Diferentes perspectivas

Polonia, 1944

En Auschwitz, un campo de concentración Nazi, un joven de 14 años se encontraba caminando con sus padres por un camino embarrado. Todos aquellas personas en las que posaba su vista llevaban un pijama de rayas y la característica estrella de cinco puntas, que los identifica como judíos. Los soldados se encontraban apostados cada pocos metros con el fin de sofocar cualquier intento de fuga o levantamiento. Todos llevaban en su brazo izquierdo el estigma de aquella condición: los números que los identificaban, pues en ese lugar ya no tenían nombre. El joven había sido llevado allí a la fuerza, sin voz no voto en aquella injusticia tan inhumana.

En ese preciso momento, el niño observó cómo lo separaban de sus padres, apartándolo a un lado de un empujón. Tras recobrar el equilibrio, corrió hacia ellos, pues no quería alejarse de aquellos que lo querían. Fue inútil, pues una valla de metal los separaba ahora, y los soldados Nazis lo sujetaban con fuerza. Llamó a su madre una y otra vez, extendiendo su mano izquierda hacia ella, en un esfuerzo por alcanzarla. Su furia y desesperación iban en aumento, y su brazo seguía extendido hacia la valla, lo que provocó en un momento dado, que ésta comenzara poco a poco a abrirse de forma forzosa, como si pudiera moverla a voluntad. Hicieron falta al menos cuatro soldados para intentar detenerlo, pues incluso cuando lo habían agarrado, una extraña e inexplicable fuerza magnética atraía al niño hacia la valla, hasta que finalmente, uno de ellos lo golpeó en la cabeza, noqueándolo.

Toda aquella escena fue presenciada por Klaus Schmidt, un narcisista del bando alemán, quien estaba en la ventana de su despacho, tomando un té. Tras haber constatado con sus ojos lo que acababa de ocurrir, mandó llamar al joven de 14 años a su despacho particular. Tras investigar un poco sobre el muchacho, y una vez estuvo en su presencia, procedió a hablar en alemán, idioma que el niño no tuvo demasiados problemas en comprender, pues había nacido y crecido en Dusseldorf.

-Entiende esto, Erik. -le dijo-. Esos Nazis, no soy como ellos.

Erik miraba a Klaus de forma inocente, sin ánimo alguno de contrariar a aquel hombre que estaba frente a él, sentado en su escritorio.

-Los genes son la clave, ¿verdad? -preguntó Klaus-. ¿Pero sus cadenas? ¿Ojos azules? ¿Cabello rubio? Patético. -comentó tras abrir una tableta de chocolate, coger un trozo, y comérselo-. Cómete el chocolate. Está bueno. -le aconsejó al muchacho, moviendo el chocolate hacia él-. ¿Quieres?

-Quiero ver a mi madre. -sentenció Erik, una vez hubo acumulado la fuerza necesaria para producir unas pocas palabras.

Klaus Schmidt, claramente contrariado por la falta de cooperación de Erik, alejó la tableta de chocolate.

-Los genes son la llave para la puerta hacia una nueva era, Erik. Un nuevo futuro para la humanidad... Evolución. -le indicó el hombre-. ¿Sabes lo que quiero decir?

Erik lo observó una vez más sin mediar palabra, pues no quería decir nada que lo contrariara.

-No estoy pidiendo tanto. -sentenció Schmidt-. Una pequeña moneda no se compara a esas grandes puertas, ¿no es verdad? -dijo el hombre, dejando claro el verdadero motivo por el que había hecho llamar al muchacho.

El niño de 14 años suspiró de forma pesada e intentó sentir esa misma ira y desesperación que sintió cuando lo apartaron de su familia. Extendió sus manos hacia la moneda con el afán de moverla aunque solo fuera un milímetro, pero fue inútil. No lo conseguía.

-Lo he intentado, lo siento doctor. -se disculpó el muchacho-. No puedo... No sé cómo... Es imposible. -se defendió con una voz ligeramente insegura, observando cómo Klaus se recostaba en su asiento, pensativo.

-Una cosa que puedo decir de los nazis, es que sus métodos parecen dar resultados. -comentó con una voz seria y maquinadora, antes de hacer sonar la pequeña campana que tenía en su escritorio-. Lo siento, Erik.

A los pocos segundos de emitirse el sonido de la campanilla, dos soldados entraron en la estancia, llevando a la madre del niño frente a ellos. En cuanto Erik vio a su madre corrió a abrazarla, pero Klaus hizo un gesto con su mano derecha a los soldados, quienes lo apartaron de ella.

