Capítulo 21


África acostumbra a hacer la compra los martes y los jueves a las ocho de la tarde en el pequeño súper que hay en el pueblo. Tiene un par de filas de estanterías, unos escuetos refrigeradores con cuatro yogures, un par de bricks de gazpacho y la zona de mantequillas, además de un escaso surtido de lácteos.

Javier, que como buen médico es un hombre observador, también se ha dado cuenta de la costumbre de la veterinaria de pasarse por el mercado ciertos días y a ciertas horas. Y no es que él no tenga su propia rutina, que la tiene, es sólo que ha ido modificando sutilmente sus horarios hasta que algunos martes y algunos jueves se desliza por el súper con alguna excusa: se le han acabado los yogures, le falta una lechuga, se le han podrido las mandarinas...

Eso sí, nunca habla con ella. Se conforma con verla, desde el otro lado de las estanterías. Se asoma y contempla los rizos negros con la intensidad suficiente como para retener la imagen en su mente hasta el siguiente martes o jueves.

África también es consciente de que Javier últimamente aparece mucho por allí. Pero ella piensa que es por azar, porque si él realmente quisiera verla, no necesitaría espiarla en el supermercado, le bastaría con ir a su casa y sacar una maldita cerveza de la nevera. Pero claro, como se siente culpable y toda esa mierda emocional de los cojones, pues tiene que conformarse con olfatear su colonia de hombre en el pasillo de los calabacines. Arroja un pepino contra su cesta con cierta agresividad, gesto que no le pasa desapercibido al médico. Está enfadada, claramente.

Decide ir a la caja y pagar. Javier observa como África coloca toda su compra en el mostrador de la cajera. Lo hace rápido y de mala gana. ¿Qué le habrá pasado? Sin ser muy consciente de su impulso, se acerca a ella y comienza a ayudarla a colocar su compra en bolsas.

—¿Cómo estás? –pregunta él de repente.

La veterinaria tensa todos y cada uno de los músculos de su cuerpo mientras empieza a sudar. No sabe si lo que tiene por dentro es alegría y nervios de volver a hablar con él o lo que está es más cabreada que una mona precisamente por lo mismo.

—Muy bien, gracias —responde África con sequedad—. Espero que tú también sigas igual de bien que la última vez que te vi.

Entonces, agarra sus bolsas y sale del mercado. Él la sigue.

—África, espera un momento, podríamos tomar algo si quieres —sugiere el doctor del Pozo.

La veterinaria se gira allí, en mitad de la calle de un pueblecito pequeño lleno hasta las cejas de viejas al visillo. Pero le da igual, ya está cansada de que las señoras de Villafranca opinen sobre la vida de todos. "Algún día se morirán y se llevarán todos sus juicios a la tumba", piensa su lado más cínico.

—Llevas días mirándome desde el pasillo de las latas sin decirme nada. Y ahora quieres tomar algo, permíteme que me sorprenda —responde ella.

Sin embargo, a la veterinaria no le pasan por alto los ojos empañados del hombre que tiene delante. Si sólo supiera la de veces que él ha estado a punto de abrazarla, de hablar con ella, de pasar por alto todos sus traumas... Pero no lo sabe. Lo intuye, pero no con la suficiente seguridad.

—Bueno, quizá... Podríamos ser amigos, como éramos antes. Hablar de vez en cuando —dice él.

África enarca las cejas con asombro. Esto es la definición más clara de no comer ni dejar comer. La joven deposita las bolsas de la compra a un lado, en el suelo y se acerca a él. A Javier se le corta la respiración. Se miran con esa intensidad a la que están acostumbrados. Ella acerca su boca a los labios de él, quedándose a un par de centímetros. Él estira sus brazos hasta rodear la cintura de la veterinaria.

—¿Lo ves? —susurra ella—. No podemos ser amigos. Sólo nos destrozaríamos mutuamente. Así que si ya has decidido que no quieres nada más allá de eso conmigo, es mejor que no hablemos, que no nos veamos y que nos olvidemos definitivamente.

Una lágrima se escapa de uno de los ojos claros y ella la recoge con uno de sus dedos.

—Pero eso es injusto, yo no concibo la idea de que pases a ser una extraña después de todo lo que hemos hablado... Creo que no hay que exagerar las cosas, podemos ser buenos amigos, ¿no crees?

