Día II - Baile de máscaras.
Tres veces. Tres. Esa era la cantidad de veces que Peter a lo largo de los años se forzó a dejar la máscara en casa, el traje en el armario y el celular con la radio policial intervenida bajo la almohada.
No se sentía muy bien consigo mismo, pero Peter no podía no hacerlo. Era solo una noche. Una entre 365, o 366, donde simplemente no era nadie. Porque ni siquiera era Peter Parker. Era un ente invisible, en un mar de entes igual de invisibles. Todos ocultos tras unas máscaras que volvían casi indescifrable tu identidad.
Había algunos que no jugaban todas sus fichas o no lo necesitaban y sus máscaras eran apenas unos antifaces chicos que daban poco juego al misterio. Peter, que de casualidad lo único que halló en una tienda de segunda era una máscara que le cubría casi todo el rostro, era de los pocos que sí jugaban ese juego de misterio y extravagancia.
La única parte que dejaba expuesta su máscara era su boca y mentón. Las rendijas de sus ojos eran bastante anchas, pero Peter ponía cuidado de pintar la piel alrededor de sus ojos con tono igual de negro de las plumas que forraban su antifaz. Tenía dos cuernos largos y negros, ligeramente curvados, pero no retorcidos de una forma siniestra. Peter no tenía idea de que eran, pero combinados con las plumas negras y lustrosas, daba una impresión entre veneciana y burlesca que le gustó. Una cruza entre un cuervo y un demonio. La parte que más le gustaba eran las plumas salpicadas de dorado que rodeaban los ojos. Ellas hacían que los suyos parecieran de otro color. Uno mucho más intenso, más misterioso que el simple marrón que tenían.
Le tomó un poco de tiempo y más fondos de los que quería, conseguir un traje a juego. Podría haber ido a cualquier sucursal del ejército de salvación y conseguirse un traje usado, pero pretendía esforzarse más que eso dado que la máscara era demasiado exquisita.
Peter nunca iba a ninguna fiesta de ningún tipo y sus compañeros le habían dicho que la mascarada anual de la empresa era el tipo de evento que no podías perderte, dado que Peter se aseguraba de perderse todos los (para él) fastidiosos eventos que la compañía hacía al año. Ya tenía casi veinticuatro años, que eran como nueve siendo Spider-Man sin descanso, sin días libres o festivos. May estaba a un pasó de perder la paciencia con él por su inexistente vida social y/o amorosa, así que no le quedó más remedio que aceptar que iría.
Batalló, pero al final se hizo con una camisa holgada, de una tela parecida a la organza. Tenía unos volantes grandes y vistosos, pero estaba amarillenta en algunos bordes. Pero las mayas negras de gamuza inmaculada lo tapaban todo cuando las metía dentro. Como necesitaba un saco, May lo arrastró por muchas tiendas de antigüedades hasta que hallaron una capa larga hasta sus pies, igual de negra que sus mayas y de una tela muy parecida. Pero la capa era realmente pesada. Se cerraba solo por el cuello, con un prendedor negro y brillante.
La primera vez que estuvo en el imponente salón, se sintió nervioso y expuesto. Aparentemente Peter no sabía cómo funcionaban las camisas de época, porque cuando May lo vio listo para salir, marcó con evidente gracia que Peter no se la había puesto correctamente.
La parte abierta de la misma iba hacia delante y no le permitió ponerse una vieja de su armario cuando la prenda quedó abierta desde el cuello hasta casi la cintura de sus mayas. Había intentado discutir con ella, esos finos cordeles que ajustaban de un lado al otro la prenda no eran suficientes y mucha más piel de la que Peter jamás expuso a ojos de nadie estaba al aire. Su tía solo sacudió la mano y dijo que era hora de que mostrara un poco de ese cuerpo perfecto que tenía.
Peter sabía que no todo el mundo podía presumir de un abdomen igual de tallado que el suyo. Pero el punto no era si otros podían o no, el punto era que a él aquello lo hacía sentirse terriblemente incómodo.
No le gustó la forma en la que sus compañeros se turnaron para verlo, abriendo cada cual más los ojos, incrédulos y hasta ofendidos con que Peter se atreviera a tener el cuerpo que tenía y jamás lo hubiera presumido o puesto al servicio de conseguir citas para todos.
Al menos la máscara le confirió todo el resguardo del mundo. Hubiera usado su capa, pero se la arrebataron en la entrada y se vio obligado a sumergirse en aquel mar de cuerpos elegantes y misteriosos con prendas que apenas cubrían el suyo.
—¿Va a tomar algo? —pregunta un hombre desde la barra mirándolo de arriba abajo.
—Sí, una... eh, soda.
El camarero con su máscara de Arlequín asiente sin prestarle la más mínima atención. Y eso le da más tranquilidad. Le ponía nervioso cuando lo miraban fijamente. Gajes de tener un pasatiempo que requería completo anonimato.
