IV
Aunque Londres hiciera parecer que no le importaba, no después de la pelea con el hombre, el estado de Yolanda, sí lo hacía.
Precisamente la R.A.L.A. luchaba contra aquellos que causaban tales desastres y desgracias. Gran cosa no podían hacer, no eran muchos; además, trabajaban por su cuenta. Es decir, no estaban asociados con el Gobierno español y, en general, con nadie; excepto con ellos mismos.
Siempre le pareció inconcebible la idea de que, tras pertenecer a la Resistencia, se pudiese ser víctima en un atentado. Se supone que todos estaban entrenados —o estaban siendo entrenados— tanto psicológica como físicamente para un atentado. Lo que significaba poder esquivar o salir ileso de esos indeseables.
Todo el camino hasta que llegaron a su destino, su mente estuvo ocupada con el asunto; debían reclutar a más gente, deprisa, y así quizá tener una mínima posibilidad de acabar con la amenaza terrorista.
Tras llegar y preguntar a unas enfermeras en el mostrador de la Unidad de Cuidados Intensivos, consiguieron llegar hasta Yolanda.
Múltiples heridas estaban ya cosidas y vendadas, y tenía un brazo escayolado. En el otro, en concreto en la línea que separaba el brazo del antebrazo, tenía clavada una aguja que transportaba suero y calmantes hasta sus venas. Multitud de cables —para controlarle el pulso, la tensión, etcétera— conectaban un monitor a su cuerpo. En general, la mujer de media melena roja como la sangre, parecía una momia robótica.
Sharon cruzó como una exhalación la habitación hasta poder llegar al lado de la cabeza de la mujer, entre ambos una especie de conexión extraña e incómoda en el aire; incómoda para la joven, que parecía sobrar allí. Claro que, para poder correr hasta ella, apartó de un empujón a Londres de la puerta y la chica no se lo tomó bien.
—¡Joder, qué fea estás! —exclamó la joven de la gorra. En efecto, Yolanda no se veía precisamente bien con rastros de sangre seca por todo su cuerpo que aún no había sido limpiada. Posiblemente por falta de tiempo.
—¡Joder, qué tonta eres! —clamó en respuesta, pero sin la voz entusiasmada de la otra. Después, suspiró para añadir—. No tengo ni el tiempo ni el humor, Lon, para esto, ¿vale?
En corcodancia con las palabras de la treintañera casi cuarentera, el hombre miró casi con súplica a la más joven de la sala. Ésta frunció el ceño, de poco en poco, hasta que casi pareció cejijunta. La sala se sumió en un completo e incómodo silencio.
—No. No vale.
Y el silencio volvió, nublando la poca tranquilidad que se podía reunir en una situación como aquella.
El silencio algo que, si bien a veces era indispensable y muy apreciado, otras era un enemigo. Como todo en la vida, al fin y al cabo.
—Bueno, pareces una especie de robot a medio camino de ser momificado. Con parte zombie a decir verdad, ese ojo morado no se ve muy bien. La sangre te da aire de vampiro. ¡Dios santo! No serás el monstruo de Frankenstein —volvió a hablar Londres, simplemente para intentar romper el silencio; aunque no con delicadeza.
La mujer tenía el ojo izquierdo amoratado. Más moretones se repartían por el resto de su cuerpo. A pesar de que no quisiese admitirlo, la más joven de los tres tenía mucha imaginación; más aún cuando se lo ponían en bandeja, como en ese caso. Pero al final acababa usando tal habilidad para comentarios, la mayoría de las veces, de mal gusto.
Supo al instante que había sobrepasado la línea de la paciencia de Sharon, cuando observó que el hombre agachaba la mirada mientras apretaba fuertemente los puños. Quizá, y solo quizá, la inmensa paciencia de la que estaba dotado, tocó a su fin. Todo tiene un final, y si bien la castaña pensaba que aún quedaba un largo trecho hasta llegar al límite de éste, no sabía cuán equivocada estaba.
