II ℐ𝓇𝒶
El segundo pecado estaba a punto de cometerse, y Beelzebub sabía que estaba a punto de enfrentarse a la deidad más segura que jamás había conocido.
Aunque el pacto iba dirigido a otra persona, la intervención del dios Sol era inevitable; eran esenciales estrategias para evitar que sus planes se hicieran añicos, así como era esencial actuar con cautela.
Beelzebub sostuvo la manzana hacia arriba, dejando que la luz del sol la hiciera más atractiva, más roja y más pecaminosa.
Fue precisamente el pecado lo que permitió al demonio apreciar la luz del día, tratar con seres vivos cuya existencia era casi banal y se daba por sentada. Pero si ansiaba que se produjeran acontecimientos catastróficos, quien lo admiraba con la espalda recostada en una hamaca no opinaba lo mismo.
-¿Qué viniste a hacer aquí?-
El rey Leónidas, incluso sin su ejército y su famoso casco, exudaba tal fuerza y presión que habría hecho huir a cualquiera.
Pero Beelzebub no era "cualquiera", y no podía evitar sentir un goce enfermizo al imaginar esa ira completamente dirigida hacia él, lista para desintegrarlo, para eliminarlo de la existencia.
Era lo que más anhelaba.
-¿Los rayos del sol arruinan tu existencia?-
Leónidas comprendió el verdadero significado de esas palabras hostiles y le gruñó.
La bestialidad de los hombres tenía que aparecer, de una forma u otra, y cuando había orgullo de por medio... el proceso se aceleraba.
-Piérdete y no vuelvas. No tengo tiempo que perder con las travesuras de un demonio estúpido. ¿Crees que no me di cuenta de tu maldita sed de sangre?-
Beelzebub permaneció impasible; contempló la manzana con desapego y tocó la hoja verde todavía unida al tallo con los pálidos dedos de la otra mano, símbolo de una pureza destinada a dispersarse.
-Si notas estas pequeñas cosas con tanta facilidad, podrás igualmente notar los motivos que me empujaron a venir aquí.-
-Quieres hacer un trato.-
-¿Era obvio?-
-¿Un demonio pidiendo un favor gratis? ¿Por quién me tomas, por un completo idiota?-
Beelzebub no dijo una palabra, no era necesario.
La respuesta implícita empujó a Leónidas a dejar su siesta después de que intentara relajarse bajo un árbol, para acercarse a él y tomarlo con fuerza por el cuello.
-No te burles de mí y hablas ahora que te lo permito.-
-Señalé que el Sol últimamente brilla más. ¿No es suficiente?-
Los ojos escarlata de Beelzebub eran sombríos, carentes de brillo. Leonidas sabía, sin embargo, que nunca podrían ser más irritantes que esos otros repugnantes ojos dorados.
-¿Qué quieres que me importe del Sol? Su presencia ya no es una molestia tan grande como crees. Es una observación muy inútil que representa la nada para mis días. ¿Te ha quedado claro ahora?-
-Sí. Esta todo muy claro.-
El demonio, que siempre había mantenido el brazo extendido, acercó la manzana al rostro de Leónidas. Estaba tan cerca de él que le hizo cosquillas en la mejilla derecha.
-Tiemblas de miedo.-
-¿¡Qué dijiste!?-
Beelzebub volvió a mirar la manzana, sin piedad.
-Finges querer vengarte del Sol, pero insistes en permanecer como refugio en las sombras, esperando que sus rayos te encuentren y te reciban con su calidez. Tu código espartano debería impedirte actuar tan cobardemente.-
Con un fuerte tirón, Leonidas agarró la manzana.
El impulso fue morderla y escupir las semillas en la cara del demonio bastardo, pero se contuvo. Porque fue su gran terquedad la que le dijo que no cediera ante provocaciones babosas.
-Váyanse a la mierda, tu y esta manzana.-
Y lo arrojó fuera de su vista.
Beelzebub, sin embargo, no dejó de observarla: la vio rodar y detenerse cerca de una pequeña piedra, perfectamente intacta.
No prestó atención al rey espartano que, lleno de indiferencia, se alejó sin un destino concreto, movido por un orgullo que habría sido su propia ruina. Y el fruto del Pecado fue prueba de ello.
Sonrió.
Con el único gesto irracional de ahuyentarlo, Leónidas había cometido un error que le habría costado caro: había tocado la manzana.
Él no la había mordido y no se había abandonado a los placeres de la vida, pero el pacto estaba destinado a hacerse realidad.
La ira era un sentimiento visceral y aburrido que en ocasiones vagas podía dar gratificaciones victoriosas.
Y el Demonio de la Gula sabía algo al respecto.
Apolo, brillante y radiante, fue víctima frecuente del desprecio espartano.
Varias veces había intentado comprender el motivo de aquel odio descarado, y varias veces se había sentido rechazado, no comprendido en absoluto.
A lo largo de los siglos, el dios del Sol había aprendido a apreciar la voluntad de los hombres y su espíritu indomable, y quería recompensarles por el esfuerzo que habían realizado. No quería nada a cambio y sus fieles acogieron con agrado su generosa magnanimidad.
Todos menos uno.
Leónidas no lo había recibido con los brazos abiertos cuando se volvieron a encontrar dos semanas antes en el templo de Delfos; no se había conmovido al verlo, no le había ofrecido sacrificios en su honor y no había pronunciado himnos sagrados en honor de su sagrada ascensión.
Estaba preparado para golpearlo y patearlo, despotricar contra él y desearle las peores amenazas de muerte que harían estremecer incluso a los guerreros más valientes. Los intentos desesperados de la sacerdotisa de Delfos por impedir que Leónidas llevara a cabo nuevas acciones blasfemas habían sido inútiles.
Apolo, sin embargo, que no soportaba la falta de respeto y la falta de educación, quedó impresionado por la excesiva tenacidad que el espartano podía demostrar en los momentos críticos y de ira.
Era un gran talento el que poseía, una fuerza que pocos hombres valientes podían poseer. Y Leónidas estaba destinado a grandes cosas.
