Capítulo 23
Javier se pregunta si hay algo que le dé más paz en el mundo que sentir la respiración de África bajo su brazo y su piel suave bajo sus manos. Sí, probablemente haya algo que pueda darle más paz: tener todo eso todos los días restantes que le queden por vivir.
El médico nota un lametazo sobre su pie. Bistec ha regresado de su profundo sueño y se ha bajado del sofá para hacer compañía a la pareja que yace sobre la alfombra. El animal utiliza hábilmente sus cuatro patas para situarse entre ambos y hacerse una rosquilla peluda... Menos mal que África le quitó la vía y el suero en un ataque de cordura antes de quedarse dormida en brazos de Javier.
Él contempla la escena y sufre de pronto una desagradable sensación opresiva en el pecho al recordar que ella se marcha del pueblo. Acerca su nariz al cabello rizado y oscuro y respira hondo. Huele a una mezcla entre vainilla y flores. No quiere perderla. Aunque su conciencia lo torture toda su vida por haber besado a la novia de su hermano en el momento más inoportuno, no quiere que África se aleje de él. No soporta la idea.
—Afri... —susurra él en el fino oído de ella.
Ella sonríe con los ojos cerrados y estira su brazo hasta rodear la cintura masculina.
—Un ratito más —dice.
—¿Quieres chocolate con churros? —pregunta él.
África abre los ojos momentáneamente. Lo cierto es que ayer no cenó y luego hizo... Ejercicio.
—Uf, ahora que lo dices... —responde ella.
—Sólo tienes que decir que sí y yo te lo traigo —dice él mientras recorre la espalda desnuda con uno de sus dedos.
—Vale, sí quiero —dice África mientras cierra los ojos de nuevo al sentir el contacto.
Javier la besa durante un par de segundos y después se levanta de la alfombra. Busca su ropa, que está desparramada en el sofá y se viste rápidamente.
Se agacha de nuevo y besa la nariz de la veterinaria.
—Te quiero —dice él y a ella se le acelera el corazón—Vuelvo en seguida.
África observa cómo Javier abre la puerta y desaparece al cerrarla. Cierra los ojos de nuevo y trata de dormir, pero ya es imposible. La realidad estalla en su cerebro, poniendo todos sus planes del revés.
Se sienta sobre la alfombra y tapa su cuerpo desnudo con la mantita polar beige que normalmente utiliza en el sofá para ver películas y leer en invierno. Bistec se hace un ovillo a su lado.
—Dios mío, y ahora qué...
***
El médico rebusca en sus bolsillos mientras camina calle abajo. Encuentra las llaves de su casa pero nada más. Debió dejarse la cartera en la mesa de su salón cuando Bistec comenzó a convulsionar. Mira el reloj y al comprobar que no son ni las nueve, piensa que le dará tiempo a pasar por casa antes de acercarse a la cafetería donde todas las mañanas Pepe obsequia a Villafranca con unos grasientos (y magníficos) churros.
Aprieta el paso y tras bajar la cuesta, gira a la derecha y después tuerce a la izquierda, sorteando las fachadas de piedra que le dan a Villafranca ese aspecto tan rural y pintoresco. Al fin, llega hasta las escaleras de madera que ascienden a su casa. Las sube de cuatro en cuatro y abre la puerta. Una bofetada de aire cargado le golpea al entrar. Levanta las persianas y abre las ventanas del salón y la cocina. No recuerda cuándo fue la última vez que ventiló.
Camina hasta su habitación, la cama lleva revuelta y sin arreglar muchos días y hoy, por primera vez, le molesta el desorden. Decide hacerla en un minuto, ventilar también el cuarto y meter en un cajón todos los papeles que tiene desparramados encima de la cómoda.
Mucho mejor.
Encuentra su cartera en el pequeño aparador que hay en el recibidor, la mete en su bolsillo junto con las llaves y antes de salir de casa, cierra las ventanas. En unos pocos minutos, el aire se ha renovado y ha cambiado radicalmente el olor a médico desgraciado que había en el interior de la vivienda.
Y, cuando está a punto de girar el picaporte de la puerta principal, suena el timbre. Javier se sorprende pero después imagina que África habrá decidido acompañarlo. No sería extraño.
Abre, entusiasmado ante la idea.
—Hola, cariño ¿cómo estás? —dice su madre con una sonrisa asustada—. Sé que no te he avisado, pero como es tan difícil hablar contigo... No me sueles coger el teléfono —se justifica ella rápidamente.
Javier se bloquea, igual que ha cerrado las ventanas de su casa, su cerebro se cierra en banda y no logra encontrar una respuesta a la situación. De pronto recuerda a su hermano, a Olga, y la desgracia completa se escenifica en su mente fotograma a fotograma.
—Pasa –logra decir finalmente y con un tono tan frío que casi hace llorar a su madre— Iba a ir ahora a comprar unas cosas...
