Capítulo Un🍎

Retener las lágrimas se me hizo casi imposible. Algo ridículo, ya que siempre recurría a ellas cuando deseaba algo de alguien. En ese momento odiaba la sensación que hacía que se me encogiese el corazón. La quemazón en los ojos era casi insoportable, por no hablar de que si lloraba, no iba a tener a mano toallitas desmaquillantes.

Siempre Diva, nunca Indiva.

Porque vamos... Antes me tiraba por la ventana con el coche en marcha —Cosa que no va a pasar, Dios me libre de salir rebozada como una croqueta—, que se me corriese el maquillaje y no pudiera arreglármelo.

Lo único que pude traer conmigo, antes de largarme como si me hubiesen puesto un petardo en el culo: Un jarrón. En mi defensa diré que esa pieza de artesanía, posiblemente cueste más que el contenido de mis tres vestidores. Pero entonces una pregunta de lo más tonta rondó mi mente por enésima vez: ¿Qué haré con él en medio de la puñetera nada, donde lo más parecido a la civilización era un árbol esquelético con dos ramas a modo de brazos?

Estaba perdida. No solo eso. Acabada.

Sara Ríos, hija de uno de los hombres más adinerados del país; se fuga con lo puesto sin posibilidad de cambiarse de bragas en breve.

Es que ya veía las revistas... Las noticias. ¡EL SÁLVAME!

Si es que me tenía que haber quedado en ese bendito colegio con las monjas. En ese momento hubiera preferido los castigos de la madre superiora a...

Un fuerte tirón, hizo que mi cabeza casi atravesara la luna. Mi coche empezó a traquetear, como si en vez de un Porche llevara una locomotora o cortacesped atascado. Hasta que tras unos cuantos tirones, se paró, un humo blanquecino salió del capó y hasta ahí pude aguantar.

La presa se abrió, desbordándose todo el agua contenida hasta precipitarse por mis mejillas seguramente dejando un reguero negro, pruducto de mi eyeliner. "No me tenía que haber maquillado esa mañana..." pensé contradiciendome automaticamente después.

Antes bella que inbella...

—¡Maldita sea! —Dije a voz en grito, por un momento queriendo que me poseyera un camionero para poder decir palabrotas a diestro y siniestro.

Las monjas me hicieron prometer tres cosas:

1-No insultarás ni faltarás el respeto.

2- No cometerás actos impuros hasta la mayoría de edad.

3- No blasfemes, ni digas palabrotas.

Con dieciséis falté a la promesa dos, cuando Rodrigo, el milésimo amor de mi vida me prometió amor eterno y yo me abrí de piernas. La primera, justo esa mañana. No me veía con fuerzas para faltar a la tercera, más que nada, porque Dios podría castigarme, haciendo que el día de caca que llevaba se volviera más caca todavía.

Abrí la guantera, buscando un libro de instrucciones o algo que me dijera qué podría pasarle al coche. Pero aquellos papeles, estaban escritos en chino para mí. Por lo que armándome de valor, abanicándome la cara con las manos en un vano intento de detener la llorera; salí del coche.

El infierno se desató, un sofoco insoportable me hizo jadear y desear volver dentro donde aún quedaba un poco de fresco. Pero me hice la valiente, saqué pecho como mi madre me enseñó y me dirigí a la rueda delantera derecha para ver si se había pinchado. Es a lo máximo que podía llegar mis ristes conocimientos de mecánica.

Miré con desagrado aquella rosquilla negra como si fuera a atacarme en cualquier momento. Aún así, me agaché, enterrando mis tacones un par de centímetros más en aquella arena de desierto que me rodeaba.

—Vamos, Sara. Solo hay que sacarla, buscar la de repuesto y meterla. Como hizo el cabrón de tu prometido durante todos estos años... —Cerré los ojos y cogí aire con la intención de tranquilizarm, la rabia aún seguía latente en cada poro de mi sudoroso cuerpo.

Con las manos temblando y notando cómo mis glándulas sudoríparas, que yo pensé que solo se me estimulaban en el gimnasio; empezaron a segregar sudor como si fuera una fuente, tiré de aquella rueda hasta que dos de mis uñas de gel saltaron y otras dos se partieron.

Lloré, claro que lloré, más que en toda mi vida. Y a diferencia de las lágrimas de cocodrilo que había derramado, esas escocian de verdad. No sabía si era por mi manicura arruinada o por la carga sentimental que llevaba encima.

Me levanté, dándome por vencida. Parecía mentira que la gente cambiase las ruedas en dos minutos y yo no sea capaz ni de sacarla. A menos que el fallo del coche no fuera ese y estuviese haciendo la tonta.

