Capítulo 22


África contempla las luces del atardecer desde su ventanal. La taza humeante calienta la palma de su mano mientras una mantita polar cuelga sobre sus hombros.

Es domingo.

Respira despacio y tranquila mientras deja que su mirada vague por las escarpadas laderas llenas de árboles y desfiladeros que se extienden al otro lado de la colina. Piensa que tal vez pueda volver los fines de semana para relajarse. Se sienta en una mecedora sin perder de vista el precioso horizonte mientras piensa en la decisión que ha tomado hace apenas unos días: la de regresar a la ciudad y cambiar radicalmente el rumbo de su vida.

Ya ha encontrado a la persona perfecta para cuidar a Pan y sus perros se irán con ella. Buscará una casita pequeña con jardín cerca de algún parque donde pueda darle a sus animales un soplo de aire fresco.

Ha pasado un mes desde que falleció su padre y, por tanto, desde que conoció a la madre de Javi. La semana siguiente esperó a que el médico llamara a su puerta y le contara que todos sus traumas se habían resuelto, que había hablado con su madre, que ambos se habían perdonado a sí mismos. Pero no ocurrió. Y la siguiente semana tampoco.

Se encontraron posteriormente un par de veces en el súper. No se hablaron, al menos con palabras. De nuevo, Javier había recuperado su actitud esquiva y África comenzó a desesperarse.

—Pero ya soy demasiado mayor y tengo muy poca paciencia para perder la paz de espíritu por un hombre a estas alturas —dice en voz alta de repente.

Entonces, decidió que no quedaba otra que alejarse de allí. Ya había asumido que estaba enamorada de él y que, como no había ninguna posibilidad de ser correspondida de la manera en que ella lo necesitaba, lo mejor sería poner tierra de por medio.

Así de simple. Y así de complejo.

Da otro sorbo de su taza. Bueno, al menos ya tiene trabajo, dentro de dos semanas se incorporará a una nueva clínica que un empresario emprendedor ha puesto en marcha a las afueras de Madrid, en un barrio nuevo. África suspira y deja caer una lágrima. Pero es que no puede seguir así. Su vida se ha estancado, o más bien, se ha enroscado alrededor de un hombre que la perturba profundamente.

                                                                                      ***

Javier está sentado en uno de los muros de piedra que limitan el prado que hay tras la iglesia. Bistec corre por la hierba con la pelota en la boca y a ratos se revuelca sobre el terciopelo verde. Él disfruta de ver a su mascota derrochando energía. El bendito animal está feliz de correr a su aire por el campo y, de alguna manera, eso le transmite paz, que no le viene nada mal.

Se sube la cremallera del cuello del jersey, a última hora de la tarde se levanta una brisa un tanto fría allí en las montañas. Mira el horizonte y descubre que los últimos rayos que despiden el día se reflejan en las nubes, quienes devuelven generosamente un resplandor rosado que contrasta con el azul pálido del cielo que comienza a apagarse a cada minuto que pasa.

—Bistec, vámonos a casa —le dice a la criaturilla peluda.

El animal se incorpora inmediatamente y sigue a su amo, que se baja de la piedra y camina por el prado hasta la salida. Juntos, dan un paseo hasta llegar a la casita del médico.

Javier se plantea cenar cualquier cosa: como una lata de sardinas, sin ir más lejos. No le gusta cocinar y menos para él sólo. Quizá, si viviera con alguien que le importara lo suficiente como para arremangarse a hacer una ensalada con muchas cosas o un plato de pasta al dente... Pero el único que vive con él es un perro que se conforma bastante bien con un plato de pienso.

Coge la lata y la vuelca en un plato. Se come el pescado con las espinas incluidas. Si muere de una perforación de estómago, pasará a mejor vida y no tendrá que preocuparse más por los sentimientos descontrolados que le mortifican diariamente.

Bistec se sube al sofá y se enrosca a su ladito. Le acaricia, disfrutando del aterciopelado lomo. Sin embargo, algo le llama la atención esta vez. El animal tiene los músculos tensos y las patas se le empiezan a mover descontroladamente.

Javier deja el plato sobre la mesa y se sienta frente al pequeño peludo.

—Bistec, Bistec.

Pero el perro no responde. Tiene la mirada fija, las pupilas muy dilatadas y el hocico le espumea como si se hubiese tragado media botella de lavaplatos. El animal no responde a nada.

Entonces, el médico no encuentra otro remedio que el de cogerlo en brazos y salir de su casa corriendo en busca de África.

***

Lo bueno de las mudanzas es que te permiten hacer limpieza. Frente a ella hay tres montones de ropa: la que se salva, la que hace mucho que no se pone pero puede volver a utilizarse y la que va a ir directa al contenedor.

