Capítulo 27


Javier asume el precio a pagar. Desde que han llegado a la habitación del hotel, África se ha encerrado en el baño y no le ha dirigido la palabra nada más que para informarle:

—Me voy a dar un baño, voy a tardar.

Él sabe que lo tiene merecido, pero no le importa, se siente feliz. El débil eco de la música que África ha puesto en su Iphone se deja escuchar al otro lado de la puerta. Adele canta y el médico se resigna a que no va a ver a su novia de cuerpo presente hasta dentro de, por lo menos, un par de horas.

Se pone su pijama de lino verde y se tumba en la cama con el mando de la tele en su poder. Se dice a sí mismo que es por una buena causa, aunque solo espera que el cabreo de África no suponga la ruptura de la relación en menos de veinticuatro horas, que és básicamente el tiempo que necesita para que todo se solucione. Su teléfono pita, él echa un vistazo y ve un mensaje de Jose. Ya están aquí. Javier sonríe pensando que quizá esté loco. Y es que lo está. Coge su móvil y abre la galería. Comienza revisando las fotos de los últimos días: momentos felices en los que África ríe, él ríe, Bistec duerme panza arriba en su sofá, ella está montando a caballo y sus rizos revueltos caen sobre sus hombros. No quiere perderla. Recuerda cómo se sintió cuando le dijo que se marchaba a Madrid. Si hubiese sido un árbol en aquel momento, todas sus hojas se habrían caído de repente y sus raíces se hubiesen secado de inmediato. Dependía de ella. Porque, aunque deseáramos que no fuese así, dependemos de las personas de las que nos enamoramos. Son las que más poder tienen para hacernos felices, pero también para destruirnos.

Avanza hacia atrás en el tiempo y comienzan a aparecer fotos de su hermano y de Olga. Y de los tres juntos. Se le escapa una lágrima, pero descubre con cierta tranquilidad, que ya no siente culpa. Ha aceptado que él ya no está y que, preso de su propio laberinto emocional, tomó su decisión y sufrió las consecuencias. Que no hay culpables, que no hay nadie a quien haya que sentar en el banquillo de los acusados.

De pronto, siente unos dedos acariciando su pelo, recorren su nuca y su cuello con delicadeza. Se gira y África le sonríe con ternura.

—Él querría que fueras feliz —dice su novia.

—Le echo de menos —reconoce Javier, por primera vez en voz alta—. Lo cierto es que me refugiaba en mi culpa para no aceptar que se había ido.

África se sienta a su lado, envuelta en un esponjoso albornoz.

—A veces es más fácil refugiarse en la autolamentación que sumergirse en la realidad.

—Te quiero —dice él.

Ella lo abraza y se tumban sobre los cojines. África respira profundamente muy relajada. Se encuentra en el mejor sitio del mundo y espera poder refugiarse en él siempre que lo necesite, por eso esperaba un anillo.

"Pero quizá sea demasiado pronto", reflexiona. Cierra los ojos mientras él desliza sus dedos entre los mechones húmedos de la veterinaria.

Sus rizos ni siquiera se deshacen con el agua y eso le encanta a Javier. Apaga la luz y le da un beso en la frente.

—Vamos a descansar, mañana va a ser un día intenso—dice él.

África ronronea suavemente como respuesta y pasa su fino brazo sobre la cintura del médico. Él sonríe para sus adentros.

***

La veterinaria nunca ha sido muy sensible a los olores. Por eso, cada vez que intenta hacer arroz con leche, se le quema, porque no huele el desagradable aroma a carbonizado que desprende el potingue de la cacerola.

Sin embargo, el olor a animales lo tiene bien grabado en su mente. Y aquí huele a pienso y a pelos. Y también a cacas.

—¿Dónde demonios me has traído? —pregunta ella a Javi.

Él se ha encargado de vendar eficazmente los ojos de África.

—A un lugar... Sorprendente —dice él riéndose.

