Capítulo 5: Tomar una decisión
Un conjunto de reacciones pasan en mí, todas negadas a comprender la verdad. Porque no es posible que sucedan estas barbaridades.
La ira de que me obliguen a hacer lo que no quiero, la confusión que no se va, los síntomas de que mi cabeza va a hacer erupción, todo se concentra, se saborea en mi boca, me asquea y sorprende a partes similares. Francamente no esperaba encontrar una solución fácil, sin embargo que se volteen en mi contra...
Necesitaba calmarme, respirar profundo y pensar bien. La cara me ardía como si se prendiera en fiebre.
—Tener cuentas pendientes no es bueno para las conciencias.
De lo profundo de mi obstinación vino una sonrisa sin sentimiento.
—Me está amenazando.
—No, en absoluto. —Ve a una de las paredes, que más bien eran ventanas cubiertas por persianas—. Velo como una inversión a futuro, y consúltalo con la almohada. Si lo consideras lo suficiente verás que no...
—Está muy desubicado —digo dando por terminada esta junta inútil. Lo miré, estando más alta ya que seguía sentado. Él, al verme, me entregó una pequeña sonrisa—. No se extrañe que no sepa de mí, como no sé de usted. Con permiso.
—No se moleste —dijo, deteniendo unos segundos mis pasos. No había llegado lejos y le miré de reojo al voltear parcialmente mi cara—. Por favor, siéntese y escuche el porque le digo que no tiene alternativa. Lamento si la ofendí.
Él no luce como quien lo lamenta. En realidad, todo lo contrario. No sé cómo he de lucir, lo que sí sé es que el señor frente a mí necesita serias clases de conformismo y templanza para tolerarlo.
Regresé en mis pasos y concedí a tomar asiento.
—Es un testamento rebuscado. El abuelo hacía ese tipo de cosas para salirse con la suya, creyendo que llevaba la razón.
—Sé bien cómo era Estéfano, señor Manriqueña —dije lo más calmada que me fue tolerable ser cuando siento que me coaccionan—. El problema entre nosotros no radica en sus deseos, sino en que usted está dando por hecho que está bien hacer lo que dice un pedazo de papel para complacer a... a un ser amado, sí, pero que ya no está. ¿Por qué tendría que acceder a un deseo que viene por un arranque de otro?
—¿De otro? —duda mi interlocutor.
Bufé, sintiendo la vergüenza y las consecuencias de mis palabras mal interpretadas hace mucho.
—Yo le pedí que me encontrara un pretendiente. No imaginé jamás que me lo concedería y es algo dulce de su parte, como también tonto.
Leitan Manriqueña se echó a reír.
Insisto: no entiende lo que significa ser discreto.
—¿Y cree que él en su afán por encontrarle novio la puso en su testamento? —Su mueca que me reprobaba no causó nada en mí, salvó curiosidad—. No habría ido tan lejos. Era astuto.
Agité mi mano restando importancia a lo que es o fuera el abuelo.
—A todas estas no lo veo mover el cielo, el mar y la tierra por evitar una boda, señor. ¿O acaso quiere casarse conmigo?
Mi pregunta retórica no esperaba respuestas. Pero el señor, aquí presente, aún así me la concedió:
—No veo porque no.
La reacción de mi cuerpo fue inmediata. Estaba en pie en un santiamén y salía de allí para salvaguardar mi temperamento.
La muchacha persiguió mis pasos hasta el ascensor con el mismo empeño de mi llegada, incluida la recepcionista, en mi partida. Ni porque me diesen una mesa de postres, olvidaría lo que sucedió.
Lo fuera de mí que sigo estando. La molestia que nubla mis ojos y lo hacen aguar, cansados de tanto llorar.
—Mony —dijo Elias tocando mi hombro, de camino al apartamento de Presley en un taxi—. ¿Te insultó, te humilló?
—Habla ya —exigió Eliseo sentado adelante.
Había sufrido el peor insulto que me han dado: insinuar que no me importen los demás y que soy una interesada.
—Dese prisa, por favor —le urjo al taxista.
Los gemelos no tenían paciencia y yo menos. Si les contaba lo que pasó eran capaces de ir a por la cabeza de Leitan Manriqueña y hacerse un festín con ella. Y no es la solución eficaz que quiero propiciar.
Con la cabeza fría, se piensa mejor.
