Capítulo 19
Bistec está hecho un ovillo encima de la cama, con la carita apoyada sobre el brazo extendido del médico, que, aunque pretende dormir, no lo consigue. Juraría que lleva ya dos semanas sin pegar ojo. Lo nota cada vez que se mira en el espejo y ve sus marcadas ojeras... Como si se hubiese ido de fiesta durante cuatro noches seguidas. Pero nada más lejos de la realidad.
***
África cierra la puerta de la clínica con llave y le da la vuelta al pequeño cartel, indicando así que ya está cerrada. Mira el reloj. Son las dos y media. Recuerda que dejó un táper con guisantes en la nevera anoche, así que sólo tendrá que hacerse una tortilla para completar el menú.
Sube las escaleras, saliendo de la clínica y entrando en su salón. Los perros la siguen por la casa meneando el rabo. Ella les dedica unos minutos, les acaricia y les dice cosas bonitas. Después les sirve a cada uno su ración de pienso en sus respectivos platos y llena el más grande con agua fresa. Entonces mira el móvil. Decepcionada y cabreada, ve que no hay ningún mensaje.
Ayer le escribió a Javi porque había comprado un peluche muy mono para Bistec y tenía intención de llevárselo y así intentar arreglar eso que debió de romperse hace dos semanas cuando estuvieron abrazados en el sofá.
Pero Javi dijo que estaba muy ocupado y que ya se verían en otro momento. Lleva evitándola ya muchos días. A la basura el maldito peluche. O para Sol y Luna, que adoran los juguetes. Boomer pasa de todo lo que no sean pelotas y Rey... El mejor juguete de Rey es una buena cuerda para morder.
—Quizá piense que he intentado ligar con él... A lo mejor invadí su espacio... —dice ella, reflexionando en voz alta—. Pero nadie le obligó a cogerme con fuerza y a olerme el pelo...
Se desploma en el sofá, sin ganas de freírse la tortilla ni de comer guisantes. De nuevo, repasa en su mente cada segundo de aquel abrazo. Fue de lo más inocente. Ella sólo quiso reconfortarle. Le tiene aprecio, es todo. Y además Áfrcia es sensible y, por tanto, no le gusta ver sufrir a la gente. Y menos a la gente que aprecia. Y como a Javi le aprecia, pues le abrazó...
—No entiendo nada. Lo más probable es que se haya dado cuenta de que no le gusto y no quiere que me haga expectativas. Pero yo tampoco quiero salir con él... Sólo quiero recuperar lo que había antes. Estábamos a gusto... —dice.
No sabe por qué está hablando en voz alta. Podría pensarlo y ya está. Sin embargo, cuando oye su propia voz, con su entonación y sus pausas, se da cuenta de cómo se siente.
Dolida.
Ya desde el primer momento tenía que haberse dado cuenta de que el médico no era una persona muy cuerda y equilibrada. Es de esa clase de personas que por su inestabilidad hace sufrir a los que le rodean.
—Sólo fue un abrazo... No le he pedido matrimonio, ni salir, ni nada... ¿Una amiga no puede abrazar a un amigo? —pregunta indignadísima—. Por el amor de Dios, ¡ha salido huyendo como si le hubiese dicho que estoy embarazada!
Frunce los labios. Capullo. Idiota. Creído de mierda.
Ahora gruñe.
Bah, si con razón no tiene novio. No entiende a los hombres.
Bueno, a los que entiende, le parecen previsibles y aburridos y a los que no entiende, no los soporta. La exasperan. Y ahora es cuando África, comienza a reflexionar sobre el misterio de la mente masculina.
—A ver, los hombres son personas. Sí, son personas. Algunos parecen un poco animales, pero en el fondo, son personas. Y las personas quieren amor. Pero por otro lado, los hombres también se dejan llevar por... El pito. Sí, por el pito —gesticula con las manos rápidamente, como si le estuviera dando una conferencia a las cuatro pobres criaturas caninas que la escuchan—. Sin embargo, Javier no parece pensar con el pito. O sea, tuvo una temporada en la que el pito pensaba por él. Pero ahora, con la culpabilidad que siente, se supone que ha tenido una especie de "despertar espiritual" y está buscando llevar otra clase de vida. ¿Por qué iba a asustarse de un maldito abrazo? No me he insinuado. No... Ah. Mierda de capullo asqueroso. ¡Que le folle un pez! ¡Un avestruz! Un avestruz violador gigante... —farfulla ella por lo bajo, estrechando los párpados y mirando agresivamente hacia su entorno.
