Epílogo
Parte I
Hace dos años que África estuvo en Madrid por última vez. Estuvo en la boda de una amiga del colegio. Nunca imaginó que la siguiente ocasión que tuviera que volver a la ciudad sería para repartir las invitaciones de la suya.
Javier lleva ya varios días en casa de sus padres, en la capital. Resulta que han tenido una visita sorpresa de unos primos lejanos y él ha decidido aprovechar la oportunidad para invitarles, de sorpresa, a la boda.
Suspira al comprobar que un camión circula por delante de ella a setenta kilómetros por hora. Mira por el retrovisor izquierdo, cambia de carril y lo adelanta.
Sonríe. Sube la música y pisa el acelerador. Le gusta conducir y también, en ocasiones, disfruta de la soledad. Una explanada de campos amarillos y el cielo azul que los cubre rodea la autopista y relaja sus pupilas y su alma. Lleva en el maletero ropa para cuatro días, las invitaciones y su ordenador. Ah, y una novela.
Nunca viaja sin una novela encima.
Cuando llegue a Madrid, aparcará delante de la que fue su casa durante unos años y dejará en ella dos invitaciones: para su madre y para su hermano. Mientras sus manos dirigen el volante y sus ojos vigilan el tráfico inexistente sobre un asfalto que parece estar ahí sólo para ella, su mente rescata momentos de su infancia y de su adolescencia.
Hasta los diez años vivió en una ciudad, cerca de Villafranca, donde se encuentra el hospital en el que su padre ejerció como director médico los años antes de su jubilación. Después vivieron en madrid unos cinco años durante los cuales su padre formó parte de la gerencia de un hospital privado de la capital. Más tarde, regresaron de nuevo a su provincia natal donde él retomó el puesto de director médico hasta que se retiró. Durante aquella época, África permaneció los años que duró su carrera de veterinaria en la residencia de Madrid y al terminar, regresó con sus padres. Entonces su abuelo falleció, heredó su casita de Villafranca y ella vio cielo abierto para empezar una nueva vida por su cuenta en el pueblo que siempre había sido para ella lo más parecido a un refugio de una familia que ejercía sobre ella una presión que no podía soportar.
Su madre, que había hecho un buen negocio casándose con su padre, de linaje noble (según los papeles que lo demuestran), siempre quiso para su hija un hombre de categoría (y con un apellido digno de que llevaran sus nietos), se opuso firmemente a que estudiase una carrera de "animales". Se encargó a poner frente a ella a bastantes criaturas masculinas con pedigree para que se echara un buen novio y se olvidara de ayudar a parir a las vacas y de poner vacunas a perros. Hubo una época en la que África estaba convencidísima de que la habían adoptado... Hasta que visitaba a su abuelo y recordaba que había rasgos que se saltaban generaciones.
Cuando se quiere dar cuenta, la autopista anuncia el peaje de entrada en la comunidad de Madrid. Unas montañas del horizonte señalan el fin de la comunidad de Castilla y León y el paso a la capital. Saca su tarjeta de la cartera, paga los diez euros que se le exigen y la barrera se levanta. Calcula que en una hora escasa habrá llegado a su destino.
***
Javier está sentado en un banco, rodeado de gente que se ha ido. Unos antes y otros después. Algunos tienen cerca coronas de flores frescas que aún desprenden un olor agradable. Otros, flores de papel o plástico. Otros están solos pero presentes en los recuerdos de alguien que jamás olvidará.
"Aquí descansa Carlos del Pozo, 1989-2010", "Tu familia y tus amigos te recuerdan". Y una rosa que el médico ha depositado cuidadosamente sobre la lápida.
Es la primera vez desde que su hermano falleció, que se atreve a poner los pies cerca de su tumba.
Javier respira hondo, saca de su bolsillo un sobre y extrae del sobre una cartulina. Es una invitación un poco especial y lleva un texto algo más largo que el resto de las otras. En ella no hay ninguna dirección ni ninguna hora que indique dónde y cuándo se celebrará el evento.
"Para un hermano:
No hay un solo día en el que no me acuerde de ti. Es muy duro seguir y tomar decisiones sin la persona con la que he compartido absolutamente todo desde que era niño. Ojalá todo hubiera sido diferente. Ojalá pudiese cambiar lo que ocurrió.
Te echo de menos. Mamá y papá también.
