6
Si algo definía a Ramón era lo confiable que podía ser. Liliana ya lo suponía, lo había visto, pero recién descubría la esencia de su naturaleza en todo su esplendor: un lugar abrigador, ideal para reposar tras una larga jornada.
La espalda del joven, ancha y reconfortante, le ofreció un refugio inesperado, despertándole unas ganas irrefrenables de aferrarse a él. Rendida, dejó caer sus barreras y se apretó contra su cuerpo en cuanto lo tuvo cerca, igual que lo haría con una almohada blanda y familiar... intensamente agradable. Justo lo que necesitaba en ese momento.
Aunque el casco le impidió apoyar la cabeza sobre tanta tibieza, imaginó lo maravilloso que sería rozar su mejilla y escuchar el murmullo de su respiración directo en su oído.
Tampoco se había fijado antes en sus manos. Eran grandes, firmes y varoniles, perfectamente proporcionadas con la presencia a la que pertenecían. El pulso se le había acelerado al sentirlas en los hombros y aún no lograba recuperar el ritmo normal. Montando la motocicleta, fundida al causante, el olvido se volvió imposible.
No supo si eran los efectos del alcohol en sus venas, o él: Ramón, pero una necesidad ambiciosa comenzó a apoderarse de sus impulsos y de cada fibra sensibilizada de su piel.
Por segunda vez, culpó a la soledad.
Se creyó a salvo cuando el arranque de la moto enfrió de golpe la oleada de sensaciones que su cerebro luchaba por procesar.
Enseguida, un leve escalofrío la hizo estrechar todavía más el abrazo en torno a Ramón. Sentía que en cualquier momento saldría volando, así que, casi sin darse cuenta, capturó entre los dedos la gruesa tela de su sudadera negra. Al mismo tiempo, enredó los brazos en su torso; primero cerca de la cintura, luego subió unos centímetros en busca de una mejor sujeción. Por un instante, creyó notar que él se removía y le preocupó estar siendo descortés, pero la necesidad de sentirse segura aplastó cualquier duda.
Sin embargo, tras el temor inicial, provocado por el ligero tirón hacia atrás, se acostumbró fácil al balanceo y al empuje constante del viento. Entonces, el entusiasmo se abrió paso, llenándola de euforia. Liberó gritos divertidos y sintió el movimiento de la risa de Ramón, lo escuchó.
Él también estaba feliz y eso la colmó de dicha.
En unos minutos, llegaron a la casa donde debían entregar el pedido. Primero bajó ella, luego él.
—¿Te asustaste? —le preguntó el joven, luego de levantarse la visera, pese a que ella intuía que sabía la respuesta.
Lo imitó y descubrió sus ojos, con el pecho rebosante de lo más hermoso que había sentido en mucho tiempo.
Ambos se sonreían con miradas que revelaban secretos que las bocas jamás confesarían. Al menos, así era para Liliana, y por un instante, le pareció que Ramón se encontraba en la misma situación.
—Para nada. ¡Me encantó! ¿No me oíste? —preguntó sin dejar de sonreír—. Creí que te dejaría sordo.
—No, no gritas tan fuerte. No le ganas a mi jefa. —Él también reía, aunque se puso serio por un segundo—. Te ves feliz.
—Lo estoy. Gracias, Ramón.
—Solo te llevaré a tu casa —acotó, bajando la vista ligeramente.
—No, estás haciendo mucho más... Pero ya entrega el pedido, esa gente debe estar muerta de hambre.
Él asintió con un leve movimiento de cabeza. En un segundo, le quitó la carga de la espalda con una delicadeza que le sembró cosquilleos en la columna vertebral, así que prefirió quedarse quieta mientras Ramón colocaba la mochila en la parrilla de la moto para sacar el pedido.
Liliana siguió cada movimiento del joven; admirándolo en todos los sentidos. Que hubiera ocupado el lugar de su padre, cuidando de su familia, ya era algo enorme. Pero que, además, se condujera siempre con amabilidad y dispuesto a ayudar, hablaba del gran hombre que era. Le recordaba a su propio padre. A un hombre así debió entregarle el corazón; pero era una tonta.
No podía dejar de pensarlo: había perdido la oportunidad de formar una bonita familia. En cambio, la mujer de quien Ramón se enamorará sería muy afortunada.
