Capítulo 9
África tiene los ojos cerrados. El vapor flota por el cuarto de baño, haciendo que la habitación entera parezca una preciosa sauna que huele a sales de baño. Adele sigue cantando a voz en cuello, aunque a veces se turna con Sia y de vez en cuando con Rachel Platten. Un trueno resuena y los cristales de las ventanas vibran. La veterinaria se sobresalta y abre los ojos. Los perros están ladrando, probablemente estén asustados, piensa ella. Pero entonces escucha los gruñidos de Rey y al instante sabe que hay alguien llamando al timbre. Un perro es mejor que una alarma, desde luego.
Sale de la bañera y mientras tirita, se pone por encima su albornoz. Se pregunta quién puede estar llamando un viernes casi a las ocho de la tarde a la puerta de su casa. No recuerda haber quedado con ninguna amiga... Aunque igual su madre... Uf, odia las visitas sopresas de su madre. Baja las escaleras.
A medida que se acerca a la puerta oye el timbre que suena una y otra vez, como si alguien lo estuviese aporreando con ansiedad. África decide encerrar a los perros en el pasillo, para que no apabullen a ladridos a quien quiera que sea.
Mira por la mirilla y no puede creer lo que está viendo. Abre inmediatamente y deja pasar al médico empapado.
—Madre mía, ¿estás sorda? Llevo media hora llamando ahí fuera.
—Buenas tardes, doctor —saluda ella seria—. ¿Puedo ayudarle en algo?
Por primera vez, él se da cuenta de que la veterinaria está tan empapada como su camiseta, sólo que ella va cubierta con un esponjoso albornoz bajo el que es posible que no lleve nada puesto. Retira la mirada inmediatamente.
—Sí, he traído esto —dice sin mirarla.
Y entonces, Javier saca un pequeño bulto bajo su brazo. Desenvuelve su jersey aparece un precioso cachorro que también está empapado. África recoge rápidamente en sus brazos a la pequeña criaturilla y lo lleva al sofá con ella.
—¿Qué le ocurre? Por cierto, cuando te dije que te compraras un perro, no iba en serio... —dice la joven mientras acaricia al animalito.
Javier pone los ojos en blanco, con impaciencia.
—Está cojo, lo encontré en el monte esta tarde mientras daba un paseo.
—¿Estaba solo? ¿No viste al resto de la camada? ¿Y la madre?
—Sólo estaba él —responde Javier con sequedad.
De pronto África se percata de que el médico está tiritando y de que le chorrea la camiseta. Y, aunque una parte de su ego tiene ganas de ser borde y desagradable con él por la discusión que han tenido esa misma mañana, y por cómo está portándose él ahora mismo, la África buena y cariñosa que lleva en su interior se adelanta.
—Espera, voy a traerte una toalla y una manta. Quédate aquí con el cachorro, ahora vengo —dice ella mientras corre escaleras arriba.
El animalillo se reboza en la alfombra y Javier se agacha para acariciarlo. Sin embargo, el médico no quiere moverse mucho porque toda su ropa va dejando un rastro de agua allá por donde él pasa. Al momento África está de vuelta con una gran toalla azul y un pijama muy grande que ha encontrado en un cajón.
—El baño es esa puerta de ahí. Este pijama es de mi hermano... Creo que te valdrá... Tengo una secadora, así que puedes darme tu ropa y dentro de media hora estará lista para que te la puedas volver a poner —dice ella.
—Gracias —dice él, aturdido—. Ahora, salgo.
¿Por qué está ella siendo amable con él... Cuando él está portándose como un perfecto mendrugo maleducado?
Y cierra la puerta del baño, sumido en esa interesante reflexión. Javier se mira en el espejo. Su cabello rubio, está oscurecido por el agua y su camiseta chorrea. Mira fijamente a los ojos de su reflejo y respira hondo. Se quita la ropa y la deja echa un montón en el plato de ducha. Después se seca con la toalla y se pone el pijama, que está calentito y le sienta realmente bien. El pantalón es negro y la parte de arriba, de manga larga, roja. Antes de salir observa el baño. Se trata de un lugar pequeño con el espacio bien aprovechado. Hay una frasco rosa de colonia en el estante del espejo. El médico esboza una pequeña sonrisa, pero no tarda en volver a adoptar su semblante serio y malhumorado habitual.
África se sienta en la alfombra y toquetea la pata del cachorro. El animal gime y se aleja unos centímetros de ella cojeando.
—Ven, gordito... Ven conmigo —susurra la joven.
No tarda mucho en tenerlo completamente relajado entre sus brazos. Le rasca la tripita y el cachorrito ronronea de gusto.