No era coincidencia que Beelzebub lo hubiera atacado: por astuto y cruel que fuera, sus movimientos eran bastante predecibles.
Y por mucho que Leónidas lo despreciara, Apolo sabía que no podía permitir que nadie más interfiriera en su eterna enemistad. Permitirlo habría sido la peor de las derrotas y la más deshonrosa de las humillaciones.
Movido por esas creencias, Leónidas había acudido a él en el Templo de Delfos, exigiendo recibir su presencia ante las súplicas contrarias de la sacerdotisa, y a su dramática llegada, flanqueado por ninfas de etérea belleza, le había contado todo y sin sacar cualquier detalle.
No se había reído cuando vio la preocupación del dios - esa preocupación era tan real que le puso la piel de gallina -, y lo más probable es que nunca lo hiciera.
Había un pacto tácito entre ellos que no podía romperse.
Odia para ser odiado sin arrepentimiento.
Apolo no sentía odio, nunca había sentido un sentimiento tan repugnante y dañino, sin embargo sabía tolerarlo y recibirlo perfectamente. Pequeño precio a pagar para permitirse el lujo de mantener a Leónidas a su lado durante mucho más tiempo.
-Te gustaría llegar a un acuerdo. Conmigo.-
Leónidas lo miró fijamente.
-Exacto.-
-Tú, que eres el dios más miserable que existe, ¿vienes aquí para qué? ¿Para burlarte de mí? ¡Te pedí que movieras el trasero por una razón específica, y ciertamente no para llegar a un acuerdo contigo!-
Empezó de nuevo con esa pequeña historia.
Apolo adoraba lo que representaba Leónidas y adoraba sus gloriosas hazañas, pero no se podía pensar lo mismo en su carácter indomable.
Resentido como estaba, fue capaz de dejarse corroer por el rencor durante siglos, un poco como lo estaba haciendo con él.
Era un problema difícil de resolver incluso para una deidad tan talentosa y conocida como Apolo.
-No quiero burlarme de ti. Sólo quiero avisarte y... sí, te conozco lo suficiente como para saber que no me escucharías si no fuera tan lejos.-
-No te escucharía de todos modos, es diferente.-
Señalar su contradicción no era conveniente; un paso en falso, y Apolo encontraría un puño presionado brutalmente contra su rostro perfecto junto con la falta de deseo de cambiar la opinión del humano sobre sí mismo.
-Déjate llevar por la ira y la venganza, y la oscuridad aprovechará esto para engañarte para siempre.-
-Tsk. Qué idiotez.- Leónidas encendió su cigarro, sin importarle el tortuoso Destino que pudiera atacar su nombre: -Deja a un lado estas frases hechas para algún idiota que tendría el honor de besarte los pies. Puedes ser más inferior que ese miserable demonio.-
-¿"Miserable demonio"?- Apolo lo miró estupefacto: -¿Ya te has llevado todas estas confidencias con él también?-
-Ah, entonces con ese misterioso "la oscuridad se aprovechará de esto para engañarte para siempre" era realmente una clara referencia a este otro pendejo de Beelzebub.- respondió Leonidas y luego se rió, pero la suya era una risa tan llena de odio que implicaba el desmoronamiento de cualquier esperanza: -Eres tan patético. Trabajas tan duro para buscar la ayuda de un humano para satisfacer tu puto ego que no te das cuenta de lo ridículo que te haces.-
-Las mías no son excusas. Deberías creerme, y no ponerme al mismo nivel que Beelzebub.-
-No encuentro tantas diferencias.- exhalando el humo de su boca, Leónidas se obligó a volver a centrar su atención en Apolo: -Ambos unos cabrones, egocéntricos, que quieren engañarme y hacer tratos conmigo. Si, te lo confirmo, no veo tantas diferencias.-
Leónidas estaba enojado con él hasta la muerte, pero las pocas veces que pudo soportar su rostro fue porque incluso la expresión solemne de la deidad griega estaba torcida por la ira y lo hacía imperfecto, vulnerable, condenadamente inferior a él.
-Quiero salvarte, Beelzebub quiere condenarte. Sepa que el sentimiento es correspondido, cuando haces esto no me gustas, pero no soporto saber que tú y mi familia tenéis que resolver faltas que no os pertenecen. Concédete en estas tonterías, y no sólo me condenarás.-
-¿Qué quieres que me importe tu honor y el de tu familia?-
-Absolutamente nada, y con razón. No espero que dejes de lado tu aversión, pero al menos déjame explicarte lo que está pasando. Compararme con las vergonzosas acciones de Beelzebub no me hará desaparecer permanentemente de tu existencia.-
Los ojos dorados de Apolo parecían irradiar luz propia.
Leónidas gruñó molesto al darse cuenta de que su conversación estaba tomando un giro inesperado y que él le estaba dando mucha importancia.
Debería haber dado media vuelta y haberse ido sin mirar atrás, exactamente como lo había hecho con el demonio hace unos días. Continuaría leyendo y descansando todo el día y ese fue el final del discurso.
Pero no lo hizo.
Era como si una fuerza invisible lo estuviera frenando. ¿Estaba Apolo diciendo la verdad? En el pasado se habría maldecido inmediatamente, pensando que sí, no se podía confiar en el dios Apolo en lo más mínimo... pero esa seriedad ahora no podía ser cuestionada.
El dios que tanto despreciaba estaba demostrando estar dispuesto a hacer cualquier cosa para ayudarlo.
¿Qué estaba pasando por la cabeza de ese maldito vanidoso? ¿Será posible que él tampoco quisiera algo a cambio?
