Capítulo 20



A no ser que ese hombre esté decidido a morir deshidratado en las arenas del Gobi sólo para castigarse a sí mismo.

—Espera, para —dice Javi al separarse bruscamente de la veterinaria—. Es mejor que no empecemos esto.

África lo mira muy confundida. Está tan alterada que todo lo que hay a su alrededor le parece absolutamente irreal.

—¿Qué...? —pregunta ella con un hilo de voz—. Es demasiado tarde, ya lo hemos empezado —susurra a la vez que se hace consciente.

Sí, piensa él. Ya lo habían empezado mucho antes. Riéndose juntos, tomando cerveza juntos, paseando juntos, discutiendo. Todo eso al final sabe mejor que el mejor de los besos. Se supone que ese es el motivo por el que las personas se casan o se juran acompañarse el resto de sus vidas: para que no se acaben las cervezas juntos, ni las risas juntos, ni los enfados juntos.

—Sí, tienes razón —asume él mirándola a los ojos.

África siente una punzada de esperanza, un pequeño destello de ilusión que le encoge las tripas.

—¿Y entonces qué hacemos? —pregunta ella con la voz cargada de incertidumbre.

Por un momento, el médico imagina los años que están por venir. La imagina a ella vestida de blanco. La imagina embarazada. La imagina en la cama, con él, una noche cualquiera, desnuda. Se imagina a sí mismo calentando una papilla para un bebé de un año. Después su mente avanza de golpe muchos años y se ve a sí mismo como un anciano, jubilado, con sus achaques y su mal humor por los dolores de rodilla. Se sigue viendo con ella. Se dan la mano. Van juntos al ambulatorio, van juntos a comprar el pan. Se van de viaje cultural con otro grupo de ancianos. Sus hijos ya son mayores. Van a la universidad.

Pero de pronto, en su mente se cuela la dolorosa imagen de un sueño que tuvo hace no mucho: un niño gritando a su abuela, que iba con otro hombre.

Sí, eso es lo que se merece, desde luego. Si su hermano no va a poder tener una vida así es por culpa de él y, por tanto, no tiene derecho a ser feliz de esa manera.

De hecho, si se diera a sí mismo permiso de vivir todo lo que ha imaginado, los remordimientos se carcomerían el alma hasta dejarla seca.

—Javi... —susurra África mientras le acaricia una de las cejas con un amor infinito—. Dime qué hacemos... Por favor...

Él sujeta la muñeca de ella y detiene el contacto. No está bien. Todo lo que le haga sentirse querido no está bien. Se merece el desprecio del mundo y sobre todo, el desprecio de sí mismo.

A la veterinaria se le congela la sangre al notar que Javier aparta su mano de la cara. Ya sabe lo que va a decir. Así que antes de que él abra la boca, ella contraataca.

—No, no está bien lo que haces. No te va a llevar a ninguna parte. ¿Crees que tu hermano querría esto? ¿Que te castigues? Eres un maldito egocéntrico, te piensas que eres la única persona que ha cometido un error con consecuencias fatales. Es humano, Javier. No eras tan perfecto como te creías, vaya por Dios. Y por eso ahora, porque piensas que al no ser perfecto no tienes derecho a nada, haces... Esto. Te recluyes en tu casa, pasas de tus amigos, le das la espalda a tus padres...

—No menciones a mis padres —interrumpe él muy serio, casi amenazante.

Pero África suelta una carcajada siniestra.

—Claro que les voy a mencionar. No te atreves a pedirles perdón, a sincerarte con ellos. Si se lo dijeras, te perdonarían porque tú no tuviste la culpa. Pero como eres tan egocéntrico y te crees tan perfecto, piensas que todo gira en torno a ti y que tú eres el responsable de toda la mierda que se caga a tu alrededor. Pues mira, no.

La veterinaria se aleja bruscamente de él y lo mira por última vez antes de abandonar la casa.

—Lo siento, África —dice Javier con los ojos empañados—. Esto me duele a mí más que a ti.

Ella no reprime las lágrimas, las deja libres, como tiene que ser. Sirven para que las desgracias salgan hacia fuera y no te consuman por dentro.

—No eres la persona que más sufre del mundo, recuérdalo —dice ella antes de cerrar la puerta a sus espaldas.

Javier nota el ruido del portazo en sus huesos. Cierra los ojos y aprieta los puños. Entonces deja que salgan, las lárgimas. Porque los hombres también lloran.