Saca de su armario una camiseta de tirantes rosa, que no sabe exactamente cuándo compró ni para qué. Es demasiado ajustada para ser cómoda y tiene demasiado escote como para que sólo pueda utilizarse a modo de pijama. Se la prueba. Es sexy, pero indecente. ¿Dónde va a ir con eso puesto?

Cuando se mira en el espejo recuerda de pronto que el origen de aquella prenda se remonta a unos cuantos años atrás, cuando África tuvo la intención de hacer pilates un par de veces en semana y para motivarse, se compró aquel trapo ajustado del Decathlon.

Al final hizo pilates dos veces en una semana y nunca regresó.

—A lo mejor, si me apunto al gimnasio en Madrid... —reflexiona en voz alta—. La guardaré, por si acaso.

Continúa contemplándose. Entonces una imagen se desliza por su mente y se llena de una especie de sentimiento amargo y feliz al mismo tiempo. ¿Cómo sería su cuerpo con un embarazo? ¿Cómo sería sentir a un bebé dentro de ella?

—Mierda de reloj biólogico. Mierda de instinto maternal —dice.

Lo cierto es que tener hijos es algo que siempre le ha llamado la atención, pero no está dispuesta a hacerlo sin poderles ofrecer un padre de carne y hueso. Y, de momento, ese padre brilla por su ausencia. Respira hondo. Tiene veintinueve años, es pronto y aún le quedan unos cuantos óvulos.

La veterinaria sacude la cabeza y espanta semejante hilo de pensamientos de su cerebro. En su lugar, se centra en continuar con la clasificación de su ropa. En Madrid empezará de nuevo, conocerá gente, amueblará una casa distinta... Sí, será una oportunidad para rehacerse de los acontecimientos del último año.

Suena el timbre. Más que sonar, retumba, una y otra vez. Alguien lo aporrea con ansiedad desde fuera y todos sus perros ladran al unísono.

África mira su reloj. Son las nueve y media. Ni muy tarde pero tampoco lo bastante pronto como para que aún sea de buena educación presentarse sin avisar. Luego debe de tratarse de una urgencia.

Baja corriendo las escaleras, olvidándose por completo de la ropa que lleva puesta. Abre y se encuentra frente a ella con un perro desfallecido en brazos de un dueño ansioso de ojos azules.

—Oh, Bistec... Ven, pasa, vamos abajo —dice ella—. Vosotros fuera, fuera, venga no molestéis —regaña a sus perros después.

Javier sigue a la veterinaria hacia el sótano, que no es otra cosa que la clínica. Le duelen los brazos de cargar con el animal durante todo el trayecto, pues ahora que ya ha crecido, no pesa cuatro kilos como cuando le llevó allí por primera vez, sino veinticinco.

—Déjalo en la camilla —ordena África.

Rápidamente lo examina. Le mira las pupilas al animal que, afortunadamente, son reactivas a la luz aunque están un poco dilatadas.

—¿Ha comido algo? ¿Se ha podido tragar alguna pastilla por accidente? ¿Droga? —pregunta ella.

Normalmente, como buena profesional, no suele cargar sus preguntas con ansiedad ni miedo, pero ahora su tono de voz la delata. Adora a ese perro y adora a su dueño. Y es consciente de que ambos están pasándolo muy mal.

—Joder África, no. No ha comido nada. No dejo nada a su alcance... Lo... Lo saqué esta tarde y estuvo corriendo en el prado que hay detrás de la iglesia pero no... Joder, lo llevo siempre allí y no hay restos de comida ni nada... Nunca he visto chavales fumando ni...

—Vale, vale, tranquilo —dice ella—. Abre ese armario de ahí y acércame los cables con las pinzas, vamos a hacerle un electro.

Bistec se mantiene en pie sobre la camilla pero su lomo se mantiene arqueado de una forma antinatural, como contracturado y le tiembla la cabeza mientras babea más de la cuenta.

Las manos femeninas enganchan las pinzas en las cuatro axilas del animal y después con un spray pulveriza un poco de agua sobre ellas. Enciende el aparato.

Mientras se imprime el electrocardiograma, le pregunta de nuevo qué es exactamente lo que ha ocurrido.

—Ya te lo he dicho, se ha puesto rígido y parecía que convulsionaba y echaba espuma por la boca, después, de camino aquí se le ha pasado y ahora está así, como si se hubiera fumado media plantación de marihuana.

Javier habla con nerviosismo. No se separa de su animal, lo mira como si fuera el centro del universo y África suspira como si la estuviera mirando así a ella.

—Bueno, pues se me ocurren dos cosas —dice ella tratando de apartar su mirada del médico—. Una de ellas es que esté intoxicado con algo y la otra es que haya tenido una crisis epiléptica.

