Capítulo 16

Javier es consciente de que no todo el mundo tiene la habilidad suficiente como para hacer una punción lumbar limpia y rápida. Así que espera que la veterinaria no haya tenido la mala suerte de que alguien trastee más de la cuenta en su duramadre.

—Colócate de lado... —le dice Olga a África—. Deja tu espalda al borde de la cama... Así...

La veterinaria se va posicionando según las instrucciones de la doctora.

—Y ahora lleva tus rodillas al pecho. Fenomenal.

Olga localiza con un bolígrafo en la espalda de África el punto que equidista de ambas crestas ilíacas. Desinfecta con una gasa que lleva clorhexidina e introduce con decisión una aguja con guía. A la primera. La veterinaria nota la molestia y emite un leve gruñido.

—¿Cómo estás? —susurra Javier en su oído.

El médico se ha arrodillado al otro lado de la cama y está pendiente de los gestos de la enferma.

—Bien —dice África—. Pensaba que sería peor —bromea ella en un susurro.

El médico la sonríe.

—Ya está —dice Olga mientras extrae la aguja.

—No sabía que se te daba tan bien el rollito este de pinchar a la gente —le dice él a la rubia, tratando de rebajar, con su comentario, la tensión que se respira en el ambiente.

Ella le devuelve una sonrisa bañada en amargura.

—Me enseñaron bien —responde Olga—. África, ahora tienes que estar tumbada un ratito y sin hacer movimientos bruscos. Puede que te duela un poquito la cabeza, si eso sucede, nos avisas ¿de acuerdo? —le dice utilizando un tono de voz aterciopelado y cargado de amabilidad.

La veterinaria la sonríe.

—De acuerdo y gracias —contesta.

Olga se despide y Javier le dirige una última mirada cargada de cosas que siempre quiso decirle, pero no dijo. Ni las dirá, probablemente.

—¿Fue tu novia? —pregunta África con una sonrisa traviesa.

Javier la mira sorprendido. ¿Su novia? Pues no, precisamente.

—Fue la novia de mi hermano —dice él—. Pero no me apetece hablar del tema.

África comprende. Además, nota que está empezando a tiritar y los escalofríos le recorren la espalda con tal violencia que hacen que se convulsione entera.

—¿Me tapas? Estoy helada.

Javier extiende la manta hasta los hombros de ella. Después saca el teléfono y comienza a toquetear la pantalla. África lo mira con curiosidad. ¿Dónde está ese Javier tan borde y antipático que llegó a Villafranca hace tan solo unos días?

—¿Qué estás haciendo? —pregunta ella.

Javier la mira, sorprendido. ¿Le estaba mirando? Se le escapa una sonrisa.

—Pedir un préstamo de mil trescientos euros por la aplicación del banco, así podré pagarle a tu amigo Rafa.

África echa a reír. Es una risa floja y debilucha, acorde con el estado físico, pero a fin de cuentas, es una risa. Y es que le hace mucha gracia.

—¿Así que al final vas a adoptar a Bistec?

Javier se sienta en el sillón del acompañante, ya que al fin han subido a África a la planta, donde existen ciertas comodidades que uno no encuentra en las urgencias (como el sillón).

—¿Y qué hago si no? ¿Y si le hubiese dejado en la montaña, sólo y con la pata rota?

África responde:

—Estaría muerto.

Javier ríe.

—Morirá igual dentro de trece o catorce años.

—Ya, pero lo hará de viejo y sin calidad de vida. Ahora todavía puede dar y recibir cariño y jugar a la pelota. Ya verás que bien te lo vas a pasar —dice la veterinaria.

Javier asiente con la cabeza en silencio. Todavía tiene los ojos claros de Olga clavados en su conciencia. Mira a África, quien le observa con una mezcla de sorpresa y curiosidad.

—¿Estás bien? —pregunta ella—. Pareces revuelto.

El médico agacha la cabeza y dobla sus hombros. Es la manera que tiene el cuerpo de mostrar un alma que se desploma, ya exhausta, por luchar contra las nubes negras que se forman en nuestros pensamientos.

—Estoy revuelto —confirma él en voz baja—. Pero no puedo hacer nada para evitarlo. De hecho, creo que me merezco estar revuelto.

—La fustigación debería tener un límite, Javi —dice África.

Afortunadamente, el chute de analgesia que le han puesto hace que la joven esté lo bastante entera como para intentar consolar a su acompañante, que por suerte, no tiene meningitis como ella. Aunque su estado es tal, que casi podría decirse que tiene alguna clase de infección emocional.

—Con todos mis respetos, África, no sabes de lo que estás hablando. Así que mejor, cállate.

La joven guarda silencio y, aunque exteriormente parece calmada, se siente como si el médico acabase de propinarle una patada en el estómago. Ella sólo quería ayudar.

—Lo siento —susurra.

Javier no responde.

—Voy a ir a la cafetería a comer algo, vuelvo en quince minutos —dice tras unos minutos más de silencio.

