Capítulo 5
Se escucha música, muchas luces iluminan el pueblo, huele a cubata y la gente baila. Hay niños corriendo por la plaza y padres sentados en algunas terrazas charlando. La noche es cálida pero corre una brisa agradable. Finales de agosto. África suspira. Su amiga Sara, después de insistirle en que se quedara a las fiestas, se ha empezado a sentir algo revuelta (el embarazo) y ha subido a su casa "un momento".
"En media hora estoy de vuelta, en cuanto suelte todo lo que llevo dentro", ha prometido apurada.
África entonces se queda sola sentada en una terraza de sillas y mesas metálicas, con una cerveza sin alcohol a medio terminar delante y pocas ganas de esperar allí a nadie durante media hora. Deja un billete de diez euros encima de la mesa, se levanta y decide dar un paseo a la orilla del río, que se encuentra a unos quince minutos andando de la plaza.
Según se aleja del tumulto, el silencio comienza a inundar el ambiente. No tarda en escuchar el murmullo del agua que corre río abajo. Por fin llega a uno de los puentes y entonces se apoya en la barandilla para mirar el reflejo de las farolas sobre la superficie. Lo cierto es que San Martín, a pesar de ser un pueblo pequeño (aunque más grande que Villafranca), tiene un gran río que lo parte por la mitad sobre el cual se construyeron tres elevados puentes que tienen una caída de varios metros hasta llegar al agua. África respira hondo. Allí huele a tranquilidad y a ausencia completa de estrés.
Por eso le gusta vivir en el campo y por eso su abuelo, al fallecer, le dejó en herencia la casa en la que ahora vive. Así fue más fácil huir de sus padres y de la mala costumbre de éstos de intentar buscarle un novio con dinero, heredero de algo y que cumpliese los requisitos para ser el marido de la heredera de los Fernández de Córdoba.
—En fin —susurra ella en la penumbra—. Estoy mejor así.
Entonces escucha unos pasos a su lado. Se gira y ve a un hombre bastante más alto que ella, de ojos claros aunque por la falta de luz no sabe precisar de qué color. Camina despacio y observa el paisaje con indiferencia. Alguien que ha bebido de más, piensa África mientras desvía su atención de nuevo hacia el río.
El doctor del Pozo, que se ha bebido al menos ocho cervezas, observa la altura del puente respecto del río y calcula que será suficiente. Está cansado de sufrir y de sentirse mal. Él sabe que no se merece todo lo que tiene, sabe que se portó mal y que no ha pagado debidamente por ello. Y la verdad, no se le ocurre otra manera. Ve a una mujer que está absorta en sus pensamientos y piensa que no se dará cuenta, le está ignorando.
Javier se agarra a la barandilla y cruza al otro lado. Mira el precipicio y permanece agarrado. Se va a liberar, piensa él. Se siente demasiado culpable, todos los días, a todas horas. Es demasiado para él.
De pronto África se sobresalta, sin saber por qué se da media vuelta y ve al mismo hombre de antes en una posición que revela las intenciones que tiene. Va a saltar. Sin pensarlo, corre hacia él y con la barandilla entre ambos, le abraza por la cintura.
—Quieto, no lo hagas por favor —le pide ella, que nunca jamás se había enfrentado a una situación semejante.
—No sabes nada de mí. No te metas, si supieras cómo soy, me dejarías tirarme —responde él con la voz arrastrada.
—Has bebido mucho, hueles a alcohol —responde África—. Creo que te estás dejando llevar por un impulso, intenta pensar, por favor —contesta África sin saber muy bien si eso se hace así o le está dando más ánimos para que se tire.
—Lo cierto es que el suicidio siempre me ha parecido algo para cobardes —responde él—. Pero estoy tan cansado de sufrir. No quiero vivir así.
—¿Y por qué sufres? —pregunta África, que se siente tentada de dar un grito para pedir ayuda, aunque sería inútil, nadie la oiría con la música.
—Porque me porté mal y alguien que no lo merecía pagó las consecuencias —contesta el doctor del Pozo.
—¿Y crees que si te tiras al río solucionarás algo? —pregunta la veterinaria, tratando de hacer reflexionar a un hombre impulsivo, borracho y que tiene un grave problema con su estado de ánimo—. Quizá tu sufrimiento sea una señal para que hagas cambios en tu vida. Es más fácil redimirse vivo que muerto, ¿no crees? —continúa ella.