Este año la cosa parecía ir mejor. Sus compañeros ya se habían adaptado al hecho de que Peter tenía muchos abdominales, piernas fuertes y un trasero. Todos habían hecho las paces con aquello y cuando lo vieron llegar sonrieron gastándole bromas: el año que viene o Peter cambiaba el disfraz, o ellos se lo arrebatarían y lo tirarían a la basura.
Peter no lo haría ni loco. Su disfraz era mucho más que eso, pese a que ellos no lo supieran.
Así ellos no lo notarán, ya había cambiado un par de cosas de su estilo. No ajustaba al máximo los cordones de la camisa. En su lugar, los dejaba flojos y colgando a los costados de su pecho. Ya no peleaba porque le dejaran quedarse su capa, se desprendía de ella con entusiasmo y aferraba con cuidado su máscara, asegurándose de que no se deslice por su rostro.
Aunque, como cada año sentía un resquicio de culpa, un pequeño susurro en el fondo de su mente que le decía que debía estar haciendo otra cosa. No bailando, no tomando y haciendo el tonto. Pareciendo que siguiendo la línea de sus pensamientos, una mano se desliza por su brazo, enroscándose en los bolados de la prenda y todo pensamiento coherente lo abandona.
Se gira por instinto cuando la mano grande y callosa se desliza por su cuerpo hasta la curva de cuello y el hombre con la máscara de hierro le sonríe.
Si la suya evocaba la de un cuervo diabólico, la de su acompañante tenía reminiscencias de una época victoriana, cubierta de algo que podía parecer encaje, pero era hierro forjado con un trabajo tan elegante y delicado que dolía verlo.
Buscó a tientas intentar reconocerlo, como cada año una parte de Peter, idiota y descuidada, volvió a concentrarse en su rostro. La iluminación pobre y escasa lo envolvía, hacía que Peter no pudiera distinguir el color exacto de sus ojos y el ligero tinte con brillos en su cabello y barba hacían que tampoco pudiera descentrar el color exacto. Depende como le diera la luz parecía negro sin más, luego con reflejos rojos o azulados. Si él intentaba pasar desapercibido, su acompañante estaba empeñado en que nadie lo reconociera.
La responsable de todo era la máscara, labrada con tal cuidado y precisión, Peter se imaginaba que era pesada y que podía lastimar si no ibas con cuidado. Sobre la frente, enredándose en las hebras prolijamente despeinadas, uno de los extremos acababa en punta. Cerca de la barbilla, modificando visualmente la simetría de la cara, había otro pico pronunciado. Su mirada siempre se perdía en las puntas, llamándolo como el huso a la princesa.
Peter fantaseó muchas veces con retirarle la máscara y descubrir quién era, pero nunca lo hizo. Su acompañante tampoco le pidió que descubriera su rostro, al menos no hasta la fecha. Pero algo en la forma que lo vio le dijo que el momento no estaba tan lejos.
—Buenas noches, pequeño cuervo.
Peter sonrió y sintió un ligero calor subir por su abdomen al oír la voz cálida y seductora.
—Mi lord.
El hombre sonrió profundamente, dejándole ver solo una porción de sus dientes.
—Ten. ¿Señor? —El camarero se inclinó sobre la barra para escuchar el pedido, pero su caballero no retiró los ojos de él para pedir.
—Whisky. Doble. Sin hielo.
Con otro asentimiento el chico se alejó de ellos y Peter miró torpemente su vaso.
—Hoy viniste más tarde.
Hoy casi no vengo pensó Peter.
—Me entretuvieron unos problemas —musita intentando no dejar entrever la profundidad de sus problemas.
Kingpin estaba completamente decidido a joder hasta la última gota de su paciencia y requirió esfuerzo y autoconvencimineto decirse que no podía posponer la cita de esa noche. Pasaría otro año hasta que él y su misterioso acompañante se volvieran a ver y Peter tenía más que suficiente sufriendo 364 o 65 días al año como para ir a duplicarlo.
—Si decidieras confiar en mí, podría ayudarte.
Peter le regala una mueca que no ve, pues el ángulo bajo de su rostro hacía que la máscara cubriera sus labios. No le interesaba que supiera quien era. No le interesaba porque entonces aquello sería real y si lo era, Peter iba a tener que aceptar salir con él en una cita real. Y Peter jodía las citas reales. No podías ser Spider-Man, e ingeniero a tiempo completo y tener citas de verdad. Ni que hablemos de un novio.
Un estremecimiento le sacude el cuerpo cuando su acompañante se aproxima más cerca de él, deslizando la mano por su pecho descubierto, hasta rodearle la cintura.
—Pero me alegro de que al fin llegarás. Te estaba esperando.