-...y está bien, pero apúrate y balbucea antes de que decida cambiar de opinión.-
A Apolo le fue imposible evitar que una sonrisa curvara sus finos y dorados labios: -Sabía que podía contar contigo.-
-Muévete, molesto pavo real que eres.-
-No tengo el poder de tener en mis manos la verdad indiscutible; aunque sea una deidad, hay límites que no se pueden romper.- Apolo suspiró: -Y Beelzebub, que no tiene ningún código moral ni leyes cósmicas que respetar, ha decidido bien difundir el Pecado y crear molestias irresolubles. Nunca ha tenido buenas intenciones, y la derrota de hombres y dioses ciertamente no está entre ellas.-
-La humanidad está llena de pecado y este asunto concierne a vosotros, malditas deidades. Es fácil para usted culpar a los demás cuando su propia incompetencia tiene raíces más profundas.-
-Y con su propio aniquilamiento vendrá a obstaculizar proyectos ajenos.-
-¿Y cómo habrías deducido este detalle?-
Apolo relajó sus hombros, sintiéndose más tranquilo al ver que lo escuchaba más de lo habitual.
-Llámalo intuición divina.-
-Sugiere a tu divina intuición que se apresure y evite que surjan nuevos problemas de raíz.-
-No es que te equivoques.- a Leonidas casi se le cae el cigarro de la boca. Reconocer los errores ciertamente no era una cualidad de Apolo: -Muchas cuestiones han sido subestimadas y ahora nos encontramos frente a la representación de nuestros errores. Hades ya está trabajando para identificar a Beelzebub y obtener explicaciones, Poseidón está listo para llevar a cabo las directivas de Hades en caso de que comience una guerra, y luego está Zeus, que... si, quiere luchar con sus adversarios más fuertes que existen y también con el primero que llegue, si esto le ayuda a mantenerse ocupado. Ares se mantuvo centrado en esto durante mi discurso: <<No moveremos tropas hasta que llegue el enemigo>>. No niego que su terquedad me deja molesto, es extraño verlo actuar así, como un guerrero fracasado.-
-Conmovedor. ¿Y qué tengo que ver yo con eso?-
-Déjame terminar de hablar y voy directo al grano de la cuestión principal.- y Leónidas no le respondió, permaneciendo taciturno: -El panteón griego se reunió para discutir qué medidas se debían tomar. Zeus quiere que vayamos a la batalla para ver más de cerca cómo romper la cara de pura maldad de Beel sin antidepresivos.
-Reconozco la llegada de guerras, no son difíciles de detectar. ¿Pero tan pronto? El demonio sabe lo que hace, no se dejará engañar.- Leónidas apartó los labios del cigarro, asombrado: -¿Y por qué a ese pendejo le dices "Beel sin antidepresivos"? ¿Has aprendido a poner apodos a tus enemigos?-
-¿Son celos lo que siento?-
Apolo fingió no escuchar el gruñido hostil que Leónidas le dirigió.
Era realmente peor que un perro callejero.
-Sí, mi padre da por sentado que habrá un conflicto grande. Y "Beel sin antidepresivos" es el apodo que personalmente decidí ponerle a Beelzebub. Es difícil tener que repetir un nombre completo cada segundo, me distrae de la historia.- cansado de tener que detenerse y explicar conceptos obvios, Apolo le indicó con la mano que lo escuchara, o al menos que hiciera un esfuerzo mayor.
-Beelzebub lleva consigo una maldición desde hace milenios y quiere liberarse de ella. Y poco le importa si tiene que involucrar a dioses, humanos y semidioses con los que nunca ha tenido que tratar. Se ama tan poco a sí mismo que quiere ver que los demás dejen de ensalzar su propia belleza.-
-Y esto te irrita profundamente, porque la belleza es esencial para ti.-
-Me parece obvio.-
Leónidas se abstuvo de comentar con acidez aquella irritante afirmación suya.
El espartano no podía saber que la belleza de la que Apolo insistía en hablar iba más allá de las meras apariencias; Estaba tan decepcionado y frustrado por los talentos desperdiciados del dios frente a él, que a menudo olvidaba que no podía haber ninguna criatura cercana a la perfección, y que Apolo no estaba excluido de esa discusión.
Leónidas no aceptó los errores de los demás, pero condenó los errores de Apolo. Odiaba ser criticado por aquellos que deberían haber aprendido a mantener la boca cerrada, pero se permitió criticar con frecuencia al propio Apolo, que tenía la costumbre de hablar superficialmente y sin sentido.
Se contradijo, dándose cuenta plenamente de ello.
Apolo era demasiado molesto para ignorarlo, demasiado egoísta para ser apreciado.
Y estaba demasiado distante para ser amado.
-¿Quieres detenerlo?-
Después de los detalles que el le había dicho, no podía demorarse más. Habría hecho que su majestuoso arco pareciera luchar, para alinear al orgulloso demonio y a aquellos que lo apoyarían.
Apolo era insoportable, vanidoso y superficial, pero no estúpido.
A diferencia de otros, él habría actuado inmediatamente, sin dudarlo.
-No quiero detenerlo.-
Leónidas pensó que había oído mal, que había recibido un ataque a traición que lo había dejado atónito.
Y pensó que algunas neuronas debían haberse disparado en Apolo.
¿Le dio todo ese monólogo como para decirle en definitiva que no, que no aceptaba las locuras del demonio pero que aun así no habría sido tan imprudente como para detenerlo?
-Qué demonios...-
-Quiero detenerte.-
Apolo era considerado un dios coqueto, superficial y arrogante en su vida cotidiana milenaria. Era odiado cuando amado, era tan maravilloso como hábil en la batalla y era el ejemplo de perfección al que aspiraban muchas deidades.
Leónidas había pensado que podría haber algo más detrás de esa fachada alegre y eternamente vanidosa, que se escondía un Apolo muy diferente a su otra versión que incesantemente era representada en pinturas y esculturas.
Había sido testigo una vez de su grandeza y no olvidaba lo que sus ojos podían escudriñar con profunda admiración.
Admiración que sí había existido, y que un pequeño Leónidas había sentido en un día de blanca nieve. Admiración que, sin embargo, se había desintegrado en apenas unos días, con la misma velocidad que el fluir del agua en un torrente.
Y que nunca podría regresar, no si el dios de los epítetos interminables terminaba desperdiciando sus talentos.