Entonces ella, que siempre ha sido muy respetuosa con la voluntad de sus hijos, decide que hoy no es ese día.
—Creo que puedes dedicarle unos minutos a tu madre —responde ella con firmeza mientras se sienta en el sofá.
Sin embargo, no se molesta en desabrigarse, como si la visita estuviese destinada a durar poco tiempo.
***
África lleva dos horas largas (casi tres) sentada en el sofá esperando un desayuno que parece que no llegará nunca.
Bueno, pero los churros son lo de menos. Lleva media hora llamando por teléfono a Javier y éste no responde. Ni un mensaje ni... Nada.
La veterinaria comienza a sentir un nudo en su estómago porque algo le dice que este hombre ha vuelto a introducirse en su capullo de culpabilidad y que, debido a eso, se ha arrepentido de lo que ocurrió anoche y ha salido huyendo. Ahora en vez de ir a comprar tabaco, se llama ir a buscar unos churros para desayunar.
África se plantea a sí misma la posibilidad de levantarse del sofá, vestirse (en lugar de cubrir su cuerpo desnudo con la mantita), hacerse un café y seguir preparando su maleta. Algo le dice que sus planes no van a cambiar. La única diferencia es que ahora, al haber hecho el amor con él, se siente emocionalmente destruida y duda de que vaya a poder recuperarse de ello algún día.
Se envuelve con fuerza en la manta y se incorpora con los ojos llenos de lágrimas. Avanza paso a paso hasta la nevera y con una mano libre y temblorosa, saca un brick de leche. Llena una taza y la introduce al microondas. Mientras observa el recipiente dar vueltas sobre sí mismo, apoya sus manos en la encimera y entonces, algo cae al suelo. Lo ha tirado sin querer.
Se agacha y recoge... Un Iphone. No es el suyo.
Inspecciona el teléfono para ver si la caída ha causado daños. Descubre que la pestañita del volumen está desplazada, dejando una ranura naranaja a la vista e indicando que el aparato se encuentra silenciado. Enciende la pantalla y ve las diez llamadas perdidas que han quedado registradas en el móvil del médico.
Se lo ha dejado allí.
Sin querer, desliza la vista hacia abajo y descubre que hay más llamadas perdidas y mensajes a parte de los suyos. Son todos de Olga.
"Javi, necesito hablar contigo, por favor", "cógeme el teléfono", "tenemos que hablar".
África, suele ser una persona racional, imparcial y pausada, pero claro, todas esas virtudes no sirven de mucho cuando una está enamorada.
Cuando una mujer está colada hasta las trancas por un hombre, a menudo el resto de féminas que pretenden acercarse a él se convierten en seres despreciables a los que habría que acuchillar por la espalda. Como la pobre Olga en estos momentos.
—Será zorra la muy puta —dice África sin medir sus palabras—. Y él... ¿Y si no es culpa lo que siente? ¿Y si realmente quiere jugar conmigo? No sería raro. Hay tantas a las que han engañado. Claro, porque como a mí me gusta, me empeño en creer que él me quiere pero por sus gilipolleces psicológicas no se siente capaz de estar conmigo. No, me niego. Esto ya es de coña, vamos. Por el amor de Dios.
Bistec observa a la veterinaria con los ojos bien abiertos y las orejas elevadas. No la entiende pero percibe la energía negativa que desprende por cada uno de los poros de su piel.
—¿Y de qué tienen que hablar? ¿De cómo le puso los cuernos a su hermano? Claaaaaro. Lo normal. "Oye Javi y si follamos y ya total, de perdidos al río, ¿no?" "Javi es que en el fondo siempre he estado looooca por ti y ahora podríamos superar aquel pequeño percance y..." ¡ZORRÓN! Y el otro, vaya pedazo de imbécil, capullo, prepotente, subnormal...
Se bebe la leche caliente de un trago. No se ha molestado en añadirle café porque si no quizá, le dé una crisis de ansiedad (que ya anda cerca).
—Y, claro, ahora va y se marcha y me deja aquí, dos horas. Bueno, casi tres. Y encima me deja su perro y su teléfono. ¿Dónde coño se ha metido? No entiendo nada.
África sube a su habitación, escoge un conjunto de ropa interior blanca y se viste con unos vaqueros y un jersey negro con escote de pico. Se ata sus rizos negros con una goma de pelo del Mercadona y se calza sus botas de montaña.
—Bien, me voy a tranquilizar —miente.
Sale al jardín y sus perros acuden a recibirla con lametones y zarpazos. Tienen una mezcla de mimos, hambre, ganas de jugar y ganas de salir de paseo. Se tendrán que conformar con unas escasas caricias y unas croquetillas de pienso. África nota que el móvil de Javier vibra en su bolsillo. Lo saca y ve otro mensaje de Olga: "Llámame, por favor, es urgente".
