Capítulo 12
El cielo comienza a clarear alrededor de las siete de la mañana. El azul pasa de ser oscuro para transformarse en un color pastel pálido que anuncia los primeros rayos de sol. A esa hora hace mucho frío en las montañas del Norte de España. Por eso África está tiritando en sueños y se abraza con más fuerza al médico, quien también está, aparentemente, dormido. Sin querer, o queriendo pero en un estado de duerme–vela semiinconsciente, Javier enreda sus dedos en los rizos negros de África. Están suaves, y huelen a champú. Sonríe en sueños.
Al no haber un despertador que les alerte de que los minutos van pasando, transcurren al menos un par de horas más bajo esa manta. La veterinaria tiene la cabeza apoyada en el regazo del médico y éste ha dejado una mano sobre el vientre de ella y la otra enredada en su cabello.
Y qué a gusto están.
Ninguno se da cuenta de que ya son las diez. Y ninguno se da cuenta de que hay alguien aporreando la ventanilla del coche.
—¡Eh! ¿Estáis bien?
—Déjame Charo, que voy a intentar abrir. Tengo una horquilla...
—Qué dices Agustina, loca. Si están dormidos. Vamos a seguir, a ver si se despiertan.
Entonces llega Pepe y le arrea un bastonazo al techo del todoterreno.
—¡Buenos días, dormilones!
Los dos pegan un brinco y se miran asustados. Por un momento, África se da cuenta de lo cariñosa que estaba abrazando la cintura musculosa del doctor del Pozo y él tarda unos cuantos segundos en desenredarse de los rizos oscuros de ella. Sin embargo, deciden no hablar del tema. Por decidir, deciden incluso no mirarse a la cara en al menos un par de horas (o años).
—Mierda, mierda, mierda... —dice ella susurrando—. Vamos a salir publicados en la gaceta de Villafranca...
Le falta poco para llorar. Como su madre se entere de que la han encontrado durmiendo encima del médico dentro del coche... Uf, va a parecer que tiene diecisiete años.
—¿El pueblo tiene periódico propio? —pregunta Javier espantado.
—Sí y se llama Agustina News, joder. Es esa señora que tiene los morros pegados al cristal. Mañana todo el mundo sabrá que el médico y la veterinaria se han liado.
—¡No nos hemos liado!
—¡Pues claro que no, idiota! ¿Pero cómo explicas esto?
El médico mira a su alrededor y dice en voz alta:
—¿Se ha roto el coche?
África suelta una carcajada.
—Ya. Pues hala, ve tú a explicárselo.
Javier le hace un gesto a la señora para que se despegue de la ventanilla y respira hondo.
—Esa mujer me suena.
—Sí, es esa pobre mujer a la que llamaste foca obesa por tener incontinencia.
Javier se queda serio de pronto.
—Mierda —dice él.
África se desliza hacia los asientos de delante.
—¿Qué vas a hacer?
—Intentar que el coche arranque.
—Anoche no arrancaba, ¿por qué iba a hacerlo ahora?
—Porque no quiero ir al pueblo escoltada por todo el equipo de Sálvame Deluxe. ¿Tú qué crees?
Entonces, la veterinaria gira la llave y el todoterreno se pone, milagrosamente, en marcha.
—Ahora ya si que no vamos a poder decir que se ha roto el coche, ¿sabes? —dice Javier, mientras se desliza también a los asientos de delante, ante las curiosas, impactadas y penetrantes miradas de los vecinos de Villafranca.
—Hay que salir de aquí, como sea. Luego les pones a todos hasta arriba de diazepam y problema solucionado —dice ella.
Pero no les da tiempo a reírse de la broma. Un minuto después aparece el pueblo ante sus mismísimas narices.
—Estábamos aquí, si no hubiese parado el coche... —susurra ella pasmada.
—Podríamos haber llegado andando en apenas diez minutos... —responde el médico.
—Eso explica por qué Pepe nos estaba atizando con el bastón el techo...
—¿Por qué? —pregunta Javier.
—Porque han salido a dar su paseo mañanero. Son las diez.
El médico se lleva las manos a la cabeza.
—¿Las diez? ¡La consulta empezaba hace dos horas!
—Tranquilo, no te quejes tanto. La gente estará pensando que la maldición de Villafranca te ha afectado antes de lo normal...
De pronto África pisa el freno y deja el todoterreno en punto muerto.
