Hermione, claramente nervioso—. Necesito tiempo para decidirme.

Alaska notó la inseguridad en el tono de Ron y supo al instante que ya había tomado una decisión, pero temía expresarla frente a Hermione. Kingsley, sin embargo, no insistió. Simplemente asintió y les dedicó una última sonrisa antes de continuar con la reunión, resolviendo las dudas que Harry y Ron, especialmente, parecían tener sobre el trabajo como Aurores. Hermione permaneció en silencio, visiblemente molesta por el interés de los chicos en aceptar la oferta. Alaska no podía culparla; en su opinión, ofrecerles un puesto sin que hubieran completado sus EXTASIS era una locura, aunque no pudiera negar que la oferta era impresionante.

Cuando la reunión terminó, los cuatro se despidieron de Kingsley, deseándole éxito en su nuevo rol como Ministro. Harry y Ron se adelantaron unos metros al salir, enfrascados en una conversación animada sobre la posibilidad de trabajar en la Oficina de Aurores.

—Es una locura —comentó Hermione, volviendo la vista hacia Alaska mientras caminaban detrás de ellos—. No puedo creer que estén considerando aceptar el trabajo sin haber terminado Hogwarts.

—Harry y Ron siempre se han dejado llevar por la emoción del momento —respondió Alaska con una sonrisa leve—. Pero tienes razón. Es demasiado pronto para algo así.

Antes de que Hermione pudiera responder, unos gritos provenientes de un pasillo cercano interrumpieron su conversación, haciéndolas detenerse en seco. Alaska y Hermione se miraron con alerta antes de girar hacia el origen del ruido, mientras Harry y Ron, al notar el alboroto, también se detenían unos pasos más adelante.

—¡Señorita Ryddle! ¡Espere, por favor! —la voz del hombre resonaba por el vestíbulo, tan repentina que Alaska dio un sobresalto, un instinto de defensa la llevó a meter la mano en su bolsillo, donde su varita descansaba firmemente entre sus dedos—. ¡Señorita Ryddle!

Un hombre que parecía haber corrido de un extremo del vestíbulo al otro se acercaba apresuradamente. Su rostro estaba ligeramente sonrojado por el esfuerzo, y cuando llegó junto a ellos, tuvo que inclinarse y apoyarse sobre sus rodillas para recuperar la respiración. Alaska levantó una ceja, observando su agitación.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Hermione con una mezcla de preocupación y curiosidad, su mirada fija en el hombre.

—Sí, sí... —respondió el hombre entre respiraciones entrecortadas, esbozando una pequeña sonrisa. Cuando finalmente se enderezó, se presentó—. Soy Adler Levinne, trabajo para la oficina de Testamentos y Herencias en el Departamento de Accidentes y Catástrofes Mágicas. Un placer finalmente conocerla, señorita Ryddle.

—El placer es mío. —aunque la mueca en su rostro decía completamente lo contrario.

—Señorita Ryddle, ¿sabe desde cuándo he intentado localizarla? Es alguien bastante difícil de encontrar.

Alaska lo miró por un momento, sin saber bien cómo tomar sus palabras.

—Ahora me tiene frente a usted. ¿Para qué me necesita? —preguntó con calma, aunque un nudo de incertidumbre empezaba a formarse en su estómago.

Levine respiró hondo antes de hablar de nuevo, su tono volviéndose más serio.

—Debo entregarle el testamento de Severus Snape.

Alaska se quedó inmóvil por un segundo, los ojos bien abiertos—. Su legado ya me lo enviaron, no comprendo que...

Harry, Ron y Hermione se miraron unos a otros, claramente sorprendidos, pero sin saber cómo reaccionar.

—Es importante que el testamento sea firmado, y así terminar con el trámite de una vez por todas. Acompáñeme a mi oficina, por favor. Será más cómodo para usted.

Hermione, al ver el desconcierto en el rostro de Alaska, dio un paso hacia ella con suavidad y le posó una mano en el antebrazo.

—Te acompañaré. Iremos contigo si así lo deseas. No creo que debas pasar por esto sola.

Alaska sonrió agradecida, pero con un gesto delicado apartó la mano de Hermione.

—Gracias, Hermione, pero prefiero hacerlo sola —respondió con una calma que trataba de ocultar la tormenta interna que sentía—. Pueden irse, yo los veré después. Estaré bien.