                                                                                             ***

África entra en su casa descompuesta. Ahora no está llorando, simplemente le tiemblan las manos y las piernas. Se siente descoordinada. Quiere sacar una taza de un armarito para prepararse una tila pero sólo consigue dejar caer la porcelana contra el suelo y romperla.

—¡Mierda! —grita.

Se lleva la mano al pecho, se está ahogando. Juraría que no entra aire suficiente en sus pulmones como para mantenerla con vida. Siente opresión, un peso que cae sobre su tórax y no le permite expandir su caja torácica. Hiperventila. De pronto comienza a notarse el corazón. Va muy rápido, a matacaballo. Las palpitaciones se le suben al cuello y comienza a marearse.

Pero entonces, una vocecita susurra en su cabeza: es una crisis, respira despacio, estás bien, no pasa nada.

Se lo repite una y otra vez a sí misma: estás bien, no pasa nada. Es ansiedad. Respira despacio. No pasa nada. Está bien.

Es la segunda vez en su vida que experimenta semejante cantidad de estrés. La anterior fue corriendo al ambulatorio convencidísima de que se estaba muriendo. Era una crisis de pánico.

Poco a poco, recupera su respiración normal y el corazón se serena. Procura dejar su mente en blanco mientras recoge los restos de la taza y coge otra limpia y entera para llenarla de agua y calentarla en el microondas. El temblor de las manos no ha desaparecido del todo, pero al menos lo domina.

Unas horas después, hacia las cuatro de la madrugada, se queda dormida sentada en el sofá, con la taza de tila vacía sobre la mesita y sus perros rodeándola. Aunque se siente terriblemente sola y extraviada, realmente nunca lo está.

                                                                                                ***

—Francisco, pase —dice Javier desde la puerta de la consulta.

Un hombre de ochenta y muchos años, acompañado por su mujer, también de la misma quinta, se levanta de una de las sillas de la sala de espera y camina con su andador dando pasitos pequeños, hasta cruzar el umbral.

—Venga Paco, que nos van a dar las uvas —le dice la mujer, que si bien no lleva andador, tampoco le iría mal.

Pero el médico ni siente ni padece. Contempla la escena con absoluta indiferencia, como si se encontrase en un mundo paralelo lleno de sombras grises. Nada le importa, la verdad.

Al fin, tras siglos de espera, los ancianos alcanzan su meta y se sientan frente a la mesa del médico de Villafranca. Javier toma asiento frente a ellos.

—Cuénteme —dice él.

—Pues que estoy muy cansado —dice el pobre anciano—. Me mandó usted unos análisis y vengo a ver qué tal...

Javier asiente y abre la analítica en el ordenador. Sus ojos se posan rápidamente sobre la hemoglobina. Muy baja. Luego mira la ferritina: muy baja. Y el hierro... Bajísimo.

Y entonces piensa: "este señor está sangrando por alguna parte".

—Paco, ¿ha visto usted sangre en sus deposiciones? ¿O ha hecho cacas negras?

El señor enarca las cejas y abre mucho los ojos, adopando un semblante de absoluta desorientación

—¿Eh? No, no. Todo normal.

El médico suspira profundamente. Creía que se libraría, pero no.

—Voy a tener que hacerle un tacto rectal, don Francisco —dice él mientras se levanta de la mesa y se dirige a la caja de los guantes de nitrilo.

Se pone dos en cada mano, uno sobre otro. En fin. Es la vida. Unos meten el dedo y a otros, se lo meten. Y ninguna de las dos cosas es agradable, la verdad.

Pero hoy a Javier le da igual. Lleva en este estado de indiferencia ya bastantes días. Si le pusieran delante la película más triste del mundo o la música más bonita, no sería capaz de llorar. Y no hay nada más amargo que no poder hacerlo.

El paciente ya se ha tumbado, pantalones abajo, de ladito en la camilla. Lubricante en mano Javier dice:

—Va un dedo, no se asuste.

Pasado ya el drama, de vuelta a las sillas y quitados los guantes, Javier toma una decisión.

—Le voy a mandar a urgencias, don Francisco. Quizá le ingresen porque tiene anemia y hay que averiguar por qué.

—Pero doctor, hoy no puedo, es que verá estoy acabando una cosa... ¿Le cuento un secreto?

—Paco, no empieces —dice su mujer en tono amenazante.

—Lamentablemente no me pagan para ser confidente, don Francisco —responde Javier mientras redacta el volante para enviar al anciano al hospital.

El anciano, haciendo caso omiso de las palabras del médico, se arrima a la mesa y dice:

—Pues escribo relatos eróticos, doctor.