—¿Y ahora qué pasa? —pregunta Javier de mal humor—. ¿Tengo que conducir yo?
África hace un gesto de dolor y se mira el antebrazo. Sangra un poco y la herida se ha puesto algo fea. No sabe cómo es posible que no se haya fijado antes.
Quizá la adrenalina que le ha subido al ver a Agustina, Charo y Pepe, ha impedido que le prestase atención a la mordedura nada más despertarse.
Javier observa la lesión de la veterinaria y frunce el ceño.
—Sí, voy a conducir yo. Vamos primero al centro de salud y arreglamos ese brazo —afirma resuelto.
—Vale —responde África en voz bajita.
Javier piensa que le debe de doler mucho esa herida para que ella haya apartado de pronto el carácter explosivo al que lo tiene acostumbrado.
***
—¡Llevo aquí dos horas! ¿Se puede saber qué ha ocurrido?
—¡Yo también llevo dos horas esperando!
—¡Esto es una vergüenza! ¡Para esta sanidad pagamos impuestos todos los españoles! ¡Repito: ver-güen-za!
Así está la sala de espera cuando el médico entra en el centro de salud intentando (sin éxito) pasar inadvertido. África lo sigue.
—¿No va a atendernos doctor? Hemos llegado antes que ella —dice Paquita—. Lo siento África, hija, pero esto va por turnos, como en la carnicería.
Sí, esto va a convertirse pronto en una carnicería si no se explican rápido y bien.
África quiere sonreír pero en su lugar le enseña el brazo a doña Paquita, quien expresa una mueca de dolor y asco al mismo tiempo.
—Me ha mordido un lobo, si no les importa, el doctor sólo tardará unos minutos en solucionarlo —dice ella con la mejor sonrisa que puede.
De pronto, los habitantes enfermos (o frecuentadores asiduos del centro de salud) sueltan una exclamación de sorpresa y los reproches se desvanecen, dando lugar a buenos deseos de recuperación y a un nuevo cotilleo de esos que alimentan a los pueblos pequeños durante décadas.
Quizá dentro de unos años, alguien en Villafranca le contará a sus nietos con todo lujo de detalles que la veterinaria del pueblo fue atacada por un lobo y que el médico fue a rescatarla y la trajo en brazos, subida en un caballo mientras él hacía el pino al mismo tiempo. Es lo que tienen las leyendas, todo se exagera.
África, sin dar muchas más explicaciones, pasa a la consulta. Cierra la puerta. Lo primero que hace Javier es avisar al enfermero y pedirle ampollas de anestésico local, una jeringa, suero fisiológico en grandes cantidades y clorhexidina. Después se lava las manos exhaustivamente ante la atenta mirada de África, que está, misteriosamente, disfrutando de ver al doctor del Pozo tan concentrado con el jabón de manos.
Ella sonríe al ver el semblante de concentración del médico. Está serio y las cejas se fruncen levemente. Se ha subido las mangas por encima de los codos y frota sus antebrazos con antiséptico. Después se seca con papel esterilizado y se pone unos guantes (también estériles). El sol se cuela por la ventanuca que está justo encima de la pila, atraviesa la rendija de la persiana e impacta en los ojos claros de Javier.
—Siéntate en la camilla —ordena él.
África se levanta de la silla y camina unos pasos hasta una camilla cubierta por una sábana de papel. Se sube con la ayuda de un escalón.
—Extiende ese brazo.
La veterinaria pone el antebrazo sobre un soporte cubierto por un paño verde y Javier comienza a lavar con suero la herida.
—Esto te va a doler un poco —dice él sosteniendo en la mano una jeringa con anestésico.
Con un cuidado y cariño que le sorprenden bastante a África, el médico inyecta el líquido en varios puntos alrededor de la herida, de manera que toda la zona queda insensible en cuestión de un minuto.
Con la ayuda de unas pinzas adecuadas, Javier retira toda la suciedad restante del tejido y después reparte clorhexidina con la ayuda de una gasa estéril. Una vez que le parece que está todo lo bastante limpio, abre el diminuto paquetito que trae el sedal para coser y con una soltura más que suficiente, le da un par de puntos a la mordedura.
África emite un profundo suspiro y Javier la mira de reojo.
—¿Te mareas? —pregunta él.
—No, no... Es sólo que me duele un poco.