La promesa sensual en su tono, equilibrada con la caricia persistente de su mano contra su espalda, le arrancó una sonrisa galante.
—Me honra.
El ruido del vaso contra la barra los sobresalta ligeramente, pero su acompañante no se aleja de él y solo retira brevemente los ojos de los suyos para cogerlo. Peter, como siempre, se queda perdido viendo sus ropas, acariciando con la yema de sus dedos la chaqueta tersa y color borgoña.
Siempre vestían lo mismo, desde la primera vez que se vieron. Luego de bailar, de intercambiar un par de chistes y algunos tragos, su enmascarado misterioso le preguntó cuando podría volver a verlo, Peter se creyó muy gracioso diciéndole que el año que viene sería el chico de la máscara de cuervo con cuernos. La mirada negra como la noche brilló divertida y le dijo que entonces él siempre sería el hombre de la máscara de hierro.
Por motivos que no se pueden explicar con palabras Peter encontró aquella promesa demasiado caliente y tentadora. Un año después, con un gusto agrio en la boca se deslizó por la misma pista, con el mismo traje y la misma máscara. Su acompañante lo encontró a los pies de las escaleras, y lo sonrió acariciando la curva de su mentón. Mi chico cuervo vino, susurró inclinando la cabeza a su oído. Peter, envalentonado alzó la mano y acarició la línea de la quijada expuesta. Así como mi hombre de la máscara de hierro, le respondió.
Estaba un noventa porciento convencido de que sin la máscara resguardándolo, jamás se hubiera atrevido a hacer aquello. Nunca. Ni en mil malditas vidas. Pero no era Peter, no era Spider-Man, era el chico de la máscara de cuervo con cuernos y a la jodida mierda con ser tímido o cuidadoso.
Con ese mismo sentimiento de envalentonamiento se estira sobre la punta de sus pies y siente como la mano en su espalda se aprieta en un puño cuando apoya los labios sobre el cuello volcado de la camisa.
—¿Ansioso? —pregunta el que se estremece de cuerpo entero, apretándolo contra su pecho.
Peter no responde, alza la mano y la hunde bajo la chaqueta, empujando el cuerpo al centro de la pista. Ni siquiera pensaron en los vasos. Su acompañante se dejó arrastrar donde la marea de cuerpos se mecían unos contra otros, donde la música y el calor ahogaban el buen criterio y la vergüenza.
Peter soñó aquello tantas noches... llevaba meses pensado que haría esta vez, como lo sorprendería. Estaba realmente hambriento por su contacto, por tenerlo un poco más, por ver la sorpresa en su mirada al descubrir que no era un completo mojigato como se rio e insinuó la velada pasada.
Se abre paso a empujones, disfrutando de como el sonido envolvente de la pista retumba en su pecho. Se planta bajo uno de los inmensos candelabros y gira encontrándose de lleno con la mirada embelesada y sorprendida de su acompañante. Da un paso que los pega, Peter alza las manos y las enreda en su cuello, atrayéndolo completamente hasta sí.
El tiempo, como siempre que están juntos, se ralentiza convirtiéndose en un esclavo de sus acciones. Su cuerpo entero bulle, intenta aferrar a los bordes de su cordura, pero todo el mundo está tan lejos de él, que no se da cuenta hasta que es tarde de lo cansado que está de todo. Su mente contenida en una jaula se revela los barrotes y la rompe antes de que pueda frenar. Acerca la boca al cuello de su misterioso hombre y pasa la lengua a lo largo hasta llegar a su oído, donde inhala su dulce olor a humo, alcohol y colonia costosa.
El hombre gime en su oído, y empieza a bailar al ritmo que Peter marca: lento, suave y tan pegados uno al otro que en cuestión de segundos una capa de sudor y necesidad le cubre cada porción de piel expuesta.
Las manos amplias le recorren la cintura, tiran de los cordeles de su prenda, aflojándola aún más. Nota los ojos posarse codiciosamente en su pecho que ya lucía más descubierto que cubierto. Cada vez que lo hace girar, Peter siente en la cadera la constante rozadura de un miembro duro y cálido.
Se ahogaba en su propio deseo. Se consume por culpa de necesidad, pero no frena. Deja que la música subiera de tono y lo llevara a su ritmo, permitiéndole restregar cualquier parte de él contra la de su acompañante.
El hombre gruñe un par de veces a su oído, murmura todo tipo de obscenidades y deseos, pero Peter no se deja convencer, y, pese a sus intentos por llevarlo a otro lugar, se mantiene firme, entregado a la música y al calor humano que lo rodeaba.
Acaricia con las manos abiertas el cuerpo frente a él y le permite que le incline la cabeza para dejar una línea de besos desde el cuello hasta el borde de su máscara. Jadea entreviendo los labios cuando los de su hombre enmascarado se posan en los suyos. Siente un éxtasis pleno cuando en una misma maniobra lo coge de la cintura y lo aplasta contra su entrepierna.
