Capítulo 8
—No mamá, no iré... Sí, ya sé que es importante. Diles de mi parte que les deseo lo mejor. Sí... Tengo que trabajar, mamá... Voy a colgar... Sí... Venga... Hasta luego.
África le da un sorbo a su taza de café y deja el móvil sobre la mesa. No piensa ir a la cuarta boda de su tía. Se niega. Además en la bodas siempre tiene que andar quitándose moscones de encima que su madre ha elegido para ella. Y está cansada de que su progenitora se meta siempre que puede con su situación sentimental. ¡No, mamá! No tengo novio. Y cuando lo tenga, si es que algún día sucede eso, seguro que no te gustará. No te gustará porque no será rico, ni tendrá padres reconocidos, ni famosos. No te gustará porque no vestirá de etiqueta ni te hará la pelota tanto como esperas.
—En fin, es un caso perdido —dice África mientras enciende su Kindle.
Mira a sus pies y contempla a sus cuatro perros durmiendo unos apoyados en otros. Todos a su alrededor. Rey gime en sueños mientras le convulsionan ligeramente las patas. Luna está panza arriba y una de sus orejas le está tapando el ojo a Sol, la otra perrita de aguas. África sonríe enternecida.
—¿Para qué quiero un hombre teniéndoles a ellos? Al menos no me dan disgustos.
Y se sumerge en la novela. Se trata de una novela romántica histórica en la que la escritora no hace más que resaltar los fabulosos y penetrantes ojos azules del protagonista masculino y África, sin querer, visualiza al médico en todo su esplendor. Recuerda su olor a hombre recién duchado y su pelo rubio limpio. Llevaba camisa. Sí y le quedaba muy bien la bata.
—Basta —dice ella.
Cierra el Kindle con violencia y se termina el café de un trago. Repasa mentalmente la conversación con el médico. ¿Por qué narices ha tenido que amenazarle con llamar a su padre? ¡Qué ridículo! África sabe que no llamaría a su padre ni por la salvación de su alma. Sólo lo hace en su cumpleaños y en navidades. Y gracias.
—Soy idiota —dice en voz baja.
Mira el reloj, son las siete de la tarde. No tiene nada que hacer. La consulta está limpia, Pan está cepillado y bien alimentado. Ha estado jugando con sus perros un buen rato... La cocina está impoluta y la cena está hecha: un pisto que dejó en la cazuela a medio día.
—Me voy a dar un baño —dice.
Sube al piso de arriba por las encantadoras escaleras de caracol y coge los altavoces para Ipod que tiene en su mesilla para llevarlos consigo.
Enchufa el reproductor y abre el grifo de la bañera.
África sonríe al mirar el baño. Hizo muy bien al gastar aquel dinero en reformar la casa a su gusto. Tiene una gran bañera moderna, a parte del plato de ducha y el suelo es de terrazo oscuro. Enciende un par de velas aromáticas mientras añade sales de baño al agua. El velux del baño muestra unas nubes oscuras que se ciernen sobre Villafranca. Empiezan a caer goterones sobre el cristal y el baño entero huele a lavanda. Llueve fuera. Calor dentro.
África disfruta de esa sensación mientras se quita la ropa y se sumerge en el agua caliente. Suena Rachel Platten en los altavoces.
—Love you're not alone... Cause I'm gonna stand by you... —canturrea África con los ojos cerrados.
De pronto visualiza el puente y el río. Y aquel hombre. Esos ojos que con la luz de las farolas parecían claros y esa expresión de desesperación enmarcada en una barba de un par de días. Y luego el médico. Esos ojos. La barba...
África se incorpora hasta quedar sentada en la bañera.
—¡Es él! ¡Sí! Claro... ¿Y por qué iba a querer quitarse la vida? —se pregunta en voz alta—. Está claro que alguna clase de trauma tiene... Nadie es tan desagradable porque sí.