Hermione abrió la boca para decir algo, pero Alaska ya se había vuelto hacia el hombre, indicando que estaba lista para seguirlo. Sin esperar más, el hombre la condujo por el Ministerio, pasando por varios pasillos que parecían desiertos, hasta llegar a una oficina que se veía aún más solitaria. La decoración no era la de un lugar prominente; parecía más bien un rincón olvidado del Ministerio.

Al entrar en la pequeña oficina, se sorprendió al ver que no era gran cosa: un par de archiveros, un librero polvoriento y un escritorio donde se sentaron. La chimenea crepitaba suavemente, añadiendo algo de calidez al ambiente, pero el lugar no parecía el adecuado para algo tan serio como lo que iba a suceder.

—¿Usted y el señor Snape eran muy cercanos? —preguntó Levinne mientras se acomodaba, con una curiosidad que parecía genuina.

Alaska se sobresaltó por la pregunta, era algo personal, pero no podía evitarlo, debía responder.

—Lo admiré desde el momento en que llegué a Hogwarts. Nos hicimos cercanos porque él fue el encargado de introducirme al mundo mágico, y años después se convirtió en mi tutor legal —dijo ella, relajando su postura y mirando al hombre con una mezcla de nostalgia y gratitud—. Severus fue la única figura paterna que tuve, me enseñó muchas cosas... sin él, no sería la persona que soy hoy.

Levine asintió, comprendiendo la profundidad de sus palabras.

—Puedo comprenderlo —sonrió suavemente—. El señor Snape hizo, excepcionalmente, un único legado. Todas sus pertenencias... su hogar, sus tesoros en Gringotts y otros efectos personales... todo se lo legó a usted como ya bien sabe.

Sacó un rollo de pergamino de uno de los cajones del escritorio, y después de leer en voz alta, dijo:

—Última Voluntad y Testamento de Severus Snape Prince... A Alaska Rose Ryddle, le dejo todas mis pertenencias que están a mi nombre, así como mi fortuna guardada en mi cámara de Gringotts... —continuó leyendo—. Y más abajo se encuentra una lista de todos sus bienes materiales, fue todo lo que escribió.

Levine sacó una bolsa con un juego de llaves, dos de ellas iguales, claramente de la entrada de su casa. La tercera, más sofisticada, parecía ser de la cámara de Gringotts. Finalmente, sacó un sobre que parecía antiguo, casi desgastado, y lo sostuvo un momento antes de entregárselo a Alaska.

Alaska lo miró con una mezcla de temor y curiosidad, pero la caligrafía en el sobre la reconoció al instante. Severus. Tenía miedo de lo que pudiera contener, pero sabía que debía abrirlo.

Rompiendo el sobre con manos temblorosas, leyó la breve carta, sorprendiéndose de su concisión:

"Antes de que digas blasfemias sobre mí por no heredarle nada a Tim, debes saber que dejé todo a tu cargo porque eres la mayor. Sé que te encargarás de él mejor de lo que yo pude haberlo hecho. Mi propiedad en La Hilandera es un desastre, puedes hacer con ella lo que desees. No te culpo si decides deshacerte de ella".

Alaska leyó una y otra vez las palabras, una parte de ella sintiendo una especie de vacío. Snape no había firmado, no había escrito nada más, como si se hubiera apresurado.

—¿Necesita privacidad, señorita Ryddle? Puedo salir y volver cuando se sienta lista para seguir. —propuso Levinne, observando a Alaska, que parecía en shock.

Alaska miró la carta una última vez antes de guardarla en su bolsillo, la sensación de su vacío creciente en su pecho. Levantó la vista, con la vista empañada por la emoción contenida, y sacudió la cabeza.

—No, está bien. ¿Qué sigue ahora?

El proceso de aceptación de la herencia fue más rápido de lo que esperaba, una serie de firmas y pronto, la propiedad de Severus estaba en sus manos.

Al salir de la oficina y caminar hacia la salida del Ministerio, Alaska volvió a leer la carta una vez más. La última frase la hizo sonreír levemente, una mezcla de tristeza y cariño. No, no iba a deshacerse de La Hilandera. Aquella casa, aunque en ruinas, contenía recuerdos de un tiempo en el que, a pesar de todo, fue feliz. Junto a Tim, podrían restaurarla, hacerla un hogar lleno de nuevos recuerdos, una nueva familia, una que sería feliz, a pesar de lo incompleta que estuviera.

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