—Por favor —ruega el hombre contra su oído, pero Peter sabe qué pasará si no resiste la tentación.
Baja las manos de su cuerpo y niega, dejando el sonido ensordecedor de la música arrastrará su negativa.
Intenta huir al ver como la mirada negra se fija con determinación en el borde de su máscara, pero la gente en la pista no le deja espacio suficiente y antes de que pueda alcanzar el fondo del salón, vuelve a ser atrapado. Contiene el aliento, sintiendo un millar de cosas en su interior. Sabe de sobra que podría darle un ligero empujón para sacárselo de encima, pero el hombre le aprieta con firmeza el brazo y agita la cabeza de un lado al otro, leyendo sus intenciones. No debe confiar en él, pero cuando lo ve sacudir la cabeza en otra dirección, sus ojos encuentran la entrada a un pasillo largo y pese a que se dice que todo estará bien, sabe que no.
Hace años se precia de ser un tipo inteligente, pero Peter, idiota de él, lo sigue.
Una parte de él sabe que no puede solo desaparecer. Pero en su mente lo único que tiene lugar es que si esa noche no se hubiera dejado llevar tan fuerte por sus deseos, no los hubiera orillado al borde del precipicio en menos de dos parpadeos. Quería, como las otras dos noches, que aquello durará más, hasta el alba. Quería volver a hablar a solas con él, que le dijera cosas hermosas y calientes, pero sobre todo, quería que lo siguiera besando, acariciándole con cuidado su cintura, sus hombros y su mentón.
Se tensa cuando lo guía atreves del pasillo a una puerta, pero no tiene tiempo de reaccionar. La atraviesan en un escaso segundo y la puerta resuena contra ellos cuando su acompañante la cierra sin vacilar. El cuarto no es muy grande, pero es claro que fue reservado a posta. Una docena de velas se recargan en la moldura de la chimenea y la mesa bajo la ventana, pero no le da tiempo a que Peter tome cartas en el asunto. El hombre lo estampa de lleno contra la pared más oscura y asalta su boca sin intentar quitarle la máscara.
Peter gime y se deja hacer. Maldita y estúpida necesidad. La música continuó subiendo, creciendo y flotando hasta ellos amortiguada y baja. Pero eso basta, su mente está en el limbo de las malas decisiones, y le permite al compás que marque con su ritmo desesperado el movimiento de sus manos.
Arrancan las ropas el uno del otro. Ni siquiera puede recordar el momento en que todo simplemente se salió de su control, solo puede pensar en la forma en la que sus manos lo buscan y no lo sueltan, como cada yema de sus dedos acaricia su piel y la enrojece. Quizá fue en algún punto entre la barra y la pista, quizá fue hace dos años cuando aceptó acompañarlo a uno de los balcones para que pudieran hablar sin tener que estar gritándose el uno al otro.
Agradeció el momento que fuera, lo agradeció a pesar de que la máscara se le clavara en el puente de la nariz o le jalara dolorosamente los rulos donde la tenía atada cuando su enmascarado lo aplasta una vez más contra la pared. Peter se pierde dentro su boca y gime alzando una pierna para rodearle la cintura cuando sus miembros desnudos chocan y empiezan a frotarse, uno contra otro. Siente como la mano grande y callosa de su enmascarado los junta más, los aplasta uno contra el otro y empuja duramente arriba y abajo, haciendo que de su boca uno y mil gemidos broten descontrolados.
La máscara de hierro le arañaba la piel del cuello y el mentón. Las benditas puntas duelen; dejan surcos rojos y ardientes en su piel, pero le da lo mismo. Usa sus manos para empujarlo más cerca, para indicarle dónde y en qué punto de su cuello el paso de su lengua le hace explotar de placer. Peter quizá usó un poco de la fuerza de sus manos y las apretó contra la pared para hacer palanca y que el vaivén de sus saltos fuera más fuerte, más rápido y desesperado.
Sus gemidos bailan y se enredan con las notas profundas de un violín, haciendo que leguas y leguas de placer y adrenalina corran furiosas por su torrente sanguíneo. Aquello entra en la categoría de la cosa más caliente del mundo casi sin proponérselo, desde ya.
La boca de su acompañante captura la suya de tanto en tanto, gimiendo al mismo ritmo desesperado que él. Robando de dentro de su boca el aire, mirándolo tan fijo a los ojos que Peter se pierde aún más en la locura que agobia su mente. Gime y le aprieta los hombros con uno de sus brazos, salta sobre él cuando lo siente embestir duramente contra su cuerpo y pide misericordia al que sea el encargado de los corazones rotos, porque incluso entre las notas altas de la música que se filtra por debajo de la puerta puede escuchar el suyo haciéndose añicos.