—Bueno, a lo mejor te he puesto poca anestesia... ¿Te pincho más?
—No, es peor otro pinchazo que el punto que te queda por dar —concluye ella.
A Javier, sin venir mucho a cuento, se le escapa media sonrisa. ¿Es que está contento?, se pregunta África al ver el gesto.
—Ya está —dice él—. Siéntate en la silla, todavía tengo que recetarte un antibiótico y algo de analgesia.
África se baja de la camilla de un brinco y vuelve a la silla de madera, una de las dos que hay al otro lado de la mesa del médico. Javier se sienta en frente y enciende el ordenador. No necesita preguntarle el apellido para buscarla en la base de datos. Lo vio el día anterior en la mesa de la consulta veterinaria y desde entonces se ha quedado grabado en su memoria: África del Olmo.
Sabe que no debe, pero sus ojos se van solos hacia el historial anterior de ella. Observa que sólo hay una visita anterior. Es de hace dos años. ¿Cuando acababa de venir al pueblo? O sea, de dos médicos antes que él.
Pincha sobre la nota y ésta se abre en la pantalla. La escribió una doctora.
"La paciente refiere sintomatología ansiosa: falta de aire, palpitaciones, mareos, sensación de desrealización y llanto espontáneo".
"Se realiza electrocardiograma cuyo resultado es normal. Auscultación cardiopulmonar normal. No otros datos llamativos en la exploración."
"Se pregunta por situación personal y refiere conflicto familiar pero rehúsa dar detalles."
"Se pauta ansiolítico y se especifica que es para resolver puntualmente la situación."
"Si se repite el episodio, deberá volver a consulta".
Y no volvió. No debió de volver a repetirse... Y si lo hizo, prefirió sobrellevarlo como pudo.
—¿Tanto se tarda en recetar un antibiótico? —pregunta África de pronto.
Javier se sobresalta y da un pequeño brinco sobre la silla. Cualquiera diría que estaba haciendo algo que no debería hacer.
—Perdón, no sabía que estuvieses tan concentrado.
Él se apresura a inventar algo.
—Es que el antibiótico que estoy buscando lo han cambiado y ahora lo vende otro laboratorio y tiene excipientes distintos y no sé cuál de las dosis está financiada por la seguridad social...
África levanta una ceja.
—Pues decídete o tus pacientes van a tirar la puerta abajo. El ataque de un lobo no da para entretener a tanta gente durante mucho tiempo.
Javier la mira y sonríe forzadamente. Todavía tiene en la cabeza lo que acaba de leer. La verdad es que no se imagina a África llegando al ambulatorio de manera urgente porque no puede respirar. No impresiona de ser tan frágil.
Entonces recuerda lo que su profesora de psiquiatría les contó en la facultad: "la gente que sufre de trastornos ansiosos suele tratarse de personas fuertes, personas que aguantan mucho, hasta que un día se pasan de la raya y entonces tienen taquicardia, falta de aire, visión borrosa, sudoración y sensación de muerte inminente". "Creedme", había dicho ella, "nunca sabréis lo mal que se pasa hasta que sufráis una crisis en vuestras propias carnes".
La impresora ruge y escupe una receta. Javier recoge el papel, lo sella y lo firma.
—Durante diez días, cada ocho horas —ordena él.
África se guarda la receta en el bolso. Después se levanta de la silla y mira al médico.
—Cuando me llamen del veterinario te avisaré —dice ella.
Javier la observa. Le parece que está muy guapa con el maquillaje corrido y el pelo totalmente enredado. Aparta inmediatamente ese pensamiento y dice, con total seriedad:
—De acuerdo. Espero que no me cobren el sueldo entero por arreglar esa pata.
Ella se ríe.
—La salud de las mascotas no está incluida en la seguridad social —responde África—. Por cierto, no llevas la bata puesta.
Javier se mira y repara en ello.
—Gracias —responde él—. Oye África, antes de que te vayas...
Ella se gira y lo mira con curiosidad. Dios, tiene la barba rubia hecha un desastre, piensa. Pero esos ojos lo arreglan todo.
—Dime —dice la veterinaria con voz suave.
—¿Puedes traerme algo de café?
Javier sonríe pícaramente mientras el rostro de África comienza a avinagrarse a pasos agigantados.
—Vete a la mierda —responde ella—. Yo también tengo que trabajar.
Y se marcha.
