Capítulo 6
Es lunes para todo el mundo en Villafranca. También para África, que se despierta cuando un rayito de sol se cuela por el Velux. Luna se sube en la cama y le lame la cara. La veterinaria se da media vuelta y mete la cabeza bajo la almohada. Por su mente, que se debate entre levantarse y alargar el sueño unos minutos más, se desliza la imagen de un hombre que está a punto de saltar al río. Después aparece Agustina pidiendo Viagra para su marido, ¿o era Charo?
—Brrrr.... –gruñe ella–. Espero que hoy no venga nadie que no pregunte por un animal... —susurra.
Luna no se rinde y se sienta al lado de su dueña, sobre el colchón para echarle la zarpa.
—Luni, me has arañado gordita —le dice ella—. Anda, ya me levanto.
África retira el sencillo edredón nórdico blanco, destapándose y se incorpora. Un escalofrío la recorre, ya que tiene la costumbre de dormir en ropa interior y nada más levantarse siempre corre a ponerse una bata polar de color crema que le llega hasta los pies. Se la ata a la cintura y disfruta de su suavidad. Decide desayunar antes de ducharse. Hoy tiene especial hambre ya que el día anterior, domingo, lo pasó galopando con Pan por la montaña y a penas comió un bocadillo en todo el día. Por la noche, cuando se fue a dormir ya estaba demasiado cansada para cenar.
Como de costumbre, saca el brick de leche de avena de la nevera, le añade una cucharada de café soluble, otra de azúcar moreno y calienta la taza durante treinta segundos en el micro. Corta un par de rebanadas de pan duro y las introduce en la tostadora.
—Ya sé... —dice en voz baja.
Como hoy tiene hambre, saca un tomate natural del cajón inferior del frigorífico y después lo trocea con un cuchillo. Luego lo tritura con la batidora, añadiéndole aceite, sal y medio diente de ajo.
Cuando tiene su desayuno en la mano, se dirige al pequeño sofá, donde se encuentra durmiendo a Boomer (el husky) y a Sol (la otra perrita de aguas). Están apoyados el uno encima del otro.
—Dormilones, hacedme un hueco en el sofá —dice ella.
Y antes de llevarse la tostada a la boca, tiene Rey mirándola con unos ojos perturbadoramente tiernos y pedigüeños.
—Ah, ya sabes que tú tienes que comerte el pienso. Si no hay pienso, no hay comida de humanos, Rey... No pongas esa cara. No, me niego, no me convences.
Rey gimotea pero África sonríe y le ignora. Y es que, cada vez que Rey prueba algo que no sea pienso, se pasa el día en cuclillas en una esquina de la finca.
La veterinaria observa el reloj de la pared. Es una magnífica pieza de unos treinta centímetros por cuarenta, de madera blanca sobre la cual están dibujados unos bonitos números en negro. Son las ocho y media. Se apresura a terminarse el desayuno y sube a la ducha, pero no sin antes contemplar, por un instante, las montañas desde su inmenso ventanal.
***
El doctor del Pozo acaba de empezar a pasar la consulta del lunes. Y, curiosamente, los pacientes no han salido gritando ni echando pestes. Y tampoco nadie ha dado ningún portazo (todavía).
Javier se siente extraño. No sabría especificar qué es lo que le ocurre por dentro esta mañana. Ha vuelto a soñar con el puente y el río. Y con esos brazos que le sujetaron. Suspira y se reconoce a sí mismo que se siente culpable por haber intentado aquello. Fue un acto de cobardía (aunque estuviera borracho como una cuba). Sin embargo, gracias a eso ahora se empieza a plantear que quizá necesite ayuda de algún tipo. Tal vez necesite a alguien con quien compartir sus malas experiencias. Quizá alguien que sea capaz de no juzgarle y de comprenderle. Y que no sean sus amigos, claro. Porque ellos no son imparciales: siempre estarán de su parte aunque él se haya comportado como un magnífico egoísta.