La veterinaria frunce los labios y respira hondo, tratando de dejar sus celos de lado y de dar un poco de voz al sentido común que por norma suele regir su vida cotidiana. Se sienta en el banquito de madera verde que tiene a la salida del establo y recapacita mientras el aire frío de la mañana le congela los labios y el cuello. Las lágrimas aún no se animan a salir, saben que tienen que reservarse para dentro de un rato.
África trata de reflexionar como si se tratase de una persona completamente ajena a la situación. Si el médico se ha dejado su perro y su teléfono allí casa y aún no ha vuelto, es probable que su intención no haya sido abandonarla y salir huyendo.
Y los mensajes de Olga...
África piensa que quizá no sea correcto lo que está a punto de hacer pero, si es urgente, es urgente ¿no?
Por tanto, decide devolver la llamada (algo que en un Iphone puede hacerse con el teléfono bloqueado).
—¿Hola? –responde una voz masculina al otro lado–. ¿África, eres tú?
Cuando el tiempo se para, todo a tu alrededor pierde la forma y el sonido, tu corazón parece que deja de latir y por un momento, te sientes desfallecer. Cuando algo te impresiona, asusta o hiere lo suficiente, el cerebro hace que todo parezca irreal y difuso, incluso tu persona se desdibuja hasta hacerte parecer que no eres dueña ni de tu propia respiración.
África cuelga y el móvil se le cae de la mano. Ella se deja caer sobre el respaldo frío del banco verde. No siente nada.
Ojalá pudiera llorar pero no le sale ni una lágrima.
***
Javier utiliza el teléfono de la que fue la novia de su hermano para llamar a la veterinaria. Una y otra vez. Cada minuto lo intenta, sin obtener respuesta. Él se imagina lo que debe de estar pasando por la mente de África: probablemente algo que no tiene nada que ver con la realidad que él está viviendo justo ahora.
Lo malo de ser médico es que cuando alguien a quien quieres enferma, eres claramente consciente de cuál va a ser la evolución desde el primer momento. Las personas que son ajenas al mundo sanitario tienen un tiempo muerto para aclimatarse a la situación. Pasan por varias fases: tal vez mejore, los médicos están en ello, se encuentra en buenas manos, aún hay muchos tratamientos por probar, a ver qué tal mañana, veremos si dentro de una hora está mejor, a ver lo que dice el cardiólogo...
Pero Javier sabe que si a su madre no le meten pronto un catéter y le desobstruyen las coronarias, se morirá. Y da igual lo que ningún compañero de profesión pueda decirle para intentar calmarlo.
Ya sabe lo que hay.
Nunca había montado en helicóptero hasta que llegó a Villafranca. Y ya va por la segunda vez.
Rememora lo sucedido hace apenas una hora. Su madre se sentó en el sofá. Él notó rápidamente el gesto de tristeza y decepción que se dibujaba en su rostro ya salpicado por múltiples líneas de expresión.
—Hijo, cuéntame qué ocurrió aquella noche —había dicho ella.
Él se sentó junto a su madre y, sin atreverse a mirarla a los ojos, le contó lo que ocurrió con Olga y cómo su hermano se marchó borracho con las llaves del coche en el bolsillo.
—Hay algo que no sabes —dijo entonces ella—. El examen no le había salido bien.
Javier por primera vez levantó la cabeza y la miró, suplicando alguna clase de perdón.
—Ya... Bueno todos salimos preocupados, es normal. Cuando uno acaba de hacer el MIR no tiene buenas sensaciones.
—Tu hermano sacó un número 9500. No hubiese podido escoger plaza —había confesado ella—. Ya sabes que siempre sacaba las mejores notas en los simulacros. Él creía que iba a estar entre los quinientos primeros.
Javier, entonces, había roto a llorar. Como un niño pequeño, sus lágrimas escaparon sin control y su madre lo abrazó con el mismo cariño con el que lo achuchaba cuando aún era un bebé de meses de edad. Pero ella lo soltó repentinamente y se llevó la mano al pecho. Empezó a sudar, a marearse, tenía náuseas.
—Duele mucho —dijo casi sin voz.
El médico llamó a emergencias y en quince minutos llegó un helicóptero.
Y ahora está en la sala de espera de una UCI médica compartida a medias con los cardiólogos y su unidad coronaria esperando a que un cateterismo le salve la vida a su madre.
Olga fue una de las adjuntas que dirigieron los primeros momentos que pasó su madre en el box vital, hasta que llegaron corriendo los cardiólogos. Ahora ella está sentada a su lado.
—Tus padres vinieron a verme ayer, intenté llamarte pero no me cogías el teléfono —dice Olga—. Espero que no te enfades, pero les conté lo que sucedió esa noche y le pedí que nos perdonara. Tu madre me dijo que no importaba, que nadie tenía la culpa, que se sentía fatal porque te estuvieras martirizando y que no podía consentir perder al hijo que le quedaba, habiendo perdido ya a uno.