Rey la mira, asustado. Para ser un perro, ha entendido demasiado bien la última frase. Fin de la reflexión. Conclusiones existenciales: los hombres que piensan con el pito son previsibles y los hombres que ya no piensan con el pito son un coñazo.
Conclusión última y final: bah.
África se da cuenta de que está desvariando. Si sigue tirando de ese hilo mental, sus pensamientos van a seguir una línea peligrosa para su salud. Así que lo más sensato es cortar el hilo por lo sano y ocupar su cabeza en otra cosa.
La veterinaria mira por la ventana. El cielo azul turquesa está salpicado de diminutas nubes blancas, de esas que llaman de evolución, y el sol se encuentra aún lo bastante alto. Mira el móvil: veinte grados. Quizá, sea un buen momento para cabalgar por la montaña y dejar que el viento se lleve el mal rollo general que tiene en el cuerpo.
***
Pan avanza al trote con tranquilidad. Conoce las piedras del sendero casi tan bien como la amazona que lo monta. África nota cómo el olor a bosque relaja sus sentidos mientras algunos pájaros cantan de fondo alternándose con un apacible silencio. Podría vivir así siempre. Hasta que fuera demasiado vieja y no pudiese cabalgar, entonces sus paseos se reducirían a ir al centro de salud a buscar recetas y...
—¡Oh, mierda! —dice al visualizar la cara de Javier, más viejo, pero aún siendo el médico de Villafranca.
Después la veterinaria suspira aliviada: en ese pueblo ningún médico suele durar demasiado. No se jubilará trabajando allí, desde luego.
—Ya basta —se dice a sí misma con la intención de apartar al doctor del Pozo de su cabeza.
Continúa su ascenso por el camino de tierra con la intención de llegar a un mirador que hay en lo más alto. No suele subir allí muy a menudo, sólo cuando necesita desconectar y replantearse la vida. Y parece ser que está viviendo uno de esos momentos.
Cuarto de hora más tarde, los árboles dan paso a la fina hierba y el paisaje se abre ante los ojos de ambos. Unas barandillas de madera se adivinan al fondo de la explanada, hacia donde África se dirige.
Cuando las vistas indican que ha llegado al lugar correcto, desmonta a Pan y anuda las riendas a uno de los troncos que forman el mirador. Después, apoya sus codos sobre la madera y se inclina hacia delante. Deja su mirada vagar por el paisaje hasta hacerse uno con él, de tal manera que sus pensamientos desaparecen y su mente se vuelve sedosa y tranquila, como los prados verdes que se extienden ante ella, ondulantes sobres las curvas laderas de la cordillera y parcialmente cubiertos por algunas nubes bajas. Sin querer, se le llenan los ojos de lágrimas. Y llora.
Llora en silencio, emocionada por poder contemplar algo tan bonito. Ese paisaje, piensa ella, siempre ha estado allí, está y estará y sobrevivirá a todas las experiencias buenas y malas de la gente que habita los pueblos que se vislumbran desde allí. Por eso le relaja tanto contemplar aquellas vistas: porque siempre serán igual de bonitas, pase lo que pase, gane quien gane las elecciones, muera quien muera, nazca quien nazca y llore quien llore. Las montañas siempre le ofrecerán a todo aquel que las conozca, un pedacito de felicidad, un rincón tranquilo y maravilloso en lo alto del terreno hasta donde, por suerte, no alcanzan a llegar los dramas.
África da un respingo y se enjuga las lágrimas con la manga de su chaqueta. Se siente sola. Tiene amigas, sí. Pero ella decidió alejarse. Las dejó en Madrid y con algunas habla de vez en cuando. Porque ellas la llaman... Pero ya están dejando de llamar. Lógico, no obtienen mucha respuesta de la veterinaria, que se ha enfrascado en su pequeña y reducida rutina de Villafranca y parece no querer saber nada más del mundo exterior.