Me voy a casar con una mujer tan maravillosa que a veces pienso que me la has enviado tú desde donde quiera que estés. Estuve a punto de seguir tus pasos. Me sentía la criatura más miserable del mundo y me imagino que debió ser algo parecido lo que tú sentiste cuando decidiste que te marchabas. Ojalá hayas encontrado la paz.
Te merecías otra cosa. Te merecías una vida larga y llena de retos, de cosas bonitas, de gente que te hiciera feliz. Me hubiese gustado estar a la altura cuando me necesitabas. Te pido perdón.
Cuando me case, habrá un asiento vacío a mi lado que he reservado para ti.
Te quiero, hermano."
Javier introduce la invitación enrollada en una botella pequeña de vidrio y después enciende una cerilla y quema el papel dentro del recipiente. En seguida, la carta se transforma en puñado de cenizas. El médico deposita la botella al lado de la rosa y derrama dos lágrimas silenciosas.
Permanece allí durante una hora más. El silencio del cementerio arrulla a sus pensamientos y tranquiliza su alma. Mira a su alrededor antes de marcharse. Una sonrisa de humildad se le escapa sin querer.
Todos acabaremos de la misma manera.
Pero antes, espera casarse, y vivir felizmente unos años más.
***
Su madre ha dicho: "bueno, al menos, es médico". Su hermano ha dicho: "al menos, habrá alcohol en la boda". Y sin más, África se ha despedido de ellos sonriendo por haber sobrevivido tras entregar las invitaciones y se ha marchado a la casa de los padres de Javier, donde sus suegros le han preparado la cama nido del cuarto de adolescente de su novio.
Su suegra, la mujer más adorable que existe en el mundo, de la que su padre se enamoró por alguna razón, le prepara un vaso de leche caliente con galletas a la pareja antes de que se vayan a dormir.
—Mamá, ya somos mayores, no tomamos galletas antes de ir a la cama —dice Javier a regañadientes.
África, que ya tiene los carrillos llenos (las galletas están muy ricas), dice:
—¿Perdona? —con la boca llena—. Ya me como yo las tuyas.
Últimamente tiene mucha hambre. Al médico no le da tiempo a responder. Se ha quedado sin sus galletas y sin media taza de leche.
Su madre se ríe a carcajadas y después se sorprende encontrando en África unos cuantos rasgos físicos que le recuerdan mucho al padre de ella, un hombre que ya por todos es sabido, fue muy especial en su vida.
La veterinaria debería haber sabido que comer demasiado azúcar por la noche trae sueños pesados y cortes de digestión.
Hacia las tres de la madrugada, Javier la escucha revolverse en la cama.
Ella se encuentra en lugar blanco, reluciente, brillante y diáfano. Un sitio repleto de paz. Un hombre que le resulta vagamente familiar aparece vestido con unos vaqueros y una camiseta blanca sencilla. Tiene unos ojos azules preciosos, casi transparentes y felinos. Idénticos a los de Javier. Pero no es él.
—Carlos —dice ella sorprendida.
—Encantado de conocerte —saluda él.
Se sienta sobre una especie de banquito blanco que África juraría no haber visto antes. La veterinaria se sienta junto a él. Sus rizos negros contrastan con el blanco de su camisón.
Carlos extrae de un bolsillo una cartulina blanca que ella reconoce nada más verla.
—Oh, Díos mío.
Él ríe.
—¿Dónde estoy ahora? Es un sueño, imagino —dice ella.
—Estamos en tierra de nadie —responde Carlos—. Verás, quiero darte las gracias por haber llegado a tiempo, en aquel puente, aquel día. Aquel día en el que mi hermano casi tiene a bien seguir mis pasos.
—¿Has leído la invitación? —pregunta África que, lejos de sentir miedo por estar hablando en un sueño con alguien que ha fallecido, siente una calma en su espíritu muy fuera de lo común.
—Claro, no tengo nada que perdonar a mi hermano. Yo soy el responsable de mis actos y de mis emociones. Quiero que sea feliz.
—Haré todo lo que esté en mi mano para que así sea —responde África.
—Y tú tienes que ser feliz con él... Y con la criatura que llevas dentro, me temo —añade riéndose—. Vas a acabar con todas las galletas que tiene mi madre en la despensa.
Se mira su barriga y sabe al instante que es verdad. Está embarazada.
—No desperdiciéis la vida, África. Es muy bonito lo que os queda por vivir —dice Carlos muy serio.
—No lo haremos —responde ella.
—Me tengo que ir —se levanta—. Recuerdos de tu abuelo —y se va.