Su cuerpo entero se estremece, cada uno de sus músculos se tensa y deja caer la cabeza desfallecida sobre la pared cuando su inevitable corrida lo golpea.
Su hombre de la máscara de hierro gime largo contra su oído, lamiendo la piel de su cuello mientras se corre sobre su abdomen y Peter aterriza como pudo sobre la punta de sus pies cuando le falla la fuerza de las manos para seguir sosteniéndolo.
No dicen nada. Se quedan pegados uno contra el otro. Ambos cuerpos sudados, ambos cuerpos aún agarrotados de placer que no podrían liberar jamás. Peter empieza a sentir como el frío de la noche se entremezcla con el frío que se extiende en su pecho.
Ninguno lo dice, pero los dos tenían en claro que Peter no volvería a lucir el mismo disfraz. Y una parte de él se marchitó por ello. Estirándose ligeramente, empuja con suavidad el cuerpo macizo que lo tiene cautivo y se acomoda lo mejor que puede la ropa, dando por sentado que el semen quedará sobre su cuerpo hasta que pueda llegar a casa y bañarse.
—¿Tan malo es decirme tu nombre? —le pregunta el hombre tras la máscara con la voz ronca y tensa. Peter lo mira con tristeza.
—Estas noches no soy nadie —repite sintiéndose un poco más miserable que la noche anterior, seguro menos que la del día siguiente.
—Ya —dice seco y sin gracia—. Pero resulta que me gustaría verte mañana.
—En ese caso no encontrarías al mismo chico —musita bajando el rostro, volviéndose para irse por donde vinieron.
Cuando la puerta se cierra tras él, se echa a temblar. Le lanza una última mirada a la puerta y sus pies necesitan recibir como cien veces la orden antes de ponerse a andar. De camino a casa, lo único que puede repetirse una y mil veces es que debería dejar de fingir que puede vivir de esa forma. Debía de una vez poner sus cosas en orden y cambiar su lista de prioridades. No había forma de que Ben quisiera eso para él. No había. No podía creer que su tío esperara que Peter destrozara su pecho de esa manera cada vez que alguien se aparecía en su camino y lo sacudía para que se olvide un poco de sus responsabilidades.
En casa, hecha el cerrojo a la puerta del baño y se mete bajo la ducha, sin volver a ver su disfraz o la máscara que abandona en el cubo de la ropa sucia.
*****
La mañana siguiente, no mejoró mucho. Peter jamás entendería por qué les hacían ir a trabajar después de la fiesta. Todos sus compañeros estaban resacosos y molidos. Algunos apenas eran capaces de ver sin las gafas de sol puestas y otros, directamente, roncaban sobre sus escritorios.
Peter no tenía ese tipo de inconvenientes, pero desde que salió de la fiesta una pesadez lo embargaba. La idea de olvidarse para siempre de su hombre de hierro lo hería a un nivel que tenía claro no era normal. Intentó decirse que era el saber de qué había reventado un sueño idílico, pero aun así dolía más.
Se dijo que no era amor. Tú no te enamorabas luego de tres encuentros con alguien. No lo hacías.
Entra en el taller temprano, como cada día, con una taza hirviente de café para él y el resto del equipo. Sus compañeros le sonríen agradecidos, cada cual más demacrado que otro y les sonríe con pesar mientras se dirige a su puesto.
Las horas pasan como todos los días: llenándose poco a poco de los ruidos habituales, hasta que un ligero golpeteo a su espalda lo hace enderezarse.
El señor Stark estaba detrás de él, mirando con ojos entornados el proyecto a medio camino sobre su escritorio.
—¿Señor Parker, no tenía usted hoy una junta de revisión?
Peter despega los labios para disculparse, con todo el desastre de la noche pasada se le había olvidado por completo que tenía que presentarse ante la junta de evaluación, pero en vez de eso suelta una maldición baja y empieza a recoger todo. Su jefe se aprieta el puente de la nariz cuando sus prisas le hicieron volcar un montón de papeles y pisarle un pie.
Mortificado se congela, pero su jefe solo menea la mano y se inclina para ayudarle a juntar el desastre.
—Lo-lo siento mucho, se-señor... —murmura avergonzado, pero por suerte su jefe solo suelta aire con calma y le da sus carpetas con una sonrisa forzada—. Listo, señor —jadea intentando sonar calmo, cuando se endereza y mejora la mueca de sus labios a una más realista.
—Vamos entonces, señor Parker —lo invita señalando el camino a los elevadores.
El silencio tenso se apodera del lugar y Peter mira con impaciencia los números pasar de uno en uno. No es que su jefe no le cayera bien. De hecho, era exactamente lo contrario.
