Capítulo 3

África se despierta con los primeros rayos de sol. Su cuarto es una habitación abuhardillada y su cama se encuentra justo bajo el gran Velux, a través del cual puede ver las estrellas de noche y la luz la sorprende por las mañanas.

Suspira, ha dormido realmente bien. Salta del colchón y camina tranquilamente hacia el baño donde se lava la cara y desenreda sus mechones oscuros y rizados con los dedos de las manos. Después, envuelta en su bata, baja unas escaleras de caracol hasta llegar a un salón-cocina que en su momento África decoró de manera sencilla y en colores pastel. Enciende la cafetera y saca un brick de leche de la nevera. No tarda en tener una taza de café calentita entre sus manos mientras mira a través del ventanal las montañas, hoy cubiertas de una espesa y misteriosa niebla.

—Parece sacado de una novela —dice ella en referencia al paisaje.

Se acaba el contenido de la taza y se hace una tostada con aceite. Aún es pronto. Son las ocho y media y no tiene a su primer paciente hasta las diez: es un gatito con diarrea.

Cuando ha desayunado, África sube de nuevo al piso de arriba y se da una ducha de agua caliente. Se encarga de untar de mascarilla para cabello rizado toda su melena y mientras hace tiempo para que ésta penetre bien en el cabello, se enjabona con un gel de aceite de argán que huele maravillosamente bien.

Después se viste con unos vaqueros claritos de talle alto y una camiseta de manga larga negra que le llega por la cintura. Se calza unas deportivas y baja al "sótano", que está acondicionado como una pequeña clínica dividida en cuatro estancias: una para hacer radiografías, otra como quirófano, otra como consulta, con la camilla de metal, un frigorífico para guardar medicamentos, el termómetro, el fonendo, y algunos de libros de consulta. La cuarta habitación es la sala de espera con unos cuantos asientos y el mostrador.

Abre las persianas y enciende los ordenadores. Después se pone la camiseta del pijama encima de la suya de manga larga (pues allí aunque sea agosto, hace frío hasta bien entrado el medio día). Barre el suelo de su pequeña clínica y friega. No le lleva más de cuarto de hora la limpieza general. Finalmente, entra en la consulta y repasa en el ordenador algunas actualizaciones sobre la leishmaniosis canina mientras hace tiempo hasta que llegue su primer paciente.

Inesperadamente y antes de la hora, se escucha la puerta y África tiene la sensación de que varias personas han entrado en la sala de espera. Rápidamente se levanta, pensando que puede haber ocurrido algún accidente y que por tanto, se trate de una urgencia.

Pero entonces se encuentra con Agustina, Dolores, la mujer de don Francisco y Charo. Están sentadas cada una en un asiento con rostro compungido y visiblemente nerviosas.

—¡Hola, África! ¡Qué guapa estás hoy! —dice Dolores sonriente, enseñando su dentadura postiza.

África sonríe sintiéndose completamente desorientada.

—Buenos días a las tres —responde ella con amabilidad—. ¿Las puedo ayudar en algo? ¿Charo, su perro está bien?

Charo sonríe sardónicamente y asiente con la cabeza.

—¿Puedo pasar yo primero? Es que mi periquito no está bien... —dice entonces Agustina.

La joven veterinaria arruga el entrecejo, confundida. Juraría no haber visto nunca un periquito en los dos años que llevaba allí atendiendo a las mascotas de todo el pueblo.

—Sí, está bien. Pase, Agustina. Ahora atenderé al resto —se encarga de decir África.

Cierra la puerta de la consulta mientras la improvisada dueña del supuesto periquito toma asiento.

—¿Y bien? ¿Qué le sucede al periquito? —pregunta África con un interés renovado.

—Bueno, no te ofendas, bonita... Pero en realidad vengo por mí. El periquito era una excusa para no levantar sospechas entre mis amigas —dice Agustina en voz bajísima.

—¿Por usted? —pregunta África imitando ese mismo tono de voz—. Pero Agustina, usted que yo sepa no es un animal y yo sólo atiendo animales, ¿no ve que no puedo ayudarla en ese sentido? Tal vez necesite atención médica.