Hacía ya muchos años, a pesar de su corta edad —comparada con la de Sharon e incluso la de Yolanda—, que trataba a la gente a su gusto. Las palabras educación y respeto parecían no existir en su diccionario mental; lo mismo sucedía con la simpatía.
Todo el mundo estaba a su disposición, todos debían hacer lo que quería. No era conocida ni por la mitad de la población de una ciudad. No obstante, ella se sentía como la reina del mundo. Unos pocos conocían su nombre, que ni siquiera era el verdadero. Sin embargo, para Londres, cada mínimo ser con vida que existiese, estaba a sus pies.
La vida es para disfrutarla, ¿no? Ella la disfrutaba a su manera... Una no muy buena; de hecho, la peor. Siempre debía ocultarse. Tenía miles y miles de enemigos. A penas un puñado de menos de diez amigos. Siempre luchando. Siempre escondiéndose. Siempre escapando. Siempre sobreviviendo. Pero ¿era lo mismo vivir que sobrevivir?
Estaba tan, pero que tan, acostumbrada a su pésima vida que ya le era inimaginable vivir de otra manera; además, hacía mucho que no tenía una vida medianamente normal, y ya no se acordaba de cómo era tenerla. Aunque no se podía quejar, ya que su vida era interesante. Y diferente.
—Sal —pidió Sharon, en un tono que más bien sonaba como una ordenanza.
—Pero si... —intentó decir la joven, parpadeando ante la confusión tras sus gafas de sol de marca. Sin embargo, quedó interrumpida por los gritos del hombre.
—¡Que te vayas!¿Es que no me has entendido?¡Joder, Londres, te estoy diciendo que te vayas fuera! —Saltó de su asiento, su rostro contorsionado por el fuego de la ira que ardía en su interior e intentaba extinguir—. I've been looking after her and she... She... She just behaved like that. Always—empezó a murmurar,en su idioma natal; el inglés.
En la expresión de Londres no se reflejaba otra cosa más que estupefacción. ¿Cuándo se había enfadado tanto Sharon con ella? Londres no tenía ningún recuerdo en su memoria sobre un enfado provocado por ella de tal magnitud al hombre. Ninguno.
Había agotado la paciencia de muchísima gente en muchísimas ocasiones. Jamás la de Sharon. Ni la de Yolanda. Ahora solo le quedaba Yolanda, si acaso. Al menos, de personas de su confianza. En efecto, se sentía terriblemente mal. Pero nunca, por nada del mundo, lo demostraría.
Haría lo mismo de siempre; ocultar su pena y su malestar tras una fachada de enfado y rabia. Haría lo mismo de siempre; ocultar lo que verdaderamente sentía tras los muros de gran grosor que durante años construyó ladrillo a ladrillo.
—He aguantado muchísimo. ¡He soportado más de lo que pueda decir! Jamás te he dirigido una mala palabra en serio. Tan solo te he reñido y nunca te he prohibido nada, siempre todo por tu bien. Me he hecho cargo de ti. Te he cuidado. He intentado tratarte como una hija, además de como una amiga. ¿Y qué es lo que recibo a cambio? —Sharon estaba que casi se tiraba de los pelos. Yolanda le contemplaba mientras posaba la mano del brazo nuevo en el de Sharon, en un intento de calmarle—. Exacto. Nada. Nada, a parte de tus malas formas.
Londres escuchaba con un rostro inescrutable. Conteniendo la respiración. Atenta a cualquier palabra. En silencio. Tampoco tenía nada que decir.
—Sharon, no importa. De verdad, no hace falta. Tiene diecisiete años, es una adolescente y no sabe lo que hace. Es muy joven, no... —aseguró Yolanda. Una vez más, el hombre hizo caso omiso a las palabras de los demás.