Ella sabe que cuando descubrió lo de su madre, algo en su cabeza se rompió. O más bien, en su alma. Pero no entiende por qué, si en el fondo, se lo imaginaba.
Su padre trabajaba mil horas al día, y quien sabe si también tendría alguna aventura. En casa había mucho dinero para todos y ninguna clase de tiempo en familia. Tanto ella y su hermano habían crecido siendo criados por diversas niñeras. La adolescencia la pasó llena de granos, con brackets y poco éxito entre los chicos (ahora que lo piensa, afortunadamente). Una de sus amigas se quedó embarazada con dieciséis años. Otra se quedó con un corazón roto. Y ella, con las ganas.
Sin embargo, África siempre tuvo a alguien a quien contar las cosas y de quien tomar ejemplo: su abuelo. Él era su guía, su orientación. Siempre le daba consejos con cariño y sabiduría. Jugaban juntos a las cartas. Su abuelo le daba todo lo que una persona que te quiere te debe dar: una parte de su tiempo.
Otra lágrima se desliza por la mejilla de África: recuerda cuando se murió. Era lógico: se trataba de un hombre mayor y es ley de vida... Pero no por ello menos triste.
Cuando faltó su abuelo y descubrió que su madre tenía un lío... Quiso alejarse de todo. Además, estuvo a punto de empezar a salir con uno de los "pretendientes" que su progenitora escogía para ella. "Necesitas un hombre que se gane bien la vida y te tenga como una reina".
—Total, para acabar poniéndole los cuernos... No. Prefiero estar enamorada y confiar plenamente en la persona con la que decida compartir mi vida...
África no sabía cómo, siendo su abuelo como era, su madre había llegado a convertirse en una mujer extremadamente superficial y materialista. Y su padre... ¿Qué iba a decir? A su padre ni lo conocía. Bueno, sí sabía quién era, lo veía a la hora de la cena, intercambiaba algún "buenas noches" o "buenos días" con él y poco más. Si era inteligente, tonto, amable, irritable, bueno, malo, íntegro, sabio... No lo sabía. Lo único que sabía de él era que había emitido un espermatozoide que ganó la carrera y se convirtió en África.
Y ahora piensa en Javi.
—Pobre —dice ella refiriéndose al médico—. Está claro que no hay nadie que no tenga alguna clase de drama a sus espaldas.
Saca un pañuelo del bolsillo y se limpia las lágrimas de la piel. Y cree que ya basta de desahogarse por hoy. Ya que en el fondo es feliz: ha elegido la vida que quería desde pequeña: vivir en la casa de su abuelo, en el pueblo, rodearse de animales y seleccionar cuidadosamente a las personas que deja entrar en su vida. No vaya a ser que... En fin.
Cuando está a punto de montarse de nuevo sobre Pan, siente una presencia a su lado.
—Hola —saluda Óscar.
—Hola, qué casualidad —dice ella, esperando que el dueño de Solomillo no se haya dado cuenta de que estaba llorando.
Óscar sonríe.
—Sí, estoy explorando la zona. Soy escritor y estoy buscando un entorno pintoresco para mi próxima novela —dice él.
África abre mucho los ojos, sorprendida.
—Vaya, qué profesión más bonita. ¿De qué va a ir la historia? —pregunta ella, cada vez con la voz más firme.
Óscar se rasca la cola de la ceja y respira hondo.
—Intento cambiar de género. Hasta entonces estaba muy enfrascado en la novela negra... Pero ahora quiero escribir algo más contemporáneo, espiritual... Algo que transmita paz. Quizá sea porque yo necesito un poco de tranquilidad —se ríe y África se siente muy identificada con esas palabras.
—Ya somos dos. El mundo puede estar cayéndose a su alrededor, pero si tu conciencia está en paz, puedes encarar la vida de otra manera —responde la veterinaria pensando en el médico y en su bucle de autolamentación.
Óscar la mira fijamente.