—¿Y mi padre?
—Tu padre dijo que tu hermano siempre había tenido muy poca resistencia a la frustración y que si había alguien culpable de todo aquello fue él por exigirle tanto.
—Joder —susurra Javier—. Yo... Yo... Estuve con África anoche. ¿Y mi padre por qué no está aquí? Pensé que no había venido... Tengo que hablar con él. ¿Tienes su teléfono?
—Bueno, tengo el que me dio tu hermano hace cinco años.
Javier abre la lista de contactos e introduce el nombre de su padre con los dedos temblorosos. Lo encuentra y llama. Después de tres timbrazos, consigue respuesta.
—¿Diga?
—Papá, soy Javier. ¿Dónde estás?
—Estaba durmiendo, tu madre ha debido de salir... Ya sabes que le gusta pasear temprano todos los días... Escucha... Estamos en Villafranca, pensábamos ir a verte a medio día.
Javier mira el reloj. Son las once de la mañana.
—Escucha, mamá ha venido a verme antes a primera hora y ahora estamos en el hospital, en el que está en la ciudad, se... Se encontraba mal y la hemos traído, es mejor que vengas, ¿vale?
El médico no quiere decirle a su padre por teléfono la realidad de la situación, ¿y si se pone tan nervioso que tiene un accidente con el coche? No merece la pena.
—¿Y por qué no me habéis dicho nada? ¿No me podría haber llamado ella antes? —dice con cierto tono de indignación, muy parecido, por cierto, al de su hijo cuando se enfada.
—Ya te estoy llamando yo. Pero escucha antes quiero que hagas algo.
—A ver, dime.
—Esta noche he estado en casa de una amiga.
—¿Amiga?
—Calla y escucha, papá. Es la casa blanca que hay en lo alto de una colina, la única cuesta arriba que hay en el pueblo, y si no pregunta por la casa de la veterinaria. Me dejé el móvil allí y además ella puede traerte al hospital, sabe cómo llegar. Así no vienes solo y yo estoy más tranquilo.
—Hijo, yo he venido conduciendo hasta este pueblucho que está donde Dios perdió el nombre, creo que seré capaz de llegar hasta allí.
—Hazme el favor y ve a verla a ella. Que ya tienes setenta y cinco años por Dios, no estás para conducir tú solo y nervioso como estás... —la ansiedad de Javier atraviesa el teléfono y de alguna manera, consigue que su padre intuya la gravedad de la situación.
—Eres un coñazo, hijo, pero vale.
—Date prisa —dice Javier antes de colgar.
***
Los perros han desistido. Ahora se pasean por la finca y juegan a sus anchas, al margen de su dueña, que parece petrificada sobre la madera verde. África está tiritando, pero le da igual. Todo, absolutamente todo, le da igual. ¿Y si se pilla una gripe? Qué más da. ¿Y si se muere hipotérmica perdida? Mejor. Ya total... Quizá esa soledad tan intensa que siente se la ha buscado ella solita. Fue la propia África la que decidió exiliarse al pueblo de su abuelo, abandonar a sus amigas, a sus padres. También relegó su vida amorosa a un último plano... Total, para acabar como su madre, acostándose con algún monitor de tenis mientras su padre se iba con otras... No, ella no quería eso y si era lo único que había en el mundo, prefería abstenerse.
Y Javier... Pues un tullido emocional que sólo la hace llorar. Sí, sí... Ella es muy feliz cuando él está cerca, el problema es que él siempre se va. Y la deja sola, triste y jodida.
—Me tenía que haber metido a monja, me lo pasaría genial haciendo pasteles y vendiéndolos en la puerta del convento. Me dedicaría a rezar y a leer. Y a esperar a la muerte.
De pronto, el timbre suena, los perros ladran enfurecidos y ella se sobresalta de tal manera que siente que el corazón se le va a salir por la boca.
Se levanta y nota que un latigazo de dolor recorre su espalda. Lleva demasiado tiempo sentada ahí fuera.
Se acerca a la puerta de barrotes negros que separa su finca del resto del pueblo, ensordecida por los ladridos. Allí encuentra a un hombre más bien mayor con pinta de estar un poco despistado.
—Disculpe, ¿es usted la veterinaria?
África asiente con la cabeza.
—Sí, pero hoy está cerrado, lo siento.
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Y el siguiente.... Perdón por el retraso... ya sabéis que vengo publicando un capítulo al mes porque no me da la vida T.T
Quiero poder decir que ya queda poco para acabar la novela, pero esto depende del tiempo y las guardias y las fuerzas que me resten :/
os quiero y os agradezco muchísimo vuestra paciencia. Un beso enorme <3
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