FLOR SALVAJE
Así como nacen las flores en sus campos, libres, así fue Ahmed. En poco más de 16 años en el harem, nunca se había quejado de su libertad, de hecho y en comparación con las demás criadas, nunca fue un esclavo, siempre hizo lo que quiso. Sin embargo, su jaula de oro, ocultada bajo una falsa ilusión se ha derrumbado. Había vivido libre, pero atado a un palacio que no le pertenece, una dinastía que no es suya, al menos al bueno obtuvo, sus hijos. Aunque ninguno comparte su sangre, al menos es llamado padre y así se siente y le hacen sentir.
Al estar en Maniza, su Alteza Ibrahim, siempre se ha preocupado por él, está en su provincia. Sariye Sultan, siempre le visita. Nuevos criados han sido asignados al servicio de Ahmed, ahora no permite que le llamen Sultan, ni Majestad, se ha olvidado de sus títulos, pero no sus obligaciones. Seguía ayudando al pueblo, seguía con sus aportes a las mezquitas, seguís sus construcciones de baños, escuelas, y todas las demás obligaciones propias de una Valide-i Sa'ide Sultan.
Esta mañana recibe la visita de su cuñada, la Sultana Mihrimah. Ahmed vive en un pequeño palacio. No es tan ostentoso como los del imperio, pero la menos vive cómodamente, además de ser digno para una persona como él, un miembro de la dinastía, aunque sea por matrimonio.
—Supe que has enfermado, ¿cómo has estado, Ahmed? —preguntó la sultana.
—Alá mediante pasará, solo es un resfriado —respondió Ahmed, sin mentir. Hace unos días no estaba bien de salud, una tos aquejaba sus días. Esto llegó a la capital y de inmediato partió la sultana hasta Maniza.
—Alá mediante —respondió—. ¿No quieres saber nada de la capital?
—La verdad, hace mucho que no sé de la capital, sultana —respondió—. Al menos, mi hermano Ferhat va y viene muy seguido, hace mis pendientes y trae noticias.
—Ya veo.
—¿Usted cómo está, sultana? —preguntó Ahmed.
—La maternidad es hermosa, como ves —respondió, a lo que ambos rieron. La pequeña Esmehan Sultan acababa de dormirse en los brazos de la sultana.
—Me alegra verle aquí en Maniza, sultana —se volteó hacia la sultana para responder, volviendo a posar su mirada en el jardín.
Si me disculpa, también iré a descansar, Halime ha preparado unos aposentos, me quedaré aquí —dijo Mihrimah—. Si me lo permites, claro está.
—¡Por supuesto! ¡Eres bienvenida en este palacio! —sonrió a la sultana.
***
En Estambul, la situación es contraria a lo que pasa en Maniza, la paz y armonía que solía haber en Topkapi se ha ido. Nuevas normas se han dictado, no hay bailes, no hay música, no hay ruidos.
—¿Hasta cuándo será esto, Sumbul? —preguntó una de las criadas del harem.
—Yo que sé mujer, ve a trabajar —respondió, haciéndole un gesto con su mano para que se fuera.
Luego de la partida de Ahmed, Habraam, se habría encerrado en sus aposentos sin recibir a nadie, a excepción de sus visires. Todos coincidieron en lo mismo, el Sultan sufría la pena del amor. Su barba había crecido, solía comer muy poco. Los doctores ingresaron en dos ocasiones a sus aposentos.
—¿Cómo está Maniza? —preguntó Habraam a su hermana luego de regresar a Estambul.
—¿Te refieres a la provincia o Ahmed?
—Me refiero a mi hijo y la provincia, Mihrimah —dijo.
—Ambos están bien, Ibrahim fue muy bien educado, tuvo buenos maestros, incluidos Ahmed y Sariye —respondió Mihrimah sin temor alguno.
—Eso es todo, ahora ve a descansar, hermana.
—¡Ah! Casi lo olvido, en Maniza puede que se cometa un adulterio, digo eso lo determinará usted, señor.
—¿A qué te refieres? —preguntó el Sultan.
—Ahmed tiene un pretendiente y se les ve muy felices —respondió la sultana con picardía—. Le estoy diciendo esto para que sepa, digo, si acepto el divorcio no debería de importarle, pero solo para que su Majestad lo sepa. Ahora si me disculpa, iré a descansar.
Dicho esto, la sultana salió de los aposentos de su Majestad con una sonrisa victoriosa, su plan empezaba a funcionar. Sus palabras fueron ciertas, al llegar a Maniza supo por bocas de las criadas que un efendi adinerado visitaba todos los días a Ahmed. Muchas veces pasaban horas en el jardín conversando a la vista de todos. Aunque la sultana notó algo más, vio la inevitable infelicidad en el rostro de su cuñado, tratando de fingir una sonrisa ante todos. A diferencia del pasado, Ahmed no lloraba, nunca lloró.
En los aposentos de Habraam, la ira se apoderó de su cuerpo. Antes, habría dado la orden que el nombre del Haseki no fue pronunciado en el palacio, pero al recibir la noticia de que Ahmed estaba con otro hombre le hizo enloquecer.
La noche cayó sobre todas las tierras del islam. En Maniza, Ahmed sostenía una gruesa capa de lana sobre su cuerpo mientras se encontraba contemplando el jardín desde su balcón. En su mente, pensaba en su infancia, sus padres, sus hermanos. "¿Así es como dices amarme?", fue la pregunta que se hizo al inevitable recuerdo de Habraam.
—Sultaa... perdón... Ahmed, debería entrar, hace mucho frío —dijo una de las nuevas criadas que le servían en Maniza.
—Vamos, preparen los baños.