—Sabias palabras —dice él—. Pero la paz de espíritu es un bien escaso. Nuestros pensamientos buscan constantemente la manera de perturbarnos. O la vida misma...
África esboza una sonrisa divertida.
—Aún no me has dicho de qué va a ir tu historia —insiste ella.
—De un niño —dice él—. No hay nada más inocente que un niño. Un niño de entre siete u ocho años que interpreta la vida como un juego. Su mejor amigo es un perro que lo sigue a todas partes.
—Es precioso —opina África.
—Gracias —responde Óscar con una sonrisa sincera—. Por cierto, Solomillo está mucho mejor. Sus cacas ya no son líquidas.
El escritor se ríe y África con él. Finalmente, ella decide que ya es hora de volver a casa y se despide amablemente.
—Espero volver a verte por el pueblo —dice él.
—Igualmente —responde ella antes de hacer trotar a Pan.
Óscar ve alejarse a la veterinaria y piensa que se trata de una mujer compleja e interesante de conocer en profundidad. Como todo buen escritor, analiza y desmenuza las personalidades de la gente de su alrededor para poder luego, cogiendo cosas de aquí y de allá, crear sus propios personajes.
***
África sube la cuesta arriba que atraviesa el pueblo hasta llegar a su acogedora casita blanca. Ya desde varios metros de distancia, puede ver la silueta de un coche oscuro aparcado frente a la verja. Nerviosa, acelera un poco el ritmo de Pan.
—¿Rafa? —se pregunta en voz alta.
Porque si no, ¿quien iba a ir a verla a aquellas horas en un coche así...?
Un hombre baja del asiento del conductor y a África casi se le para el corazón.
Su hermano.
Nunca estuvieron muy unidos. Así que si está aquí, es que hay un motivo especial que lo ha traído.
—Afri —dice él a modo de saludo—. Tenemos que hablar.
Ella lo observa desde lo alto mientras acaricia las suaves crines del caballo. Manuel del Olmo, el gran médico, el orgullo de su padre y el ojito derecho de su madre. Tiene el pelo tan oscuro como África, pero los ojos son grisáceos y algo más pequeños que los de su hermana. Viste una camisa y unos pantalones chinos claros. Tan elegante como de costumbre.
Desmonta a Pan y entonces mira a Manuel desde abajo. Es increíblemente alto. Lo era ya con doce años.
—Ven, vamos dentro —dice, guiándolo hacia la casa—. Voy a dejar a Pan en el establo de fuera.
Mientras África se encarga de dejar a su caballo bien atendido, se da cuenta de que su hermano lo observa todo con bastante curiosidad. Los cuatro perros se han acercado a olerle, pero no le ladran. Sin embargo, Manuel se muestra indiferente con los animales, está ocupado analizando la fachada principal.
—La has reformado —concluye él.
—Sí, lo necesitaba —responde África.
Es la primera vez que su hermano la visita desde que vive en Villafranca. Ella abre la puerta de la entrada y hace pasar a Manuel, dejando a los perros fuera, en el jardín.
—Siéntate si quieres —dice ella fríamente.
Pero Manuel decide pasearse con total libertad por el salón y la cocina, observando minuciosamente cada detalle.
—Te ha quedado muy bien la casa —comenta él antes de tomar asiento en el sofá.
—¿Quieres un café o una infusión? Quizá un refresco —le ofrece África.
Manuel declina la oferta con educación y le hace un gesto a su hermana para que se siente junto a él. Su semblante serio no augura nada bueno.
—¿Qué ocurre? —pregunta ella en un aterrado susurro.
—Hace dos semanas, nuestro padre se empezó a encontrar un poco mal. Le molestaba el estómago, malas digestiones...
—Sí, sigue.
Manuel asiente con la cabeza.
—La semana pasada le subió la bilirrubina por las nubes, se puso de color amarillo, según me ha dicho mamá. Así que lo llevaron a urgencias de su propio hospital, ese que no está muy lejos de aquí.
África se sonroja. Sí, sus padres viven en la ciudad más cercana desde que a él lo nombraron director médico. Justo donde ella estuvo ingresada hace no mucho por aquella meningitis que Javi le diagnosticó. Y, pese a ello, no ha les ha hecho ninguna visita todavía.