Volví al interior, ya un poco más caluroso que como estaba y vi con horror mi rostro en el espejo retrovisor. Manchado de Dios sabía qué cosas y rojo como un tomate. Tenía unas ganas desesperantes de twittear cada segundo de lo que me estaba pasando, por lo menos para compartir mi mala suerte, pero mi móvil había muerto hacía ya un par de horas.

No supe muy bien cuanto tiempo estuve allí metida, tampoco me importaba. Cosa que a mi tripa parecía que sí.

Agarré un mapa que encontré de casualidad en la guantera, el jarrón y mi difunto móvil, rezando para que a poca distancia encontrase algo de vida inteligente. Los pies me dolían, el alma me dolía, aún así seguí. Imaginándome que al final del camino me esperaba mi mayor pecado: Una hamburguesa grasienta con un kilo de patatas fritas y litros de ketchup.

Ya me daba igual que aquella carga calórica fuera directamente a mi trasero. Solo quería comer, como si se me aparecía una vaca, le hincaría el diente sin pensarlo.

Una vez vi en uno de mis ocho televisores, un documental donde hablaban de los espejismos. Realmente apenas presté atención, que estuviese en ese canal no fue más porque me había acabado de hacer las uñas y ese en particular no tenía control por voz.

A lo que iba... creí estar sufriendo de alucinaciones cuando no muy lejos; pude divisar una especie de gasolinera pequeña. Sonreí, feliz de la vida, viendo que aquella asquerosa aventura rural se acabaría. Llamaría a la grua, me llevarían al pueblo más cercano, vendería el jarrón, alquilaría una habitación de hotel y en la cama con la barriga llena y la vista puesta en una maravillosa lámpara pensaré en el siguiente paso a segir.

Llegué a la estación, con los pies arrastrando. Miré de un lado a otro, dándome cuenta de que si no estaba abandonada poco le faltaba. Las ventanas estaban viejas, pero no demasiado sucias. Los surtidores estaban a punto de jubilarse, por no hablar de que seguro la persona que se encargaba de aquello estaría en iguales condiciones.

—¡Quieta ahí, no dé un paso más!

Me embaré, convirtiéndome en un palo. La voz provenía de algún lugar de la vivienda roñosa, pude comprobar al ver la punta de una pistola de esas largas. Trague saliva y empecé a rezar todo lo que me sabía del colegio.

—Por favor no me mate... —dije encontrando mi voz un tanto aguda.

Una puerta se abrió procedida de un desagradable sonido al cerrarse. Abrí un ojo, porque pensé que si abría los dos me coserían a tiros.

—No la mataré si me dice quién es usted y qué hace por aquí —Su voz era un poco ronca, como si fumara demasiado o quizás simplemente la pubertad le hizo más daño de la cuenta.

El sol me cegaba, por lo que se me hizo un poco imposible visualizarlo bien. Daba pasos en mi dirección, lo sabía por el sonido de sus zapatos al chocar contra el asfalto.

—Me llamo Sara. Mi coche se ha averiado, no tengo a donde ir. Solo anduve sin rumbo hasta que vi la estación —No supe muy bien cómo había sido capaz de decir todo aquello sin trabarme —Si pudiera hacerme el favor de dejarme hacer una llamada, le estaría muy agradecida.

Abrí los dos ojos, cuando apenas estaba a tres pasos de mí. Lo primero en lo que me fijé fue en sus ojos, lo segundo en que era joven. Más de lo que imaginé. Y lo tercero: Aquél hombre estaba desperdiciado completamente. Estaba segura que con un buen afeitado, una ducha de tres horas y ropa sin rasgaduras; estaría de lo más guapo.

—No tengo teléfono —Contestó con el ceño fruncido.

Miré con recelo aquella escopeta o rifle, o lo que fuera aquello. Antes de mirarlo a la cara de nuevo. Aquello ni estaba saliendo para nada según mi plan.

—¿Y no puede llevarme? O por lo menos arreglar mi coche para que pueda irme y... —Mis tripas rugieron, cortándome el habla, haciendo que mis mejillas se calentaran más de lo que estaban a causa del sol.

—No tengo coche, pero puedo ayudarla a arreglarlo. Venga conmigo, le daré algo de comer.

—¡Ay, gracias! Es usted muy...

—No me gusta hablar tanto, sígame en silencio o me veré en la obligación de amordazarla con cinta aislante.

Pestañeé confundida por su cambio de humor. Preguntándome si aquel atractivo hombre era bipolar o simplemente gilipollas.

A la mierda la tercera promesa...

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