La sensación de paz la abandona y se despierta bruscamente sintiendo unas terribles náuseas. Javier, que lleva despierto ya un rato porque su futura mujer se ha propuesto molerlo a codazos, es testigo de como ella sale disparada hacia el baño y se arrodilla junto a la taza del váter.
—Me han sentado mal las galletas —dice después de vomitar.
Javi se agacha junto a ella y acaricia su espalda. El contacto la relaja y su respiración se normaliza. Entonces el recuerdo de una conversación en sueños la sacude por completo.
—Estoy embarazada —dice de pronto—. Llevo dos meses sin regla. Por eso tengo tanta hambre... Claro... Ahora cuadra todo.
Javier nunca ha estado tan feliz de presenciar una vomitona. Acaricia los tirabuzones negros con una sonrisa de esas que nunca se pueden forzar.
—¿Y cómo le quieres llamar?
África se gira hacia el médico. Sus ojos azules la observan con todo el amor que una persona puede regalarle a otra.
—De momento, monstruo de las galletas —dice ella mientras reprime otra náusea.
Javier se ríe. Vale. Ya habrá tiempo para decidirlo... Después de la boda.
—Mierda, ya he encargado el vestido... Espero que no se me note la tripa dentro de un mes... O habrá que ensancharlo —reflexiona África en voz alta.
—Bueno, lo que hay que hacer ahora es llevarte al ginecólogo y te tengo que tomar la tensión y vamos a ver la glucemia... Comes muchas galletas —comienza a desvariar Javier.
—Como me quites las galletas te juro que te mato —amenaza ella.
—La diabetes gestacional... —dice Javier en plan académico.
—Métetela por donde te quepa pero tú vas a ser mi marido, no mi médico así que no me jodas Javier del Pozo —dice África antes de vomitar de nuevo.
—Te quiero —responde él con cara de bobo—. Te quiero más que a nada en este mundo y si te pasara algo yo...
África se incorpora y se enjuaga la boca con agua y colutorio. Parece que ya se le ha asentado el estómago. Entonces se abraza a él y le besa el cuello.
—He soñado con tu hermano, ha sido bonito —le confiesa al médico.
Javier frunce el ceño.
—¿Y qué te decía?
África se separa lo justo como para poder mirar esos ojos claros y expresivos que la engancharon desde el primer día que los vio.
—Que no tiene nada que perdonarte. Quiere que seas feliz...
—¿Eso has soñado?
África sonríe.
—Parecía muy real —responde ella—. Supongo que serán sueños vívidos de esos que produce el exceso de azúcar por las noches.
Javier abraza a su mujer. No le hace falta estar casado para considerarla así. Es su mujer y lo decidió de esa manera hace ya mucho tiempo. Probablemente ya sabía que iba a enamorarse de ella cuando un caballo enorme entró en su consulta de Villafranca.
—Soy muy feliz —susurra él en el oído de ella.
Recorre la espalda femenina con sus manos, su cintura, su vientre, sus glúteos. Es preciosa. Ella se estremece y suspira.
—Yo también —responde África.
Parte II
Una niña corre en círculos huyendo de un cachorro de labrador negro. Tendrá unos cuatro años, su cabello es negro azabache y muy rizado, pero sus ojos son de un azul casi transparente y vivo, como si a alguien los hubiera pintado con acuarela diluida. Lleva un chándal rosa y unas zapatillas blancas embarradas.
—¡Abuela! ¡Socorro! ¡Sushi quiere comerse mi bocadillo!
Una África algo más mayor, de rizos canosos y bellas arruguitas, pero tan enérgica como de costumbre, aparece en el patio. Coge a su nieta en brazos y quita el bocadillo de queso del alcance de la cachorrita.
—Sushi, siéntate —dice con autoridad.
La cachorra obedece mientras su rabito ondea rápidamente de un lado a otro. El queso sigue pareciéndole muy interesante.
—Ven, Carla, vamos a la cocina y pintas un ratito mientras te acabas la merienda, ¿quieres? Así me haces compañía mientras el abuelo termina de trabajar en la consulta.
—Pero el abuelo se ha jubilado, ¿si terminas de cocinar también te jubilas de cocinar, abuela?
África se ríe. Qué más quisiera.
—Me temo que no, corazón. Jubilarse significa que dejas de trabajar porque ya eres una persona muy mayor que necesita descansar porque ha trabajado muchos, pero que muchos, años.
—¿Y cuántos años ha trabajado el abuelo? —pregunta la criatura con una curiosidad muy propia de los niños inteligentes.