—Aquí apesta a boñiga de vaca —responde ella arrugando la nariz—. Hasta yo lo huelo.

Javier mira a su derecha, donde hay un elefante haciendo sus necesidades. Vaya momento tan oportuno para ponerse a cagar. Todavía le revienta la sorpresa.

—Hay que joderse —dice él.

—¿Qué pasa? ¿Por qué hay que joderse ahora?

—Pues porque un perro ha dejado aquí un regalito y el dueño no lo ha recogido —miente él.

África arruga aún más la nariz.

—Pues no sé qué le dan de comer a ese perro, pero tiene un problema intestinal.

Javier contiene la risa ante el comentario. Al fin, tras dar mil vueltas por el Loro Park, llegan al delfinario. Javier reza porque las criaturas que están apaciblemente nadando, no comiencen a hacer gorgoritos, porque si no, su novia se va a enterar de que no están paseando por el campo.

Se deslizan escaleras abajo y una chica joven y sonriente abre una puerta de esas que sólo están ahí para el personal del zoológico. Por suerte un contacto de su amigo Quique ha conseguido que los dejen entrar fuera de horario de apertura al público, si no hubiese sido imposible mantener el misterio con aquello repleto de niños gritando: "¡Mira mamá, un rinoceronte!"

Caminan unos metros más. Giran a la derecha y después a la izquierda. Y entonces, Javier retira la venda de los ojos y África mira a su alrededor. Está en un vestuario.

—Eso es para ti —señala él.

Un traje de neopreno gris y rosa cuelga de una percha.

—Yo te aviso, no sé hacer surf ni nada que se le parezca —dice ella.

—Póntelo y luego sal por esa puerta, yo estaré fuera esperando —dice él.

África obedece. Se desviste y después se las ve y desea para entrar en ese trapo infame que se pega a todo su cuerpo. Al fin lo consigue. Se pone unas cangrejeras que también parecen estar ahí para ser utilizadas por ella y sale del vestuario. Y allí está él, con otro neopreno y un cubo lleno de pescado al lado de una especie de lago de agua limpia llena de delfines que saltan y nadan sin parar.

África los observa completamente absorta. Son... Preciosos. Javier la contempla en ese mismo instante, su novia tiene una luz tal en la mirada que todo aquello que toque con sus pupilas se convertirá automáticamente en el mismo centro del universo. Y él quiere ser, para el resto de su vida, el centro de ese universo.

Se da cuenta de que le sudan las manos y le tiemblan las piernas. Mira el teléfono, está todo preparado. Sus dos amigos llevan en el parque dos horas.

—Bueno —susurra él con nervios—. Que sea lo que Dios quiera.

Da la señal, que consiste en mandar un wassap a su amigo Jose en el que pone: "venga, coño que ya estáis tardando".

África sonríe mientras los delfines van y vienen. Lo cierto es que está deseando nadar con ellos, pero no sabe si la dejarán o la visita solo permite verlos de cerca. Suspira y mira a Javier, a quien encuentra particularmente extraño. Tiene los ojos como empañados y sonríe de medio lado. Pero justo antes de preguntarle si se encuentra bien, nota algo que araña su espalda.

Grita sobresaltada y se da media vuelta. Un ladrido y un rabo que se mueve de izquierda a derecha incansablemente la saludan. La veterinaria tarda unos segundos en aceptar que Bistec se encuentra con ella en un delfinario en Tenerife. Aún así no sabe muy bien donde encajar todo aquel escenario. Bistec insiste, le echa la pata, se pone panza arriba y jadea de felicidad.

—Hola, pequeño... Sí, te quiero, te quiero —dice ella mientras le rasca el lomo enérgicamente— Y, ¿qué haces tú aquí?

Bistec responde con lametones, ella le acaricia las orejas, el cuello... Y, de pronto se da cuenta de que algo cuelga del collar.

—¿Pero qué...?

África sigue una cadenita de unos dos centímetros que une la hebilla del collar con lo que parece una cajita forrada de terciopelo azul marino. Entonces se gira hacia el médico y él inspira profundamente.