—Ya, eso ya se me había ocurrido a mí —comenta él.

África pone los ojos en blanco, vale, sí es médico... Obviamente algo se imaginará.

—Toma, el electro está perfecto.

Ella retira las pinzas y guarda el cacharro en el armario mientras Javier repasa la tira de ritmo sin saber muy bien cuál es el patrón normal de los perros en el electrocardiograma.

—Sujétale un momento —dice África mientras le agarra al pobre Bistec una de sus patitas negras y pasa una maquinilla de esquilar para dejarle una zona totalmente libre de pelo.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta Javier con el mismo tono angustiado con el que sus pacientes solían hablarle en las guardias de urgencias que él tanto odiaba.

—Voy a ponerle una vía con un poco de suero glucosado, para hidratarle, lavarle si es que está intoxicado y aportarle hidratos que necesita si es que ha convulsionado de verdad... —dice—. Ahora no dejes que se mueva, por favor.

Introduce la aguja en la zona que ha rapado previamente y el animal hace un amago de retirar la pata, pero Javier no se lo permite.

—Ya casi está —dice ella.

Retira la aguja y deja la vía puesta. La fija con una especie de esparadrapo y después le conecta el tubito del suero. Acaricia su lomo y le da un suave beso en la orejita.

—Muy bien, pequeño —le dice en un susurro—. Ya sabes que eres un buen perro, siempre has sido muy bueno —le dice mientras le masajea el lomo con cariño.

Javier observa la escena y por primera vez se da cuenta de que la veterinaria lleva una diminuta camiseta de tirantes muy escotada y muy ajustada, dejando a la vista su ombligo y parte del canalillo. Joder.

Mira hacia otro lado y respira. Se avergüenza de sí mismo porque no sabe cómo puede prestar atención a esas cosas estando como está el pobre Bistec que tantas alegrías y compañía le proporciona. Si es que soy un puto egoísta, se fustiga a sí mismo.

—Javi, ¿estás bien? Puedes estar tranquilo, Bistec está bien, mira, ya las pupilas le han vuelto a su tamaño normal, bájalo de la camilla y nos lo llevamos al salón con el palito de sueros.

Él asiente y coge a la criatura de veintinco kilos en brazos mientras África sujeta el suero. Ambos suben escaleras arriba y se sientan en el sofá con Bistec entre los dos.

Entonces se hace el silencio. Ninguno de los dos sabe donde mirar. Observan al animal, que dormita entre ambos y después miran hacia la alfombra. Cualquier cosa menos mirarse el uno al otro.

Tampoco se hablan.

No saben qué decir.

La última vez que se vieron fue para discutir, ¿qué van a decirse ahora?

África podría preguntarle si su madre ha ido a verlo pero se muerde la lengua, no es asunto suyo.

—Echo mucho de menos hablar contigo —dice él en un arranque de sinceridad y de ternura.

Ella por primera vez se atreve a mirarlo a los ojos. Tiene unos ojos tan bonitos. Tan expresivos.

—Yo también —responde la veterinaria.

Javier no dice nada. Solo la mira y trata de grabar el momento en su memoria ya que, hace tanto tiempo que no la tiene delante que no sabe bien si está viviendo un espejismo con fecha de caducidad.

—Pues hablemos —dice él armándose de valor.

—¿De qué quieres hablar? —pregunta ella con una pizca de sarcasmo.

—Quiero que me cuentes que has estado haciendo últimamente, por ejemplo —insiste él.

África sonríe con amargura.

—Preparar una mudanza, ¿y tú?

—Yo pasar consulta en el ambulatorio —responde Javier—. Espera, ¿te mudas? ¿Aquí cerca?

África percibe el sutil deje de alarma en la voz masculina.

—Me vuelvo a Madrid —responde ella como si tal cosa.

—¿Por qué? —pregunta él—. ¿Ha ocurrido algo?

Ha dejado de acariciar a Bistec. Se nota el pulso acelerado, le sudan las manos.

—Sí, he encontrado trabajo allí —dice ella—. Y necesito cambiar de vida... Me siento estancada aquí, aislada de todo el mundo.

A Javier se le suben los latidos del corazón al cuello.

—Yo tenía entendido que a ti te gustaba esta vida... Y no estás aislada, toda la gente del pueblo te quiere, tienes amigos, tu caballo... ¿Qué vas a hacer con Pan? ¿Quién lo cuidará? El animal te necesita —dice Javier muy serio—. ¿Y tus perros? ¿Los vas a dejar? ¿Dónde vas a encontrar una casa en una ciudad que te admita tener cinco perros enormes, África?

Sin querer, el médico ha elevado el tono de voz.