¡Necesito meter mi cabeza en un cubo con hielo!
—Espero que lo que estés haciendo no nos caiga mal —Elias se resintió, alejándose de mí.
Yo también, con todas mis ganas.
Esperaba que mantenerlos lejos por el momento y hablar con Presley fuese suficiente para, entre nosotras, encontrar un punto medio que no me haga enloquecer. Me senté en la sala del apartamento y le relaté lo que podía recordar. El comienzo de una charla que tuvo el descaro de ser amigable, con expectativas a un buen y lindo final, pero de intermedios extraños, cargas emocionales que no son mías, alegatos justos disfrazados de lógicos y una amenaza implícita, en pleno final. O más bien, el final que interrumpí por miedo.
Tuve miedo a ser persuadida.
Ver y oír tanta decisión y firmeza en una persona, pueden hacer dudar la tuya, si no es lo suficientemente sólida. Sólo podría atribuirla a alguien que no se deja mover por lo que sea, o de un muy buen actor. Y con lo poco o nada que lo conozco, mi única conclusión es la segunda.
Presley escuchó, sin hacer moción alguna. Sentada, como una buena oyente que está analizando. Pero no duraría mucho.
—Fresita, no lo tomes a mal... —Le mandé una mirada cansina. Encogió sus hombros, cediendo—. ¿Por qué no aceptas lo que te dio el abuelo? Lo hizo con cariño, recordando lo que has decidido olvidar y aun no entiendo porqué eres rastrera contigo. ¿Es una tortura imaginarte casada? —Hace una pausa. No tengo nada para decirle, lo sabe y es lo que la hace proseguir—. No lo harás mañana mismo, tienes un plazo de año y medio. ¿Estás cerrada a ver a otros ojos, como mirabas a Miguel? Él no está, tu sí y eres tan buena como cualquier mujer casadera. ¡No me hagas golpearte, que pierdas la memoria y te inyecte otra!
En medio de la presión que siento, pudo anteponerse la risa. La mía y la de ella.
—Estoy hablando en serio —dijo entre risas.
—Ya sé, tonta —abracé mis piernas, recostando la barbilla en una rodilla—. Me encantaría cumplir nuestro sueño.
—Si fuese tu tomaría lo que dijo ese tal Leitan como un piropo. Te ofreció conocerlo —enumeró con los dedos—, y te ofreció tener una vida nueva.
—Ya tengo una vida nueva. Una que me costó hacer y no quiero dejar. Y no fue un ofrecimiento, fue una amenaza.
—¿Te debo llamar doña conformista? —canta en un tono algo irritante—, ¿por qué permanecer en una zona de confort que te queda pequeña? Y no hablo de la laboral solamente.
—Le estas dando vueltas y vueltas.
—¡No! ¡Tu le das vueltas, Monilley! —gimotea, tomando el cojín en sus piernas y aventándolo en mi cabeza—. Lo único que has perdido estos años han sido oportunidades, y ahora que tienes una, gratis, no la quieres. ¿Dónde está la Monilley que se atrevía, que aceptaba desafíos, que poca importancia le daba al proceso? No eres la misma, vale, pero no es excusa para confinarte a una vida de celibato.
—No puedo ser distinta, Pres —digo rendida—. Aquí —toqué mi pecho—, sigue habiendo agujeros.
Baja sus hombros y abre los brazos desde su sillón hasta el sofá, cubriéndome con ellos. Relajé mi cuerpo, abrazándola también y recibiendo las caricias en mi pelo que prometen hacerme dormir.
—Quisiera decirte que no importa lo que decidas, siempre te apoyaré —susurró sobre mi cabeza—. Pero no lo haré esta vez. De nosotras, yo soy la chica egoísta y debo seguirlo siendo, y tu debes ser la linda chica que hace lo correcto pero en este caso se beneficia, porque Dios, ya es hora.
*
Tener que molestar a un tercero para comunicarte con alguien me sonaba a estar en kinder, pero las opciones últimamente son uno de los lujos que pocos presumen; no hay que quejarse tanto.
Bustamante tiene su propia oficina en un bonito y pintoresco lugar, para ser sincera, excesivamente claro, tomando en cuenta que en casi toda la calle se tratan asuntos legales. Casi, casi, una broma de mal gusto. Le avisé que estaba al llegar y que la prisa en ello es importante puesto que regresaba a mi hogar. Él, toda cordialidad, arregló su agenda para atenderme.