La veterinaria vuelve a recostarse en la bañera y esta vez aprovecha para sumergirse y empapar sus rizos. Adele canta Hello mientras ella se pregunta si el médico la habrá reconocido.
—Espero que no —susurra.
Cierra los ojos y se deja llevar por la música. Relaja sus músculos. No tarda en sonar The greatest, de Sia.
***
Javier hace pasar al último paciente del día. Son las cinco de la tarde y doña Luisa entra a la consulta muy nerviosa.
—Cuénteme Luisa —le invita a hablar el médico de Villafranca.
—Doctor, ¿usted cree que las posesiones demoníacas se heredan? Ya sabe, si son cosa de familia...
—Sí, claro, como todo —responde él sarcástico.
—Mire, usted no me engaña, yo no creo en esas cosas.
—¿Entonces para qué me pregunta algo así? —dice el médico de muy mal humor.
Javier se afloja el cuello de la camisa. Está cansado y aturdido. La mañana ha sido particularmente intensa y sus neuronas ya no responden igual. De hecho no sabe si doña Luisa es real o un producto de su perversa imaginación. Aunque en Villafranca nunca se sabe, claro.
Cada vez comprende mejor por qué ningún médico de familia dura allí más de un año.
—No, mire... Le voy a explicar.
—Se lo agradezco —responde el doctor del Pozo, observando a aquella curiosa mujer que tiene frente a sí.
—Mi madre falleció ayer...
—Lo siento mucho.
—No me interrumpa, doctor.
—Lo siento, otra vez.
—Chist, calle. Verá, estábamos todos sus hijos en el hospital, somos ocho, rodeándola en su lecho de muerte. Por fin dio su último aliento y la enfermera llamó al médico para certificar la defunción... Ya sabe, trámites.
—Sí, trámites.
—Pues en ese momento mi madre empezó a moverse. Convulsionaba. Sin parar —en ese momento doña Luisa abre mucho los ojos y mira fijamente al doctor del Pozo, que se siente como si estuviera protagonizando una peli mala (muy mala) de Halloween.
Javier estruja su cerebro y entonces recuerda. Sí, se lo explicaron una vez. Puede ser...
—¿Su madre llevaba un marcapasos o algún aparatillo parecido? —pregunta él.
Como un desfibrilador automático implantable (o DAI, para los amigos).
Doña Luisa asiente muy seria, con cara de estar muy sorprendida.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque probablemente a alguien se le olvidó desactivarlo en el momento. Y claro, cuando alguien fallece... Su corazón obviamente no mantiene el ritmo normal... Así que el aparato no para de dar chispazos para ver si responde...
—Así que mi madre no está poseída. Ni su alma peligra, es lo que me quiere decir. ¿Me equivoco?
—Exacto doña Luisa. Se trata de su DAI... Seguramente ya lo habrán desactivado. ¿No vio cómo lo hacían?
—Uy, no. Yo me fui corriendo de allí. Me entró un miedo, doctor...
—Bueno, pues puede irse tranquila. El demonio no ha tenido nada que ver con esto.
—A propósito, doctor... Ya que estoy aquí.
Javier agria el gesto. Odia esa frase: ya que estoy aquí. Esas palabras junto con: ya de paso, otra cosa que le voy a comentar y ¡ah, se me había olvidado! deben de ser las más temidas por todos los médicos de familia que tienen una lista de espera kilométrica y una sala de espera que parece un concierto de Bon Jovi.
—¿Sí, doña Luisa? ¿Ya que está aquí...?¿Sabe? Son las cinco de la tarde y yo estoy sin comer.
—¿Me podría recetar el Orfidal para dormir? Ya se me están acabando —pregunta doña Luisa ignorando el último comentario del médico.
Javier del Pozo suspira. España es uno de los países Europeos que más medicamentos hipnóticosedantes consume. Y quién es él para llevarle la contraria a las estadísticas. Le da al botón de imprimir.
—Aquí tiene.
—Si aún no ha comido le puedo traer un poco de ensaladilla que hice ayer, seguro que le encanta.