Y el médico se vuelve a sentar, eso sí, no puede parar de reír. ¿Qué demonios le pasa esta mañana?
***
Cuando África sale de la consulta, nota los ojos de la gente clavándose como agujas en su espalda. De todas maneras sigue caminando hasta salir del centro de salud. No le apetece dar detalles de la noche más extraña que ha vivido jamás. Pese a ser un pueblo tan pequeño, Villafranca tiene una minúscula farmacia, que por descontado, no vende paquetes de preservativos ni test de embarazo a los habitantes del lugar... Sólo se lo vende a los habitantes de pueblos vecinos que estén a más de 30 kilómetros de distancia. Igual que las gentes de Villafranca comprarán este tipo de cosas, en algún pueblo que esté, al menos, así de lejos. Por supuesto, eso no sucede con los antibióticos. Por eso África empuja la puerta de madera maciza y entra en el pequeño local, haciendo sonar la campanilla.
Al momento, sale un señor menudo y canoso. Unas enormes gafas metálicas de cristales gruesos enmarcan sus facciones llenas de arrugas. Embutido en su bata de licenciado, escudriña a la veterinaria por encima de sus lentes.
—¿Se ha vuelto a poner malo tu caballo? —pregunta él con suma seriedad—. ¿O vienes por lo del lobo? Curioso refugio habéis buscado el médico y tú para pasar la noche...
África piensa dos cosas en ese momento:
1. Quien diga que la costumbre de cotillear es puramente femenina: se equivoca.
2. ¿Quién habrá venido aquí en tiempo récord a contarle a este señor que... ?
—¡Uy! ¡Qué alta me ha dado! —dice una señora que está sentada donde el aparatito de la tensión—. ¡Rogelio! ¡La alta me sube de dieciséis!
África se gira y la ve: Agustina. La incontinencia hecha mujer. Incontinencia urinaria y, sobre todo, verbal.
—Eso es porque lleva un mes sin comprar las pastillas, doña Agustina. La tacañería engorda las arterias —responde él.
—Pamplinas, don Rogelio —dice ella—. Me voy a tomar un café con churros. Hasta luego, niña. Espero que haya merecido la pena... Ya sabes —le dice a África con una media sonrisilla siniestra.
Y sale de la farmacia para tomar el camino sin retorno hacia una irremediable diabetes. Casi se puede escuchar a su páncreas pidiendo clemencia.
África está sudando frío. Respira. Bueno, es un rumor. Es falso. Lo que importa es la verdad. Y ella sabe que la verdad es que no pasó nada con el médico. Y su conciencia está tranquila. Está muy tranquila. Eso sí, no puede evitar imaginarse a Agustina presentando el especial de Agustina's News Villafranca's Morning. Casi puede oír hasta la música de telediario... Por un momento se pasa por su cabeza un híbrido entre Anne Igartiburu y doña Agustina, no sabe quién con el cuerpo de quién y diciendo: "¡Hola corazones!"
Uf, qué siniestro todo.
—Ya decía yo que ese médico no debía de ser tan desagradable. Con suerte aguantará aquí más de un año —dice don Rogelio, el farmacéutico, mientras recorta el código de barras de la cajita de antibiótico.
El hombre lleno de arrugas mira fijamente a África y mete la caja en una bolsita de plástico.
—Me ha mordido un lobo, Rogelio —puntualiza ella—. No tengo nada más que añadir.
—Sí, si no lo pongo en duda... Pero ya sabe... El príncipe después de matar al dragón... Consigue a la princesa... —y don Rogelio sonríe, enseñando todos los dientes.
Y si la cara de Agustina se le figuró siniestra, ahora don Rogelio acaba de adquirir las mismas bellas facciones de un tal Lord Voldemort y el símbolo de la farmacia acaba de transformarse en la marca tenebrosa. ¿Qué coño ha dicho de un dragón?
—¿Cuánto le debo? —pregunta África resignada.
El cotilleo es mucho más sabroso que la triste verdad: se perdieron, sin móviles, sin coche, sin calefacción y sin luz. Y sobre todo: sin sexo. Pero quítale el sexo a los cotillas del pueblo y más de uno morirá de pena.
África frunce los morros. Hoy está de muy mal humor.
***
Charo entra en la consulta del médico. Sonríe abiertamente, como todo el mundo hoy en Villafranca. Javier se pregunta por qué demonios aceptó un contrato en el que había que trabajar también los sábados por la mañana.