—Mariano Rajoy —vocea el doctor del Pozo en la sala de espera—. Rosario García, la siguiente.
Entonces un hombre bajito, joven y sin barba entra en la consulta. La gente se ríe por lo bajo y Mariano parece muy consciente de ello.
Javier mira el nombre en la lista de nuevo, como si le hubiese sorprendido que aquello saliera de sus labios. Se encoge de hombros, fascinado por las casualidades de la vida y cierra la puerta de la consulta.
Se sienta frente a su paciente.
—Cuénteme.
—Bueno, no me pasa nada. Sólo venía a decirle que, por favor, si es tan amable, cuando alguna vez vea mi nombre en la lista, llámeme Pepe.
El médico observa a la persona que tiene en frente y piensa en la cantidad de collejas que podría repartir en un día si fuera legal.
—Pero usted no se llama Pepe —responde el doctor del Pozo con tacto—. Se llama Mariano.
—¡Ni lo mencione! Nada tengo yo que ver con ese corrupto.
—Bueno, que dos personas se llamen igual no quiere decir que sean lo mismo. Creo que no debería sacar el tema de quicio... Señor Rajoy —añade Javier con un pelín de mala leche.
En la consulta se hace un silencio pesado. Por un momento el doctor del Pozo imagina a su paciente con gafas, barba, traje hablando descoordinadamente en el congreso de los diputados de los muy españoles, mucho españoles. Contiene una risotada.
—No vuelva a llamarme así, nunca.
Y Mariano Rajoy se levanta y se marcha de la consulta dando un sonoro portazo.
Entonces entra Rosario García (Charo para la gente de Villafranca) en la consulta. Una mujer de mediana edad, bien arreglada y sonriente. Parece normal. Javier se estremece. La gente que parece normal no le gusta. Porque al final nunca son del todo normales.
—Cuénteme —dice el doctor del Pozo.
—Pues me ha salido un lunar en el cuello y la veterinaria me ha dicho que convendría que me lo viera un dermatólogo. Me pregunto si sería tan amable de enviarme al especialista.
Javier arruga el entrecejo.
—¿La veterinaria?
—Sí, una mujer encantandora que sabe mucho.
—Sí, de animales —responde el médico—. Voy a mirar ese lunar.
—Mejor no lo mire, doctor —dice de pronto la paciente.
—¿Y qué pretende que le diga al dermatólogo en el informe si no he visto lo que le ha salido?
—Pues la veterinaria ha dicho que es irregular, feo y que sangra un poquito. Con eso debiera de bastar.
Javier fulmina con la mirada a Rosario García y se imagina repartiendo otra colleja (una de tantas).
—No, no basta. Se lo tengo que ver.
—Pues no se lo consiento, no señor.
—¿Pero qué le ocurre?
—Pues que ya sé lo que pasa aquí. Como usted me mire el lunar y no le parezca malo, no me va a querer derivar al especialista, porque son ustedes unos rácanos y no quieren gastar en sanidad. Así que o me deriva o no me deriva. Y le digo que como tenga cáncer le pongo una denuncia.
Javier anota palabra por palabra todo lo que le llega a sus oídos.
—Pues denúncieme. No pienso mandarla al hospital si no me deja ver el lunar.
—¡Será posible! Es usted una persona muy poco razonable —esgrime Charo con elocuencia—. Me voy a ir ahora mismo a ver a la veterinaria y se lo voy a contar. Ya verá. ¡Esto saldrá en los periódicos!
—¿De verdad no va a dejar que le mire el cuello? —pregunta el médico con incredulidad—. ¿Sabe que es mi trabajo, no? A mí me pagan por mirar su maldito lunar. A la veterinaria no.
—Pero usted es un borde y no dan ganas de venir a verle.
Entonces Charo se levanta y se va, indignadísima.
Javier reprime un grito de furia y mira el siguiente nombre de la lista.
Vaya lunes.
***
—Muy bien, buen perrito, eso es... —dice África mientras saca el termómetro del culete de un gigantesco mastín.
