unique and last

Hay algo macabro en su mirada. Los ojos de Jim, negros como la noche, lo hipnotizan y lo arrastran al delirio. Es su locura, su pecado, su perdición. Y mientras más botones se desabrochan de sus camisas, la cordura se pierde en la suavidad de los besos. Lo siente sobre su cuerpo, y el calor que desprende. Siente cada parte de él pertenecerle.

Algo caliente resbala por su pecho y al levantar su mirada ve un corte en la muñeca de su compañero y un hilo de sangre resbalar por su codo hasta manchar su abdomen de un carmesí ardiente. Vuelve a besarlo, saboreando el frío de la muerte en sus labios. Una muerte loca, asfixiante y tan, tan placentera.

Lo siente amable y sumiso, pero finge serlo porque se lo pidió mucho antes, aunque sabe que él siempre tendrá el control de su cuerpo, su mente y su alma. Lo despoja de sus pantalones y él, entre jadeos, le quita los suyos, dejándolo en ropa interior y en ese punto sabe que tiene que huir, largarse de aquel lugar donde sabe que morirá, pero su corazón no se lo permite. Idiota razón que no razona cuando tiene que hacerlo. Morir a manos del amor enfermo y febril. Pero lo quiere, desea que sea él su verdugo, quien arranque su aliento y lo convierta en nada. Por eso no aparta a Jim y sale corriendo, en cambio, toma sus muñecas lastimadas, manchándose de su sangre, y lo acuesta debajo de él, escuchando sus gemidos agudos y sintienso su respiración tibia en la curvatura entre su cuello y hombro.

Aquella noche era su fin: así lo habían decidido. Ambos. Lanza su bóxer en algún rincón de la habitación y vuelve a besarlo con hambre feroz. Él le corresponde, y eso solo aumenta su emoción, bajando sus dedos por su cuerpo hasta llegar a su miembro. Se deshace en gemidos y él solo repite su nombre en medio de suspiros agitados. Aleja su mano y lo lleva hasta sus muñecas, donde la herida abierta lo recibe con un calor doloroso. Sonríe y le da el gusto cuando toma la navaja a su lado y la lleva a sus labios, haciendo una línea fina por donde cae un manantial que él bebe. Lo vuelve a besar, haciéndole degustar el sabor de la sangre que por él hierve, volviéndolo loco.

— ¿Habrá algún cielo para nosotros los pecadores? —Le había preguntado una vez. Recibió una risa ronca como respuesta: era un no. Una rotunda negativa. No hay lugar en el cielo para ellos y no por ir al pecado que era la boca contraria, sino porque simplemente el cielo no era el lugar donde pudieran amarse.

Aquella era su última cena antes de ir al infierno y encontrarse de cara con personajes mas infames que ellos: están preparados para ser juzgados como se merecen y por quien merezcan. Pero incluso si no son dignos de cruzar el Aqueronte, se amarían a orillas de ese rio de fuego.

Su sangre se mezcla con la suya y se vuelven un solo cuerpo, un solo ser. Las embestidas son fuertes, certeras y llenas de un dolor dulce que habían confundido hasta hace poco con amor. Jim jugaba sucio, y él cayó en su trampa de forma voluntaria.

—Cuando me mates, arráncame el corazón —Suplica entre gemidos, y Jim obedece. Era su paraíso, su propio Edén. Era la orden divina, la razón por la que habían nacido.

Se pierde en sus ojos negros justo en el momento que empuña la daga que le daría la estocada mortal. Sonríe en medio de su éxtasis y llega al orgasmo con la punta filosa clavada en medio de su pecho. Entonces lo mira y ve sus orbes mirarlo, por primera vez desde que se conocieron, con cariño. Un sentimiento que se ve genuino y que lo hizo morir en paz.

Siempre quiso saber qué era la muerte, qué se sentiría sucumbir al llamado de una vida eterna o no, fuera de este plano. Pero cuando llegó él no pudo sentir otro deseo más que el de acariciar su rostro mientras su vida huía de sus ojos. Sin embargo, surgió un nuevo temor: morir solo. Le comentó que morir sin compañía era una forma horrible de abandonar la vida.

—Moriré contigo y sentirás mi corazón dejar de latir solo por ti —Esa declaración fue suficiente para dejarse envolver por ese enfermizo amor.

Y ahora, incluso después de muerto, sintió que le arrancó el corazón, tal y como le había pedido. Sabía que lo tenía en su mano; ya no latía y eso a Jim le hizo llorar, pues a pesar de su deseo desmedido y enfermizo de matarlo, lo quería. No como se quiere a un amante, sino como se quiere algo para siempre. Su cuerpo, inerte y sangrante, reposó en la cama mientras él lo acariciaba entre sollozos. Poco después, se tomó un puñado de pastillas que lo aferraron al cuerpo de su amante ahora muerto parar seguirlo en su sueño eterno, así como había prometido.

Se habían amado, de una forma no convencional, pero lo habían hecho libres; sin ataduras morales ni religiosas. Se amaron como dos hombres adultos sedientos de sangre y pasión. Y él, en medio de su amor confundido, le entregó lo más preciado para un ser humano: la luz de sus ojos y los suspiros que fueron suplicantes de su amor hasta su último minuto. 

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