En fin, es tarde para arrepentirse.
—Dígame —comienza él, que curiosamente, también está de buen humor (aunque sea sábado, haya dormido en un coche y casi haya sido pasto de los lobos).
—He cambiado de idea, quiero que me mire el lunar.
Javier del Pozo observa a la individua que tiene frente a sí y desconfía. Desconfía mucho.
—¿Y ese cambio de opinión, querida? —pregunta él con un tono de voz más afable de lo habitual.
Charo parece sonrojarse al oír la palabra querida.
—Bueno, ahora que usted y la veterinaria juegan... Ya sabe, en el mismo equipo, pues no me importa que le eche un vistazo. Supongo que compartirán la opinión de que hay que mandarme al dermatólogo.
A Javier se le escapa una carcajada enorme que deja desconcertada a su paciente. Charo observa al médico, que no consigue serenarse. El ataque de risa se ha apoderado de él y ahora no es capaz de concentrarse.
—No sé qué me hace más gracia... El verbo jugar con todos los significados que pueda tener o la palabra equipo...
Charo se indigna.
—¿Es usted tan poco serio como el chándal que lleva hoy? Si sigue así con África, me temo que ya nos podemos olvidar del aseado y bien vestido doctor que pasaba aquí consulta con su camisa y su corbata.
Javier logra, poco a poco, recuperar su humor habitual: el malo.
—¿Qué pasa? ¿Le ponen los hombres de traje?
Charo, que ya estaba indignada, ahora se pone roja como un tomate de pera, de esos que se usan para el salmorejo. De hecho, parece que alguien ha untado su cara con salmorejo y después la ha rociado con vinagre. Y quizá, esos colores, no se deban exclusivamente al enfado.
Porque oiga usted, otra cosa no, pero el médico vestido de traje, pues no estaba mal... Pese a su mejorable trato personal, claro.
—Supongo que a África no. Si no, no iría usted tan mal vestido —responde la paciente intentando rescatar parte de su dignidad.
Javier decide ignorar ese último comentario y se enfoca en mirar el lunar del cuello. Sí, es bastante feo.
—Le voy a pedir cita preferente a dermatología. —dice él.
Charo abre la boca en una mueca de susto.
—¿Es muy malo? —pregunta ella acongojada.
—Podría ser peor que malo —responde él secamente.
—Podría usted tener un poco más de tacto.
—Tengo todo el tacto que soy capaz de tener, lo siento mucho.
Charo tuerce el morro y hace un gesto de desagradado con la mano. La airea de manera inconexa, como si quisiera abanicar al médico.
Javier teclea el informe de derivación, mientras la mujer del guardia de seguridad del centro de salud lo mira aviesamente.
—¿Usted y África...? ¿En el coche...? ¿No cree que podían haberlo hecho en una casa, bajo techo? Debería darles vergüenza el escándalo que han montado. Imagínese que les hubiesen visto unos niños.
Javier le extiende el volante para dermatología.
—¿Necesita algo más? ¿Alguna receta?
Charo olvida momentáneamente lo que estaba diciendo.
—¡Pastillas para dormir! —dice ella.
Javier sonríe, contento de haber cambiado el tema de conversación. Si le siguen preguntando, acabará diciendo que él y África tuvieron un final feliz en el coche, sólo para hacer callar a las cotorras.
Le extiende a Charo un par de recetas de Orfidal y se despide de ella secamente.
—Adiós y cierre la puerta.
—Y usted haga el favor de arreglarse un poco para venir a trabajar.
Y la mujer, de cabello corto, de un color rubio oscuro indefinido, de ese que comienzan a llevar algunas mujeres pasados los cincuenta, medio grisáceo, medio castaño y medio amarillo, sale de la consulta con la barbilla tan alta, que bien pareciera que llevaba un collarín invisible.
***
Por fin llega el crepúsculo. El sol ha desaparecido por el Oeste y en el cielo aún quedan rastros de rosa y malva. África pasea por el exterior de su casa. Pisa con sus deportivas el verde que crece espontánemente sobre la tierra mientras las dos perras de aguas; Sol y Luna, saltan y corren a su alrededor. Las dos llevan sendas pelotas de tenis en la boca y no hacen más que dejarlas a los pies de África, para volverlas a coger inmediatamente y salir corriendo.