Hacía cuatro años, cuando se postuló para el puesto recién abandonada la universidad, Peter dio por sentado que no lo iban a contratar. Esperó una reunión común con los de recursos humanos. Nada lo preparó para entrar en el inmenso taller de Stark Industries y ver al mismísimo Tony Stark esperándolo.
Jamás había sentido que perdía la capacidad del habla. Jamás. Pero ese día en concreto no solo le costaba encontrar las adecuadas, usó más o menos un promedio de cinco por segundo y entre lo atropellado y disconexo de su hablar, al final se rindió y guardó silencio. No le ayudó que el hombre dejara atrás las preguntas luego de formularle dos y no tener nada parecido a una respuesta concreta.
Peter se egresó en el MIT, donde Anthony Edward Stark era leyenda. Su padre, el dueño de la empresa, también lo era. Pero todos coincidían en una cosa: su hijo ya era mejor. Y el hecho de que la compañía se hubiera vuelto líder desde que Tony estaba a cargo del área tecnológica era la prueba definitiva.
Pero Peter la embarró, se quedó aturdido por la intensidad de su mirada avellana y la dureza de su quijada cuando no conseguía responder sus preguntas. Nada lo sorprendió tanto como cuando recibió el llamado que le informaban que había obtenido el puesto de pasante. Y a Peter una araña radioactiva lo picó, sabía bien de sorpresas.
—No deberíamos hacerlos venir a trabajar después de esa fiesta, me pasé todo el día metiendo antiácidos en tazas de café —murmura Tony, con un retín cansado en la voz.
Peter le sonríe apiadándose de él. Tenía la voz ronca y rota, como todos ese día. No se atrevía a mirarlo fijo a los ojos, luego de su experiencia de hacía cuatro años se daba contentillo viviendo del recuerdo de su color y su intensidad.
Un profundo suspiro se cuela por su pecho, pensando en su hombre de hierro y lo fácil que era mirarlo. Si tan solo Peter pudiera ser tan desinhibido y atrevido con su jefe... Y sin siquiera habérselo propuesto, la imagen de ellos enrollados como la noche anterior se había enrollado con su hombre misterioso le golpea frente a los ojos y un acceso de tos le hace agitar los brazos y el pecho.
La mano de Tony aterriza en su espalda y Peter contiene una mueca cuando el sucio pensamiento de Tony cogiéndolo por el cuello para torcerle hacia atrás el rostro y poder besarlo lo calcina por dentro. ¡Maldición, Parker! ¡Deja de pensar idioteces!, se reprende indignado consigo mismo.
No era eso lo que quería decir, le gustaría poder tener con su jefe una relación como la que todos en el taller tenían. Ninguno de ellos tenía problemas para hablar por horas con él, comentando ideas y proyectos. Salvando a él, que mágicamente parecía que o un gato le había comido la lengua o pisaba el acelerador y ninguna de sus palabras se entendían, todos podían dar testimonio de que Tony Stark era un jefe mucho más que competente.
Peter sospechaba que extrañaba sus días en el taller, construyendo como cualquiera de ellos. Los chicos afirmaban que había días donde podías ver una ligera cuota de envidia cuando los miraba trabajar unos con otros, traspasando sus sueños de lo abstracto a un prototipo terminado.
—Dios, Parker —suspira cuando Peter termina de recomponerse entre respiraciones pesadas y espasmos—. No mueras aquí, chico. Mi padre no te dejará pasar un error en el diseño solo porque no puedes revivir para arreglarlo.
—Solo me atoré —musita tímidamente, sin atreverse a alzar los ojos— Y yo... Lo lamento por usted, señor. Pero si sirve de algo, ya les di a mis compañeros los analgésicos que necesitan para poder ser... eh... funcionales el día de hoy.
—Gracias a Dios alguien en esta empresa está dispuesto a echarme una mano —musita roncamente—. Te juro que días como hoy demuestran que ser el hijo del maldito jefe no sirve para nada.
Peter se ríe, pero lo hace en un tono que no le es usual y sale con un sonido patético e histérico. El cuerpo recargado a unos pocos palmos de él se gira ligeramente para verlo y Peter maldice por lo bajo. Siente el peso de los ojos posarse en él, estudiando detenidamente su rostro.
—No parece que necesites uno. ¿Lo necesitas? —pregunta inclinándose un poco más cerca de él—. Dios sabe que tomé tanto que puedo verlos doble a todos.
Peter le sonríe, pero niega apretando los papeles contra su pecho. Lo que de verdad quería era que le traiga a su hombre de hierro. No había compartido con sus compañeros su misterioso caballero. Le aterraba que alguien supiera su identidad y se la dijera. Peter era menos que un insecto en la empresa. A pesar del tiempo que tenía trabajando allí, pendía de un hilo.