—No se moleste, gracias —responde Javier secamente.
Y doña Luisa se marcha medio contenta, medio ofendida.
Javier por fin se quita la bata. Y coge su cazadora de cuero. Después se desabrocha el botón superior de la camisa y respira. Aunque no ha comido aún, no tiene hambre.
Decide pasar por casa para ponerse cómodo y después ir a dar un buen paseo. Necesita despejarse.
No tarda mucho en llegar caminando hasta su pequeña morada. Se ducha rápidamente y sustituye su ropa formal por un chándal negro y un jersey gris. Se come una manzana y después se mete el teléfono en el bolsillo. Comprueba que lleva bien atadas sus New Balance azules y sale de nuevo a la calle.
Su primera idea es recorrer el pueblo para hacerse un mapa mental de dónde está cada cosa (algo que increíblemente no ha tenido tiempo de hacer desde que llegó hace ya más de una semana). Con las manos en los bolsillos, pisa el suelo empedrado de Villafranca y admira las bonitas casas. Casi todas son blancas o de piedra. Llega hasta un gran estanque sobre el que cruza un puente, también de piedra, pero mucho más pequeño que del que intentó tirarse el fin de semana pasado.
—Parece que hay una pequeña Suiza aquí escondida —susurra él mientras se recrea en la magnífica vista de las montañas cubiertas por nubes oscuras y algodonosas.
Javier se descubre a sí mismo relajándose por primera vez en mucho tiempo. Quizá no haya sido tan mala idea aceptar el trabajo allí arriba, en ese pueblo alejado, donde nadie le conoce.
Piensa en la veterinaria. Sonríe. Y se da cuenta de que no sabe cómo se llama. Aunque tal vez no debería de importarle.
A lo lejos ve la torre de la Iglesia del pueblo. Él no se considera creyente, ni fiel, ni nada por el estilo, pero en ocasiones, cuando la culpa le corroía por dentro, se ha sentido muy tentado de acercarse a uno de los templos para hablar con el cura o con quien estuviese allí. El caso es que Javier es consciente de que tiene muchas heridas dentro y no sabe con quién hablar o qué hacer para cerrarlas y que cicatricen bien. Desde luego, no necesita a nadie que lo juzgue y condene, y tampoco a nadie que le diga que no es nada, que son cosas que pasan (como sus amigos).
Vuelve a mirar hacia la iglesia. ¿Por qué no? No tiene nada que perder. Todo el mundo tiene derecho a buscar consejo, hasta en los lugares más insospechados.
—¿Hola? —pregunta al entrar.
Su voz rebota contra las paredes. Los bancos están desiertos y las luces apagadas. Sin embargo, la luz se cuela por las vidrieras y deja ver unas preciosas columnas que enmarcan el retablo.
Una figura vestida con pantalones vaqueros y una camiseta sale de la sacristía.
—¿Sí?
—¿Es usted...?
—El cura, sí.
—Soy Javier —dice él con inseguridad—. ¿No lleva... ya sabe, la túnica?
—La sotana —se ríe—. Es que me iba a marchar ahora a tomar una caña con unos amigos.
—Sí. Ah, perdón. Entonces volveré en otro momento.
Javier observa a aquel hombre tan curioso (como todas las personas de Villafranca). Debe de tener unos cincuenta años, lleva una barba gris a lo Gandalf y sonríe con espontaneidad.
—¡No, por favor! Si has llegado hasta aquí es que necesitas algo. Ven, siéntate y cuéntame.
—Bueno, padre... Yo tengo que decirle que en la vida he venido a misa y no soy especialmente creyente... Lo que sé es por mis abuelos...
El sacerdote esboza otra sonrisa espontánea.
—Pero te sientes mal y no sabes a quién acudir, ¿no?
Javier suspira.
—Sí. He hecho cosas malas. He sido egoísta. Y hay gente que ha sufrido mucho por mi culpa.