—Mmm, unos cuarenta y un años, más o menos —responde la veterinaria.
—¿Y todos los años ha trabajado en el mismo sitio? —pregunta Carla.
—Casi todos. Ven toma, te has dejado el estuche en el cuarto de papá y mamá —le dice a la niña.
Deja a la pequeña en su trona y le dibuja un perrito de ojos grandes que ella colorea de rojo chillón. África la contempla, es tan bonita.
—¡Mamá! Ya he terminado la consulta —dice Carlos, un hombre de unos treinta y algún años de ojos azules y pelo negro que ha heredado de su madre el amor por los animales y de su padre el fuerte carácter antigilipolleces.
También ha heredado la clínica veterinaria y ahora es él quien se encarga de sacarla adelante todos los días.
—Vale, pues vamos a cerrar y preparamos todo. Dentro de una hora tendremos en el ambulatorio a medio pueblo bebiendo cerveza y comiendo tortilla —señala África, que se siente un poco agobiada ante la idea de haberse metido en organizar una fiesta sorpresa de jubilación para su marido—. Lo que no sé es si vamos a poder esconder toda esta broma de tu padre, es muy listo.
—Yo quiero tortilla —dice la pequeña Carla desde su trona.
—Tengo una entera para ti —dice Carlos.
—Gracias papá —responde ella son una sonrisa de diminutos dientes de leche.
—Venga mamá, no te agobies tanto —le dice a la veterinaria casi jubilada—. Alma llegará en veinte minutos, dice que ya han pasado el puente del lago.
—Mi hija siempre con el tiempo pegado al culo —rezonga África, en qué hora y quién la mandaría organizar aquello.
—La abuela está nerviosa, papá —señala la nieta con una elocuencia especial que hace que África relaje su rostro y suelte una risotada auténtica.
La veterinaria se detiene un momento frente a la estantería del salón.
Una foto de Bistec hace que se le escape una lágrima. Está enterrado en el jardín, y una piedra con forma de corazón señala el lugar preciso.
***
Javier del pozo se rasca la coronilla llena de cabellos canosos. Le queda una paciente por atender. Pero antes de hacerla pasar, observa cada rincón de la consulta. Lo cierto es que le produce mucha nostalgia despedirse de aquel lugar en el que han transcurrido casi treinta y séis años de su vida. Y eso, que cuando llegó allí pensó que no iba a durar mucho. Se suponía que había una maldición que impedía que un médico trabajase en aquel pueblo durante más de un año.
Sonríe para sus adentros. Ha visto varias generaciones de Villafranca pasar por sus manos. Muertes y nacimientos. Alegrías y también desgracias.
Y ahora se marcha.
Gracias a Dios han encontrado un nuevo médico, recién salido de su residencia, que va a sustituirlo a él. Esperemos que éste tampoco tenga ganas de arrojarse al río.
Después de revisar cada esquina, cada rayo de sol que se cuela entre las gasas, los sueros, las pinzas, la encimera blanca, la pila, la camilla en la que tanta gente se ha tumbado... Decide que es hora de terminar.
Pone un pie en la sala de espera y ve que está todo demasiado vacío. Un destello de decepción le recorre por dentro, pero lo niega rápidamente. ¿A quién se le ocurriría venir a despedirse del médico? Cada cual tiene su vida.
—Marisol, pasa.
Marisol, una señora de unos cincuenta y muchos años, muy arreglada y fina que normalmente acude a la consulta del doctor del Pozo por motivos razonables, hoy tiene algo peculiar que contar.
Se sienta en una de las sillas mientras Javier cierra la puerta y toma también asiento.
—Cuéntame.
Marisol respira hondo y no sabe hacia dónde mirar. Le da mucha vergüenza pero alguien tiene que resolver su problema. Y no quiere tener que ir al hospital porque si no su marido tendría que llevarla y claro. Al menos ese es el discurso que tiene preparado para Javier.
—Pues verá, usted sabe que a mi edad el suelo pélvico hay que... Trabajarlo.
Javier levanta las dos cejas. No, no es ginecólogo, no quiere serlo, aunque haya ejercicio de ello involuntariamente en contadas ocasiones.
Pero su juramento hipocrático lo traiciona.
—Sí, ¿quiere consejos sobre como fortalecer el suelo pélvico?
—No, no se preocupe eso lo hago yo por mi cuenta —responde muy resuelta ella—. Solo que a veces la cosa... Se complica.