África sonríe amargamente.

—Piensa que es el martirio ideal con el que castigarte, que es lo que estás deseando... Fustigarte para así sentirte menos culpable.

—No es tan fácil, África, joder...

—Sí, sí lo es. Y eres tú el que lo hace complicado. Te has prometido a ti mismo algo que eres incapaz de cumplir. ¿Crees que pasando tu vida solo y frustrado remediarás en algo lo que ocurrió? No.

Javier la suelta y da un paso atrás.

—Me haces daño cuando me hablas así —le reprocha él.

Entonces ella se indigna aún más.

—¿Que te hago daño? Daño me lo haces tú a mí cuando me propones que seamos amigos. ¿A quién quieres engañar? Mira, si te quieres complicar la vida y sufrir para redimirte, me parece estupendo, pero no pienso participar de ello.

Entonces, la veterinaria se da media vuelta, coge sus bolsas y camina en dirección a su casita blanca, que se encuentra a unos quince minutos andando.

Javier la mira mientras se marcha y reflexiona sobre todo lo que le acaba de decir. Sí, es verdad, él se merece sufrir pero ella no. Lo justo es dejarla ir. No interferir más en su vida. Aunque le va a resultar muy difícil no pensar en África cada minuto, cada hora, cada noche y cada mañana. Bueno, lo superará, se dice a sí mismo.

Vuelve a casa conteniendo la angustia que le oprime el pecho y con la intención de darle un paseo a Bistec y tirarle la pelota en uno de los prados que hay detrás de la iglesia, aunque ya apenas quede luz en el horizonte. Tal vez así se relaje.

***

A medida que África se acerca a su casa, la idea de envolverse en una mantita y refugiarse del mundo en una esquina de su sofá con una novela se vuelve cada vez más tentadora. No tiene hambre, así que no cenará. Le echará de comer a los perros y a Pan. Además le cepillará las crines. Sí, eso es. Y ya después, se atrincherará en el salón con unos calcetines calentitos y un rollo de papel higiénico por si acaso, sólo por si acaso, le da por llorar.

Entra en la cocina y coloca las verduras en el frigorífico. Iba a cocinar una crema de verduras, pero hoy ya no tiene fuerzas. Se calza sus botas de montaña y sale de nuevo de la casa para ir al establo, donde Pan está recostado dormitando. Enciende la luz, una solitaria bombilla que cuelga del techo de madera lleno de vigas y se agacha al lado del precioso animal. Lo acaricia y lo cepilla al mismo tiempo.

—Eres tan lindo —le dice al caballo, que responde con un suave relincho.

Disfruta del tacto aterciopelado del lomo, después retoma su ardua tarea con las crines. Están un poquito más enredadas de lo normal porque ha llovido estos días y se le han encrespado más de la cuenta. Entonces, mientras está absorta en la tarea, los perros comienzan a ladrar. Alguien debe de estar esperando en la puerta.

La veterinaria deja los cepillos en el suelo y se incorpora. Con sus vaqueros gastados, su forro polar y sus botas de faenar, camina hacia la verja con inquietud. Tal vez Javi haya cambiado de idea, quizá haya recapacitado.

Entonces, cuando sus pasos la llevan a unos pocos metros de las rejas negras y ve una figura que para ella es del todo inconfundible, sabe al instante que su padre ha muerto.

Su hermano la saluda con la mano desde el otro lado. Un coche negro está aparcado detrás de él. Entonces, se abre una puerta y unas piernas femeninas, enfundadas en unas medias negras se deslizan hacia fuera del vehículo: su madre.

Sí, para que ella esté aquí algo muy gordo ha pasado.

—¿Cuándo ha sido? —pregunta África mientras abre la puerta y les invita a pasar con un gesto.

—Esta mañana nos ha avisado la chica. Estaba echado en la cama. No ha sufrido —dice él como quien habla del tiempo.

África asiente, se gira y camina a la vanguardia para abrir la puerta de la casa. Los perros ladran y acosan a los extraños visitantes. Su madre, pese a sus tacones y su artificial melena rubia bien cuidada, se apaña bien para deshacerse de los molestos animales. Al hermano de la veterinaria, sin embargo, le ponen un poco más nervioso y se apresura por entrar.