Ella piensa por un momento que será otro collar o unos pendientes o algo parecido a lo que sucedió en la cena del día anterior. Se sorprende a sí misma asustada ante la idea de llevarse otro chasco.

—Ábrelo Afri —insiste Javier casi en un susurro.

Los segundos parecen eternos, el mundo se para, hasta su corazón parece haberse pausado momentáneamente. El médico retuerce sus manos tras su espalda.

La veterinaria reúne fuerzas y destapa la cajita. Una sortija sencilla, con un diminuto y elegante brillante se deja ver y reluce cuando un pequeño rayo de sol la alcanza tangencialmente. Ella la extrae cuidadosamente. Bistec, que parece consciente de la trasdencencia del momento, se mantiene quieto como una piedra.

África introduce su cuarto dedo en el interior de la joya. Como un guante (de su talla). Entonces cierra la cajita y la desengancha del collar de Bistec.

Se incorpora. Javier, que se ha ido acercando sigilosamente, hinca la rodilla en el suelo y sostiene una de las manos femeninas entre las suyas.

Se aclara la voz con un ligero carraspeo. No tiene preparado un discurso, simplemente va a decir lo que piensa y lo que quiere.

—África, me gustaría estar a tu lado todo el tiempo que estés dispuesta a quererme, me gustaría que mis hijos fueran los tuyos y que tú fueras quien los enseñara a montar a caballo. Quiero que mis hijos hereden tus ojos, tu sonrisa y todo lo que hay en ti que hace que mi vida sea bonita. Quiero que sigas siendo mi Norte y que no me dejes extraviarme de nuevo. Quiero que mis primeras canas me salgan a tu lado... Solo si tú quieres lo mismo conmigo... ¿Qué me dices?

África se retira una lágrima con la manga del neopreno.

—Te digo que sí, sí quiero —responde.

Bistec, que parece haberse descongelado, empieza a ladrar y a mover el rabo. Ha descubierto a los delfines que nadan a escasos metros de él y como no ha visto jamás una criatura semejante, encuentra adecuado avisar a sus dueños haciendo mucho ruido y poniéndose muy nervioso.

Javier se incorpora, le duele la rodilla de haberla clavado en el pavimento duro de cemento con tanta fuerza. Probablemente se haya hecho una herida. Pero le da igual. Coge a África en brazos y le da un beso de esos que uno desea que nunca se acaben.

Los dos amigotes del médico aparecen en escena aplaudiendo y silbando. La veterinaria se ríe. Pero entonces un pensamiento se apodera de su mente como una nube negra que entra para dominar un cielo azul en un día de sol.

—Javier —dice ella muy seria.

—¿Qué ocurre?

Ella eleva una ceja y sus ojos negros taladran los azules del médico.

—Dime que no habéis facturado al pobre perro para subir al avión.

Bistec ladra. Eso es un sí en su idioma canino.

Javier, que creía que su novia acababa de sufrir un arrepentimiento repentino, suspira aliviado y echa a reír... Justo antes de lanzarla al agua con los delfines.

Otra chica más o menos joven entra en el delfinario vestida con un neopreno, la culpable de haber permitido una pedida de mano en aquel lugar. Quique se acerca y le da un beso en la mejilla. Jose le mira de reojo muy serio (tío, es tu ex). Pero el amigo se encoge de hombros. ¿Y qué más da? Uno tiene que tener amigos hasta en el infierno.

—Bueno, pues vamos a empezar —dice ella con una sonrisa.


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Bueno y aún nos falta el epílogo. Prometo que será largo y detallado y que procuraré tenerlo en este mes :D :D

Disculpad el retraso, estuve trabajando en urgencias, llegaba a casa muy cansada y tuve que preparar un par de casos clínicos y sesiones y cosas que no me han permitido escribir :( 

Os agradezco infinito vuestra paciente y os quiero mucho <3 

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