—Ahora me vas a dejar que te mire esa patita, ¿a que sí, precioso? Eso es... Muy bien.
África palpa los huesos despacio y con suavidad. No se da cuenta de que Javier del Pozo ya ha salido del baño, enfundado en el pijama de su hermano y que está mirando la escena. Y se siente... Raro.
Tiene que reconocerse a sí mismo que piensa que el cachorro es muy afortunado. La veterinaria está siendo muy cariñosa con el perro y a Javier no le importaría que también lo fuera con él. Le agrada mucho la voz suave de ella y la manera que tiene de acariciar al animal. Es puro amor.
Sacude la cabeza. Está pensando estupideces, para no variar.
—Ya estoy...
Ella se gira y posa sus ojos negros llenos de vida sobre él.
—Ahora pongo tu ropa a secar.
—Eh... Oye, perdona por haberte hablado así al entrar... Estaba nervioso, empapado y el pobre perro...
África se levanta de la alfombra con la criatura en brazos. Sorprendida ante las inesperadas disculpas del médico, sonríe. No se le olvida la escena del puente y una parte de sí misma quiere indagar y por qué no, ayudar, a un hombre que ha intentando quitarse la vida. Tal vez ese mal humor intrínseco tenga alguna causa y quizá, también algún remedio. Porque claramente, está muy amargado. Y además, parece sorprendido de que ella le haya tratado con amabilidad. A lo mejor estaría bien sorprenderle un poco más.
—No te preocupes, lo entiendo. Perdóname tú a mí por amenazarte con llamar a mi padre, estaba enfadada porque un montón de gente ha venido a mi consulta, como si yo fuera el médico y me sentía impotente por no poderles ayudar.
Mientras, África coge la ropa empapada del médico y la lleva a la zona de cocina, donde al lado de la lavadora, tiene la secadora. Decidió instalarla porque en Villafranca llueve casi todo el año y es muy difícil que se seque la ropa en condiciones.
La pone a funcionar y se gira.
—¿Quieres algo de café caliente? Tienes que estar congelado.
—No, gracias. ¿Puedo dejarte aquí al perro? No tengo sitio en mi casa.
—¿Al perro? Primero vamos a bajar a mi clínica, hay que hacerle una radiografía y tal vez tenga que escayolarle la pata. Y después te lo llevarás contigo, a tu casa. Yo tengo aquí cuatro perros y un caballo, doctor —explica ella sonriente—. Además un cachorro tan adorable no te va a venir mal para suavizar ese carácter que tienes.
—¿No te gusta mi carácter?
—No he dicho eso.
—Ah, disculpa —dice él con ironía.
—Oh, disculpas aceptadas —responde ella.
Entonces, África se inclina y recoge al cachorro en sus brazos, que gimotea porque seguramente le duele algo y mucho.
—Sígueme —le dice al médico.
La veterinaria se cuela por una puerta que da a unas escaleras que descienden al sótano (que no es otro que su clínica).
Javier lo mira todo con curiosidad. La camilla metálica, la mesa de despacho, una sala con otra camilla y un aparato de rayos, instrumental diverso y paños verdes. Después en la mesa, lee una placa en la que pone: Doctora África del Olmo.
—¿Te llamas África? —pregunta él en un impulso.
—Sí, ¿por? —ella se gira y sonríe ante la repentina curiosidad del médico.
Javier, que no sabe muy bien por qué ha preguntado una estupidez semejante, responde con otra estupidez:
—Nada, porque estás en albornoz...
Ella parece darse cuenta de pronto. Se mira y emite un pequeño grito que al médico le parece de lo más gracioso.
—Espera, ahora vengo.
Le deja al cachorro en sus brazos y sube corriendo a su casa. A los dos minutos baja vestida con su pijama de veterinaria, dispuesta a examinar a fondo al cachorro.
Lo sitúa en la camilla metálica y le da una galletita de perros.
—¡Bien! Muy buen perro... Eres muy bueno —le dice ella mientras le acaricia el lomo con suavidad.
—¿Por qué le dices eso? Si no ha hecho nada...
—¿Tú crees? Míralo, está sentadito y quieto... Yo creo que eso hay que reforzarlo, ¿no?
—Bueno, tú eres la que entiende —responde Javier con suficiencia.
África resopla, un poco cansada de ese tono. Coge una jeringa y la llena con una ampolla de sedante. Con mucho mimo, se la inyecta al cachorro en el culete, que no tarda en quedarse completamente frito. Lo inspecciona con cuidado de nuevo, bien la fractura es cerrada y no hay herida contaminada.
