Prólogo

La habitación estaba casi en completa oscuridad, la única fuente de luz era una enorme hoguera en al fondo de la inmensa habitación. Lo poco que se podía distinguir gracias a la luz eran símbolos extraños, pentagramas, cráneos y huesos.

—“... y con el poder de los siete corazones corrompidos y tentados por el pecado se podrá realizar el conjuro para que el Mal camine sobre la Tierra” —concluyó un extraño encapuchado que leía un libro antiguo con símbolos extraños pertenecientes a una lengua muerta.

El sonido de animadas alabanzas de demás encapuchados no se hizo esperar.

—¡Salve Satán! —exclamó el encapuchado con el libro.

—¡Salve Satán! —repitieron los demás.

† † †

Vaticano, 7:05 A.M.
Enero 1, 1998

Daniel Cruz caminaba por los largos y tranquilos pasillos de la basílica de San Pedro, puesto tenía una reunión muy importante. Daniel Cruz es un hombre de cincuenta años pero de apariencia más joven, pelo castaño, alto, tez blanca y ojos azules. Vestía con un largo saco blanco pulcro que le llegaba a la altura de las pantorrillas, camisa, pantalón y zapatos formales blanco perla.

Daniel Cruz era de los últimos “Soldados del Señor”, un grupo de personas cuya vocación era buscar y destruir sectas satánicas peligrosas. Este grupo se encomiendan a Dios, a sus creencias y a su palabra de un manera muy devota, hasta el punto de que morirían en nombre del Señor.
Muchos Soldados del Señor han perecido en manos de fanáticos del Diablo o por la vejez.

Finalmente, Daniel llegó a donde debía, su reunión era con “La Orden de la Iglesia”, un grupo conformado por los Soldados del Señor más sobresalientes, cardenales, arzobispos, obispos y hasta el mismísimo Papa.

En esta ocasión, el Papa no se encontraba presente, él estaba oficiando una misa, por lo que le fue incapaz de asistir.

—Señor Cruz —llamó un cardenal—, tome asiento.

Daniel obedeció sin vacilar y se sentó en medio de un arzobispo y un obispo.

—Supongo que ya sabe porque lo hemos llamado —continuó el cardenal—. Como bien sabe en unos días, será el Día del Diablo y ese es un día peligroso.

—He de suponer que me pedirán que le de caza a una secta en especial y evitar que hagan su conjuro —dedujó Daniel—.

—Así es, señor Cruz —confirmó un obispo—. ¿Estaría dispuesto a aceptar esta encomienda?

—Por Nuestro Señor Jesucristo, haría lo que sea.

—Amén —dijeron todos al unísono.

—Usted buscará y destruirá a “Los Fieles de Luzbel” —agregó el cardenal—. Qué Dios lo bendiga y que con su sagrado poder lo haga ser el vencedor

—Qué así sea —dijeron todos al unísono.

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