Siempre te encontraré
Basado en el mito de Orfeo y Eurídice. (Narrado en la antigua Grecia)
Yo soy Orfeo, hijo de Apolo y de Calíope; príncipe de Tracia; aquel que porta el don de la música y la poesía; Gea se doblega ante la divinidad de mi lira; he superado a los cánticos de las sirenas; y no hay mujer en Tracia que no deseara estar en mi lecho.
Lo tengo todo, y al mismo tiempo no tengo nada. Ya no soy el mismo... No desde ese día... desde el día que la perdí.
Todo empezó un día en el que bajé hasta el río. Me gustaba oír la música de la madre Gea y escuchar las melodías del bosque. Fue al mirar el río cuando contemplé al ser más hermoso de mi vida. Era una joven, de cabellos oscuros, ojos dorados, vestida con una túnica blanca, y con una sonrisa tan bella e inocente que mis ojos no querían dejar de mirar.
Sus mejillas se tornaron algo rojizas, y su reflejo desapareció. Al elevar la mirada al frente, pude verla corriendo hacia el bosque. - ¡Espera! - la implore.
Ella se giró.
- ¿Cómo te llamas?
Dio unos pasos hacía mí hasta quedar a unos centímetros. - Si logras encontrarme, te diré mi nombre.- me dijo inocente.
- ¿Cómo podré encontrarte?
- Cierra los ojos. - murmuró.
Yo obediente, sumí mi vista en la oscuridad. De repente, noté algo suave y cálido tocando mi mejilla derecha. Cuando volvía a abrirlos, ella ya no estaba.
Durante varios días la estuve buscando sin descanso. Miré por varios rincones del bosque, y las montañas, pero no la encontraba. En ese tiempo, ya no quería la compañía de esas mujeres que me deseaban, pues mi corazón ahora solo le pertenecía a una. Tan solo fueron unos segundos y me ha cautivado con su sonrisa.
Una tarde, subí hasta el nacimiento del río, antes de que Helios saliera. En el momento en el que amaneció y llegué hasta mi destino, la vi.
Mi dulce flor.
Se acercó al río para poder beber, y aproveché para acercarme detrás de ella.
- Te he encontrado. - murmuré.
Volteó para verme, y nuestras miradas se cruzaron.
- Te he estado esperando - me dijo feliz.
- Por favor. - le dije sin apartar mi vista de ella. - Dime tu nombre.
Se sonrojó, ¡que bonita era! - Eurídice. Mi nombre es Eurídice.
Su nombre era música para mis oídos. - Yo soy Orfeo.
Cada día, ella y yo nos encontrábamos en el mismo río. Hablábamos, reíamos y yo componía mis mejores canciones, solo para ella.
Una tarde, decidí llevarla a un prado repleto de flores blancas, y durante varias horas, Eurídice permanecía recostada en mi regazo, mientras que yo tocaba. Dicha melodía expresaba la felicidad que me hacía sentir.
- Orfeo. - me llamó. - Prométeme que siempre estarás a mi lado. - me suplicó cual fuera una niña. - Deseo es estar contigo y escuchar el sonido de tu lira por toda la eternidad.
- Mi dulce Eurídice. - hablé acariciando su sonrojada mejilla. - Antes de conocerte creía que era feliz, pero siempre supe que existía un vacío en mí que nadie podía llenar. No conocía el verdadero amor, hasta que te conocí a ti.
Eurídice no pudo evitar abrir sus labios en una revelación de asombro.
- Todo por tu preciosa sonrisa. - la expresé acercando mis dedos a sus labios. - Fue lo que me hizo comprender que te amo. Así que te juro que estaré a tu lado, por toda la eternidad. Y si algún día trataran de separarnos, te encontraría. Siempre te encontraré.
De repente, ella unió nuestros labios con dulzura y amor. Fue como volver a nacer, pues me sentía como un bebé al respirar por primera vez.
- Orfeo... Te amo.
- Eurídice... Sé mi esposa. - le pedí como el más humilde preso de su amor.
Contemplé que por sus mejillas recorren varias lágrimas de alegría. La tomé allí mismo como mi esposa, y yo la entregué todo de mí como su esposo.
Me sentía lleno de una gran felicidad.
Un tiempo después, mientras paseábamos por la orilla del río, Eurídice se sentía preocupada. Temía que alguien nos estuviera observando.
- ¿Quieres que vaya a mirar?
