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—¡Ya vámonos, María Esther!
La voz profunda y envolvente de Ramón, con una vibración rasposa que la hacía inconfundible, resonó por la austera cocina y la sala, ambas dispuestas en un único espacio compartido.
El joven resopló, exasperado, al no obtener respuesta, y su vista deambuló alrededor; era su hogar y lo conocía de pies a cabeza, pero inspeccionarlo antes de salir le hacía sentir que contaba con un poco de control.
Una ventana con cortinas de tela liviana dejaba entrar la luz del sol matutino, iluminando los rincones.
Los muebles eran básicos, pero funcionales. Una mesa rectangular de madera laminada, con los bordes desgastados por el tiempo, se encontraba rodeada de cuatro sillas tubulares cuyas patas cromadas habían perdido parte de su brillo. El tapizado de las sillas mostraba signos de mucho uso, con bordes deshilachados por doquier. A un lado, un sofá gris, ocupaba el rincón más soleado de la sala con una mesita de centro delante.
Las paredes y sus pocas manchas, junto a la loseta clara del suelo, lucían igual de avejentadas que lo demás.
A pesar de la simpleza, todo había sido limpiado y ordenado con esmero, formando un hogar acogedor.
Ramón inhaló profundo, como si sorbiera sus anhelos.
La suya era una casa pequeña, solo contaba con dos habitaciones, aparte del área común. En una, dormían su mamá y su hermana. En la otra, él junto a sus dos hermanos; apretados y con nula privacidad. Por eso, uno de sus planes, tras titularse y conseguir un empleo mejor remunerado, era alquilar una vivienda con mayor espacio... o hasta comprarla, todo era posible, y en eso tenía puestas sus esperanzas.
No obstante, no haría nada si no podía ni conseguir que su hermana saliera de la casa.
Iban diez minutos más tarde de lo habitual. El retraso le costaría caro, considerando que debía llevar a sus dos hermanos menores a la preparatoria antes de dirigirse a la universidad. Había terminado sus clases el semestre anterior, pero aún le faltaban los trámites necesarios para dar el siguiente paso: sus ansiadas prácticas profesionales.
Moría de ganas de conseguir colocarse en una empresa donde le pagaran un poco mejor de lo que ganaba como ayudante de mecánico, además, estaba aburrido del mismo oficio; siete años eran un límite justo para saber que no quería seguir ahí toda su vida.
—No vamos a llegar —exclamó Maximiliano, el menor de sus hermanos—. Mejor nos hubiéramos ido en autobús. Así no tenías que desviarte a dejarnos.
El adolescente aguardaba afuera con la mochila a su espalda y una expresión tranquila, a un lado de la motocicleta que servía de transporte familiar. Su tono, sereno e imperturbable, apaciguó las agitadas pulsaciones de Ramón.
—Menos iban a llegar: María Esther no la pone fácil —explicó, bajando el volumen de su voz.
—Es porque se confío. Cuando no estás no es así.
Y Ramón no lo dudaba, con su hermana se entendía cada vez menos.
En cambio, Max le inspiraba un profundo afecto; no solo por quien era, sino también por parecerse a su padre. Esos hoyuelos que se formaban en sus mejillas morenas al sonreír, la inclinación de la cabeza cuando algo le interesaba, incluso la forma en que cruzaba los brazos, eran un eco vivo de aquel hombre que tanto había marcado su vida. Aquella semejanza, más que cualquier otra característica, lo hacía especial y lo convertía, casi sin querer, en su hermano favorito.
A un paso del enfado, llamó otra vez a María Esther desde la puerta principal, abierta de par en par.
—¡Ya voy! —gritó la joven, y bastaron unos segundos para que apareciera por la puerta del baño.
Ramón le dedicó una mirada severa y la instó con señas a apurarse.
—Vamos a llegar tarde nada más porque no te mueves. ¿Y por qué vas tan pintada? —inquirió, cuando la adolescente salió de la casa, esquivándolo.
A continuación, cerró la puerta de un golpe, ofendido por la poca seriedad que su hermana otorgó a su cuestionamiento.
—Solo es labial y delineador. Ya no voy a la secundaria para que me estés cuidando eso —remarcó ella, acercándose a Max—. Ándale, ¿no que tienes mucho apuro?
—Apuro el que deberías tener tú, eres la que va a clases. Y mejor que no andes con novios, ¿eh? Vas a estudiar —replicó Ramón.