—¡Oh!¡No me hable de médicos! ¡Los odio! Y este último que ha venido... No te lo recomiendo, es el demonio encarnado. Lo peor. Satán —exclama Agustina ya en voz alta, sumamente indignada—. Por eso vengo a pedirte ayuda a ti, porque el médico que tenemos ahora es un indecente, impresentable, desagradable... Me faltan adjetivos.

África, cuyos grandes ojos oscuros ahora están muy abiertos y fijos, procesa lentamente la información que recibe.

—Bueno, doña Agustina, entienda que los médicos son personas y a veces... A veces no tienen un buen día —improvisa la joven.

—¡Me llamó gorda! Y no quiero contarte las barbaridades que les ha dicho a los demás... Uf, no sé en qué facultad habrá estudiado este señor...

—Bueno, bueno... Haga el favor de calmarse, quizá esté amargado o tenga problemas personales... A lo mejor tienen que aprender a ser tolerantes con él y procurar sacar lo importante de sus palabras. ¿Por qué fue a verle?

Agustina suspira.

—Tengo incontinencia, hija —confiesa la señora apurada—. Sobre todo cuando toso o me río... Es horrible, soy la meona oficial de Villafranca y no sé qué hacer.

La joven veterinaria piensa un minuto sobre el problema y se le ocurre una solución.

—Quizá necesite ir a urólogo para que valoren si necesita una cirugía... Eso suele tener solución cuando se opera y bueno, perder peso también puede ayudar, ya sabe que perder peso es bueno para todo... —dice África intentando recavar conocimientos almacenados en su cerebro.

—¡Eres un cielo, hija mía! Ahora mismo voy a ir a ver al doctor Infierno para que me mande al especialista, le diré que usted misma está de acuerdo.

Entonces Agustina sale exultante de la consulta dejando a la joven veterinaria muy perpleja y sobre todo, intrigada. De pronto unos dedos finos de unos sesenta años llaman a la puerta y la nariz de la mujer de don Francisco (Ramona) asoma por la rendija de la puerta.

—¿Puedo pasar, África?

África, enmudecida, asiente con la cabeza, sin saber muy bien qué ocurrirá a continuación. Su nueva paciente se sienta frente a ella y la joven veterinaria pregunta en un arranque impulsivo:

—Esto tampoco tiene que ver con su periquito, ¿me equivoco?

Entonces, Ramona esboza una tímida sonrisa.

—Bueno, no con esa clase de periquito —contesta ella pretendiendo ser enigmática.

—¿Y a qué periquito se refiere entonces? —pregunta África estuporosa.

Ramona entonces mira hacia el suelo y murmura:

—Al de mi marido.

—Virgen santa y dígame, ¡¿qué pretende que haga yo con el periquito de su marido, Ramona?!

—Bueno, ¿por casualidad los perros no necesitarán... Esa pastillita mágica? Eh... ¿Cómo se llama?

—Los perros no utilizan Viagra, al menos no para ese fin, Ramona. ¿Le han consultado al médico?

—Sí, verá... Es un hombre muy desagradable —responde la apesadumbrada esposa de don Francisco.

África hace una mueca. Otra vez. ¿Pero qué clase de persona pasa consulta en el centro de salud? ¿Acaso han traído a Risto Mejide, pero con bata?

—Mire, deben hablarlo con él, por desagradable que sea, esa medicación que usted me pide es delicada y a veces interacciona con algunas pastillas... Sería recomendable que remitiesen a su marido al urólogo —insiste la veterinaria, aún noqueada por la situación tan disfuncional que está viviendo.

—Bueno, gracias, haremos lo que podamos...

Y Ramona se levanta de la silla y se va.

Entonces Dolores se abalanza al interior de la consulta de África y con temblores descontrolados se sienta en la silla y la mira con el rostro compungido.

—Mire, doctora, ¿la puedo llamar doctora, verdad?

—Bueno, si quiere... Llámeme África, es mi nombre de pila.

—Oh, que agradable es usted, ya me siento mejor. El nuevo médico es espantoso.

África tuerce la boca en un gesto de desesperación. No ha estudiado la carrera de veterinaria para arreglar incontinencias, impotencias... Y a ver lo que viene ahora.

