Sin escapatoria

La temperatura bajó de golpe y comenzó a nevar. Sintió cómo se calaban sus huesos, a pesar de correr como si lo persiguiera el mismísimo diablo.

Tropezó con una raíz y cayó al suelo, que estaba cada vez más blanco. Intentó levantarse, sin éxito. Era como si se le hubieran dormido los músculos.

"No, por favor.", pensó con desesperación, "Tengo que salir de aquí".

Lloró de la impotencia de querer tener dominio de su cuerpo sin éxito.

El rumor de los muertos se oía cada vez más fuerte, al igual que la trompeta que los arengaba. Sin embargo, no fue eso lo que más lo aterró.

El paso lento de unas botas retumbó muy cerca de su oído. No pudo ver quién lo estaba acompañando, hasta que tiró de su cabello y lo puso boca arriba.

El hombre era alto y delgado, blanco como la misma luna. Sus ojos rojos parecían arder, mientras observaba al pobre muchacho con malicia.

—¿No querías conocerme, acaso, Bram? —le preguntó— Bienvenido a Transilvania.

Y con el chasquido de sus dedos, el corazón de Bram dejó de latir.

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