—Hoy no, chicas —dice ella.
Le duele la herida, a pesar del ibuprofeno. A pesar del paracetamol y a pesar del Nolotil. Al menos no ha tenido fiebre. Sostiene entre sus manos una taza de chocolate caliente. Respira hondo y llena sus pulmones de olor a romero y a hierba. Mira el todoterreno, que está aparcado junto a la verja de la entrada. Se resiste, pero sabe que tendrá que cambiarlo. No puede confiar en un coche que puede dejarla tirada en mitad de la montaña.
Se sienta en el banquito que tiene en el porche y apoya la espalda en la fachada. Qué día tan largo. Saborea un sorbito de chocolate y disfruta de la temperatura que reina ahora, a finales de agosto, casi de noche. El verano toca a su fin y luego vendrá el duro invierno. Con la nieve, las cadenas, la chimenea, la calefacción y los calcetines gordos.
África echa de menos los calcetines gordos y suaves que usa en invierno. Y es de las pocas cosas que le hacen ilusión cuando el frío llega para quedarse.
Se pregunta cómo será el invierno este año con Javier del Pozo... ¿El médico se apañará bien con el cachorro?
—Supongo que necesitará ayuda, al menos al principio —reflexiona ella en voz alta.
Claro, el cachorro... Le operarán el lunes...
Entonces la veterinaria se incorpora de un salto y grita:
—¡Mierda! ¡Rafa!
Mira el reloj: las nueve y media. Corre hacia el interior de la casita y busca su teléfono, que dejó cargando sobre la encimera de la cocina. Tiene cinco llamadas perdidas. El WhastApp está echando humo. Vaya, y encima lo tenía en modo silencio. ¿Por qué demonios existirá el modo silencio?
África tiene una extraña costumbre: la de que el teléfono no suene.
Una llamada entrante de nuevo. Rafa.
—¡Lo siento! Lo había olvidado por completo —se disculpa ella corriendo.
—¿Estás en Villafranca? —pregunta él anonadado desde el otro lado del teléfono—. Bueno, tranquila, ¿qué te ha pasado?
Pero, por el tono de voz, África deduce que su amigo está un poco cabreado. Normal. Ella también lo estaría, ¿verdad?
—El coche nos dejó tirados ayer... Y me mordió un lobo... Javier ha tenido que coserme la herida y bueno, al final el coche arrancó —se aturulló ella al responder.
—¿Un lobo? ¿En el coche? África si no querías quedar, habérmelo dicho antes de las nueve. No hace falta que te inventes mil excusas.
—Te lo juro, puedes venir si quieres y te enseñaré mi brazo. Te invito a cenar en mi casa, mi coche está roto y no puedo conducir con el dolor de la herida.
Rafa suspira al otro lado de la línea.
—Está bien. Tú ganas, pero que sepas que no me apetece conducir a mí tampoco.
Y cuelga.
África se sienta en un taburete y se muerde la lengua. Lo cierto es que no le apetece nada ver a Rafa, ni cocinar, ni cenar con él. Además ha sido muy borde.
—Bueno, le he dejado tirado sin avisar... —dice ella.
Y de pronto, suena el timbre.
***
Javier pasea de un lado a otro frente a una verja negra. Se detiene un momento y observa el paisaje que se ve desde lo alto de la colina. Unas nubes reflejan los últimos rayos del sol, teñidas de color naranja y rodeadas del violeta que da entrada al azul marino nocturno. El médico está preocupado por su paciente. Quiere ver la herida. Por eso se ha acercado a ver a África. Obviamente es un tema puramente profesional. Tendrá que preguntarla si ha tenido fiebre, si le duele mucho y si se está tomando el antibiótico correctamente. También quiere pedirle perdón por si ha sido maleducado estos últimos días.
Javier del Pozo ha decidido que le conviene llevarse bien con la veterinaria del pueblo, más que nada porque dentro de poco va a tener que atender a un cachorro y por el bien del animal, debe tener una buena relación con ella.
Por el bien del perro. Sí, eso es.
Un grillo comienza a cantar por la cercanía y la leve brisa de finales de verano golpea su rostro.
Allá va.
Llama al timbre y espera pacientemente.
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Y el siguiente!!! Espero que os haya gustado, es bastante largo jejeje :D Besos enormes a todas!!! Ya estoy mejor :)
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