—¿Le has dormido?
—Claro, para hacerle la placa.
—Ah.
Lo deposita en la camilla de su salita de rayos, coloca la patita en la posición correcta para visualizar bien los huesos, conecta la máquina y sale del cuarto. Cierra las puertas y pulsa el botón. Ya está.
Se dirige hacia el ordenador y abre el programa de rayos.
—Oh, vaya... —susurra ella.
—¿Está roto? —pregunta Javier preocupado.
—Ven, mira —responde África.
Los dos observan como la parte distal del fémur del animal está partida, justo en la epífisis.
—¿Le vas a poner una férula? —pregunta él.
—No, necesita fijación —responde ella, resuelta.
—¿Le vas a operar? ¿Ahora?
—No, yo no tengo equipo quirúrgico. Le tendríamos que llevar a una clínica más grande, con urgencias de veinticuatro horas.
—¿Y dónde hay una de esas en medio de la montaña? —pregunta Javier impaciente.
—En la ciudad hay una. Yo trabajé allí al principio. Tengo un buen amigo... Voy a llamarle.
África se levanta y coge el móvil. Marca un número y sale del despacho para hablar por teléfono en la sala de espera. Mientras, Javier se acerca al cachorro y lo acaricia con suavidad. Lo cierto es que es precioso. ¿Pero cómo iba a quedárselo? Él trabaja casi todo el día y además, los cachorros tienen fama de roer los muebles y la casa que en la que vive es de alquiler... Y es más que probable que a su casero no le guste la idea de meter un perro en ella.
—Ya está. Te esperan para dentro de un par de horas —dice África contenta.
—¿Hoy? —pregunta Javier incrédulo.
—Sí, claro. No vas a tenerle con la pata rota tres días... ¿No crees?
—No puedo quedarme con él. Eso sí que no. Además, no tengo coche, ¿cómo voy a recorrer cincuenta kilómetros a estas horas en mitad de la montaña? ¡Con un perro! Ningún taxista me dejará subirme a su taxi con un perro.
África sonríe para sus adentros.
—¿Cómo le vas a llamar? —ironiza África mientras sube las escaleras de vuelta a su casa.
—¿Dónde vas? —pregunta Javier con nerviosismo—. ¿Cómo que cómo le voy a llamar? ¿Estás loca? No sé nada de perros, nunca jamás he tenido mascota. Y ni mucho menos me voy a ir ahora a un veterinario de urgencias... ¡Mañana trabajo!
—Voy cambiarme de ropa y tú deberías hacer lo mismo —grita desde el piso superior.
Javier se mira y recuerda que está en pijama. Su ropa debe de haberse secado ya, o eso espera. África no tarda en bajar de nuevo, vestida con un vaquero clarito y un jersey blanco de cuello alto ajustado. También se ha calzado unas alegres botas de agua fucsias.
En la mano lleva la ropa del médico, que ya está seca.
—África... No puedo quedarme con él. Lo digo en serio.
Javier posa sus ojos azules en la veterinaria, quien arruga el entrecejo con tristeza. Sin embargo, ella sabe lo que tiene que decir, sabe qué botón apretar. Es mejor redimirse en vida, ¿no? Eso le dijo en el puente para que no saltara.
—Ahora eres la única familia de esta pobre criatura. Míralo... Está sólo y te necesita. Tú puedes darle un hogar y hacerle feliz. ¿Cómo le vas a llamar?
El médico, que tiene la sensación de que África ha pulsado alguna recóndita tecla dentro de su alma, mira al cachorro con nuevos ojos y lo acaricia. Podría intentarlo. Crear felicidad, ¿no?
—Y yo podría llevarte en mi coche, si quieres. En una hora estaremos allí y son las nueve de la noche, no es tan tarde...
—Está bien. Voy a cambiarme... Pero no te prometo que lo vaya a adoptar... De momento sólo le arreglaremos esa pata —responde él con dignidad.
Quince minutos después, África se encuentra al volante de su todoterreno y el médico en el asiento del copiloto con Bistec en brazos.
—¿Bistec?
—Sí, al menos de momento —responde el médico.
—Está bien, pero que sepas que yo soy vegetariana.
—Eso explica muchas cosas —comenta él.
—Cállate —gruñe ella.
—Las damas primero —contesta Javier.
—Mírale, qué caballeroso parece ahora.
El médico de Villafranca sonríe para sus adentros. En el fondo, es divertido.
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Y allá van! de camino al veterinario! gracias por todos vuestros votos y comentarios!! me alegran el día :D :D
besitos enormes
PD: aún sigo a la espera de las notas del MIR :O
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