Tampoco ellos se han molestado en ir a ver a su hija.
—La bilirrubina... —dice ella, instándole a seguir y temiéndose lo obvio: una mala noticia.
—Lo ingresaron y le hicieron una eco, un tac, analíticas con marcadores tumorales... Una gammagrafía ósea de todo el cuerpo y un PET —termina Manuel del Olmo.
África dice lo que su hermano tiene en la punta de la lengua.
—De páncreas, ¿verdad?
Manuel afirma moviendo la cabeza. La veterinaria se deja caer sobre el respaldo del sofá y cierra los ojos. Respira hondo, mareada. Bueno, tiene setenta años. Ha vivido una vida larga. No tan larga como otras... Pero larga.
Quiere llorar pero no le salen las lágrimas. Abre los ojos de nuevo, pero los cierra inmediatamente. Todo le da vueltas.
—Están en casa, por si quieres ir a verles. Le están llevando los de paliativos a domicilio.
África encoge las piernas y abraza las rodillas. Busca en su mente algún recuerdo de la infancia con su padre. Son pocos, pero alguno hay. A la veterinaria le sorprende cómo su padre, cuando ambos (Manuel y ella) eran niños pequeños, les dedicaba más gestos de cariño: sonrisas, abrazos, atención... Después todo eso fue disminuyendo y transformándose en exigencias para que sus hijos se convirtiesen en potenciales versiones de sí mismo.
No obstante, una tierna imagen de un hombre enseñándole a utilizar el yo-yó a una niña de siete años que se hacía un lío con la cuerda del juguete sirve como detonante para una explosión de llanto.
—¿Se puede saber por qué lloras? —pregunta Manuel fríamente—. Tengo entendido que todo lo que tiene que ver con nuestros padres te es indiferente, al menos eso dice mamá.
África mira a su hermano con los ojos empañdos. Lo ve distorsionado por la humedad de sus párpados. Pero aún así intuye la expresión de reproche en su rostro.
—Para ti es fácil estar con ellos: hiciste todo lo que se esperaba de ti. Estudiaste medicina, te casaste con una mujer con patrimonio y les hiciste la pelota a más no poder. Además, no sabes lo que yo sé.
Manuel se ríe.
—Tú siempre fuiste un bicho raro. Pero ya dice mamá que no se le pueden tirar perlas a los cerdos.
Esa frase irrita profundamente a África, pero ésta se contiene. No merece la pena.
—Tú sabes que mamá le pone los cuernos a papá, ¿verdad?
Manuel resopla con suficiencia, molesto por la obviedad.
—Pues claro. Y papá también. ¿Qué quieres? Llevan muchos años casados. La chispa se pierde. Se aburren el uno del otro. Hasta yo echo canas al aire de vez en cuando.
África abre mucho los ojos.
—¿Qué? Si no estás bien con tu mujer soluciónalo o divórciate pero no le hagas eso.
—¿El qué? La tengo cariño. Estamos a gusto. Pero la carne es débil. África, tienes una visión del mundo irreal, lo ves todo de rosa y la vida no es así.
La veterinaria se levanta del sillón enfurecida.
—¿Y cómo es la vida? A ver, explícamelo. ¿Qué sentido tiene casarse con alguien si sabes que vas a ser infiel al año de matrimonio por que estás aburrido? Eso no es amor, es conveniencia, es sexo, es aburrimiento... Es otras cosas pero no amor.
Manuel se ríe.
—Tú sabes mucho de amor, digo. Por todos los novios que has tenido, ¿no? Venga, lo único que quiero es que dejes de culpabilizar a nuestros padres por algo que es mucho más común de lo que te crees.
—No les culpabilizo. Simplemente me alejo de mis padres porque no quiero esa vida para mí. Y por desgracia, ellos sí. Si fuera por mamá ahora estaría casada con un hombre rico de esos que se van de putas todos los fines de semana.
—Ella te diría que te enrollaras con tu monitor de tenis y solucionado —responde Manuel medio en broma, medio en serio.