Su trabajo como Spider-Man muchas veces había rivalizado con su sueño de ser un técnico señor en un proyecto. No tenía el tiempo físico que ese puesto demandaba y la cantidad de veces que llegaba tarde al mes volvían muy difícil considerarlo un empleado de confianza.
Más allá del peligro que entrañaba para la vida de su pareja, del poco tiempo que Peter podría dedicarle, sabía que lo que más le aterraba era que se decepcionara de él.
No era pobre, pero nunca tenía las mejores prendas. Su inteligencia estaba por encima de la media, con deferencia. Pero de qué sirve eso si no puedes demostrarlo, ya que huías a mitad de todas las charlas porque tu celular vibraba de aquella manera específica, que gritaba ¡Emergencia!
Era un maldito chasco de hombre. Eso era. Quizá lo mejor era que todo terminara con su hombre de hierro. Al final, era como con el hombre que tenía al lado, un sueño que jamás tendría.
Le iba bien, así. Creía. Peter amaba soñar y vivir en las nubes. Pasaba el ochenta porciento de su tiempo despierto: trabajando de forma mecánica y meticulosa y peleando contra maleantes, luchando contra el crimen organizado. Había un equilibrio elemental en que pensara en rosa cuando de sus amores se trataba.
—¿Tierra llamando a Parker? ¿Hay alguien ahí?
Peter pega un bote y mira sorprendido a Tony. Su jefe entorna los ojos y sonríe comedidamente, arrugando de forma encantadora las comisuras de sus ojos.
—¿Se le olvidó que tenía compañía, señor Parker? —se ríe amargamente—. Diría que es la primera vez que me pasa, pero recientemente he descubierto que soy fácil de olvidar.
El calor le sube por el cuello y aleja con taquicardia los ojos de su rostro.
—Lo... hmm... lo siento. Estaba pensando en el prototipo... Es-estoy bien, no me gusta tomar. No necesito los antiácidos.
—Oh, bendito tú seas. Anoche empecé bien y terminé como una cuba —dice con un retín amargo y dolido.
Peter, intentando mantenerse en la charla y el elevador sin volver a perderse en su mente, lo compadece un poco más.
Debía ser difícil tener que soportar toda la noche bebiendo y bailando con un montón de inversionistas que solo tocaban las narices. Si Peter no se concentrara tanto en su misterioso acompañante, hubiera terminado como muchos de su sector: teniendo que hablar infinitamente con un montón de hombres y mujeres que no le interesaban en lo más mínimo, adulándolos hasta cansarse, solo para hacer que suelten más dinero para futuros proyectos.
—Al menos mañana ya es sábado —ofrece con una sonrisa comprensiva y Tony murmura para sí otro improperio que no alcanza a entender.
—¿Te lo pasaste bien? —comenta de golpe, volviéndose para verlo con curiosidad—. Jamás te veo en esas fiestas. Cosa que no apruebo, por cierto, debes dejar de pasarte el día metido en este taller trabajando —añade cogiéndolo completamente desprevenido—. Quita esa cara, no creas que no sé todo lo que pasa en mi empresa, Parker.
—¿Pe-perdón?
—No vienes a las convivencias que tan amablemente mi padre nos impone. No participas de los eventos deportivos que desprecio completamente y en los años que tienes aquí nunca te he visto en la maldita fiesta —enumera con calma, haciendo que un escalofrío le suba por la espalda.
—Y-yo sí voy.
Tony vuelve a entornar los ojos y cuando los lentes cuadrados se deslizan hacia abajo por su nariz, lo mira fijamente por encima del marco.
—No lo haces, Parker. Tengo mi ojo puesto en ti desde que uno de tus profesores en el MIT me llamó para decirme que te había insistido para que apliques en nuestro programa de becarios.
—¿Qu-qué?
—Espero grandes cosas de ti y por más hasta la fecha no me has fallado ni una sola vez... cosa que agradezco, por cierto. Mi padre casi pierde los estribos cuando lo forcé a contratarte, pese a tu brillante primera impresión. Pero, como decía, no es sano solo trabajar. Necesitas salir, divertirte y sobre todo, entender que somos una familia. Jesús sabe que los bastardos de tu equipo salen de más, pero no debes olvidarte de... —su voz se pierde cuando deja de verle a la cara para verle el pecho y Peter se tensa ligeramente cuando lo ve fruncir el ceño con reprobación—. Señor, Parker está arrugando los pa-
La mano que había extendido para enderezar la punta que estaba doblada bajo su mentón se queda quita de golpe, y Peter se pregunta por un segundo que pasaba. Según él, ese viaje en elevador era un portal al mundo del país de las maravillas, porque nada en esa charla tenía el más mínimo sentido.