- Sí, por favor. - Me disponía a observar la zona, pero ella me agarró del brazo. - Ten cuidado. - dijo asustada.
La cogí de las mejillas para besar su frente. - No tardaré.
Caminé por el frondoso bosque, buscando algún indicio de que nos vigilaran. De repente, escuché el sonido de una rama al partirse. Sin duda alguien me observaba. Saqué mi daga, y en el instante que le escuché cerca, agarré a mi atacante por el cuello.
- ¡Orfeo, soy yo! - escuché una voz familiar.
- Salma. - mi amiga y doncella de Artemisa. -¿Qué haces aquí?
- Venía a avisarte. - dijo algo inquieta. - ¿Y Eurídice?
- ¿Qué ocurre?
- Orfeo, tu hermano Aristeo, está aquí.
Mi rostro cambió en un segundo por una mueca de terror. Aristeo siempre había tenido envidia de mí. Además, él intentó varias veces cortejar a Eurídice en el pasado.
- Él dijo que prefería a Eurídice muerta antes que con otro hombre.
Sin pronunciar nada más, salimos corriendo en busca de mi esposa. No estaba donde la dejé.
-¡Eurídice! - la llamé aterrado. - ¡Eurídice!
Cuando por fin la hallé, vi mi pesadilla hecha realidad. Ante mí, tenía agonizando a mi esposa, con una herida en su tobillo.
- ¡No! - me agaché a su lado acunando su rostro entre mis brazos. - Eurídice... Por favor, no me dejes...
Salma corrió a ver su herida. - La ha mordido una víbora. - murmuró con pesar. - El veneno ya invadió su cuerpo. No puedo hacer nada.
Me niego aceptarlo, ella no va a morir, no permitiré que la muerte me la arrebate. No quiero...
- Orfeo... - dijo débil.
- Estoy aquí.
- Mi amor... es tuyo...
Con dificultad me agarró de mis húmedas mejillas para besarme. Entonces su cabeza cayó de nuevo a mis manos. - Eurídice. - la llamé. Sus ojos se habían cerrado, y ya no sentía su respiración. - ¡Eurídice!
Su cuerpo comenzó a brillar y se desvaneció en el aire con forma de pétalos blancos. Mi flor blanca y pura, se había ido.
- Aristeo ha huido. -habló Salma.
Me da igual mi hermano. Por mí podía irse al Hades....
El Hades...
Volví a ponerme en pie y me dirigí a ella. - ¿Cómo puedo llegar al Inframundo?
- No es buena idea. - me advirtió.
- La hice una promesa. Permanecería siempre a su lado, y que si algún día nos alguien nos separaba, yo haría lo que fuera por encontrarla.
- Orfeo...
- Por favor. - la suplico sollozando. - Si existe una oportunidad para recuperarla, no dudaré en intentarlo. - ella seguía negando. - Te lo imploro.
Salma suspiró y con un movimiento de cabeza me pidió que la siguiera.
Caminamos durante semanas, hasta llegar a una laguna Estigia, la entrada al Hades. Ningún mortal tenía permitido el paso hasta que llegase su hora, pero yo estoy dispuesto a todo con tal de recuperar a Eurídice.
- Espera en la orilla, yo no tengo permitido el paso.
- Gracias.
- Suerte.
Al bajar al borde de la laguna, divisé una silueta encapuchada, que ocultaba el rostro de un hombre con ojos blanco. Era Caronte, el barquero del infierno.
- Los vivos no tienen permitido la entrada, márchate.
- Por favor, llévame ante Hades.
- ¡Márchate! - repitió.
No podía rendirme, no aún, así que saqué mi lira, y comencé a tocar. En esa canción expresaba mi dolor y mi desolación por la pedida de mi esposa.
De repente, Caronte estiró su mano permitiéndome subir, y en unos segundos la barca comenzó a moverse.
El barquero me dejó en las puertas, custodiadas por Cerbero, el perro infernal de tres cabezas. Estuvo apunto de atacarme, pero saqué de nuevo mi instrumento, y comencé a tocar una nana. Poco a poco el perro fue sumiéndose en los brazos de Morfeo dándome la oportunidad de entrar en las tinieblas del Inframundo.
A medida que iba caminando menos podía ver, pero era capaz de escuchar las infinitas voces de las almas en pena de los muertos. De repente una voz invadió el eco del lugar.
- Orfeo ¿Cómo te atreves a entrar en la morada de los muertos, sin haber llegado tu hora?