—Tranquilo, los dejaré fuera —dice África refiriéndose a las criaturas de cuatro patas.

Aunque ella opina lo mismo que sus animales de las dos personas que acaban de entrar en su casa. No va a ladrar y a gruñirles porque es una persona con mínimas normas de educación.

—Hija, arréglate un poco porque habrá gente importante en el velatorio —saluda su madre.

Es la primera vez que abre la boca. Sólo la primera.

Pero África no tiene ganas de discutir.

—Sí, madre. Podéis esperar aquí mientras me ducho y me visto. Mañana será el entierro...

—A las once de la mañana —señala su hermano.

África asiente con la cabeza de nuevo y sube las escaleras. Entra en el baño y se mete en el plato de ducha. Mientras se enjabona con el champú deja su mirada vagar por los azulejos, las estanterías, los frascos de gel... El vapor de agua llena sus pulmones.

Entonces se echa a llorar y sus sollozos quedan perfectamente camuflados entre el bullicio que forma el agua al chocar contra la mampara.

***

A veces, en algunos velatorios, lo que menos importa es el muerto.

África está sentada en un sofá de cuero que da al cuartito en el que el cuerpo de su padre está expuesto vestido de traje, en el ataúd y cuidadosamente maquillado para disimular la reciente visita de aquella a la que todos temen.

Sólo ella lo está mirando. Hace rato que ha dejado de acompañar a su hermano y a su madre a saludar a unos y a otros.

Lo cierto es que nadie de los que están allí le es conocido ni apreciado. La familia de su madre era su abuelo, quien ya falleció hace tiempo y la familia de su padre... En fin. Gente como él que nada tiene que ver con ella y su estilo de vida. Ha saludado amablemente a sus tíos y a sus primos, pero hace tanto que no les ve que casi le ha costado reconocerlos.

Finalmente, ha abandonado la misión de socializar. No está allí para eso aunque el resto de la gente opine y actúe de otra forma.

Contempla el cuerpo mientras de fondo escucha frases aisladas que su mente filtrante selecciona a capricho: "era un hombre muy inteligente...", "muy buen médico", "muy elegante", " qué pena...", "supongo que habrá dejado bien colocados a los hijos", "ahora tendrán que repartir el patrimonio"...

—Basta —susurra ella y cierra sus oídos definitivamente.

Está sola en el sofá. Es la única que se dedica a mirar y grabar en su memoria la última imagen que verá de su padre. Ese padre al que no le hacía mucha gracia ver cuando estaba vivo.

En fin, todas las virtudes crecen cuando uno pasa al otro lado. Es el mejor maquillaje de la personalidad, el de la parca.

De pronto, África siente una cálida presencia a su lado. Es una mujer que huele a vainilla, como ella. Se gira y la observa. Se ha sentado en el otro extremo del sofá y observa el ataúd con verdadera tristeza, de esa que la veterinaria ha echado en falta las últimas horas. Si tuviera que definir lo que esa señora, de unos sesenta y muchos, quizá setenta y algún años, le transmite, elegiría la palabra paz.

Viste una camisa oscura, gris y unos pantalones de vestir negros, muy elegantes. Sus facciones son suaves. No sabría decir si ha sido una mujer guapa o fea, y qué más dará realmente. Sólo que tiene una mirada cargada de humanidad y comprensión. Además, nadie parece conocerla. Algunos la observan desde lejos con curiosidad, pero no ha habido una mano amiga que la salude.

Entonces se gira hacia África.

—Tú debes de ser su hija, imagino.

Ella asiente y rápidamente le tiende la mano.

—Encantada —dice ella—. Me llamo África.

—Yo soy Esther. Fui... Compañera de tu padre en la universidad pero por cosas de la vida perdimos el contacto —añade.

La veterinaria la contempla conteniendo su sorpresa. Ella debe ser... Y es tan distinta de su madre... ¿Cómo un hombre puede haberse ido a emparejar con otra mujer tan opuesta?

—Ya, imagino. Lo cierto es que yo tampoco tuve mucho contacto con él... Aunque era mi padre... Pero al final, cuando ya sabía que se acercaba la hora, tuve una bonita conversación con él —dice África mientras se limpia una lágrima que se escapa sin querer.