África observa a su hermano y siente que entre ambos hay una brecha muy profunda respecto a la visión del mundo. Respecto a todo, más bien.
—No nos vamos a poner de acuerdo. ¿Cuánto tiempo han dicho que le queda a papá?
—Un mes, como mucho —responde Manuel.
África asiente.
—Iré a verles —dice ella.
—Bien, pues que sea pronto. No vaya a ser...
Entonces, su hermano sale de la casa sin despedirse y camina hasta la verja. Se sube en su coche y arranca.
África se queda de pie en el salón, incapaz de moverse. Incapaz de llorar. Incapaz de pensar.
***
Javier tiene los ojos rojos. Lleva casi dos horas leyendo artículos en su Ipad con la intención de ponerse un poco al día con los nuevos tratamientos y protocolos de la diabetes. Sin embargo, no se siente muy fino. No presta mucha atención ni tampoco retiene lo que lee. Además, Bistec está todo el rato arañándolo con su patita para que le haga más caso.
—Ya te he tirado la pelota diez veces —le dice el médico a su fiel amigo de cuatro patas.
El perro ronronea como si fuera un gato.
—Está bien, me rindo.
Javier cierra el Ipad y coge al cachorro en brazos hasta dejarlo sobre sus rodillas. Después le acaricia el lomo con delicadeza mientras el animal termina por tumbarse panza arriba sobre él.
—Eres un buen perro —le dice él, imitando a África.
Entonces arruga el gesto y una sensación de inquietud le invade el estómago. Hace ya muchos días que no la ve, y lo peor es que no nota que el tiempo haya obrado ningún cambio en sus sentimientos. Ninguno.
De manera completamente inesperada suena el timbre. Mira el reloj. Son las diez de la noche. Javier piensa que tal vez alguien del pueblo necesite atención médica. No sería extraño porque ya ha ocurrido más veces.
Abre la puerta totalmente desprevenido ante lo que va a encontrarse.
—África —dice él sobresaltado.
Ella baja la cabeza.
—Hola —murmura con la voz tomada de tanto llorar—. ¿Puedo... Pasar?
Javier se hace a un lado para que la veterinaria entre en su casa. Después cierra la puerta y observa con preocupación cómo ella se mantiene de pie, sin moverse, justo delante del sofá. Lleva el pelo recogido con una goma de la que escapan varios mechones rizados. Bistec se acerca a ella moviendo el rabo, pero África ni se inmuta, cosa que hace que Javier se estremezca profundamente.
El médico duda, pero finalmente, se acerca hasta quedar frente a ella. Con un dedo sujeta su barbilla y la obliga a mirarlo a los ojos.
—Oh, Dios... ¿Qué ha pasado? —pregunta él al ver los párpados inflamados y las conjuntivas ensangrentadas.
África va a contestar, pero se apodera de ella otro ataque de llanto.
El médico la atrae hacia sí y la abraza con fuerza, mientras ella solloza compulsivamente.
—Cuéntame, qué te ha pasado, por qué estás así... —Javier se separa un poco de ella y la mira con tristeza.
África quiere hablar pero no le salen las palabras. Él siente de pronto un gran instinto de protección y la abraza de nuevo, mientras las lágrimas siguen brotando desconsoladamente.
Pasados unos instantes, ella logra recuperar el dominio de sí misma y, antes de contarle a Javier lo de su padre, quiere saber por qué él ha desaparecido todos esos días sin dar explicaciones.
—Javi —comienza ella, mirándole a los ojos—. ¿He hecho algo que te haya molestado? Dime qué hice para que te marcharas de mi casa y no haya vuelto a verte. Somos personas adultas y, si te he ofendido o molestado, me gustaría saberlo para pedirte perdón.
Javier siente que el pulso se le acelera, ¿qué ha hecho África? Nada malo, nada en absoluto. Lo único que ha hecho es ser ella misma y devolverle al médico la alegría por la vida. Él no cree que deba culparla por ello.
—No has hecho nada malo, Afri... Pero eso no es el tema de ahora. Dime, ¿qué ha pasado para que aparezcas aquí, a las diez de la noche llorando en plena crisis nerviosa? Necesito que me lo cuentes... Ven vamos a sentarnos.