-Detenerme.- Leónidas soltó una carcajada: -¿Y de qué exactamente? ¿De participar en alguna guerra? ¿De pensar en el papel de soberano que desempeño incesantemente? ¿O de insultar tu imagen más sagrada?-
-De hacer estupideces.- Apolo no apartó la mirada, no cuando tuvo que advertirle y hacerle cuentas de la imprudencia que intentaba justificar: -Nos conocemos desde hace siglos, y sé lo que harías estar dispuesto a hacer para detener a Beelzebub. Te gustaría entablar una pelea con él y reducirlo a cenizas con tus puños, y al venir aquí esperabas recopilar información sobre él y mi consentimiento. Me gustaría dar mi aprobación, pero no puedo hacerlo. No si esto pondría tu vida en peligro.-
Era predecible el estallido de un jarrón contra el suelo.
Leonidas todavía tenía el brazo extendido hacia la derecha y los dientes apretados con fuerza. De repente se levantó del sillón y casi derribó las finas copas que estaban llenas de vino.
-No te atrevas a mirarme con esa molesta mirada de sabelotodo. No dejaré que me humilles tanto.-
-Leo, no-...-
-¡Y no me trates como a un maldito niño!-
Odiaba que le pusieran un apodo, con un tono dulce y preocupado que le revolvía el estómago. Una mezcla de emociones lo corroía y no le permitía pensar con claridad, dar la debida importancia a otras alternativas.
Su maldito orgullo era un obstáculo para él y no podía - no quería - cambiar su forma de ser.
-Había decidido contarte todo para empujarte a actuar, para evitar que ese imbécil se ría a tus espaldas, ¡pero joder que patético eres! Preferirías convertirte en el hazmerreír del Olimpo que salvar a tu gente. Debí saber que tu hermoso nombre es lo único que importa.-
-Espera. No dije que quería dejarlo actuar sin ser molestado hasta que se cumpliera su loco plan. Lamento que mis palabras hayan sido mal interpretadas, me expliqué mal.- Apolo tuvo que mantener intacta la compostura para no parecer pedante ante los ojos de un ya enojado Leónidas: -Beelzebú no prevalecerá, pero mi prioridad eres tú. No me quedaré sentado sin hacer nada mientras te dejas...- Apolo no terminó la frase. No tuvo el coraje.
Y fue suficiente para permitir que el corazón de Leonidas se desmoronara por completo, y su mente rápidamente dio paso a la irracionalidad.
-"Mientras te dejas" ¿qué? Habla libremente.- Leónidas se acercó a él peligrosamente, y Apolo tuvo que levantarse para no darle demasiada ventaja.
-...engañar.-
-...-
Al permitirse ese arrebato sin sentido, había demostrado que había escuchado las provocaciones de Beelzebub.
Un pensamiento que entraba en conflicto con su mentalidad fue suficiente para enfurecerlo por completo.
¿Fue por su impulsividad que Apolo persistió en tratarlo como a un niño caprichoso, incapaz de cuidar de su salud y de quienes lo rodeaban?
-Leo, no debes pensar que quiero estorbarte.-
-Apolo.- estaba lleno de rencor, de impotencia. Era insoportable: -Hazme un favor y cállate de una vez por todas.-
No miró hacia atrás para ver el molesto rostro del dios griego; salió del Templo de Delfos en un silencio sepulcral, con los músculos contraídos para no caer en el impulso ulterior de romper algún objeto sagrado.
¿Faltarle el respeto a Apolo? Lo habría hecho con calma, pero no quería permitir que el idiota pareciera frágil, o peor aún, recibir miradas de lástima y compasión.
Ya podía imaginarlo en los siguientes minutos con una copa de vino en la mano y un racimo de uvas entre los dedos, disfrutando de un rico banquete en su honor mientras lo que había construido caía en perpetua ruina.
A las divinidades no les importaba nada la humanidad, y Leónidas había creído que ya había aceptado esa injusta realidad.
Bueno, no fue así.
Porque había creído que Apolo podía ser diferente, que podía salvarse de la multitud.
Se equivoco.
Había perdido el tiempo esperando algo.
¿En su cambio? ¿En la revelación de su verdadera personalidad? Ni siquiera sabía lo que realmente esperaba.
Sólo sabía que había que matar a Beelzebub, y que ese tenía que ser su principal objetivo.
El Sol no lo cegaría con sus inútiles rayos.
Lo habría impedido.
Acababa de salir el sol en Esparta, y los luchadores más fuertes habían intuido que la llegada de ese día traería cambios radicales, que no dejarían escapatoria.
Lo podían sentir por el ambiente, por los relinchos nerviosos de los caballos y por el viento inquieto que movía excesivamente plantas y árboles que habían perdido su color verdoso.
¿Había llegado la muerte a Esparta? No se puede decir con seguridad.
Otras poblaciones, con el peso de una angustia similar, se habrían refugiado en sus hogares y no se habrían movido de allí durante semanas, incluso meses. Los espartanos, sin embargo, eran diferentes y no habrían permitido que nada ni nadie detuviera el fluir de sus vidas.
<<Que llegue Tánatos.>> se dijeron unos a otros, estarían listos para recibirlo. Y no con los brazos abiertos.
Los espartanos no temían a la Muerte, y era esa característica peculiar la que los distinguía del resto de los otros griegos. Habrían preferido afrontar una muerte segura antes que retirarse y morir como cobardes, con la deshonra acompañándolos durante toda su vida.
Y Leónidas, más que nadie, nunca había tenido miedo de perder la vida, consciente de que le esperarían divinidades arrogantes y no castigos que sufrir ni privilegios que obtener.
-Rey Leónidas.- Haggis se acercó a él con cierta prisa, pero sus ojos brillantes de respeto dejaron a un lado todas sus perplejidades: -Hay una visita inesperada.-
-¿Alguna visita inesperada? ¿Y por quién?-
-Yo... no puedo entenderlo. No es un mensajero de Sición, ni de Atenas, ni de Crotona. Está oscuro y lúgubre, no ha dicho una palabra. Sólo puedo decirte esto.-
Esa breve descripción fue suficiente para que Leónidas sintiera la furia corriendo por sus venas.
A pasos agigantados se dirigió hacia el lugar donde muchas veces habían dedicado grandes almuerzos para celebrar sus victorias, seguro de que encontraría al demonio pendejo por aquellos lares, con la asquerosa manzana en sus manos, representando un trofeo pecaminoso.