María Esther chasqueó con la lengua y apartó la mirada, su notable desdén incrementó la molestia de su hermano mayor.
—¡Pónganse el casco! —exigió él, alzando la voz y montándose en la moto, luego de hacer lo mismo que pedía.
Ambos obedecieron y subieron.
Fue hasta ese momento que Ramón arrancó el motor. María Esther se abrazó a su cintura con fuerza. Mientras tanto, Max, sentado detrás y aferrado con ambas manos a la parrilla trasera, mantenía el equilibrio con naturalidad, acostumbrado ya a los viajes en la moto familiar.
Por fortuna, la Italika FT150 podía meterse entre los autos con facilidad. Era una irresponsabilidad de la que Ramón estaba consciente, pero el apremio disipaba el remordimiento y ganaba muchas veces a la prudencia. Rápidamente, se abrió camino entre las filas de tráfico vehicular tan comunes en su ciudad.
Llegaron a la puerta de la preparatoria justo a tiempo para que Max mantuviera su registro de puntualidad y María Esther bajara de la motocicleta como una pequeña diva.
Ramón bufó al observar como un grupo de muchachos admiraba cada uno de los movimientos femeninos, tan llamativos que lo hicieron desear obligarla a quedarse quieta. Él había señalado el maquillaje, pero no estaba de acuerdo con nada en el aspecto de su hermana. Las curvas de su cadera destacaban en el pantalón entallado y una blusa negra definía sus pechos firmes sin necesidad de mostrar piel. Siendo hombre también, podía imaginar lo que la estampa adolescente de María Esther causaba en sus congéneres.
—A estudiar —le recordó, una vez que ella extendió la mano en su dirección, pidiéndole dinero. Él se lo dio a regañadientes y sacó otro billete de cincuenta pesos para Max—. No te quiero ver con ninguno de esos güeyes.
—¡Ridículo! Ni que fueras mi papá. Ni mi mamá da tanta lata como tú —protestó ella y, antes de que pudiera reprenderla, la vio entrar al centro escolar con paso acelerado.
Max se quedó un instante y lo miró con una risita socarrona.
—Ya ni le digas, más lo va a hacer.
—Tú también: ya metete.
El adolescente volvió a reír, aunque en su burla se notaba el cariño, y desapareció en el mismo río de estudiantes que se llevó a María Esther.
Ramón agitó la cabeza. La falta de consideración de la muchacha era capaz de llevarlo al límite. Sabía bien que no era su papá, y que jamás ocuparía su lugar; era demasiado grande y había dejado un hueco enorme, no solo en la economía familiar, sino también en las almas de todos ellos. Él nunca sería, ni remotamente, parecido. Aun así, intentaba con todas sus fuerzas ser un apoyo.
Llevaba años haciéndolo.
Se fue de ahí para continuar su día, pasando el conflictivo momento como un trago amargo cuyo efecto se disipaba rápido; ya estaba acostumbrado a los embistes de impotencia que significaba cuidar de los suyos. Al final, los desplantes de María Esther se habían vuelto cotidianos en los últimos dos años, y ni siquiera era ella quien hacía emerger sus peores sentimientos; de sus hermanos, otro era el que se llevaba ese puesto.
A la universidad arribó faltando cinco minutos para la cita que tenía en el departamento de vinculación. Sus pasos largos ayudaron a acortar la distancia entre el amplio y abierto estacionamiento, donde dejó su motocicleta, y el lugar al que se dirigía.
Solía ser muy cuidadoso con la puntualidad, con todo su comportamiento en aquella institución educativa donde un giro afortunado del destino le permitió estudiar.
Pero la suerte no evitó que cada año que estuvo ahí se sintiera ajeno. Para empezar, la ropa que usaba era abismalmente distinta a la de los otros estudiantes, ni qué decir del lenguaje con el que llegó ahí y el resto: los autos de lujo, los celulares de alta gama, las computadoras portátiles. Si bien no todos eran hijos de familias ricas, casi nadie vivía circunstancias similares a las suyas. Los detalles no hacían más que acentuar esas diferencias.
Las aulas con su mobiliario de primera calidad; los jardines con su césped verde y cuidado; cada edificio custodiado por árboles frondosos que brindaban sombra y cobijo en los días más calurosos de agosto y septiembre. Eran tan opuestos al sitio del que provenía, que lo hacían desentonar todavía más.