-Esto es lo que vamos a hacer: Voy a contar hasta tres... -comenzó a decir Klaus antes de abrir uno de los cajones de su escritorio, sacando una pistola-: Y vas a mover la moneda. -añadió, moviendo la moneda hacia Erik-. Si no la mueves, aprieto el gatillo. -amenazó, antes de mover la mira de la pistola en dirección a la madre del muchacho, quien se giró hacia ella con una expresión asustada-. ¿Entiendes?

Erik trató una vez más de mover la moneda. Sus manos extendidas hacia ésta y su rostro retorcido en una mueca de ira y concentración forzada.

-Uno.

-Mamá... -musitó Erik, aún intentando mover la moneda, girándose hacia su madre.

-Puedes hacerlo. -le dijo ella con una voz tranquilizadora, intentando calmar a su pequeño.

El jovencito de 14 años asintió tras escuchar las palabras de su madre y reanudó sus esfuerzos para mover la moneda, tal y como había hecho con las puertas.

-Dos.

Al escuchar el segundo dígito, Erik volvió a girarse hacia su madre.

-Todo irá bien. -le aseguró ella, vislumbrando de forma clara lo que estaba a punto de suceder, pues sabía a ciencia cierta que su pequeño estaba sometido a una gran presión, y que en esas circunstancias no lograría mover la moneda. Optó por intentar seguir tranquilizando a su hijo, preparándose mentalmente para lo inevitable-. Todo irá bien... Todo irá bien...

-Tres.

Fue ese el momento en el que Klaus disparó el arma. La madre de Erik cayó al suelo, muerta. El muchacho se giró de forma lenta y muy leve antes de dirigir su furiosa mirada hacia el hombre que acababa de asesinar a sangre fría a la mujer que más quería en este mundo. La ira en su interior fue creciendo cada vez más, de forma exponencial, doblando la campanilla de Schmidt en el proceso.

-¡Sí, maravilloso! -exclamó el hombre, habiendo presenciado aquello.

Pero eso no bastó para aplacar la ira que sentía Erik en aquel instante. Con un grito desgarrador y lleno de dolor, todos los objetos metálicos de la estancia comenzaron a moverse de forma incesante y en todas direcciones: los archivadores se abrían y deformaban, incluso los cascos de los soldados nazis que habían llevado a su madre a aquel cuarto comenzaron a deformarse alrededor de sus cabezas, oprimiéndolas hasta matarlos. Por último, en la sala contigua al despacho de Klaus, donde éste hacía experimentos con los judíos, todo comenzó a volar, deformarse y a romperse en el preciso momento en el que Erik posó su mirada en ello, acabando por provocar un auténtico caos. Cuando el niño de 14 años dejó de gritar todo se detuvo, y la estancia dejó de moverse.

Erik agachó el rostro, comenzando a sollozar de forma leve tras lo ocurrido. Entretanto, Klaus se acercó a él y le dio unas leves palmadas en la espalda, como si lo recompensara por lo que acababa de hacer.

-Increíble, Erik. -lo felicitó-. Hemos provocado tu don con ira. Con ira y dolor. -comentó tras abrir la puerta que llevaba a la sala contigua, donde Erik había formado un caos monumental-. Tu y yo, vamos a divertirnos mucho. -le indicó, antes de colocar en su mano izquierda la moneda que anteriormente no había podido mover, marchándose de la estancia pocos segundos después.

***

Westchester, New York, 1944

Era muy entrada la noche cuando todo ocurrió. En aquel entonces yo apenas tenía unos 8 años. Me desperté en mi cama con un sobresalto, tras escuchar como mi hermano Charles, de 12 años, caminaba por nuestro cuarto de forma rápida. Tras unos segundos, vi que estaba cogiendo un bate de béisbol en sus manos. Lo observé confusa, pues no entendía lo que ocurría.

-"Hay alguien en la casa" -dijo, utilizando sus poderes telepáticos. Yo chasquee la lengua e hice un gesto molesto, pues odiaba que mi hermano hiciera eso en vez de hablarme como a una persona normal. Sin embargo, Charles me había hecho la promesa de nunca entrar en mi mente para averiguar qué era en lo que estaba pensando, por lo que me sentía más tranquila. Aun recuerdo cuando nuestra madre descubrió el potencial de mi hermano mayor. Parecía entusiasmada. Luego se marchó y jamás volvimos a verla. En cuanto a nuestro padre... Tampoco supimos demasiado sobre él, pues por lo visto murió en un accidente de coche, así que crecimos únicamente con nuestra madre hasta quedarnos solos, finalmente contando solo con nuestra mútua compañía.