***

Olga no ha vuelto a presentarse en la habitación de la veterinaria. Ahora el caso está en manos del servicio de infecciosas del pequeño hospital, que no es más que un médico de unos cincuenta años apasionado de las garrapatas que se hizo internista para poder estrechar su amorosa relación con sus amigas las bacterias (tanto las intracelulares como las extracelulares).

—África, buenos días —dice el doctor Casa con una gran sonrisa.

La veterinaria, que tras cinco días de ingreso se encuentra mucho mejor gracias a los antibióticos, se incorpora sonriente y envuelta en una bata polar que Javier le compró en una tiendecita del hall, y le estrecha la mano al entrañable señor de gafas rendonas y barba grisácea.

—Al final, tu meningitis por leptospirosis se ha quedado en nada, ¿eh? —dice el doctor, orgulloso de haber tratado semejante caso.

Un caso relativamente poco frecuente que con el beneplácito de su paciente, África del Olmo, podrá publicar en alguna revista científica. Oh, y qué ilusión le hace.

—Bueno, menos mal que mi médico de cabecera estuvo atento —responde ella.

—Veo que Javier no está hoy con usted, dele recuerdos de mi parte. Vengo a decirle que a medio día le traeré su alta y podrá marcharse a casa. ¿Qué le parece?

—Tenía muchas ganas de escuchar eso —contesta la joven mientras se coloca sus rizos oscuros tras las orejas.

—Pues me alegro, ahora la voy a explorar para comprobar que todo está bien y santas pascuas.

Cuando el médico por fin se va de la habitación, la veterinaria coge su móvil y marca el número del doctor del Pozo.

—Dime —responde él—. Ay, Bistec para. Para ya, no muerdas eso. ¡Deja el calcetín! —grita de pronto en tono militar. Seguro que lo han oído hasta en Murcia.

África separa un momento el aparato de su oreja y lo mira perpleja.

—Si hablas a tu perro como si fuera una persona no vas a lograr grandes resultados —comenta ella—. Por cierto, me dan hoy el alta.

—Ah, qué bien. Aunque no tengo coche. ¿Quieres que vaya a recogerte en tu todoterreno?

—No... Ni se te ocurra porque no quiero volver a quedarme en el bosque de noche y que me muerda otro lobo y me provoque, de paso, otra meningitis.

—Ya te he dicho que el lobo no tuvo nada que ver, eres veterinaria, has estado en contacto con pis de animales y probablemente ese haya sido el origen de tu bacteria.

—Bah, lo que tú digas. Los médicos siempre tenéis que saberlo todo —farfulla ella—. Estaré allí más tarde, ¿has dado de comer a mis perros y a Pan, como te dije?

—Lo he hecho... Lo mejor que he podido —dice él.

—Bueno, luego se verá —ríe ella—. Un beso.

—Un beso.

Y cuelgan.

***

Javier mira fijamente al cachorro. Está degollando uno de sus calcetines y cada vez que intenta arrebatárselo tiene que correr en círculos alrededor de la mesa, como si el animal fuese su monitor de fitness y se hubiese propuesto hacerle sudar la gota gorda. Y eso con la pata escayolada, que se supone que no debe moverla en exceso. Javier no sabe cómo se las va a apañar para hacer que la criatura guarde alguna clase de reposo.

—Me rindo... Cómete el calcetín si quieres... Ya lo cagarás —le dice el médico al cachorro con la voz cargada de rencor y la frente empapada de sudor.

Entonces, como si Bistec hubiese comprendido las palabras exactas, se planta frente a su dueño en la alfombra y agacha el culete. Y hace fuerza.

Un olor desagradable inunda las fosas nasales de Javier. Ahora tendrá que limpiar.

Por suerte, hoy es el día en que se celebra el patrón de Villafranca y es fiesta en el pueblo, así que no tiene que pasar consulta. Se siente tan afortunado por poder dedicarle el día entero al maldito animal que come todo lo que pilla y mea sobre todo lo que tiene debajo...

—Qué maravillosa es la vida —dice el médico entre dientes—. Ay, África, en lo que me has metido...

Bistec emite pequeños ladridos, propios de un cachorro de su edad. Quizá quiera salir a la calle, piensa Javi. En la clínica "tu mejor amigo" le dijeron que el animalillo ya estaba vacunado y que en una semanita le podría sacar.

—Lo siento amigo, tienes que quedarte en casa al menos cinco días más —le dice.

El médico de Villafranca se da una ducha rápida y se viste con un vaquero y una camiseta fina azul marino. Después se calza sus deportivas.

—No me mires así, yo sí que puedo salir a la calle y necesito comprar algo para comer —le explica a Bistec.

Después, Javier coge su cartera, su móvil y se marcha. Cierra la puerta con un par de vueltas de llave y el cachorro se queda sólo, con todos los muebles y camas a su merced.