-¿Paso algo?-
-No. Hay algunos malditos idiotas que insisten en tenerme como aliado. Ha llegado el momento de dejar claro que no soy ni seré nunca el títere de nadie, especialmente bajo tortura.-
Sin aliento, Haggis siguió a Leónidas. Y el rey no pudo negar que sentía una irritante sensación de profunda nostalgia.
Aunque diferente en carácter y apariencia, Haggis le recordaba su infancia. Su gran curiosidad, su carácter combativo, el deseo de demostrar lo mucho que podía ser de ayuda.
Y admiración, reservada sólo para un dios que se había unido a él noche y día, en primavera y verano, en la luz y en la oscuridad.
Porque Apolo, antes de ser un dios arrogante y traicionero, había sido un amigo, un confidente. Y mucho más.
-Debo derrotar al monstruo y liberar a mi reino de problemas insuperables.-
Un pequeño Leónidas de doce años se había dirigido cerca del Templo de Delfos, donde se decía que el monstruoso Python de las leyendas había regresado para castigar a las personas que lo habían ahuyentado y vengarse de las deidades que a sabiendas lo habían negado.
Su pueblo podía defenderse muy bien, pero permitir que un ser tan insignificante profanara el templo sagrado de un dios lo había vuelto loco de disensión.
Se suponía que vengarse de un dios era el primer paso para lograr una venganza aún mayor.
Tenía que hacer algo y matarlo.
No quería recompensas de los dioses, no quería demostrar que podía ser un gran guerrero. Quería que la fuerza a la que tanto aspiraba y que iba aumentando fuera fructífera, que pudiera elevarle a una mayor condición de soberano, política y militarmente.
Tenía que ganar. Era un pensamiento fijo que lo acompañaría a cometer las acciones más cuestionables.
-¿¡Dónde estás monstruo!? ¡Déjame verte!-
El área alrededor del Templo de Delfos estaba completamente desprovista de presencia humana, y el eco de la voz de Leónidas resonó en el paisaje durante largos e interminables segundos.
-¡Sal y ten el coraje de enfrentarme!-
Durante unos buenos tres minutos no vio más que el ligero movimiento de los pájaros al emprender el vuelo, y el susurro del viento que le hacía cosquillas en la piel y movía insistentemente su pelo recogido y ya despeinado.
Las amenazas no habían recibido respuesta.
No había nadie.
O eso habría dicho un simple ciudadano.
Leónidas disparó rápidamente, la gran figura vislumbrada entrando al Templo, aprovechando su momento de débil distracción, intentó desaparecer de su vista, sin éxito.
Soltó un grito al encontrar al chico encima de él, quien con sus puños no le daba tiempo a decir una palabra o formular oraciones coherentes.
Cayeron al suelo y, aunque Python se golpeó la cabeza con la tierra húmeda, pensó que los golpes del mocoso eran mucho más brutales y devastadores.
-¿¡Cómo te atreves a insultar a una deidad!? ¿¡Con qué valentía te presentas por estas tierras en mi presencia!?-
-¿¡De qué carajos hablas, mocoso!?- Python intentó sacárselo de encima, pero Leónidas se mostró inflexible: -¡Quién le está faltando el respeto a alguien, eres tú y basta de tus estúpidas ideas infantiles!-
Con un grito que superó los previamente pronunciados, Python se cubrió el rostro. Leónidas intentaba asestarle golpes en la cara y, aunque el príncipe de Esparta era sólo un niño, poseía una fuerza que superaba las expectativas humanas normales.
Era un pequeño monstruo y eso era obvio para Python.
¿Y había todavía gente ignorante que por el contrario tuvo el coraje de insinuar que no, que él era el verdadero monstruo? ¿Con qué coherencia podrían permitirse el lujo de insultarlo si como futuro gobernante tenían un microbio con difíciles ataques de ira?
-¡Basta, basta! ¿Tienes alguna idea de lo que estás haciendo?-
-¡Bueno yo diría que sí, si consideramos que estoy impidiendo que ataques a mi gente!-
-¿¡Qué!? ¡No he hecho ni estoy planeando nada! ¡No sé quién te dio estas creencias tan raras, pero necesitas un buen chequeo psicológico, chico!-
Niñito.
Patán mocoso.
Ideas infantiles.
Algunos insultos fueron peores que los espadazos que recibieron muchos cobardes cuando intentaron escapar del campo de batalla.
No ser tomado en serio no era agradable, y menos agradable aún ser consciente de que muchos otros pensaban igual que ese ser.
No ser tomado en serio era frustrante.
-¡Y tú necesitas tener el tabique nasal roto!-
Leónidas se preparó para golpearlo con toda la fuerza que había hecho acumular en un solo golpe, y lo habría logrado si la llegada oportuna de una mano que agarró su muñeca no lo hubiera detenido.
-Ya es suficiente, creo que exageraste.-
Una voz cálida, celestial y etérea.
Leonidas estaba demasiado herido de orgullo para darse cuenta de quién le había agarrado la muñeca a gran velocidad.
Se había girado repentinamente, dispuesto a ganar la autonomía de su brazo bloqueado, pero cada célula de su cuerpo le impedía actuar una vez más con falta de discreción.
¿Era el chico frente a él un dios? No podría haber sido de otra manera.
Esa piel suave, esos ojos bañados por el sol, ese cabello largo y perfecto y esa sonrisa divertida no eran propios de un ser humano. Pertenecían a una criatura bendecida por el Universo, alguien que poseía poderes y perfección mucho más allá de la comprensión humana.
"Es hermoso." pensó espontáneamente, reconociendo el esplendor de quien lo había detenido.
Y la risa que recibió a cambio le hizo darse cuenta de que debió haber expresado su pensamiento en voz alta, tanto que, sin quererlo, sus mejillas se tornaron de un rojo pálido.
Apolo volvió a reír y de buena gana al ver al príncipe rebelde asumir una expresión de total asombro, dando la impresión de estar participando en un asunto más atormentado.