—Me da igual la edad que tenga. Se comporta como una adulta cuando quiere. Si es lo suficientemente mayor como para hacer lo que hace, es lo suficientemente mayor como para saber dónde está el límite— Tuvo que contener algunas palabras, no podía profanar por ahí lo que la R.A.L.A. y, en especial, Londres hacían—. ¡Una puñetera cosa que te pido!¡Una! Que seas respetuosa con ella —Señaló a la mujer en cama—, y la incumples. Muy bien, Londres, muy bien. Vas a llegar muy lejos, sí, sí. Mucho. Te pegarán un tiró algún día, y mientras te desangras, te preguntarás encima por qué. Por qué lo han hecho. Y yo me regodearé en la risa, porque yo sí que sabré por qué.
En ese preciso instante, dos enfermeras y un enfermero irrumpieron en la habitación. La chica había olvidado que las habitaciones de la Unidad de Cuidados Intensivos estaban todas vigiladas por cámara, las veinticuatro horas del días. Fue un alivio para ella darse cuenta de que no se quitó ni el pañuelo ni la gorra ni las gafas.
Las dos enfermeras agarraron, cada una de un brazo, a la más joven de la sala. Sin duda, debían haber asistido a la pelea a través de las pantallas que monitorizaban la habitación.
El enfermero fue directamente a por Sharon, y hacía todo lo que estaba en su mano por calmar al hombre que tan acelerado estaba.
—Señorita, sería mejor que abandone la sala —pidió una de las trabajadoras, intentando llevársela ya.
Londres rodó los ojos y, molesta, se zafó del agarre de ambas mujeres y salió taconeando con fuerza; no solo de la habitación, sino también del ala de Cuidados Intensivos.
Se sentó en una de las sillas del pasillo, una que estaba en una zona vacía. Necesitaba estar sola, además de que le gustaba estarlo. Se dedicó a pensar en el atentado, intentando no pasar su mente al reciente acontecimiento; no tenía ningunas ganas de revivirlo.
Si querían acabar con los terroristas, debían esforzarse más a fondo; no solo tenían que plantear mejor todo, hacer mejores planes, también debían conseguir más gente. Necesitaban de todo; gente fuerte, gente inteligente, hackers incluso, corredores, etcétera.
No sabía cuánto tiempo pasó cuando una sombra se cernió sobre ella. Alzó la mirada del suelo y se encontró con un hombre desconocido de pelo azabache. A juzgar por sus ojos rojos e hinchados, había estado llorando. Viendo su rostro de piel impoluta sin una sola arruga, y sus musculados brazos, debía ser joven; unos treinta y cinco años, quizá.
—¿Puedo sentarme? —preguntó, señalando el asiento a la izquierda de Londres.
—No —contestó la preguntada con un tono cortante, casi como la hoja del cuchillo más afilado.
Aun así, se sentó. Londres le miró de reojo, para después rodar los ojos. Al parecer el hombre no entendía lo que era una negativa. Es decir, para ella fue bien clara la respuesta que dio.
No conocía al hombre. No tenía intención de conocerle. Necesitaba estar sola. El hombre se acababa de sentar a su lado. Sin razón, porque jamás le había visto en toda su corta vida. Y eso que, durante sus diecisiete años y en especial los últimos, había sido capaz de ver a muchísima gente y conocía muchos comportamientos distintos.
Era divertido e interesante a la vez el observar a la gente. Parejas en un mismo banco que estaban alejadas, y de repente, el amor entre ellos les acercaba de nuevo. Abuelillos caminando con sus bastones mientras sonreían al recordar los viejos tiempos. Niños... No, a los niños no era divertido verles; Londres odiaba a los niños. Matrimonios caminando de la mano. Adolescentes riendo, bien por chistes, bien por tonterías o por las hormonas revolucionadas. Familias dando paseos para disfrutar de las tardes. A pesar de que, ver a familias felices, hacía que una extraña sensación de envidia le recorriese.
—¿Tú también has perdido a alguien? —inquirió el azabache—. Pareces... Triste, se podría decir.
—No —Volvió a utilizar el mismo tono de voz.
—Mi mujer ha muerto. Ellos la han matado.
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