Javi de pronto comienza a racionalizar. ¿Pero qué está haciendo? Se dice a sí mismo. Se siente como si acabara de despertar de un mal sueño. Se ve a sí mismo agarrado a la parte externa de la barandilla de un puente de al menos doce metros de altura.
—Suéltame, te prometo que no voy a saltar —dice entonces.
África no confía en él y no le suelta.
—Dame la mano y si saltas, caeré contigo —pone ella como condición.
Javi consigue girar la cabeza lo suficiene como para verla de cerca. África le sonríe con tristeza y él, en su trance alcohólico piensa que está frente a un ángel. Le coge la mano y con su ayuda, regresa de nuevo al puente, a salvo.
Entonces se da media vuelta y camina hacia un banco de madera que hay cerca y se sienta. La veterinaria no sabe muy bien qué hacer. Tiene miedo de dejarlo solo y que vuelva a intentarlo de nuevo. Después de pensarlo un par de segundos, decide acercarse y sentarse a su lado.
—Dios, soy idiota —dice él—. Siento haberte hecho pasar un mal rato... Creo que he bebido demasiado y... No sé lo que hago —se disculpa Javier.
Ella le sonríe con ternura.
—Todos tenemos derecho a pasar malos momentos, no tienes por qué disculparte. Aunque me gustaría que me prometieras que nunca vas a volver a intentar... Ya sabes.
Él la mira y se queda aturdido por la intensa mirada de la joven.
—Te lo prometo —dice el doctor del Pozo.
África pone su mano sobre el hombro de él.
—Sentir culpa no es útil —dice ella—. La mayoría de las cosas malas que hacemos las personas son por pura ignorancia... Deberías perdonarte y ser comprensivo contigo mismo.
—No puedo perdonarme, ya lo he intentado —dice él mirando hacia el suelo.
—Perdonar no es olvidar ni ser indulgente... Perdonarse es entenderse, comprenderse y tener en cuenta el error para no repetirlo en el futuro. No te fustigues más.
—Te prometo que no me tiraré, tranquila. Confía en mí —dice él de nuevo.
Se miran con cierta intensidad. Algo se quiebra en el ambiente y la veterinaria vuelve a dedicarle una sonrisa amable al desconocido.
—Está bien —dice ella—. Confío en ti.
Entonces África se levanta y se marcha de nuevo en dirección a la plaza con la esperanza de que su amiga Sara haya recuperado su integridad estomacal. Aunque no puede evitar girarse un par de veces para mirar hacia el banco y comprobar que él continúa allí sentado.
***
No se sabe cómo (quizá guiados por el pobre ángel de la guarda que lleva a la gente borracha a su casa), pero los tres amigos: Jose, Quique y el doctor del Pozo, consiguen regresar de vuelta a Villafranca y subir hasta la casa del médico para dormir: uno en el sofá, el otro en el suelo y Javier en su cama, hasta bien entrado el medio día.
Este último no tarda en caer en sueño profundo donde aparece una mujer de cabello largo y rizado que sonríe y le acaricia la cara con cariño.
—Confío en ti —dice ella misteriosa.
Él agarra su mano y la besa. Pero entonces, cuando eleva la mirada, ve a otra de cabellos rubios, ojos verdes... Y entonces se despierta bruscamente envuelto en un sudor frío y desagradable.
—¡Javi, tío hay un señor en la puerta que no para de llamar al timbre! —grita Quique desde el sofá.
Javier del Pozo se levanta de la cama y se arrastra hasta la puerta. Antes de abrir se mira a sí mismo y comprueba que lleva ropa puesta: la misma del día anterior, que debe de despedir un olor francamente mejorable.
Abre.
—Doctor, no sé si sabe quien soy. Mire, mi mujer está muy rara, debe usted venir a mi casa para visitarla porque nos está desesperando.
Se trata de un hombre de unos cincuenta y algún años, que habla muy deprisa y se ve que tiene cierta urgencia.
—Pero si es domingo —dice Javier—. Pueden llamar a emergencias o llevarla a un hospital, entienda usted que si está grave yo aquí no tengo medios para ayudarla —dice él.
—No, si no es problema de vida o muerte, creo. Es que si usted no la ve yo no me quedo tranquilo.
Javier respira hondo y trata de ignorar su dolor de cabeza con todas sus fuerzas.
—Déjeme darme una ducha en cinco minutos. Ahora salgo.