Ajeno a lo que estaba provocando, él se acercó a la puerta peatonal de la calle cerrada frente a la que estacionaron, en tanto ella permanecía en la entrada para los autos, junto a la moto.
Una y otra vez, lo vio llevar la mano al timbre de la casa número seis sin obtener respuesta. Luego, usó el celular para contactar a los habitantes. No lo logró y regresó sobre sus pasos, con un gesto inquieto.
—Ya te hice esperar mucho. Cinco minutos más y si no me devuelven la llamada: nos vamos.
—¿Irnos? ¿Cómo? ¿Y eso? —preguntó, señalando el paquete. A continuación, se quitó el casco, comenzaba a sentirse acalorada. Por fortuna, el aire fresco bajó rápido la temperatura.
Ramón desvió la mirada un instante cuando ella liberó su cabeza junto a los mechones de cabello que quedaron fuera de lugar y que acomodó con la palma derecha. Cuando él volvió a verla, lo hizo de manera esquiva. Aquello la intrigó, pero prefirió no darle mayor importancia.
—Ni modo, ya me pasó una vez que no me abrieron y no hay mucho qué hacerle. Es una privada de diez casas y no hay ni dónde dejarlo; no va a durar.
Liliana lo vio sin comprender.
—¿Vas a devolver la comida al bar?
Él negó.
—¿Te la quedas tú? —cuestionó, con un tono a reproche que no quiso usar; se le escapó entre los dientes.
—¿Qué más? ¿La tiro?
—No, claro que no. Pero... Es de alguien.
—¿Y qué hago?
Un pico de tensión se hizo presente en él. Aunque su voz reflejaba más agobio que enfado, igual la mortificó: estaba siendo muy entrometida con quién la había ayudado.
—Lo siento, tienes razón. Es tu trabajo, tú sabes cómo hacerlo. No quise molestarte.
—No, no... Tú no... —declaró, moviendo la mano libre delante para reafirmar sus palabras—. No me molestaste. Lily, es que...
—Ya sé.
—¿Ya sabes?
—Permíteme ver —pidió, examinando el paquete en las manos de él, en busca de la nota.
Al hallarla, la leyó. A continuación, rebuscó en la bolsa que llevaba bajo el brazo hasta dar con la libreta que cargaba desde hacía días. Arrancó una hoja y, con un par de pliegues, improvisó un sobre. Escribió una nota en el papel e introdujo un par de billetes, obtenidos de su cartera.
—¿Qué vas a hacer?
—Te voy a invitar a cenar —dijo, decidida. Lejos de aguardar una respuesta, fue hasta el buzón número seis de los diez que estaban en la reja y deslizó el sobre dentro—. Espero que no tarde en encontrarlo. Podemos enviarle un mensaje.
Cuando se giró, Ramón ya estaba detrás; estuvo a punto de toparse con él.
—¿Por qué hiciste eso? —Sus ojos eran distintos, confusos.
Lejos de amilanarse, Lily le sonrió, manteniendo la calma.
—No sé... Es lo que me gustaría que alguien hiciera si me pasara lo mismo. Tal vez el hombre que la pidió se quedó dormido tras estar trabajando todo el día. Imagina dormirte con hambre y despertar para darte cuenta de que tu propio cansancio te jugó en contra. Es tarde. Quizá tiene un trabajo muy pesado. O puede que sea un hombre mayor que no sabe usar muy bien las aplicaciones... Sería triste que se quede sin cena y sin el dinero que pagó para comer. Solo espero que no le haya pasado nada —agregó, pensativa.
Los ojos de Ramón se quedaron atrapados en los de ella y sus cejas se fruncieron ligeramente, en un gesto que le resultó difícil de interpretar. Como tampoco hablaba, le fue imposible descifrar qué pasaba por su mente.
—Te lo voy a pagar —soltó al fin, con una seriedad que no creyó encontrar en él.
—¿Estás molesto?
Negó, visiblemente incómodo.
—Ramón —dijo ella, viendo que de nuevo su mirada huía de ella—. Me estás haciendo un favor... al menos déjame hacer esto.
—No hice gran cosa. Ni te he podido llevar —cortó. A Liliana le pareció que en realidad no la escuchó—. Mejor vámonos. Capaz y este cabrón abre la puerta o me llama —afirmó, dando media vuelta rumbo a la moto.