—Dígame que viene por su mascota —casi suplica la joven.

—No tengo mascota. Vengo para que me ayude usted, ya que aunque no es médico como tal, sabrá algo más de medicina que el resto del pueblo, aunque supongo que un poco menos que el médico, al cual, todo sea dicho, no quiero ni ver. Es un hombre de lo más maleducado, insolente, indiferente e inmisericorde que hay.

—Vaya —musita África imaginándose al doctor como un señor sesentón con las mismas gafas de sol que aquel crítico demencial de Operación Triunfo.

—Verás, hija... Yo siempre he tenido problemas de ansiedad, depresión, celotipia y un poco de hipocondria, pero me llevan los psiquiatras del hospital, solo que hasta dentro de dos meses no tengo consulta de revisión y últimamente me encuentro mal.

—¿Y qué le pasa, Dolores? —pregunta África en tono de susto.

—Pues ya se lo he dicho al médico, pero, ¿sabe qué ha hecho? ¡Reírse en mi cara! A carcajada limpia, oiga.

—Bueno, Dolores, cuénteme, aunque no le aseguro que pueda ayudarla.

—Pues es muy sencillo, ayer me levanté con una sensación muy desagradable... Tengo algo en el cuerpo que me sube y me baja... A veces estoy arriba y a veces estoy abajo, ¿entiendes, hija? Me siento como en una montaña rusa.

—¿No tendrá usted vértigos o mareo?

—Ah, no, de eso nada. Si sé lo que tengo, que llevo con esto ya muchos años. Es ansiedad, pura y dura, nervios... Verás, es que el Sálvame del otro día se puso muy tenso... Voy a tener que dejar de ver ese programa, hija mía...

África, que veía que Dolores cogía carrerilla para hablar sin parar, se propuso detenerla antes de que le arrastrara a su bucle cotorril.

—Bueno, bueno. Entonces ya se ha dado usted misma la solución, ¿no cree? Quizá necesita un tiempo de ocio más relajado, como escuchar música clásica o hacer pilates...

—No, doctora, lo que necesito es una caja de pastillas, que me ha caducado la receta electrónica y no puedo ir a comprarlas, pero como este médico es tan insolente no tuve tiempo de pedírselo, que a fin de cuentas es a lo que yo había ido a la consulta.

—¿Pero no fue porque tiene algo en el cuerpo que le sube y le baja? —pregunta África, que ya empieza a marearse.

—Sí, pero eso me pasa siempre, hija. ¿Entonces tú no me puedes recetar esas pastillas?

—Me temo que no, Dolores —responde la veterinaria rezando porque su siguiente paciente tenga cuatro patas y pelo por todo el cuerpo.

Entonces Dolores se levanta con aires de indignación y emite un "de verdad" por lo bajini antes de desaparecer por la puerta de la consulta.

"Madre mía", piensa la veterinaria.

África apoya los codos sobre la mesa y entierra su cara entre las manos mientras realiza una inspiración profunda. Desde luego, no está preparada, ni quiere estarlo, para ser el médico de cabecera de Villafranca.

—¿Puedo pasar, África?

Entonces, la joven levanta su cabeza haciendo que sus rizos oscuros y definidos se desplacen hacia atrás y descubre a Charo. "No, por el amor de Dios, ¡más no! Por el Universo, por Snoopy...", suplica para sus adentros.

—Qué remedio... —dice en voz bajita—. Dime que vienes por tu perro.

—Sí, claro ¿por qué, si no? Necesito la pastilla para desparasitarlo.

De repente, África siente una oleada de alivio que destensa uno a uno todos sus músculos. Menos mal. Se incorpora de la silla y rebusca en una de las cajas los comprimidos de praziquantel.

—Aquí tienes.

Charo guarda el pequeño blíster en el bolso y le extiende a África un billete de diez euros. La joven sale de la consulta y los guarda en la caja registradora que tiene en el mostrador.

—Por cierto —dice Charo mirando fijamente a la veterinaria a través de sus diminutas gafas—. Me ha salido un lunar muy feo, ¿podrías echarle un vistazo?

Entonces África eleva la mirada al techo y cuenta hasta diez.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top