-Me hubiera gustado seguir observando este choque pero ya sabes, no es muy agradable ver a un amigo en dificultades tan serias.-
-¿¡Un amigo?- Leonidas parpadeó y le frunció el ceño: -¿¡Estaba planeando destruir todo lo que te representa y tú lo llamas "un amigo"!?-
-¿Eh?-
Leónidas se alejó de Python por voluntad propia, pero prefirió no realizar ningún movimiento precipitado para liberarse de aquel agarre de hierro que desprendía un calor agradable y reconfortante.
¿Cómo podía un dios parecer inmediatamente tan despiadado y cálido? ¿No era ésta una paradoja un tanto extraña y fuera de lugar?
-Éste lleva días entrando a escondidas en las casas para robar comida y objetos importantes. No puedo dejar que actúe como le plazca.- Leónidas fulminó con la mirada a Python, quien pronto le devolvió la abierta hostilidad con una mirada igualmente sombría: -¿¡Te gustaría eso, eh maldito imbécil!?-
-Ay por toda la barba de Zeus, tu lenguaje es tan... repugnante.- Apolo se llevó una mano a la frente, angustiado al saber que tenía que interactuar con un niño al que no le habían enseñado el lenguaje adecuado: -Deberías ser más educado.-
-Ser cortés con tus enemigos no tiene sentido. No entiendo por qué debería hacer esto.-
-Porque nunca debes perder la compostura.- le respondió Apolo con naturalidad, y Leónidas tuvo la impresión de haber tenido muchas conversaciones con él, pero esto no podía ser posible: -¿Quieres que tus enemigos te tomen en serio? Entonces sea más educado y obtendrá los resultados correctos.-
-¡Apolo, es inútil explicarle estas cosas a un hombre violento que te reduce así!- Python señaló su rostro, cubierto de moretones y con un par de rasguños: -Y también es un idiota. Ni siquiera pensó en la idea de que yo entrara a las casas de los fieles a recoger las ofrendas en tu honor.-
-¡Tú, vuelve a llamarme idiota y te arrancaré todos los dientes!-
-Eso es suficiente.-
No había gritado ni dado una orden, pero Leónidas sentía escalofríos recorriendo su cuerpo. Su instinto le exigía escucharlo.
-No puedo soportar tus desacuerdos todo el día. Tendrás que aprender a respetarte y escucharme.-
-Pero...-
-Y luego Python, ¿cómo esperabas que Leonidas fuera capaz de imaginar tus verdaderas intenciones? Yo también habría sospechado de ti si no te hubiera conocido desde hace siglos.-
Leónidas inconscientemente se liberó de las garras de Apolo.
-¿Ya sabes quien soy?-
Apolo asintió, suavizando su mirada.
-Si te conozco. Muchas veces me pasó observarte mientras entrenabas y luchabas, o actuabas por el bien de quienes te importan y por tus valores.-
-¿Y por qué el gran Apolo vigilaría a un ser humano?-
A Apolo le gustó el sarcasmo en la voz del joven y se sintió más motivado para satisfacer sus dudas.
-Porque me encanta presenciar el logro del máximo esplendor.-
Leónidas sonrió victorioso.
-¡Así que lo único que tengo que hacer es brillar más que tú!-
Apolo asintió con aire de suficiencia.
-Puedes hacerlo, Leo. No espero nada más.-
-Solo eres un enorme bastardo mentiroso.-
Al hacer retroceder esos estúpidos y mortales recuerdos de su corazón, Leónidas se maldijo a sí mismo y se concentró en buscar a Beelzebub.
No era bueno caer en sus garras y no podía dejarse ver tan vulnerable. Habría preferido suicidarse antes que dejarse engañar.
Tenía que encontrarlo y matarlo, dejando el sentimentalismo y el pasado a un lado. No podía cometer ningún error o no se perdonaría a sí mismo.
Y no podía ser atrapado desprevenido, o Apolo nunca volvería a considerar su talento.
-¡Eso no es bueno!-
Apolo llevaba unos veinte minutos señalándole lo que estaba haciendo mal y Leónidas no quería saberlo, estaba demasiado concentrado en hacerle entender que podía demostrar que era más fuerte.
Habían pasado cuatro años desde su primer encuentro y Leónidas no había cambiado.
Apolo no sabía si considerar esa falta de cambio como algo bueno para la belleza de su alma o algo malo para la terquedad que a veces condenaba sus buenas intenciones.
-Dejaste que tus emociones te abrumaran demasiado.- continuó al ver a Leónidas sentarse en el suelo y colocar su espada a su lado, con la respiración acelerada y empapada de sudor: -Y tus golpes son muy cargados. Debe haber el equilibrio adecuado si quieres contrarrestar incluso a los oponentes más fuertes.
-¿Y que debería hacer? ¿Conversar alegremente con mi oponente?-
Lo sintió recostarse a su lado y evitó mirarlo, manteniendo su concentración fija en el cielo azul y sin nubes.
-No seas exagerado. Solo quiero decirte que estás demostrando que tienes un talento excelente, y cuando crezcas te convertirás en un guerrero aún más hábil y muy fuerte.-
Apolo levantó los brazos hacia arriba y comenzó a mover los dedos con ansiosa elegancia, intentando tocar una melodía con las cuerdas de una lira invisible.
Leónidas la consideró la menos ridícula de las muchas rarezas que poseía el dios; inspirado, a menudo intentaba imaginarse tocando melodías de otro mundo que llenarían los oídos de la gente unos meses o años después, convirtiéndose en himnos y canciones sagradas.
-Será maravilloso poder componer canciones en tu honor.-
Leónidas se sonrojó.
¿Cómo podía el maldito dios ser tan descarado? Sin sentir vergüenza ni parecer arrogante en su bondad.
Dar por sentado que disfrutaría recibir canciones compuestas especialmente para él le irritaba.
Así como su actitud protectora lo irritaba constantemente, los besos en sus mejillas y sus constantes abrazos aplastantes.
Entre las muchas cosas que había aprendido estaba que Apolo era excesivamente temerario.
-No las quiero.-
Apolo se volvió hacia él, sin comprender.