Liliana lo siguió de cerca, a pesar de que, por cada paso de él, ella daba dos o tres.
—Ya te voy a llevar a tu casa.
Aquella reacción, como respuesta a un detalle sincero, la descorazonó. Bajó la vista con un vacío ramificándole dentro, antes de levantarla otra vez.
—Pero te dije que te estoy invitando a cenar.
—Es tu comida, tú la pagaste.
—¿Es en serio? ¿Te vas a enojar por eso? —exigió, parándose en seco.
—No, no estoy enojado —resopló él, con un desespero que le escurrió por el rostro. Finalmente, lo vio suspirar y quitarse el casco—. No te traje para que gastaras tu dinero en mí. Soy yo el que te debería invitar —declaró, mirando a cualquier parte que no era ella.
Otra vez la evadía.
Liliana agradeció su estatura, así pudo notar cada signo de expresión en el semblante masculino, no obstante, continuaba sin comprender en qué se había equivocado tanto.
Eduardo tenía razón: era una estúpida... Ese eco solo se silenciaba, sin dejar de repetirse.
—No quise hacerte sentir mal. Soy una tonta... Nunca hago nada bien.
—Ey, yo no dije eso. Lily... —Los hombros de Ramón decayeron, quizá tanto como los suyos—. No fue eso. Lo que pasa es que no quiero que pienses que soy un ratero. No lo soy. No soy una pinche rata.
—¡Nunca lo pensé!
—Pero lo que dijiste. No me quedo la comida que no es mía porque quiera.
—No, claro que no. Lo entiendo. Que torpe soy —se dijo a sí misma, cabizbaja.
Ramón acortó la distancia.
—No hiciste nada malo, es lo que hubiera hecho el Agustín. Pero, yo no puedo hacer lo mismo.
Cada centavo era oro para él, Liliana podía comprenderlo. Se obligó a sonreír para hacérselo saber.
—Lo sé, me aseguré de aclararlo en la nota. Pero si quieres le enviamos un mensaje, así nos aseguramos de que lo sepa.
Él le tendió el celular y Liliana escribió rápidamente «No pude entregar su pedido. Revise su buzón, por favor» y se lo regresó.
Ramón leyó, no se veía convencido, pero sí mucho más relajado.
—¿Qué le pusiste en la nota?
La sonrisa de Liliana volvió a iluminarse.
—No lo sabrás, a menos que aceptes cenar conmigo... lo que hay ahí. Es papa asada —dijo, señalando la bolsa que, en algún punto, él había dejado sobre la mochila—. Un compañero pidió en el bar y se veía buena.
—Pero solo es una.
—Es suficiente para los dos, créeme, y debes tener hambre. ¿A qué hora comiste?
—Poquito antes de las tres, cuando salí del taller.
—Eso es muchísimo —exclamó, preocupada.
—Ni tanto. ¿Tú si cenaste en el bar?
Esta vez fue ella quien desvió la mirada.
—Tu mamá me dijo que no comes bien —añadió él.
—Mi mamá es una chismosa. Sí como, solo que no lo ve. Casi ni nos vemos; nada más porque vivimos juntas. Ella está metida en el negocio todo el día, y yo en el trabajo.
—Igual se preocupa.
—Ya sé, y la adoro. Pero ¿sí vas a cenar conmigo? Vi un parque antes, creo que tenía mesas.
«Di que sí» rogó en silencio.
No quería estar con ningún hombre... pero sí anhelaba, con toda el alma, compartir más minutos de esa noche electrizante y que, a pesar de todo, estaba resultando casi mágica en compañía de Ramón.
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Una vez más: gracias por leer mis bellas amigas. Quería publicar este capítulo el 14 de febrero, por el día del amor y la amistad, pero ya no se pudo. Igual, quiero dedicárselo a una de las amigas que encontré en Wattpad y que más quiero y admiro; una fabulosa escritora e ilustradora.
Muchas gracias por tu amistad, Cyn. Eres genial.
Por otro lado, sigo con esta pequeña gran interacción entre estos dos, es que quiero dejar un punto claro, espero estarlo logrando. Si no, espero que al menos sea entretenido.
Un abrazo enorme, las quiero.
Puse rolita para amenizar, no sé por qué, pero la escucho y pienso en Lily y Ramón.
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