Cuando el silencio invadió el lugar, una mano me cegó, mientras que otra me arrastró por la cuello, sin poder resistirme.
Me llevaron al salón del trono, donde tenía ante mí a los dioses Hades y Perséfone.
- ¿Qué haces en mi reino? - me exigió el dios.
Yo me arrodillé ante él y comencé a tocar. Quería que esta fuera la mejor melodía que hubiera compuesto, pues en ella expresaba todo lo que había pasado con mi amada. - Oh poderosos dioses, os lo suplico, liberar el alma de mi esposa Eurídice para que regrese al mundo de los vivos.
Pude contemplar una lágrima salir del rostro de la reina. - Que melodía. Esposo mío, este mortal merece una oportunidad.
- Esta bien.
Entonces, de entre las sombras, apareció mi Eurídice.
- Orfeo, escúchame. - dijo Hades. - Te concederé tu deseo con esta condición. Eurídice debe caminar tras de ti hasta el mundo de los vivos, pero tú, no podrás mirar atrás para verla. Si lo haces tu deseo no se cumplirá. Una vez que el sol bañe el cuerpo entero de Eurídice todo habrá terminado. Tendrás que fiarte de mi palabra. ¿Aceptas?
- Accedo.
Me di la vuelta despacio y comencé a caminar.
Con la mente despejada, y mi deseo casi cumplido, caminé por la cueva sin parame, mientras escuchaba los pasos de Eurídice tras de mí.
Falta muy poco, ya casi podía ver la luz del sol.
- Muy pronto volveré a abrazarte.
Ella no me respondió, y las dudas me torturaban. ¿Y si Hades me había mentido? ¿Y si ella se ha quedado atrás? Ya no podía oírla caminar.
Mi cuerpo fue besado por el sol, y entonces...
- Orfeo...
Al oír su voz no pude evitar darme la vuelta, y su mirada se cruzó con la mía. Sin embargo, aunque su cuerpo ya estaba fuera, aún tenía uno de sus tobillos en la sombra. Ambos extendimos nuestras manos tratando de alcanzar al otro, pero fue inútil.
La oscuridad la había arrastrado al Hades.
No cumplí la condición.
Caí de rodillas al suelo, gritando y llorando, por el dolor de mi pecho. La he perdido de nuevo y con ella la esperanza de volver a abrazarla.
Puede que mi cuerpo haya vuelto con los vivos, pero mi alma se quedó con mi amada.
Ya no puedo sentir, ya no puedo componer, estoy muerto en vida.
Las mujeres que alguna vez me desearon volvieron a buscarme. Me besaban y me abrazaban, asegurando que me ayudarían a olvidar. Sin embargo eso era imposible.
- No puedo traicionarla. - murmuro.
- Ella murió. - decía una de las mujeres. - No la estás traicionando.
- Haremos que la olvides.
- No puedo. - repito dejando que fluyan mis lágrimas. - Solo la amo a ella. Lo siento, pero seré fiel a Eurídice hasta mi muerte.
Pude ver la ira en los ojos de esas mujeres. Que prefiriera ser fiel a una muerta era un insulto, pero esa es mi decisión. Entonces, cogieron unas piedras y comenzaron a golpearme hasta dejarme casi muerto. No me defiendo, ya todo me da igual.
Horrorizadas por la sangre que brota de mi cabeza, las mujeres huyeron dejandome morir en soledad. Ha llegado mi hora, pero no estoy triste. Si no puedo hacer que Eurídice vuelva a mí, entonces seré yo quien vaya junto a ella.
Noto las manos de Salma acurrucándome al lado del río, donde la vi a mi amor por primera vez. Colocó la lira en mis manos y beso mi frente.
- Toca la lira también en los Campos Elíseos.
Con una sonrisa de paz, me dejo llevar por el velo de Thanatos y cierro mis ojos para siempre.
Al despertar, me hallaba en un paraíso de flores blancas, y a lo lejos vi a la más bella.
- ¡Eurídice!
Ella se giró y me sonrió. - ¡Orfeo!
Ambos corrimos a nuestro encuentro y la beso aferrándose a ella.
- Amor mío - me dijo colocando su frente junto a la mía.
- Te he encontrado mi flor.
Fin
En todas las historias de amor, la muerte no es el final, sino un nuevo comienzo
Relato para el concurso LA FLECHA DE CUPIDO de MitologiaES
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