Esther sonríe con cierta melancolía.

—Lo cierto es que uno nunca sabe lo que es importante de verdad hasta que algo realmente importante ocurre —dice con un tono de voz suave—. Yo tenía dos hijos y quizá fui una madre muy exigente en lo académico. Sin quererlo, les creé una presión... Bueno, ahora sólo tengo un hijo. Los dos estudiaron medicina, ¿sabes? Y uno de ellos se suicidió justo tras hacer el MIR. Luego me enteré de que le había salido muy mal y quizá... Si sólo hubiese sido más transigente...

África, que no sale de su asombro, observa como las lágrimas se escapan de los ojos de esa curiosa mujer. Mientras, se pregunta por qué todo el mundo de esa familia se echa la culpa de lo que hizo el hermano de Javier.

—¿Y su otro hijo? ¿Cómo está? —pregunta la veterinaria haciéndose de nuevas.

Esther niega con la cabeza.

—No lo sé. Lo llamo a menudo, pero no me suele coger el teléfono. Creo que en el fondo me culpa de lo que pasó y no puedo estar en desacuerdo con él.

África quiere tirarse de los pelos, porque uno piensa que se mató porque pilló a su novia besando a su hermano y la otra piensa que fue porque el examen le salió fatal. Quizó fue porque las dos cosas sucedieron al mismo tiempo, el chico había tomado más alcohol de la cuenta y además no encontró recursos suficientes en su interior como para gestionar tal amalgama emocional. A veces, buscar culpables es inútil y sólo prolonga el conflicto en el tiempo sin aportar soluciones.

—Creo que conozco a su otro hijo —dice África—. Ahora es médico rural en mi pueblo, Villafranca.

Esther eleva las dos cejas, como pillada por sorpresa.

—¿Sí? ¿Y qué tal está? Me gustaría hablar más con él y verle, pero no quiero ser muy pesada —dice Esther.

Las palabras honestas de la veterinaria se adelantan a su mente prudente, quizá porque está en un momento en el que no es capaz de sopesar bien qué decir y qué no o quizá porque está viendo una oportunidad de que dos personas hundidas en la culpa, recapaciten juntas y hablen sin miedo.

—Pues está mal. Él se siente culpable de lo que le ocurrió a su hermano. Algo debió de ocurrir en la fiesta aquella de después del examen y dice que es culpa suya. En fin, está afectado y según dicen las cotillas del pueblo, ya sabe usted cómo son los pueblos, está perdidamente enamorado de una chica de allí y no quiere tener nada porque ha decidido vivir su vida solo y apartado. Discúlpeme si he sido demasido directa, pero creo que necesita saberlo.

Esther arruga las cejas, compungida.

Se lleva las manos a los ojos y se inclina hacia delante.

—No hija, no te preocupes. Imagino que tú debes ser esa pobre chica —dice sin levantar el rostro de sus rodillas.

—Imagina bien. Creo, que si ha sucedido la increíble casualidad de que usted se encuentre justo delante de mí, es porque tengo que decirle que ambos necesitan hablar y que aunque él no coja el teléfono, una visita de su madre y un abrazo, no le irían nada mal.

Esther se incorpora y observa los ojos de África.

La veterinaria se ahorra el decir que Javier intentó tirarse por aquel puente aquel fatídico día. No aportará nada más que sufrimiento añadido.

—¿Tú crees que debería ir a verle? —pregunta la madre del médico con los ojos inundados.

—No lo creo, lo sé. Debe ir a verle y ambos deben dejar de sentirse culpables.

Esther se levanta del sillón y se inclina para darle a África dos besos en la mejilla.

—Me alegro de haberte conocido, África —dice con una sonrisa muy triste.

Después, permanece unos segundos frente al cuerpo de su padre y susurra algo inaudible para el resto. Entonces, se marcha.


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Bueno, aquí el siguiente. Sé que estoy tardando mucho jejeje.

De salud he mejorado mucho, gracias a Dios!!! Lo que ocurre es que el trabajo y las guardias consumen gran parte de mi energía diaria y hoy he aprovechado el día libre para volcar la historia de mi cabeza al Word!!! 

Espero que os esté gustando y gracias por toda vuestra comprensión :D

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