—Ni se te ocurra hablarme así —dice ella con los ojos empañados—. No eres mi padre, no tienes derecho a regañarme y a decirme las cosas que ya sé y ya he solucionado, por cierto.

—Soy tu amigo y te doy mi opinión, solo eso —responde él.

—Ah, ahora eres mi amigo. Pues los amigos no dejan de hablarse, ni se espían en el supermercado ni se besan, por cierto.

Javier se levanta del sofá y se acerca a la zona de la cocina. Abre la nevera, como si fuera su casa y saca una cerveza sin alcohol. África hace mucho que no compra cervezas como Dios manda.

Se miran.

—No hay cerveza normal, si eso es lo que me ibas a preguntar.

—¿Por qué?

—Porque no bebo sola, Javier.

—Bueno, pues me conformaré con esto. ¿Hay pizza? O algo que lleve chocolate.

África lo mira, confusa. Se acerca a él y le arranca la lata de cerveza de la mano, la devuelve al frigorífico y lo cierra.

—Oye, doctor del Pozo, no me malinterpretes, pero no me parece muy normal que vengas a mi casa y asaltes mi nevera. Ya no existe esa clase de relación entre nosotros.

Javier la mira y piensa que es un gilipollas. Sí, no tiene otra palabra.

—África, si te marchas, ¿me olvidarás?

Ella siente una punzada en el pecho cuando descubre una lágrima que escapa de los ojos azules del médico.

—No me hagas esto, por favor. No puedes tenerme aquí esperándote eternamente.

—Sólo quiero saber si conseguirás olvidarme aunque te marches, porque... Por eso te vas ¿a que sí?

Se retan mutuamente con el silencio. Ya se conocen demasiado bien como para maquillar las medias verdades con excusas vacías.

—¿Tan importante crees que eres?

—Tú sabrás qué soy yo para ti —responde él.

—Creo que el que se tiene que aclarar eres tú, no sabes lo que quieres. Pero yo sí sé lo que no quiero.

—¿Y qué no quieres, África?

—Sufrir.

Javier se desespera. No sabe muy bien qué hacer ni qué decir para evitar que ella se vaya. Quizá la decisión ya esté tomada.

—No te entiendo.

—No necesito que lo entiendas ni que lo apruebes. Sólo te estoy informando —dice ella con cierto grado de satisfacción al notar el creciente nerviosismo del médico.

África abre de nuevo el frigorífico y saca un yogur. Esa va a ser su cena. Después, haciendo como que ignora al hombre que está a su lado, abre el cajón de los cubiertos y saca una cucharita.

—Vale —dice él—. ¿Me das un yogur a mí también? Tengo hambre.

Ella se gira y lo mira con furia.

—¡Coge el puto yogur y vete! —le dice perdiendo completamente las formas.

—¿Por qué te pones así? Sé que no puedo convencerte de que te quedes porque el motivo por el que te marchas soy yo.

—Sí, eres tú. Bravo por tu inteligencia. ¿Y qué haces? Pedirme un yogur. Un puto yogur.

Ella se acerca a él y lo mira a los ojos.

—Dime que me quede. Pero dime que me quede para ser algo más. No voy a soportar más tiempo esta estupidez tan grande que estamos viviendo ahora mismo.

Por primera vez, Javier del Pozo se siente entre la espada y la pared. Perder a África sería un castigo muy justo por haberle fallado a su hermano, desde luego, pero una parte de sí mismo se rebela contra la idea.

Bistec duerme en el sofá. Emite un suspiro y ambos se giran a mirarlo.

La veterinaria sufre un ataque repentino de ternura y tristeza y sus ojos se llenan de lágrimas hasta desbordarse. Lo cierto es que no quiere marcharse de allí.

El médico se percata de que ella está llorando y en un impulso se acerca para abrazarla y acariciar su cabello. Ella lo rodea con sus brazos y se refugia en su pecho. Entonces se siente segura y se abandona a esa bonita sensación de haber encontrado un hogar. Con una se sus manos acaricia la barba de tres días de él y descubre que está a punto de perder el control. De llegar al punto de no retorno. De querer arrepentirse al día siguiente de algo que ahora mismo desea con fuerza.

—Afri... —susurra él en su oído.

Ella contiene la respiración al notar su aliento en el cuello. Él lo nota. Recorre la espalda de la veterinaria con los dedos haciendo suaves círculos y arrancándola suspiros.

Y se besan.

Y deciden no contenerse más.


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Y el siguiente!!! Perdón... Por el retraso... Ya sabéis que trabajo muchas horas y desde que hago guardias ando sin tiempo (y con poca energía física) para pensar y escribir... Aunque en estas fechas espero avanzar un poco!

Se os quiere!!

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