Le cierra la puerta y se va al baño. Mientras se asea y se afeita, aparecen en su cabeza unos ojos oscuros y una melena muy rizada. Recuerda parcialmente lo que ocurrió la noche anterior, pero le resulta tan descabellado que no sabe si es real o fruto de un mal sueño causado por el alcohol.
Se viste con un vaquero y un jersey fino de color negro. Después se calza unas botas de montaña y deja a sus amigos durmiendo mientras él, cargado con su mochila que lleva el fonendo, el esfingmomanómetro, la linterna y el martillo de reflejos, acomapaña a ese señor angustiado hasta su casa.
—¿Me puede concretar un poco qué le ocurre a su mujer?
—Pues verá, lleva toda la noche intentando provocarse el vómito y no lo consigue. Ahora dice que está mareada y que se encuentra muy mal y que la cena le ha sentado espantosamente.
—Quizá sólo sea un virus digestivo o algo le ha sentado mal —dice Javier, que para variar, ha dejado de lado su mala leche y está procurando tranquilizar a ese pobre hombre.
—No, le digo que está muy rara.
Por fin llegan a la casa en la que vive el matrimonio: es una casita antigua, de un solo piso y de paredes de piedra. Al entrar huele a madera antigua y a detergente. El señor guía al médico hasta el cuarto de baño, en el que hay una mujer de unos cincuenta años envuelta en una bata rosa con cara de preocupación.
—¿Cómo se llama usted? —le pregunta el médico.
—María —responde ella.
—Cuénteme María, qué le ocurre.
—¿Es usted el médico ese del que todo el mundo se queja? —pregunta la enferma de muy malos modos.
Javier pone los ojos en blanco y responde con resignación:
—Me temo que sí, pero también soy el que ha venido a verla y me temo que no tiene mucho donde elegir.
—Vamos, Mari, no seas tonta. Cuéntale al doctor —le anima su marido, que está preocupado y harto a partes iguales.
—Pues mire doctor, yo quería saber si comer arena es malo para salud.
El doctor del Pozo se queda momentáneamente en blanco. ¿Comer arena? ¿Quién come arena? Los niños, se supone. Eso debe de ser de pediatría. Sí, de pediatría. Aunque no recuerda a nadie que haya muerto por comer arena. Javier se da cuenta de que no entiende a qué viene la pregunta.
—¿Pero usted cómo se encuentra?
—Yo me encuentro perfectamente —dice María—. Pero mire, mi Antonio y yo nos fuimos al Caribe hace cuatro años.
Javier no sabe si la situación que está viviendo se debe a la resaca y a su imaginación o a que realmente está empezando a descubrir la causa de que no haya médico de familia que resista más de un año en ese lugar.
—Entiendo —responde él atónito—. ¿Y qué tiene que ver con lo que ocurre ahora?
—Pero déjeme acabar, hombre.
—Vale, vale. Discúlpeme —dice Javier.
—Pues cuando fuimos al Caribe, me traje un frasquito de arena de coral, ¿sabe? Es una arena que no se calienta con el sol, y me hacía ilusión tenerla en casa.
—Muy útil, desde luego —ironiza el doctor del Pozo en voz alta.
—He dicho que no me interrumpa.
Javier resopla, pero guarda silencio.
—Entonces mi Antonio, que desde que se ha prejubilado hace un par de meses, se ha dedicado a ordenar a fondo la casa, es decir, a cambiármelo todo de sitio porque de repente no está a gusto con el orden que había antes.
—No exageres Mari, sólo te estoy ayudando a limpiar.
—Tú calla, que contenta me tienes Antonio. Pues mire doctor, ayer compré unos filetes de pollo de corral, riquísimos. Es una pena. El caso es que a mí me gusta empanarlos y hacerlos a la plancha. No sabe usted cómo me salen de buenos.
—Seguro, no lo pongo en duda —dice Javier en tono indiferente.
—Lo que ocurrió fue que mi querido Antonio puso el frasco de arena del Caribe en la cocina pensando que era el pan rallado. Y yo, pues claro, me confundí y utilicé la arena para empanar los filetes. Y entonces me empezó a extrañar que no se pusiera doradito el pan con el calor de la plancha... En resumen, que cuando me quise dar cuenta ya me había comido medio filete.
Javier del Pozo mira fijamente a María, la señora que se ha comido un filete empanado con arena y ha solicitado una visita urgente del médico del pueblo por esa misma razón. Entonces se da cuenta de que no sabe qué demonios hacer con ella.
Quizá debió haberse tirado al río la noche anterior.
—Hay que joderse —murmura para el cuello de su camisa.
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