—Hijo mío, todo el mundo comete errores en su vida. Nadie está libre. Lo que diferencia a las personas es si son capaces de aprender de ellos o no. Si te sientes mal, si piensas que tienes que cambiar algo de ti mismo, es porque tienes conciencia.
—Pero no puedo volver atrás y deshacer el pasado... Eso es imposible.
—Es imposible para todos. Pero puedes mirar hacia delante y al igual que causaste sufrimiento, ahora puedes crear felicidad a tu alrededor.
Javier centra su mirada en sus pies, incapaz de mirar al sacerdote a los ojos.
—Yo no valgo para hacer feliz a nadie.
El sacerdote observa al médico del pueblo y frunce el ceño.
—A lo mejor es que nadie te ha hecho feliz a ti nunca. Quizá eso sea la raíz de todos los problemas.
Y entonces el sacerdote se levanta del banco.
—Ahora sí me voy a tomar una caña. Vuelve otro día si necesitas hablar —se despide, dejándolo solo en la iglesia.
Javier lo observa marcharse. No puede evitar pensar que se trata de un cura algo particular (respecto a la imagen mental que tiene él de cómo debería ser un cura). En fin, los caminos del Señor son inescrutables, como se suele decir.
Se queda diez minutos más allí sentado, respirando silencio. Por fin, se levanta y sale de la parroquia. Y decide andar. Hasta donde le aguanten las piernas. A la salida del pueblo encuentra un sendero que sube hacia la montaña. Mira el reloj. Son casi las siete. Calcula que puede andar media hora de subida y media hora de bajada, ya que a finales de agosto, tarda en anochecer.
Ni por un instante deja de observar la vegetación y el paisaje. Y es que, el Norte de España es maravilloso. Camina a paso ligero y nota que empieza a sudar. Pero sonríe. Se siente libre, allí alejado del mundo, donde puede empezar de nuevo.
De pronto escucha algo. No tiene muy claro qué es. Otra vez. Javier se gira. Agudiza el oído. Parece un gemido débil. Lo escucha de nuevo y camina en esa dirección.
Y entonces lo ve. No lo puede creer. ¿Cómo ha llegado esa criatura hasta allí arriba?
—No, no puedo hacerme cargo. Es imposible.
Y se da media vuelta. Pero entonces vuelve a oír un gemido y lo que parece un ronroneo débil. Se gira a mirarlo de nuevo. Es un cachorro, aunque no sabría definir la raza. Parece mezcla de labrador con otro perro. Desde luego es adorable. Y está solo y...
—Cojea —dice el médico.
Se agacha junto al animal y le toca la pata. El cachorro la retira con un aullido de dolor.
—No soy veterinario, pero diría que esa pata necesita que le hagan una radiografía —dice.
El perrito le mira y gime. Entonces el médico cede.
—Está bien, está bien.
Se quita el jersey, quedándose en manga corta y pasando un poco de frío y envuelve con él al cachorro para llevárselo en brazos. Tiene media hora de camino andando de vuelta a Villafranca.
Y de pronto, se pone a llover. Javier aprieta el paso, no quiere correr porque podría escurrirse y golpearse con alguna piedra. Al final, pasados veinticinco minutos, ha llegado hasta la altura de la parroquia y se encuentra al párroco, que ya está de vuelta.
—Corre, que dicen que viene tormenta de rayos —le advierte al médico.
—¿Usted sabe dónde vive la veterinaria?
—¿África? Sí, claro. Es esa casa blanca que ves allí, en lo alto de la colina.
Javier mira hacia donde señala el dedo del párroco. Calcula que tendrá que andar por lo menos diez minutos más hasta llegar. Y que cuando llame al timbre, probablemente estará calado hasta los huesos. Bueno, ya está calado hasta los huesos.
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¿Qué tal??? Os va gustando!!!!??? Espero que sí!!! :D :D :D mil gracias por vuestros comentarios, la verdad es que el pobre médico tiene una historia algo triste detrás... :'(
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