—Paco, cállate —le dice la mujer, a quien, por cierto, se le ha puesto la cara blanca como el pelo de un tigre siberiano.

A Javier le parece tan absurdo lo que acaba de oír, que su cerebro ni si quiera se molesta en registrarlo. Le entrega el volante para ir al hospital a su paciente.

—En serio, doctor. Mi mujer es mi mayor inspiración... Tantos años y aún...

—Paco, he dicho que te calles —repite la mujer, virando su rostro del blanco polar al rojo sangre.

Pero entonces, al médico se le llenan los ojos de lágrimas de repente. No sabe por qué no puede controlarse. Se le escapan y los ancianos se dan cuenta. Él se las limpia como puede con la manga de la bata. Pero siguen brotando. Le encantaría tener más de 80 años y seguir enamorado de África. Pero sabe que no va a ser así y eso... Eso hace que haya perdido el control sobre sus emociones en mitad de la consulta, frente a sus pacientes.

—¿Se encuentra bien, doctor? —pregunta la mujer acongojada—. Si quiere le puedo traer una manzanilla de casa.

Javi niega con la cabeza y esboza una triste sonrisa.

—No ocurre, nada. No se preocupen. Vayan al hospital —dice él.

—Muy bien, pero anímese, no queremos que se nos vaya otro doctor —dice don Francisco.

Entonces los ancianos se levantan de la silla y con su andador, avanzan lentamente hacia la puerta hasta desaparecer tras ella.

El médico se desploma sobre el respaldo de la silla.

—Hay que joderse —dice con amargura.

***

Lleva media hora en el coche, mirando fijamente hacia una preciosa puerta de madera que se encuentra al final de un paseo empedrado que atraviesa una fresca y bien cuidada pradera verde. La elevada verja de barrotes negros custodia la finca. Apoya la cabeza en el asiento y respira lentamente. Mira la casa y algunos flashes de su niñez se disparan en su mente. Recuerda unas merceditas blancas y el olor del perfume de su madre el día de la boda de su tía. De su padre solo recuerda sus pantalones de traje. Pero no su cara. Rebusca en el marasmo de su memoria y no encuentra grandes reliquias felices entre sus recuerdos. Quizá, uno de los días que recuerda con más ilusión, fue cuando un gatito negro se coló en la casa y la perseguía a todas partes. Sonríe al rememorar el momento en el que vacío medio brick de leche semidesnatada en un plato y lo dejó en el suelo de la cocina. El animal se puso bastante contento.

Sus padres no tardaron en echarlo de la casa cuando se enteraron.

—Bueno, ya está bien —dice con decisión.

Se baja del coche y cierra la puerta. No puede evitar mirar sus deportivas. Quizá no haya elegido el mejor atuendo para visitar la elegante residencia de su familia. Aunque adore los pantalones vaqueros y los jerseys de punto, es probable que su madre emita algún comentario denigrante acerca de su ropa.

Se obliga a seguir avanzando por el camino empedrado. En unos instantes tendrá que reunir fuerzas para entrar en la casa. Suspira y se arma de indiferencia.

Llama al timbre desprovista completamente de expectativas sobre quién abrirá la puerta. Su madre seguro que no. Su padre... A saber, las personas a veces cambian radicalmente su comportamiento cuando se enteran de que se van a morir pronto. Gente que nunca ha tenido interés por nada, de repente se da cuenta de que le gustaría viajar por todo el mundo. Gente que siempre ha sido muy activa, de pronto se desinfla y dice: hasta aquí hemos llegado. Con lo predecible que es la muerte de un ser humano, que impredecible es la reacción cuando llega, a pesar de que todo el mundo sabe que es una cita ineludible.

Un escalofrío sacude sus extremidades: su padre va a desaparecer pronto. Pero lo que más le estremece no es eso. Lo que más la perturba es que a pesar de que su padre pase a mejor vida y de que su cuerpo se sepulte bajo toneladas de tierra, su vida no cambiará nada. No echará de menos a nadie. No faltará nada de su día a día. Hablará con las mismas personas, tendrá las mismas alegrías y las mismas penas. Lo que le hace ilusión le seguirá haciendo ilusión y probablemente no perderá el apetito. Nada. Se morirá, habrá un funeral, su madre acudirá vestida de negro y probablemente con ropa demasiado ajustada y la falda demasiado corta.

En fin.

Se abre la puerta. Y su padre mantiene las buenas costumbres, como la de mandar al servicio a recibir invitados.