En la calle, se queda maravillado al ver que se está montando un mercadillo medieval en toda regla. Ya hay tartas artesanales expuestas que huelen especialmente bien y hogazas de pan que prometen estar libres de cualquier tipo de conservante del demonio. Se acerca a un puesto y compra una de ellas. Observa también un puesto en el que están expuestos varios artículos de corcho: bolsos, monederos, botes para lápices, mochilas... Sigue caminando y de nuevo más puestos de dulces artesanales. Huelen bien.

Más hacia delante, casi llegando al centro de salud, llega a los puestos de ropa. Es demasiado hippy para su gusto, pero igualmente, se detiene a observarla.

Pasa un buen rato más recorriendo la zona y mientras, las calles del pueblo comienzan a llenarse de gente que viene desde muchos puntos cercanos de la región a las fiestas de Villafranca.

El tumulto creciente hace que el médico sienta la necesidad de alejarse de allí. No se siente a gusto en las aglomeraciones y necesita tener asegurado un espacio vital en el que desenvolverse, así que comienza a caminar en una dirección aleatoria. Entonces, se da cuenta de que sus pies le han guiado hasta la verja de la entrada de la clínica veterinaria.

Mira el desastre que hizo ayer a última hora con el pienso mientras todos los perros de África le perseguían en manada, ladrándole y gruñéndole por entrar en su territorio. Esparció todos los granos alrededor de la finca y después vació deprisa y corriendo, una botella de agua en uno de los bebederos.

—¡Javi!

El médico se da la vuelta y ve a una mujer de rizos negros bajándose de un taxi. Le sonríe y él le devuelve la sonrisa.

—No sabía que había fiestas aquí ahora —dice él.

África se echa al hombro la mochila, donde lleva su pijama, su bata y algunos útiles de aseo que Javier tuvo la amabilidad de llevarle cuando estaba ingresada. Después saca las llaves de su bolsillo y abre la verja.

Se detiene un momento ante la puerta y observa el suelo lleno de pienso mientras sus perros se sientan frente a ella y la miran con devoción moviendo el rabo a toda velocidad.

—Me fue difícil... —comienza a decir Javier.

Ella echa a reír.

—Entiendo, a veces se ponen un poco desagradables con los extraños —dice África—. ¿Quieres pasar a casa o estabas por aquí de casualidad? Todavía hay cerveza sin alcohol en la nevera, me temo.

Javier observa los ojos oscuros de ella, que relucen alegres y su sonrisa, que le reconforta bastante.

—Imaginé que no tardarías en llegar y quería comprobar que te encuentras bien.

África lo mira conmovida. Parece que no queda casi nada de ese hombre de carácter repugnante y aburrido que llegó al pueblo para insultar a sus pacientes. Se acerca a él y pillándolo de sorpresa, le da un fuerte abrazo.

—Muchas gracias por todo, si hubiera sido por mí, no hubiese ido al hospital —susurra ella.

Javier respira profundamente. Nota el calor corporal de ella y la suavidad de su camiseta. Huele a champú y a vainilla. Sin darse cuenta, se relaja y se deja llevar.

—¿Tu padre? —pregunta él cuando al fin se separan.

—No le vi al final —responde África—. Oye, tengo ganas de conocer mejor al cachorro que tienes. ¿Me invitas a tomar una cerveza en tu casa?

Javier abre mucho los ojos. ¿En su casa? Bueno, no es que esté sucia si obviamos la cama sin hacer y los platos del desayuno desparramados por la mesa... Y la cafetera sin limpiar... Bueno, al menos lo de la comida está en la pila.

—Vale, pero dame media hora —dice él—. ¿Sabes dónde vivo?

África sonríe.

—Sí, luego te veo —dice ella.

Javier se va corriendo con la intención de que en los treinta minutos de descuento que tiene, la casa vuelva a su ser.

Atraviesa el mercadillo y se las apaña para mezclarse entre la gente. Pasa delante de la plaza y tuerce en una esquina, por delante de una bonita fuente antigua que expulsa agua helada por su caño.

Al fin llega a la casa, sube las escaleras, saca la llave y abre.

—Hay que joderse...

Bistec está tumbado encima de un cojín que ha degollado y cuyo relleno ha esparcido por todo lo largo y ancho del parquet. 

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Hola a todos! Por fin un nuevo capítulo.

Sé que esta vez ha pasado demasiado tiempo desde el anterior, y os agradezco muchísimo la paciencia. Como ya os expliqué en mi tablero, hice el examen MIR en enero y ahora, la semana que viene tengo que escoger una plaza para formarme como médico especialista en un hospital, lo cual me ha obligado estos últimos días a recorrer hospitales y pensar en especialidades alternativas por si acaso, la que yo quiero, no me es posible hacerla. Por todo esto he estado bastante nerviosa y no podía pensar en la historia, así que he estado bloqueada... Pero al fin me he ido recuperando :) 

Se os quiere, 

Un beso!

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