Estar en el mismo espacio que él no me molestaba; he de admitir que se redimió del primer día al ser como un escudero, pero no sucede así con Leitan Manriqueña. Ayer volví a ser grosera, y no me disculpaba, mis principios de auto protección no aceptarían ser otros. No, no pueden. Y él no tiene la culpa.
Recibí el gafete de visitante, lo acomodé en la solapa del bleiser y aguanté el incómodo sentir en el ascensor; éramos muchos, juntos cual sardinas, sin querer ceder espacio. Mis prisas no lo valen.
—Buenos días.
Justo a tiempo, vi mi reloj y faltaban veinte minutos para la hora original de la cita.
—Buenos días, señor Manriqueña.
Disimula muy bien la risa pasado la mano por encima de su barbilla, pasando de una a la otra un portafolios.
—No sé cuál es el empeño en la formalidad. ¿Quieres que te autorice a llamarme por mi nombre?
—No, no quiero.
—¿Y qué quieres? Porque algo has de querer.
Por ahora, no verlo hasta que sea estrictamente necesario. Pero me gusta guardarme cosas para mí.
—Prefieres hacerte la muda. —Me imita esperando de frente a que venga uno de los tres ascensores.
El segundo ascensor llegó y con él quienes salen por los costados. Entramos juntos, quedando en medio. Pulse el botón del piso y el tic del reloj contaba su quinta vez cuando el celular vibra en mi bolsillo. Era Elias, confirmando que me espera en el aeropuerto y que su gemelo con mi hermano prefirieron irse en el avión de temprano.
—¿Estás muy ocupada? —preguntan a mi lado, con cautela. Le hago una señal, negando estarlo—. Porque si lo estás podríamos...
—No lo pospondremos, señor. Hablaremos hoy.
En el piso de la oficina, Sergio Bustamante nos esperaba y presidió el camino a tomar.
—Me dijo que sería rápido, señorita Denver —empezó Sergio y nos acercó a ambos los papeles a firmar—. La escuchamos.
—Voy a ignorar muchas cosas que han venido sucediendo, señor Sergio —dijo en claro para que conste que no ha pasado arriba de mí los desplantes y las insinuaciones. Hace bien en apenarse. Con una mejor disposición, explico—: porque no poseo el tiempo que me gustaría y me esperan para tomar un avión. Volveré a mi casa, aunque se pensase lo contrario. Sé lo que implica, y por esa razón, quiero dejar constancia de que me iré para pensar y al saber lo que quiero, decidir qué hacer con lo que dejo, allá o aquí.
—Tú no puedes irte —dice Leitan, envalentonado—. No sin estar seguros de que volverás.
Me fijé en él por un momento. En otras instancias, me habría reído de que parece aferrarse a mí sin conocerme de nada.
—No estoy diciendo que volveré, señor Manriqueña —dejo establecido—. Estoy dando la cara, que es más de lo que planeaba hacer esta mañana en que me iba por consideración de mi abuelo. Dejó algo suyo para mí y lo respeto.
—No pareces respetarlo cuidadosamente, como alardeas hacer.
Respiré pesadamente, cruzando mis piernas y volteando el rostro hacia él.
—¿Quiere que ahora mismo le dé una respuesta? —Con altanería, le sugerí—. No tiente a su suerte, señor.
Sonrió, midiendo mi mismo nivel de altanería.
—Mi suerte está echada, señorita Denver.
Sonreí al señor Bustamante.
—Si puede enviarme una copia, se lo agradecería...
—No lo hará —rebatió el señorito que no guarda las formas ni el silencio—. Está más que dicho. Tómese su tiempo, y que tenga buen viaje.
No comprendía ese juego de pasarse a hablarme de tu a usted fácilmente. Pero bien. Había cedido. Es mas de lo que imaginé que pasaría.
De modo sospechoso, refirió de sí mismo una reunión importantísima y nos abandonó cuando esta reunión no había finalizado. Que hombre difuso. Si la que tenía más prisas soy yo.
—Muchas gracias por todo —digo afablemente al señor Sergio, despidiéndome.
—Él no se equivocó al describirla —me dio unas confortables palmadas al dorso de mi mano, atrayéndome a escucharlo susurrar—. Y yo tampoco me equivoco. Seguro, como que se va, que volverá.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top