El animal jadea. Después carraspea y tose.
—Oh, tiene fiebre —le dice a la dueña.
La veterinaria alarga sus manos enfundadas en unos guantes hasta el cuello del animal y lo palpa en profundidad. Tiene los ganglios inflamados.
—Quizá le tengamos que dar algo de antibiótico —comenta África en tono distraído mientras ilumina las pupilas del perro. Bien, se contraen. Simétricas—. Estupendo.
—Uf, Thor es malísimo para tomar pastillas.
África sonríe.
—No pasa nada, puedes partirlas por la mitad y las metes dentro de un buen trozo de salchicha. Es un truco muy bueno —le dice la veterinaria.
Thor baja de la camilla metálica de un salto y se hace un ovillito en el suelo. Sí parece que se encuentre mal. África se sienta en su mesa y escribe las recetas. Después le cobra la consulta a la dueña de Thor y ésta se lleva al pobre mastín casi a rastras.
A la veterinaria a penas de la ha dado tiempo de pestañear cuando escucha la campanilla de la puerta que alguien ha abierto con más fuerza de lo normal.
—¡África! —grita Charo fuera de sí—. ¡No me quiere mandar al dermatólogo!
De repente entra otra mujer y se une al coro.
—¡Ni a mí al urólogo! Dice que una veterinaria no va a decirle lo que tiene que hacer. ¡Será posible! ¡Qué hombre más desagradable!
—¿Tú no podrás hacernos un informe para que vayamos al hospital por urgencias? —pregunta entonces Charo.
África observa a las dos mujeres, atónita. No, desde luego que ella no quiere decirle al médico lo que tiene que hacer, pero antes que desentenderse de los problemas de estas dos mujeres, prefirió recomendarlas que les viera un especialista.
—No puedo. Yo soy veterinaria. Trato animales. Veo animales. No personas. Os tendréis que entender con el nuevo médico vosotras. No puedo hacer más, lo siento.
Y cuando África se da media vuelta, escucha que Charo y Agustina gritan al unísono:
—¡Pepe! ¿Qué haces aquí?
Pero Pepe camina directo hacia África.
—¡Y esa cara! ¿No me digas que a Milú le ha pasado algo? —pregunta ella, preocupada.
—Ah, no. Mi gato está bien. Es por mí. Mira, acabo de ir al médico... Ya sabes que mi nombre pues... En fin, no lo uso nunca. Y el nuevo médico me ha llamado señor Rajoy.
África se sonríe pero ante la mirada furiosa de Pepe, se muerde la lengua en vez de enseñar los dientes.
—Bueno, pero ¿qué tengo yo que ver con eso?
—No, tú nada. Sólo quería preguntarte una cosa de la toxoplasmosis esa... Es que mi mujer está embarazada y no se lo he podido contar al médico porque ha sido muy grosero conmigo... Y el caso es que no sé si es buena idea que ella conviva con el gato... Por eso del pis de gato... Ya sabe...
—¡Alto ahí! —grita África, que ha llegado a su tope—. ¡Ya estoy harta! En este pueblo hay un médico y es el que hay. Os guste o no.
—No nos gusta, no.
—Desde luego que no.
—Ni un poquito.
—Me da igual. Yo no puedo ayudaros.
—Bueno, pero le he dicho a mi mujer que venga para hablar contigo de la toxoplasmosis...
—¿Qué? No, no, no. Yo tengo trabajo.
—Pero...
—¡No hay peros! Ahora mismo me voy a ir al centro de salud a arreglar esto.
África aprieta los dientes y sale decidida de la consulta, camino del establo.
—Si yo tengo que atender a sus pacientes, él va a tenérselas que ver con mis animales.
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Me alegra mucho que os esté gustando!!! Qué emoción volver a escribir en Wattpad después de tanto tiempo!! Me presenté al MIR y de momento ando esperando la nota, espero que me dé para lo que quiero hacer!
Besos a todos y todas! sois las mejores!
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