Ella asiente, sin fuerzas para insistir en su pregunta. Se deja caer sobre el sofá y entierra el rostro entre sus manos.
Él le acaricia el cabello y un olor familiar a vainilla le inunda los sentidos.
—Mi padre se está muriendo —dice África, así sin más.
Es la verdad. Javier observa la sorprendente fragilidad de la mujer que tiene delante, al igual que le ocurrió cuando la encontró hundida en fiebre cuando tuvo meningitis. África es una mujer que parece muy fuerte, con un carácter tranquilo y una mente lo bastante fría como para no achantarse en momentos tensos. Pero claro, no hay fortaleza sin debilidad y él, como médico, ya debería estar acostumbrado a que todas las personas son delicadas a su manera.
—¿Cuántos años tiene? —pregunta Javier—. Debe de ser joven si aún es el director médico del hospital.
Ella niega con la cabeza.
—Pasa de los setenta, pero trabaja por gusto y no ha querido jubilarse, tampoco le han obligado a irse a casa, como a otros.
Su voz está quebrada, rota.
—¿Qué... Tiene? —pregunta él con tacto.
—Cáncer de páncreas diseminado —susurra ella.
Javier guarda silencio, está seguro de que África necesita desahogarse y decide darle tiempo para que organice sus ideas y las exprese en voz alta.
—Mi padre no sabe querer —comienza África—. ¿Sabes? Fue siempre muy amable conmigo hasta que decidí que no quería ser médico como él. Nunca entendió mi buena relación con mi abuelo ni mi pasión por los animales. Según él yo nunca llegaría a nada. Pero, ¿qué clase de padre puede querer a sus hijos en función de lo que éstos consigan en la vida? En el fondo, siempre he esperado que reflexione y me acepte. Sé que no soy como mi hermano, ni tan inteligente ni tan brillante, ni tan guapa y femenina como mi madre. Soy como soy: un maldito desastre que adora a los perros y que le gusta estar sola en un pueblo que no aparece ni en los mapas. Y eso no es malo... No soy una asesina, no les he "deshonrado"... A veces me pregunto por qué mi padre no me quiere. Y ahora que se va a morir... Siento que ya lo he perdido definitivamente...
África comienza a llorar de nuevo mientras Javi la observa con el alma llena de tristeza. Él siempre se sintió querido por sus padres. Le imponían disciplina y normas, pero cuando él necesitaba cariño o una simple conversación, allí estaban. Recuerda una vez en concreto, cuando estuvo un mes entero con la pierna escayolada, sentado en el sofá. Su madre lo acompañó todos los días. Veían películas juntos, jugaban a las cartas, hablaban, y durante ese mes comió macarrones con tomate más veces que en todos sus años de vida juntos. Adoraba los macarrones (aún le gustan).
—No sé qué decir —declara el médico—. Me encantaría poder afirmar sin temor a equivocarme que tu padre te quiere, pero a su manera y que, quizá, él tenga miedo de seas tú quien no le acepte a él... Sin embargo, creo que hay maneras de querer que son infinitamente peores que directamente no querer... Tal vez, debas hablar con él a solas antes de que sea demasiado tarde... A lo mejor, en sus últimos momentos se alegre de tenerte cerca y entonces, sabrás, más allá de lo que te podamos decir los demás, que tu padre te quiere... Aunque sea a su manera.
—Si hubiese sido más lista... Si me hubiese gustado la medicina... Tal vez me miraría de otra manera —se lamenta África, que, claramente está en bucle.
—Cuando alguien te quiere, África, no importa lo lista que seas o cuanto te guste la medicina. Se quiere o no se quiere. Las condiciones no forman parte del amor en ningún caso —dice Javier muy serio.
La veterinaria deja su mirada perderse entre los muebles del salón. Se siente agotada.
—A mí nadie me quiere así —dice ella de pronto—. Supongo que algún día sabré lo que se siente.
África se levanta del sofá con la sensación de estar aún más sola que antes de entrar en la casa del médico. Él le ha dicho cosas cargadas de sentido común y, que en cierto modo, la han ayudado. Pero ha sido tan frío, tan distante... Si ha perdido un amigo, será mejor que lo asuma cuanto antes, se dice a sí misma.