Al amanecer, el cantar de las aves era algo que brindaba paz, todo diferente en Estambul, donde era casi imposible escucharles. De pronto, unos pasos correteando por los pasillos se escucharon...
<crac crac>
—¡Ahmed! ¡Su Majestad...El Sultan está aquí! —dijo Gul aga.
—¡Majestad! —dijeron los criados que se encontraban dentro de los aposentos de Ahmed.
—¡Salgan todos! —ordenó Habraam, sin embargo y para sorpresa de él, nadie se atrevió a moverse, sino hasta que el propio Ahmed dio la orden de que saliesen de los aposentos.
—¿Qué le trae por aquí, señor?
—No actúes como si no supieras porque estoy aquí, Ahmed. ¡Eres mi esposo!
—¡Oh! Eso —dijo—. Sobre ese asunto, lo dejaremos en manos del juez de Estambul, yo ya he expresado mi deseo de divorciarme.
En un instante los labios de Habraam se posaron sobre los de Ahmed, haciendo que el ultimo quedase inmóvil, pero recuperando su conciencia al instante, empujando el pecho de Habraam.
<zas>
—¡No se atreva a tocarme! —gritó Ahmed—. Le acusaré con un juez.
—¿Se te olvida quien es el Sultan aquí? —el ánimo de Habraam empezaba a empeorar, sus ojos estaban rojo y su paciencia casi agotada.
—Al parecer usted ha olvidado quien soy —replicó Ahmed—. Sabes muy bien que no le temo a nada, ni a nadie. ¡Adelante! Si crees que tienes el valor suficiente y tus guardias son lo suficientemente fuertes, ¡de la orden! ¡máteme!
—¡Guardias! —no hubo vuelta atrás, la orden fue dada. Ahmed fue capturado y llevado a Estambul.
La noticia no se hizo esperar, todo el imperio ya sabía que el Sultan había ido a Maniza a buscar prisionero a Ahmed. Rumores de traición surgieron, muchos hasta exigían una ejecución publica de Ahmed. Sin embargo, ninguna de sus conclusiones y conjeturas se acercaba a la realidad, celos.
—Majestad, ¿Qué es lo que has hecho? —interrogó Mihrimah—. Has olvidado que Ahmed es tu esposo, además un miembro de la Dinastía.
—¿Por eso debo aceptar que me falte el respeto, sultana? —replicó Habraam. En parte su lógica es buena, otra persona le habría contestado de la manera que Ahmed suele hacerlo no estaría en una jaula de oro, estaría en el fondo del Bósforo.
—¡Tú mismo te estás condenando, hermano! —exclamó Mihrimah—. Si el pueblo se revela cuando todo esto se esclarecido, nadie podrá ayudarte.
—¡Sal de aquí, Mihrimah! —gritó Habraam.
—¡No, Habraam...!
<crac>
—¡Padre! ¿Es cierto lo que escuché? —preguntó Halime al ingresar a los aposentos del Sultan.
—¡Salgan todas de aquí! —volvió a ordenar.
—Me iré, pero tú, Habraam, terminarás solo, abandonado por todos —dijo Mihrimah antes de girarse hacia su sobrina—. ¡Vámonos Halime!
—¡No! —respondió Halime viendo a su padre a los ojos—. No me iré, quiero estar al lado de mi padre Ahmed, quiero ver si su Majestad es tan valiente de asesinarlo. No abandonaré a mi padre en un calabozo.
El corazón de Habraam fue golpeado duramente con cada palabra de su hija. En sus ojos veía el odio, la furia, la venganza. Al salir todos, sus manos fueron a parar en su cara...
—¿Qué he hecho? —se preguntó el Sultan—. ¿He hecho lo correcto?
***
Las ratas eran buenas compañeras, al menos ellas eran las únicas que se escuchaban allí dentro. Sin un rayo de luz, unas altas paredes rodeaban el lugar, no había nada para cubrir su cuerpo del frío, cada criado que entregaba alimentos era rechazado, Ahmed se había negado a comer. Ha pasado 1 semana desde que ha sido capturado, nadie tiene el permiso de acceder a verlo.
Sin embargo, unos pasos hacen ruidos dentro de aquellas paredes...
—¡Padre! —dijo Halime corriendo hacia su padre tendido en el suelo.
—¡Hija mía! ¿Cómo es que estás aquí?
—Sumbul me trajo, no tengo mucho tiempo —dijo—. He traído alimentos, sé que no has querido comer.
—Es tu momento de ser fuerte, Sultana —dijo Gulfem quien también acompañaba a la Sultana—. Nosotras nos estamos haciendo cargo de todo.
—¡Gracias Gulfem! Cuida de mi pequeña.
—Sultanas, ya debemos irnos —explicó Sumbul, por lo que Halime se abalanzó sobre su padre en un abrazo antes de irse.
Luego de la visita de su hija, Ahmed pudo comer, ya sabía que su propia hija se hacía cargo de eso, por tanto, su desconfianza se había desvanecido. A media noche, su cuerpo se encontraba tendido sobre el frío suelo de aquel calabozo, temblando. De repente, sintió como unos cálidos brazos sostenían su cuerpo, haciéndole volver a quedar dormido. En un momento, al abrir los ojos, divisó la figura de una persona que salía del calabazo.
—¿Habraam? —susurró. Al mirarse a sí mismo, vio que había sido cambiado de ropa, una gruesa manta cubría su cuerpo del frío, además de alimentos, con una nota que pudo leer con claridad.
—Aliméntate bien, arreglaré todo este desastre.
—¡Habraam! —gritó Ahmed, sabiendo que efectivamente era él. Conocía su caligrafía, era imposible equivocarse. Sin embargo, solo escuchó como sonaban las cadenas a lo lejos, en señal de que las puertas habían sido cerradas.
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