III
—No, compañero, te has tenido que equivocar. ¿Por qué iba a estar Yolanda ahí? —dijo Londres, ignorando momentáneamente las lágrimas que, poco a poco, llegaban a sus ojos y empezaban a encharcarlos.
—Yolanda estaba ahí. Le dije que tenía el día libre y me dijo que iría al centro. Tenía ganas de ir de compras por Gran Vía. Ella estaba ahí, Lon, ella estaba ahí— explicó Sharon, sin mirar ni un solo segundo a la chica a su lado.
Londres no podía creerse lo que estaba escuchando. ¿Y si estaba malherida? O peor aún, ¿y si estaba muerta? Sacudió la cabeza para deshacerse de todas las malas teorías, ahuyentándolas como a moscas; pero como moscas, volvían sin ser bienvenidas.
—Vamos, hombre, que no es así. Yoli es muy inteligente, lo sabes muy bien. Seguro que nada le ha pasado.
—¡Londres!¡Para ya! —gritó el hombre, volviendo la cabeza con expresión furiosa hacia ella— ¿No ves que hay cosas que ocurren sin más?¿Cosas que por mucho que quieras, no puedes hacer nada para que la gente deje de lamentarse?
—Aquí el que está llorando como un cachorro abandonado eres tú. Qué, ¿ahora te vas a poner a ladrarme?¿A mirarme con pena para que te acaricie? Lo único que te llevarás será un puñetazo por gilipollas —replicó, cuando consiguió encontrar la forma de volver a hablar, ya que las palabras quisieron abandonar su garganta.
A decir verdad, la reacción del hombre, no sabía a qué venía. Por una vez en mucho tiempo, consolaba a alguien y así se lo agradecía; con gritos y ánimos de frustrarla.
—En las imágenes —dijo de repente el hombre, señalando la proyección y, sin lugar a dudas, reteniendo la rabia en su interior—, salía ella. Tirada en el suelo, dos médicos sobre ella para ayudarla.
—Te diría que quizá no era ella, que habías visto mal. Incluso te diría que, a lo mejor, no es nada grave —replicó, creando poco a poco su mejor sonrisa cínica—. Pero no lo haré.
Sin esperar respuesta por parte del hombre, se giró sobre los talones y subió de nuevo a la habitación, encerrándose entre cuatro paredes que ya no eran del todo suyas.
Farfulló y despotricó sobre Sharon lo indecible. Nadie la escuchaba, así que no importaba nada. Y ya no tenía ni una sola lágrima en los ojos; a las nubes ya no les apetecía descargarse.
—Menudo imbécil — Terminó por fin, incorporándose y volviendo a la tarea que antes dejó a medias.
Su atención regresó a las fotografías enmarcadas, dispersas sobre la cama. Sus ojos depararon en cada mínimo detalle de cada una de ellas.
En una, aparecía un hombre de cabello castaño y ojos azules, con barba bien cuidada y recortada. Sonreía alzando a un niño, de unos tres años, de relucientes cabellos rubios y orbes azules rebosantes de inocente vida. Al lado de ellos, una mujer recostada en un árbol, observándoles con una ligera sonrisa en el rostro. Sus ojos, color miel y con forma de almendra, se ocultaban tras unas gafas con un fino marco negro. Su pelo, rubio como el del pequeño, recogido en una cola de caballo. Un cielo azul, perfectamente despejado, contrastaba con el verde del césped.
En la última, aparecían las mismas tres personas. El niño reía con las manos manchadas de nata, y la mujer señalaba la cara del hombre. Éste la tenía cubierta de la dulce crema blanca, y se mostraba dormido.
—Los niños son un asco— farfulló, dejando la foto en la cama sin ningún tipo de cuidado, dejando todo el contenido de la caja disperso por la colcha.
Todas las fotografías mostraban, sin excepción, a tres personas. Las tres personas eran siempre las mismas, quizá algo más envejecidas con el paso de los años que nos desgasta a todos. Pero solo llegaban hasta que el niño tenía, aproximadamente y guiándose por su aspecto en general, siete años.
Las dudas invadieron su mente, deseosas de resolver el puzzle. ¿Sería su nuevo compañero el hombre de la foto o el niño, o por el contrario iba a ser alguien que no aparecía?¿O sería el fotógrafo? Sin embargo, seguía sin estar emocionada por compartir habitación.
Su habitación.
Eso siempre había sonado genial. Suya, de nadie más. Su pequeño lugar en el mundo, cuatro paredes insignificantes en un planeta repleto de ellas. Pero era su lugar. Suyo y de nadie más.
Hasta que un chico nuevo había decidido que quería vivir en esa casa.
Tres horas quedó la casa sumida en un perfecto silencio; tan solo interrumpido de vez en cuando con el abrir y cerrar de la puerta de la entrada, dando paso a los nuevos habitantes, todos miembros de la, nombrada por ellos, Resistencia a los Asesinos (R.A.L.A.). Nadie se atrevía siquiera a hablar, dominados por una niebla opresiva de incomodidad que les envolvía completamente.
Sharon irrumpió en la habitación de Londres; no, de Londres no, de Londres y alguien más. La chica le miró con desprecio tiñendo cada milímetro de sus ojos, dedicando una sonrisa cínica al hombre.
—¿Vienes a decirme que Yolanda está bien?¡Oh, espera! Que eso ya lo sabía —comentó antes de que Sharon tuviese oportunidad siquiera de abrir la boca.
—No —contestó, justo después de haber respirado hondo—. Vengo a decirte que Yolanda acaba de llamar. La han trasladado al Hospital del Henares.
—¿Tan lejos?¿Es que ya habían reservado todas las habitaciones de los demás y han colgado el cartel de completo? —preguntó Londres, hablando como si se tratase de un hotel, pero con clara sorpresa.
El Hospital del Henares quedaba a una media hora de Gran Vía, y a veinte minutos desde la casa en la que residían.
—No estaba muy grave, el personal sanitario de la ambulancia creía que podría soportar el trayecto. Además, no querían atiborrar los hospitales más cercanos, queriendo que esos fuesen para los heridos en peligro serio de muerte. Hay muchos, Lon, y más prioritarios, al parecer, que nuestra Yolanda —explicó el hombre, resultándole difícil mantener la compostura; no solo por la seriedad del asunto, sino también por el creciente sarcasmo de la joven.
—Así que las vidas de los que tienen más posibilidades de salvarse, son menos importantes que las de aquellos que están en el filo del precipicio, debatiéndose entre si es el momento de abandonar el mundo o no —reflexionó, asintiendo con la cabeza mientras se expresaba y con el labio inferior sobre el superior, arrugando la piel de la barbilla.
—Cállate, prepárate y nos vamos —anunció él, después de resoplar, sin intención de discutir con la chica.
—¿Nos vamos? Dirás vas —corrigió, pues desde luego, por mucho que quisiese a Yolanda, no le daría a Sharon la satisfacción de ir.
—Nos vamos, sí. Estoy muy seguro de que me he expresado bien, y de que me has entendido a la perfección —Cuando vio que Londres tenía intención de replicar, para quejarse por la decisión tomada e inflexible, añadió—: Y no te quiero ver rechistar, no tienes tres años para montar un berrinche que sabes que no servirá de nada.
Media hora después, Londres —oculta tras una gorra negra con la palabra "Rebel" escrita por la parte posterior, unas gafas de sol de espejo y un pañuelo morado estampado con puntos negros como manchas de pintura— y Sharon ya habían puesto rumbo al hospital donde su compañera y amiga herida les aguardaba, Dios sabía en qué estado.
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