Por eso se había concentrado en estudiar y cumplir con su compromiso. Y ahí estaba, a punto de no volver a pisar el campus de poder evitarlo.
La encargada del departamento fue muy amable, al igual que los demás. Le prometió comunicarse a la menor brevedad con una propuesta para sus prácticas. Él sabía que su trato se debía más a quién lo respaldaba que a sus propios méritos, pero lo agradecía de todas formas.
Salió del edificio sintiéndose en parte liberado de un asunto importante, y retomó el camino a su rutina habitual.
Había avanzado unos cuantos metros cuando alguien gritó su nombre. El llamado lo hizo detenerse en el acto y sonreír al tiempo que buscaba a la persona, una que reconoció antes de chocar su mirada con la de ella.
—¡Hola! —saludó la dueña de la voz. Abigail, una compañera con la que había compartido varias clases—. ¿Qué haces aquí? Pensé que ya no tenías clases.
La joven se posicionó frente a él y plantó, con total naturalidad, un beso en su mejilla. Ramón tuvo que inclinarse para recibirlo, y un leve calor le subió a la cara.
—Hola. Pues, vine a vinculación, hoy tenía la cita. Pero ya me voy.
—Ah, ¿Y tienes que irte ya? Voy a la cafetería a desayunar algo. Si quieres acompañarme...
Ramón quería, más que cualquier otra cosa en ese segundo; no solo era lo que más le hubiera gustado para despedirse de la universidad, sino también un escenario con el que había fantaseado desde que conoció a la joven. Por eso, se odió por lo que respondió a tan tentadora invitación:
—No puedo. Es que voy a trabajar, nada más me dieron permiso para venir rápido.
—Que pena. —Abigail suspiró con notable decaimiento.
Quiso interpretarla: ¿estaba triste? ¿Acaso era porque él no podía acompañarla? De inmediato, descartó esa posibilidad. ¿Cómo podría una de las muchachas más bonitas del campus estar triste por eso?
Sin embargo, verla le dio ánimo, un impulso que también se encargó de apagar.
Otro la habría invitado a salir, subiéndose al tren de su interés. Seguro era lo que ella esperaba. Él habría estado feliz de hacerlo, pero unos hilos invisibles se lo impidieron.
—Nos vemos luego —dijo, a modo de despedida, aunque sabía bien que difícilmente volvería a tener esa oportunidad de convivir con ella.
—Ramón.
—¿Sí? —preguntó, intrigado por el nuevo llamado.
—¿Te caigo mal?
Su rostro fue más rápido que su mente. Frunció el entrecejo y abrió la boca sin que saliera ninguna palabra. La pregunta lo desarmó y solo pudo soltar una risa nerviosa. Aquella duda inesperada lo dejó tambaleando.
—¿Eh? ¡No! Claro que no, ¿por... por qué dices eso?
Abigail sonrió, con los ojos incapaces de mirarlo directo. Le pareció que, como él, transitaba un momento incómodo.
—Porque solo conmigo hablas poco.
—¿Qué hablo poco? No, no es eso, es que voy rápido.
—No me refiero a hoy, sino a siempre. Con todos te he visto platicar... mucho. Pero si yo me acerco: te quedas callado. Me parece muy extraño. —Sus labios se curvaron hacia arriba en una mueca irónica—. Igual no importa. Nos vemos.
Ella retomó el rumbo hacia la cafetería, y él se quedó ahí por un largo instante, hasta que su propia cabeza lo obligó a reaccionar: no podía dejar que se fuera con esa idea tan equivocada.
Giró sobre su eje, dispuesto a alcanzarla, pero entonces el celular en su pantalón comenzó a sonar. Atendió la llamada con prisa.
—¿Ya mero vienes, güey?
El reclamo lo detuvo en seco. Era Agustín, su jefe en el taller mecánico, y escucharlo fue como un baldazo de agua helada; le recordó que había cosas más importantes que atender.
—Sí, ya voy.
Tras despedirse, retomó su primer destino, el que había interrumpido su breve encuentro con Abigail.
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Hola gente bonita, hoy tocaba ver qué había sido de Ramón. Espero que el capítulo haya sido entretenido, a mí, por alguna razón, me gustó mucho. Será que este chico también se ganó un lugar en mi corazón.
Un abrazo y que tengan un hermoso jueves.
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