-Serías recordado por la eternidad, y tu nombre también resonaría entre importantes textos de libros y representaciones pictográficas, así como en un sinfín de canciones e himnos compuestos para complacer tu memoria.- sus dedos comenzaron a moverse nuevamente con coordinación: -¿Me harías creer que te negarías a abrazar tu propia gloria?
Leonidas murmuró algo incomprensible.
No tuvo el coraje de decirle que quería demostrarle que tenía esa gloria, que quería su completa aprobación.
De hecho no le respondió, y no se permitió dejar claro aquellos deseos que habían aprendido a oprimir su pecho.
Esperó a que surgiera lo más pronto posible la oportunidad más rentable, y aunque la espera resultó irritante y más desagradable de lo esperado, esa ansiada oportunidad finalmente había llegado.
Leónidas acababa de cumplir dieciséis años y sus deberes habían aumentado cuando Esparta pronto se vio envuelta en un tornado de problemas.
No se trataba de cuestiones políticas y económicas, ni de hambrunas y formas de peste que amenazaran con diezmar a la población, sino de ataques fortuitos, excéntricos y bien dirigidos que ocurrieron fuera de su campo de visión.
Muchos hombres de importante estatus social desaparecieron en seis días y nadie podía explicar cómo podía ser posible.
Leonidas había entendido que el creador de aquel lío no podía ser un humano ni un monstruo del mismo nivel que Python.
Era alguien sumamente peligroso, y tenía que ser muy peligroso si evitaba que Apolo se tomara más días libres.
No debería haber interferido: Apolo podía encargarse fácilmente de ello y era muy probable que estuviera esperando algo específico sobre lo que actuar, pero aun así decidió tomar su espada.
No necesitaba el escudo, habría demostrado que era valiente y sabía respetar plenamente la importancia de sus propios títulos.
Deambuló durante cuatro días y cuatro noches fuera de la ciudad de Esparta, bajo la nieve y el frío, mordiendo algunas provisiones de vez en cuando y sin permitirse distracciones.
No había avisado a nadie y eso estaba bien. No quería ni debía involucrar a sus soldados ni a aquellos que le habían jurado total devoción.
Y Apolo... quién sabe si se había dado cuenta de su ausencia.
Por muy ocupado que estuviera, también podría haberse mantenido firme en la idea de que no movería un dedo para investigar el asunto.
Esperaba que no hiciera eso, o se aseguraría de vengarse.
-Aquí no hay un alma viviente...- murmuró Leónidas, entrando en la pequeña y estrecha cueva donde se decía que se había refugiado el peligroso desconocido.
Aún no había oscurecido, sólo un atardecer cegador. Si tenía suerte podría atrapar al asesino con las manos en la masa.
-Y dejó lo que tenía en el suelo.-
Huesos, ramas secas, pan mohoso, frutos secos y ropa hecha jirones.
Leonidas tardó casi de inmediato en comprender a quién pertenecían, y ese segundo extra de razonamiento fue fatal para él.
Más tarde se dio cuenta de que el cobarde extraño le había infligido un ataque sorpresa y un gemido de dolor escapó de sus labios. La espada se le resbaló de los dedos y cayó al suelo.
Tenía una gran herida cerca de su abdomen y su visión borrosa no le permitía concentrarse adecuadamente en su enemigo. Todo lo que pudo ver fue que él era alto y furioso, con una sonrisa maníaca en los labios.
Era un ser que destilaba arrogancia y presunción, lo que lo enfermaba.
-Bueno bueno, mira lo que tenemos aquí. ¡El humano favorito del mismísimo divino Apolo!-
Leónidas gruñó enojado, levantándose para no darle la satisfacción de desplomarse en el suelo en un charco de sangre.
-Eres testarudo e irritante, igual que la basura que decidiste servir.-
-Yo no sirvo... a nadie.- la ira nublaba su cerebro, y sus manos aspiraban a apretarle el cuello con inmensa fuerza, hasta asfixiarlo: -Pero insúltalo una vez más, y haré que te arrepentirás de haber nacido. No vales ni una de sus uñas.-
Apolo era molesto y vanidoso.
Era fuerte, valiente, optimista, amado.
Y era suyo.
¿Cómo se atreve ese imbécil sin nombre a deshonrarlo?
-Qué dijiste criatura muy fea-.-
No le dio oportunidad de terminar la frase.
Le pegó fuerte y con un puñetazo bien colocado, dispuesto a lanzar otro.
Su visión volvía a centrarse en cada cosa que lo rodeaba, y Leonidas no se sorprendió al ver que el imbécil en cuestión era en todos los aspectos una criatura con rasgos inhumanos.
Se diferenciaba de Python por su expresión loca, rencorosa y sanguinaria. Era un verdadero monstruo.
Leónidas corrió hacia la salida para tener más posibilidades de llevar a cabo una pelea más rentable; sin intención de darse por vencido, era obvio que haría un movimiento para matarlo.
Su oponente no tardó en llegar; con su propio deseo idéntico de destrozarlo corrió hacia él para golpearlo.
El disparo, sin embargo, nunca llegó a su destino.
La flecha que golpeó la frente de esa criatura inconcebible hizo que los ojos de Leónidas se agrandaran de preocupación.
En otra ocasión habría admirado ese tiro perfecto, la perfección absurda del arco utilizado, y se habría alegrado de ver a su oponente exhalar su último aliento, cubierto en un charco de sangre y de una manera tan patética y miserable, pero no pudo. No podría.
No cuando los iris dorados de Apolo brillaron de ira.
-Apolo...- murmuró, y no apartó la mirada de él. Lo miró fijamente a los ojos hasta que el dios lo alcanzó para darle una fuerte bofetada en la mejilla.
-¿¡Por qué actuaste sin pensar!?- sosteniendo el arco en su otra mano, Apolo se alzaba sobre él. Leónidas era casi tan alto como él y todavía se sentía amenazado.
