37. Tormento

Él se derrumbó prácticamente en mis brazos. Mi cuerpo se vio tumbado por él. Estábamos ahí, tirados completamente en el suelo. Oí su sollozo, la manera en que me abrazaba con tanta fuerza. Por mi mente se cruzó la conversación que tuve con su mamá. Para haber reaccionado de esta manera, debe ser que recordó algo. Sentía el pecho oprimido tras sentir sus temblores y la humedad de sus lágrimas recorriendo ligeramente mi pecho desnudo. 

Me limité solo a enredar mis dedos en su cabello y darle palmaditas en la espalda, en espera de que descargara todo lo que tenía retenido. No sé cuánto tiempo estuvimos allí, tirados, sollozando juntos y consolándonos porque sí, también me quebré, porque podía percibir su dolor, su tristeza, su miedo. No me sentía bien escuchándolo así. Me dolía mucho el alma, el corazón. 

Jamás había llorado por alguien y con esto solo compruebo una vez más de que lo que siento por él es genuino, que estoy perdidamente enamorado y que amo con locura a este hombre. Quisiera protegerlo de todo, incluso de esos malos recuerdos que lo atormentan. Me siento tan impotente al no poder hacer nada. En que por más que lo ame, solo debo ser testigo de su dolor y tristeza.

No sé con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero había dado por hecho que no iba a despegarme por nada del mundo de él. Tom me necesita, tanto como yo necesito de él. Su llanto fue cesando, aunque aún oía su respiración acelerada y suspiros. 

—Él no lo merecía— su voz se oía quebrada todavía, aún no levantaba la cabeza de mi pecho, pero su agarre fue más firme. 

¿Acaso piensa dejar salir todo eso? 

—Él era solo un niño. 

—¿De qué hablas, Tom? — me hice el desentendido. 

Guardó silencio por unos largos minutos que parecieron eternos, pero me mantuve sereno, dándole su tiempo, esperando que depositara la suficiente confianza en mí como para contarme lo que tanto le atormentaba. 

—Hace muchos años prometí y me prometí a mí mismo que no hablaría de esto. 

¿A quién le prometió guardar silencio? 

—Cuando tenía doce años fui secuestrado en la salida de mi colegio— hablaba pausado, como que le era sumamente difícil y le afectaba hablar sobre ello—. Nunca le he dicho esto a nadie, ni siquiera a Efraín, pero siento que si no lo hago voy a volverme loco. 

—Sabes que puedes confiar en mí. 

—Lo sé y lo hago, créeme. 

—Te creo, mi amor— peiné su cabello hacia atrás gentilmente. 

—Mi mejor amigo se llamaba Manuel. Estudiamos juntos desde primer grado. Más que un amigo, lo consideraba un hermano. Él estaba conmigo ese día. Recuerdo que nos encapucharon y nos ingresaron a una camioneta de vagón, lo supe porque nos obligaron a acostarnos en posición fetal, además de que la fresca brisa nos mantenía entumecidas las piernas. No sabíamos cuál era nuestro destino. Teníamos mucho miedo. El lugar al que nos llevaron era como un matadero. Era un edificio abandonado y oscuro. Estaba tan sucio, hediondo, grotesco, era terrorífico. No era difícil intuir que no éramos los únicos que habíamos pasado por allí, aunque desconocíamos la razón por la cual nos habían capturado, al menos en ese momento. 

Cada palabra le producía temblores incontrolables. 

—Nos tenían amarrados en el frío suelo, todo a nuestro alrededor estaba lleno de escombros, suciedad. Vimos a una mujer entrar a donde nos encontrábamos amarrados con cadenas en las manos y en las piernas. Me acuerdo de su rostro; era hermosa, sonaba como alguien simpática, dulce y amable, por lo que los dos pensamos que ella nos dejaría ir, pero todo fue una mentira. Esa mujer dio un cambio radical cuando se acercó a Manuel. Lo miró con odio y con tanto desprecio que, solo de recordarlo me causa pavor.  

Solo dejé que continuara desahogándose, a pesar de que cada palabra que articulaba me causaba escalofríos con el simple hecho de imaginar el miedo y la desesperación que sentían ambos estando en una situación como esa. 

—Su odio era solo contra Manuel. Ella le echó la culpa de que su papá terminó con ella con tal de que su hijo, en este caso él, no tuviera que enfrentarse a una separación entre él y su mamá. En ese momento fue que supe que era amante de ese señor. Fue por su culpa que le hicieron todo eso. Ella decía que su papá y su mamá debían sufrir y experimentar en carne propia lo que era perderlo todo. Y así lo hizo. Todavía recuerdo esa sonrisa tan maquiavélica, esas uñas postizas tan largas que marcaron el rostro y el cuerpo de Manuel, esa colonia barata regada por cada rincón de la habitación... 

Traje a mi mente lo que sucedió con Mariana. Él dijo que su perfume era repugnante. ¿Será que Mariana estaba usando un perfume que le trajo recuerdos de lo ocurrido? Eso explicaría muchas cosas. 

—Ella no estaba sola, habían dos hombres más que la acompañaban. Ellos fueron quienes siguieron al pie de la letra las órdenes que ella le dio. Había uno en particular que tenía un tatuaje detrás de la oreja en forma de un escorpión. Él tenía una maquinilla de afeitar recta y el otro tenía en sus manos un machete bastante largo. Le cortaron los párpados frente a mí, dijeron que lo hacían para que no pudiera perderse ni un detalle de lo que le harían a continuación. Ellos no tuvieron compasión de mutilarlo, de despedazarlo frente a mí y golpearlo hasta oír sus huesos crujir. No se detuvieron ni un instante, a pesar de sus ruegos, de su llanto y su dolor. Ella se veía emocionada con lo que estaba presenciando. No satisfecha con todo lo que le hicieron, arrojaron lo que quedaba de su cuerpo a mis pies. Hasta ese momento, pensaba que era el próximo, que harían lo mismo conmigo— casi no se le entendía lo que decía debido a su llanto—. Pero un tercer hombre entró, sacándola aparte. No sé qué le dijo, pero cuando ella regresó, le tomó prestada esa maquinilla y la acercó a mis ojos y luego a mi boca, me dijo que si me atrevería a decir una sola palabra de lo que vi, no solo me sacaría los ojos, sino que me cortaría la lengua. A mí no me hicieron absolutamente nada esa noche, solamente se divirtieron ensuciándome con la sangre de Manuel, como si no hubiera sido suficiente con todo lo que presencié. Lo último que recuerdo es cuando me dejaron tirado en un callejón y mis padres me encontraron. Mi boca quedó sellada. El miedo a que esa mujer viniera por mí, hizo que no me atreviera siquiera a pronunciar una sola palabra. Esa mujer me perseguía a todas partes. En mis sueños siempre aparece. Esa sonrisa puedo borrarla de mi cabeza, el llanto y los gritos de Manuel, su piel al ser mutilada, el olor de ese lugar, el de la sangre en todo mi cuerpo… Yo fui el verdadero culpable, porque dejé que el miedo me venciera y con tal de salvarme, no fui capaz de delatar a los culpables y así que él tuviera justicia. 

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