—Bueno, me alegro de verte Javi —dice ella con una sonrisa mal fingida.
Él, bloqueado pensando en lo equivocada que está la mujer que tiene delante, reacciona alarmado.
—¿Ya te vas? Espera.
Se levanta y la persigue. La agarra del brazo y la mira a los ojos casi con violencia.
—¿Cómo puedes decir que nadie te quiere? Estás muy equivocada. En este pueblo todos te queremos —dice él, tratando de recuperar el control sobre sus palabras—. Seguro que si mañana te mueres, Dios no lo quiera, toda la gente de Villafranca lloraría en tu velatorio.
África entonces suelta una carcajada, completamente inesperada. Es un risa sarcástica y llena de dolor.
—La gente necesita el amor cuando está viva, no cuando está muerta, Javier. Pero bueno, supongo que ahora estoy vulnerable y por eso me siento así —dice ella, tratando de restarle importancia al asunto.
Javier. No ha dicho Javi.
Él la sujeta por los hombros y continúa mirándola.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta África nerviosa.
—Tengo que decirte algo, pero no sé cómo hacerlo —responde él.
—¿Vas a decirme por qué llevas dos semanas evitándome? —pregunta ella en un susurro.
Él asiente en silencio con la cabeza mientras afloja la presión sobre los hombros de la veterinaria.
—No quiero que te vayas de aquí pensando que nadie te quiere porque es una falsedad. Yo te quiero, te quise desde que me abrazaste en ese puente y me salvaste de mí mismo. Y te quise más aún cuando metiste a tu caballo en mi consulta. Fue lo más genial que me ha pasado en la vida. Y estoy seguro de que te querré siempre y jamás te olvidaré. Eres como una fuente en un desierto, África. Pero yo no tengo derecho a beber de ese agua. Me merezco morir de sed, ¿entiendes? Tengo demasiada culpa y rencor hacia mí mismo como para poder hacerte feliz. Tú mereces a alguien mejor y yo merezco estar solo para purgar mis errores.
África tiene las mejillas llenas de lágrimas, pero esta vez no son por su padre. De pronto comienza a sentir rabia e ira hacia el médico.
—¿Por qué no dices nada?
—Si tu manera de quererme va a ser alejarte de mí, que sepas que me parece una mierda, por mucho romanticismo barato que le quieras añadir a tu discurso —responde ella con la voz temblorosa.
Javier acepta sus palabras con resignación. Sabe que no va a ser fácil. Pero África parece no darse por vencida. Se pone de puntillas hasta quedar muy cerca de su cara.
—Lo que pasa es que eres un egocéntrico incapaz de salir de su propio sufrimiento. A veces, flagelarse se convierte en un acto casi adictivo. Y tú no puedes vivir sin ello.
—No me hables así, te lo pido por favor —dice él—. Cada uno afronta las desgracias como puede, África. Tú te sientes sola y yo me siento culpable.
—¡Pues me parece una mierda! —grita ella fuera de sí.
Entonces le pega un puñetazo suave en el pecho.
—Te odio —dice África llorando—. Te odio mucho.
El médico sujeta los puños de ella antes de que lo sigan golpeando.
—Chsss... Tranquila, tranquila.
La abraza y le acaricia los mechones sueltos. La nota llorar y escucha con impotencia los sollozos. Después, ella se separa ligeramente, pero el médico no la deja alejarse más. Se acerca y sus narices chocan mientras las respiraciones de ambos se sincronizan en un mismo ritmo. La besa, justo lo que se prometió a sí mismo que no haría bajo ningún concepto.
Pero cómo va a soportar no beber agua de la única fuente que hay en su desierto. Eso es algo que no se le puede pedir a ningún hombre.
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Y el siguiente!!! Perdón porque ha sido bastante largo jejejeje, espero que os vaya gustando la historia, este capítulo tenía su complicación al escribirlo, me cuesta un poco el tema de los sentimientos y espero que lo haya transmitido tal y como yo lo sentía en mi cabeza.
Un beso a tod
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