Una mujer vestida con pantalón negro, camisa blanca abotonada hasta el cuello y un pulcro moño alto, sonríe educadamente desde el otro lado del umbral. Está claro que trabaja aquí.

—¿Puedo ayudarla?

África devuelve la sonrisa.

—Sí, he venido a ver a mi padre. Soy África.

Ella se hace a un lado y la invita a pasar.

—Espere aquí, voy a informar de su llegada –dice.

La veterinaria mira las baldosas del suelo. Brillan relucientes. Como siempre. Las contempla con indiferencia.

Unos minutos después aparece de nuevo la mujer de uniforme.

—Venga por aquí –dice.

África la sigue. Recorre un camino que le resulta muy familiar. Escaleras arriba, entre cuadros, estatuillas y espejos que adornan los pasillos, acaban llegando a una puerta doble con pomos dorados.

—La está esperando.

Abre la puerta del despacho de su padre. Un sitio que siempre estuvo vedado para ella y su hermano cuando eran niños.

—África, hija. Pasa, siéntate y ponte cómoda —dice él desde su trono, al otro lado de la preciosa y pulida mesa.

Ella, que aún no se ha atrevido a levantar la vista del suelo, avanza hacia una de las sillas. Se pregunta qué parte de la genética de su padre habrá heredado ella.

Se sienta mientras él carraspea.

—Mírame, hija —dice él con su voz autoritaria.

África obedece. Sí, los ojos oscuros, tan oscuros como la noche son de él.

—Supongo que has venido porque te has enterado —dice él con su fría sonrisa—. Bueno, es ley de vida.

África asiente con la cabeza, sin atreverse a decir una palabra.

—Tendrás una buena herencia a pesar de todo —continúa hablando él—. Sé que tu madre no aprueba tu modo de vida, pero yo soy un poco más indulgente. Y, a fin de cuentas, eres hija mía.

África eleva la mirada de nuevo.

—No necesito su herencia, padre. Sólo he venido a despedirme, por si no le vuelvo a ver más —arranca ella desde el fondo de su garganta.

No deben de quedar demasiadas personas en el país que todavía llamen de usted a sus padres.

Se forma un silencio incómodo.

—No creo que tu vida vaya a cambiar mucho cuando yo no esté —dice él con una honestidad y una sencillez poco habituales en su persona—. Y realmente, me da pena. No he sido un buen padre. Ni un buen marido. Creo que no he sido una buena persona.

África lo mira fijamente, sin reconocer al hombre que tiene frente a ella. Él también la mira, sin rodeos, sin reproches, sin todo eso a lo que su hija está acostumbrada.

—Eso no me corresponde a mí juzgarlo —dice África en un susurro.

Él sonríe.

—No, tú lo has padecido. Sé que es tarde para hacer examen de conciencia, pero es lo que tiene que se acerque el final. Ojalá todos lo hiciéramos cuando aún hay remedio —dice él—. Ahora, es cuando pienso que no debí haberme casado con la mujer con la que me casé. Que no debí haber sido tan autoritario y tan frío con mis hijos. Que no debí haber trabajado tanto. He sido muy estúpido.

Los ojos de la veterinaria están llenos de lágrimas. De pronto, tantos años después, se da cuenta de que su padre es un ser humano lleno de sombras y tristezas. No lo justifica, ni mucho menos, pero sí suaviza el rencor que ella ha sentido hacia él durante toda su juventud.

—¿Por qué lloras, hija? —pregunta él.

África juraría que es la primera vez, de todas las que ha llorado delante de su padre, siendo niña y adulta, que se molesta en preguntar por qué.

—Por nada... Y por todo —responde.

Entonces su padre se levanta de la silla y camina despacio hasta su hija. Se pone en cuclillas frente a ella y la mira a los ojos.

—Estoy orgulloso de ti.

—La verdad, no veo por qué. No he hecho nada de lo que tú querías que hiciera.

—Por eso estoy orgulloso —responde su padre con una gran sonrisa.

Entonces África pierde el control sobre sus lágrimas y le da un abrazo a su padre.

—Papá... —dice ella entre sollozos.

—Me ha costado entender que lo que los hijos necesitan de un padre es, por encima de todo, amor. Y me arrepiento de no habértelo dado ni a ti ni a tu hermano.

Se separan y su padre encuentra otra silla donde sentarse justo al lado de ella.

—Me han dicho que dejaste muy bonita la casa del abuelo —dice él.

Ella asiente, mientras se limpia las lágrimas con el puño de la chaqueta.