-Tuve que detenerlo y...-
-¿¡Dejando caer tu arma!? ¡Sabes muy bien que la única forma de que te maten es renunciar a tu identidad en la batalla!-
-Traje una espada y no fue suficiente. ¿¡Querias saber esto!?-
-No es a la espada a la que me refiero.- especificó Apolo en tono serio: -Sino al escudo que irresponsablemente abandonaste en tus aposentos.-
¿Quién hubiera pensado que la decepción de ese dios irritante y maravilloso podría doler tanto?
-Al abandonar tu escudo, has abandonado tu identidad. Y perdiste.-
Leónidas no respondió con agresividad ni decepción. Sufrió esos reproches sintiendo que se los merecía.
Había permitido que la impulsividad lo abrumara, que pusiera en peligro su vida y su futuro.
No se había comportado como un héroe, un guerrero o un gobernante, sino como un tonto increíble.
-¿Tu vida vale tan poco para ti?-
Apolo hizo desaparecer el arco, sin quitarle los ojos de encima, manteniendo quieto ese desafío de miradas que se estaba volviendo insoportable para Leónidas.
-No exageres.- Leonidas no podía quedarse callado. No pudo: -Si peleé es porque tú no...-
Y quedó desconcertado por segunda vez.
Porque Leónidas no esperaba que lo abrazaran con fuerza y calidez. No después de recibir esos malditos reproches que habían desgarrado su orgullo.
-Me hiciste morir de preocupación.-
Y Leónidas se enojó aún más.
Las lágrimas no deberían correr por su rostro, no deberían hacer palpable la impotencia acumulada. De todos modos, no había que pagarles.
Los brazos de Apolo se apretaron alrededor de su cuerpo, y sintió una de sus manos acariciando su espalda, instándolo a derramar cada gota de tristeza que sus párpados rogaban derramar libremente.
No quería, pero el afecto que Apolo le estaba mostrando era difícil de ignorar, si no prácticamente imposible.
Lloró como un niño, aferrándose a aquellos a quienes debería haber alejado y de los que en cambio no podía prescindir para ser feliz. Al contrario de lo que estaba seguro que tarde o temprano lo arruinaría.
Era suficiente tenerlo cerca y obtener su total aprobación. El resto no podría haber tenido la misma auténtica importancia.
Leónidas resopló disgustado.
El demonio, una serpiente viscosa y venenosa que pretendía volverlo loco, tenía la intención de llegar al fondo del asunto.
Lo entendió por la tranquilidad que poseía al realizar la acción de comer una manzana.
Les dio mordiscos bien calculados y tuvo el coraje de traer una canasta llena de otras manzanas rojas y maduras. Una clara provocación.
-Volviste a hacerme la misma maldita oferta.-
Beelzebub dejó de morder la manzana y la sujetó con fuerza entre sus dedos con inusual cuidado.
-Lo mío no es una oferta. Es una oportunidad.-
Normalmente Leónidas se habría reído en su cara, le habría dado un puñetazo y lo habría matado. Se olvidaría de él y volvería, y...
No, era un camino que ya no podía recorrer.
Y los errores del pasado tenían que permanecer intactos, para que él entendiera cuáles eran las decisiones de actuar.
-El Pecado de la Ira ciertamente me conviene.- señaló, acercándose para agarrar bruscamente una de las manzanas colocadas en la canasta de mimbre que Beelzebub sostenía con su brazo izquierdo.
La cáscara estaba fría al tacto.
-Tu comportamiento es inusual. ¿Que te pasa?-
Leónidas se rió con desdén ante la sospecha del demonio.
-¿Que me pasa? Absolutamente nada. No soy un gusano miserable que actúa en las sombras.- se quedó mirando la manzana que ahora agarraba con terquedad: -Tengo mis propios asuntos que resolver. Y no será un error estúpido lo que me impida hacerlo. Conseguiré lo que quiero y luego volveré a romperte la cara.-
-Es tu elección muy personal, lo único que tienes que hacer es hacer realidad tu deseo.-
Su deseo.
¿Alguna vez había tenido uno?
No pudo decirlo con la misma seguridad y rapidez con la que había agarrado la manzana. Entregarse a recuerdos y pensamientos excesivos era algo con lo que había luchado desde la infancia.
Pero la afluencia de momentos pasados con Apolo había alimentado sus recuerdos, y sus recuerdos habían llegado a alimentar su ira.
Una ira que crecía desde dentro, que era su fuerza y su debilidad.
De fuerza porque le había presentado a Apolo, le había permitido hacerse más fuerte y no darse por vencido ante los primeros obstáculos. De debilidad porque lo había empujado a cometer errores y a asumir culpas que podría haber evitado.
Había afrontado acontecimientos llenos de éxitos y derrotas. Había caminado con la cabeza en alto, sin prisa por acelerar el paso.
Podría estar orgulloso de ello.
-Solo tengo un deseo muy irritante del que quiero deshacerme.-
Se llevó la manzana a los labios, sintiendo perfectamente que la atmósfera a su alrededor cambiaba y se volvía más caliente y sofocante.
Dio un gran mordisco, luego otro, tanto que no parecía lleno.
-¿Qué has hecho?-
Apolo miró fijamente a Leónidas, su corazón latía con fuerza y estaba consumido por la preocupación.
No le importaba mucho la presencia de Beelzebub; el habria muerto bajo la implacable lluvia de sus flechas, pero tenía prioridades.
-Me libero de las cadenas que tú mismo me infligiste.-
El dolor de Apolo dolía más que su arrogancia.
Pero no podía echarse atrás, no estaba en su naturaleza.
-Esto me permitirá recibir una consideración diferente.-
Leonidas dejó caer el racimo de manzanas.
-Y ser tu oponente me permitirá brillar más que tú, maldito bastardo.-
Y también se cometió el Pecado de la Ira—
Beelzebub consigue lo que quiere, incluso si sus víctimas resultan ser más egoístas y astutas de lo esperado.
El próximo capítulo estará dedicado a la soberbia👀✨
Y pido disculpas si esta historia se actualizó después de tanto tiempo, pero admito que decidí actualizarla sin prisas.
Pero prometo que toda esta espera vale la pena❤️
Hasta la proxima,
- LadyFraise💜
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