Tras hacerme un gesto indicando que guardara silencio, sali de la cama y tomé a mi hermano de su mano derecha, ambos saliendo de nuestro cuarto, él aún con el bate de béisbol en su otra mano. Bajamos las escaleras de la mansión con cautela y el más absoluto de los silencios​, intentando sorprender a quienquiera que hubiera osado irrumpir en nuestro hogar. No negaré que me encontraba realmente asustada, pero con Charles a mi lado sabía que nada malo podría pasarme, así que trate de relajarme, aún incluso si tomé con mayor fuerza su mano.

-"Tranquila" -me dijo telepáticamente, tratando de asegurarme que todo iría bien.

Cuando ambos llegamos a la puerta de la cocina casi abrí la boca por la sorpresa que me invadía: La persona que allí se encontraba era nuestra madre.

-Madre, ¿pero qué haces? -le preguntó Charles con un tono despreocupado, dejando el bate apoyado contra la pared, soltando mi mano en el proceso-. Creí que eras un ladrón.

-Oh, hola cariño. -lo saludo ella-. Hola cielo. -dijo, tras ver que yo también estaba allí-. No quería asustaros, solo he venido a por algo de comer. -comentó con una sonrisa-. Volved a la cama, hijos míos.

Charles y yo la observamos en silencio sin decir una palabra en absoluto: ¿por qué una madre que nos había abandonado regresaría ahora a su casa, teniendo en cuenta que se había ido de forma permanente, en el sentido literal de la palabra? No me lo tragaba, y por lo que pude comprobar, Charles tampoco.

-¿Qué pasa? Venga, a la cama los dos. -preguntó, al ver que ninguno reaccionábamos-. Os prepararé un chocolate.

-¿Quién eres tú? -preguntó, segundos antes de usar su poder, pues la mujer con la apariencia de nuestra madre se llevó las manos a la cabeza. Mi hermano dio unos pocos pasos hacia ella, y observó con igual pasmo que yo, cómo esa mujer de pronto se transformaba en una niña con una edad aproximada de 10 años: toda su piel era de un color azul profundo, escamosa en algunas partes, su cabello era muy fino, de color rojo oscuro, y sus ojos eran amarillos.

-Una mutante... -logré musitar en apenas una voz audible, mis ojos azules no dando crédito a lo que tenía delante de mi.

-¿No... Os doy miedo? -nos preguntó la niña de piel azul.

-Siempre pensé que no podía ser el único del mundo. -comentó Charles-. La única persona que fuera... Distinta. -indicó con una voz llena de admiración-. Y aquí estás...

Yo me crucé de brazos una vez más ante la aparente fascinación que provocaban los mutantes en mi hermano: Parecía, como si se olvidará del resto del mundo cuando se encontraba en presencia de uno... Se olvidaba incluso de que yo estaba allí, con él.

-Charles Xavier. -se presentó, extendiendo su mano derecha hacia la niña de piel azul-. Ella es mi hermana, (T/n) Xavier. -añadió, presentándome a mi también, haciendo un gesto en mi dirección.

-Hola... -la saludé con algo de reticencia.

-Soy Raven. -se presentó la niña de ojos ámbar, estrechando la mano de mi hermano mayor.

-¿Tienes hambre? ¿Estás sola? -prguntó él, observando a Raven-. Coge lo que quieras, hay mucha comida. No hace falta que la robes. -le comentó con una sonrisa amable, lo que provocó que yo casi rodara mis ojos. Una vez más, Charles hacia sus planes y tomaba sus decisiones sin preguntarme siquiera.

-Charles...-

-De hecho, ya no tendrás que volver a robar. -continuo mi hermano, ignorándome por completo. Raven sonrió agradecida ante la perspectiva de tener un hogar y una familia, lo que, muy a mi pesar, hizo que una sonrisa cruzara mi rostro también. Fue a partir de este momento cuando todo cambio en mi vida.

Raven pasó a ser como una más de la familia, nuestra hermana adoptiva. Incluso cuando ya llevábamos un tiempo viviendo juntos, ellos siempre se encontraban hablando de sus mutaciones y las diferentes capacidades que ambos poseían, mientras que yo, al ser una simple humana, era marginada. Sabia que Charles ni siquiera se daba cuenta de ello, y no lo culpaba, por lo que intentaba aparentar que todo estaba bien. No quería preocuparlo.

Al cabo de un tiempo ya me acostumbré, pero eso no detenía todos aquellos pensamientos, en su mayoría negativos, que se aglomeraban en mi mente...

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