—Sé que no quieres el dinero, que tienes una clínica y que te va bien. Pero yo te voy a dejar una parte, la que te corresponde. Guárdala, a veces la vida puede venir mal dada y te puede hacer falta. Quizá, si tienes hijos, esté bien que tengas recursos.

África no responde. ¿Hijos? A este paso... Muy difícil, piensa ella.

—No creo que los vaya a tener. Pero se lo agradezco, padre.

—Bueno, haz lo que tú decidas hacer. ¿Tienes novio?

La veterinaria se sobresalta ante la pregunta. ¿Novio? Piensa en Javi pero inmediatamente lo retira de su cabeza. Lo cierto es que le gustaría poder abrazarlo y besarlo siempre que quisiera. También le gustaría dormir acurrucada en su costado y verle la cara de recién levantado por las mañanas. Pero no, no es su novio y no llegará a serlo a no ser que reconfigure sus taras emocionales y se espabile de una vez, joder.

—No, no tengo novio —acaba por responder ella.

—Pero hay alguien —intenta averiguar su padre—. Oh, perdona que sea tan cotilla, pero me gustaría saber si esa persona te trata bien.

—Sí, me trata muy bien. Pero creo que no puede ser —concluye ella.

—Tonterías. ¿Te puedo contar algo?

—Sí, claro —responde África.

—Cuando tenía dieciocho años me enamoré de una chica de mi clase, en la universidad. Nunca he vuelto a querer a nadie como a ella.

—¿Cómo era? Muy guapa, imagino.

Su padre se ríe.

—No... Físicamente era del montón. Bajita, morena, sin grandes curvas. Cara agradable... No me hubiera girado a mirarla por la calle.

—¿Entonces?

—Tenía un gran sentido del humor y era muy cariñosa... Sobre todo, nos entendíamos. Siempre sabía cuando estaba de buen humor y cuando estaba irritado por algo. Parecía que me leía la mente.

—¿Fuisteis novios?

Su padre negó con la cabeza.

—Estuve meses pensando en confesarle lo que sentía por ella.

—¿Y por qué no lo hiciste?

Su padre se reclina para atrás en la silla y su rostro cambia por completo. Una mueca de dolor aparece en sus labios.

—Se acostó con mi mejor amigo. Creo que ella no me quería igual que yo la quería a ella.

—Vaya, lo siento mucho...

—No, yo debí habérselo dicho mucho antes, pero no me atreví y ella entendió que no me interesaba...

—¿Te lo dijo?

—Sí, el día que se casó.

África abre mucho los ojos.

—¿Y qué pasó?

—Que nos acostamos y luego no volvimos a vernos.

Entonces, su padre se levanta de la silla.

—Estoy cansado, África. Será mejor que te vayas. Me voy a acostar.

El hombre camina hasta la puerta del despacho y la abre. Ella se incorpora y sigue sus pasos.

—Adiós, padre —se despide ella.

***

Javier cierra de un portazo la puerta de su casa. Se deja caer sobre el sofá y se autolamenta. Cualquiera diría que el amor es como una enfermedad. Realmente, si tuviera que compararlo con algún diagnóstico diría que es estremecedoramente parecido al trastorno obsesivo compulsivo. Los pensamientos y las imágenes perturban constantemente su cerebro. Los ojos de África parecen observarlo desde todas partes. Su voz. Su olor.

Todo le huele a vainilla.

Se supone que el enamoramiento se pasa, es un furor hormonal que pone patas arriba el cerebro durante algunos meses y luego se desvanece. Así que sólo le queda esperar y tratar de entretenerse.

Con esa intención, busca su ordenador portátil que juraría que ha dejado al lado de la tele esta mañana. Lo encuentra. Lo enciende y abre uno de los artículos en pdf que tiene pendiente de leerse. El diagnóstico precoz del EPOC en atención primaria. Resopla. Si esto no le da carpetazo a sus hormonas...


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Bueno, os pido disculpas por haber tardado tantísimo en publicar el siguiente capítulo. Seré sincera, me ha costado mucho escribir porque ando regular de salud y el trabajo en el hospital y las guardias me consumen gran parte de la energía que me resta, estoy buscando aún mi rutina y mi espacio para compaginar ambas cosas mientras me recupero. 

Mil gracias por toda vuestra paciencia y apoyo, sé que a veces hago estas cosas de detener una novela durante unos meses y creedme que no es por propia voluntad, si no por circunstancias. Espero ahora encontrar un hueco todos los días para acabar esta novela y darles a los personajes el final que merecen :)

Se os quiere mucho <3

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