Javier siente que le arde el rostro. Probablemente se haya puesto rojo como un tomate. Pero no de vergüenza, si no de ganas de jubilarse de una vez por todas.
—¿Entonces? —pregunta él con ese tono.
—Verá, a mí me gustan los materiales biodegradables y no hay nada más biodegradable que algo que ha fabricado la naturaleza.
A Javier se le revuelve el estómago. No le gusta el derrotero que está tomando la entrevista. "La paciente refiere que le gustan los materiales biodegradables y no sé qué demonios tiene eso que ver con su suelo pélvico... O sí", escribe en el ordenador. Luego lo borrará, por su salud jurídica y lo que pueda suceder en el futuro, claro.
—Y compré una bolsa de avellanas en la tienda de Jose... Bueno ya sabe donde los frutos secos, el hombre está a punto de jubilarse ya, como usted.
—No se vaya por los cerros de Úbeda, doña Marisol, cuénteme qué ha pasado con las avellanas —Javier ataca, directo a la yugular.
—Bueno, las he utilizado como bolas chinas... Normalmente utilizo nueces, que son más grandes y más fáciles de retener, como usted comprenderá.
Javier cuyo rostro está marcado por arrugas que han sido generadas por su gran expresividad, se atraganta con su propia saliva y empieza a toser, lo cual no le va mal para disimular ese ataque de risa floja que lucha por vencer a su fuerza de voluntad.
—No se ría, doctor, es un asunto serio —dice ella desconcertada ante la reacción del médico, que es más famoso por echar broncas que por reírse de sus pacientes en su cara.
—Discúlpeme, no estoy acostumbrado a estas cosas y hoy es mi último día y usted es mi última paciente, quizá esto sea más emoción que otra cosa —se disculpa él entre sonrisa y sonrisa.
—Bueno pues se me ha atascado una avellana entre mi vagina y el cuello de mi útero y no me hago para sacarla yo sola. Y no quiero pedírselo a mi marido porque él no sabe que yo hago estas cosas. ¿Entiende, verdad?
—Quizá debería ir al hospital para que la vea un ginecólogo, ¿no cree? —Javier intenta esquivar su deber como primer intento.
—No voy a ir al hospital, usted tiene un potro y un espéculo.
—Pero me falta una matrona, recuerde que ella trabaja en el centro de salud de San Martín, quizá podría acercarse allí, es que no quiero hacerla daño, ya sabe que no tengo práctica y puedo ser torpe.
—No me voy a ir de aquí hasta que no saque la avellana de mi vagina, doctor.
Javier suspira y agria el gesto.
—Venga conmigo, vamos a pasar a la sala de enfermería, el potro lo tenemos allí.
El médico sale de la consulta y de pronto aparece una niña de rizos negros corriendo por la sala de espera.
—¡Abueloooooooo! —grita ella.
El doctor del Pozo se alarma de manera inmediata. Coge a su nieta en brazos.
—¿Qué pasa Carla? ¿Por qué estás aquí tú sola?
—La abuela necesita ayuda —responde la criatura.
Javier olvida por completo las avellanas y el suelo pélvico y con paso ágil y preocupado se dirige hacia la calle con su nieta en brazos.
Al poner un pie fuera del centro de salud, una multitud aplaude y grita.
—¡Feliz jubilación! —corean.
Una especie de pancarta casera dice exactamente lo mismo. De pronto su mujer se desliga del bullicio y lo abraza, dejando a la pobre Carla asfixiada entre ambos. Se separa y le arranca a Carla de los brazos.
—¿Qué tal han ido las avellanas? —pregunta después con una sonrisa diabólica en la cara.
—Dime que no era una broma —dice él sin saber muy bien si sentirse aliviado por no tener que rebuscar una avellana perdida en una vagina o cabreado porque le han hecho creer que tendría que hacerlo.
África se ríe y Javier se pierde en su sonrisa, que tantos años le ha acompañado.
—Cásate conmigo, otra vez —le dice él de pronto—. Y nos vamos de luna de miel, lejos de aquí. ¿Qué me dices?
—Que sí, por supuesto —responde ella—. Pero hoy no va a poder ser, tienes que despedirte de todo el pueblo y convencerles de que no vengan a llamar al timbre cada vez que no estén de acuerdo con el médico nuevo.
Javier se ríe. La besa. Entrelaza sus dedos con los de su mujer. Bodas de plata o de oro, o de lo que coño sean.
—Abuelo, me estás aplastando —dice Carla.
FIN
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