¿Sabía quien era cuando dio su entrevista y por eso se la tomó personalmente? ¿Estaba tan pendiente de lo que hacía o no hacía? ¿Estaba orgulloso de su trabajo? ¿Pujó por su contratación, pese a que solo pudo babear y dejarse en ridículo en la entrevista?
Entonces, como si todo pudiera simplemente volverse más y más extraño y surreal, siente el dedo de su jefe posarse sobre su cuello, siguiendo una línea roja hasta su mentón. Peter prepara su boca para explicar la herida que dejó su encuentro con el hombre de la máscara de hierro, pero no le da tiempo a decir nada.
La respiración se le corta en el momento que Tony extiende la mano y frena de golpe el elevador. Su mirada desorbitada sigue fija en las dos marcas de su cuello.
—No puedes... No. Yo... yo sabría que eras tu...
Peter abre desmesuradamente los ojos al encajar su sorpresa con la de Tony, pero encerrado como estaba en aquel pequeño elevador no pudo huir cuando este se le acerca hasta pegarlo contra la pared de espejo.
—Eres tú... Siempre fuiste tú... —jadea cogiéndole el rostro, hablando con una voz tan apagada y desesperada que Peter solo puede temblar—. Te encontré —afirma categóricamente, como si lo desafiara a decir lo opuesto—. Dios, te encontré y eres tú... Siempre tu...
Tenía al menos mil motivos por los cuales fingir demencia y decirle que no tenía ni la menor idea de lo que hablaba. Podía decirle que el gato de su tía le había saltado encima la noche anterior o quien sabe qué excusa mediocre darle. Pero su mirada estaba fija en los ojos avellanas y cuando se los imagina bajo la máscara labrada de hierro, suplantando a los negros azabache que siempre le parecieron hipnóticos y no pudo resistirse.
Su estómago se revuelve en un amasijo hirviente de necesidad y deseo. Piensa en que no puede el destino venir a hacerle eso solo para que Peter le de la espalda. El recuerdo de su tío besando a May antes de salir de la casa, la forma cariñosa con la que le cogía la mano cuando la veía estresada con el trabajo o las travesuras de Peter... No había forma de que Ben viera lo que veían sus ojos, la forma descarnada con la que el mismo Tony Stark lo mirara, como si creyera que Peter era la mejor cosa del mundo, y pensará que aquello era algo que tenía que abandonar.
—Lo hiciste —musita expulsando tembloroso el aire atascado en sus pulmones.
Esa vez cuando lo besó, Peter le respondió con los ojos abiertos, tan abiertos como los de Tony, fijos en su rostro.
Nadie dijo nada cuando luego de un imprudente y condenatorio tiempo, salieron despeinados y acalorados del elevador. Peter se dijo que ya se las ingeniaría para hacer aquello funcionar. Los nervios y el miedo le atizaban las entrañas, pero lo haría.
Su presentación fue una basura de las grandes. El señor Howard Stark miró a su hijo a la mitad de la misma, pidiendo a gritos silenciosos una explicación. Pero los ojos de su hijo estaban fijos en él, así como su cuerpo, tenso en el asiento, apuntando en su dirección para saltar sobre él una vez que su padre se hartara de sus tartamudeos y diera por finalizada la revisión.
Peter tenía en claro que en cuanto la juntara terminara, atacaría para arrancarle las mil explicaciones que su semblante traslucía.
Y por Dios que lo haría, porque cuando mira muerto de deseo e impaciencia el reloj en su muñeca, su rostro y las marcas que había dejado en él, se le derritieron hasta los huesos.
Así eso no fuera lo que él hubiera descrito como ideal, no podía, ni por un segundo, imaginarse a sí mismo volviéndose a alejar de ese hombre. No ahora que al fin había hallado a su hombre de hierro, no ahora que sabía que dicho hombre era su amor platónico.
Al año siguiente, no hubo una mascarada. Ese año la fiesta para los invitados se hizo en un predio completamente distinto. Un hermoso parque al aire libre, con el cielo bañado de estrellas como el escenario principal. Peter no usó una máscara y no se volvió a sentir invisible.
Tony descubrió su secreto nada más pasar dos meses juntos. Lo terminó de aceptar cuando iban ocho. Peter aceptó ir a la fiesta de su brazo como su pareja oficial, la noche de su aniversario.
Tony le dio una sortija en medio de la fiesta. Peter resplandecía tanto que por un momento, deseó poder volver a ser solo el chico de la máscara de cuervo con cuernos. Pero cuando Tony lo cogió entre sus brazos y lo besó, agradeció que él ya no fuera simplemente el hombre con la máscara de hierro. Ahora era más. Mucho más. Tanto que Peter sentía que era demasiado para él.
—Te amo, mi chico cuervo —sonrió Tony, riendo socarronamente sobre sus labios.
—Te amo, Tony —murmuró viendo su rostro tan bello y perfecto, como lo era su máscara.
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