Capítulo 4: Un trato no equitativo
Decir.
¿Qué se puede decir?
Yo no tengo palabras.
—¿Nena? —pregunta Presley, siendo lo primero que veo al dar un paso fuera del despacho—. No te ves bien.
—Estará bien —dicen a mi lado. Ella lo ve de reojo, pero de la nada me abandona y se pone frente suyo, arqueando una ceja.
—¿Quién eres, si se puede saber?
Sostengo el codo de mi muy directa amiga para irnos.
—Nos vamos —caminé con ella—. Necesito llamar a Owen.
—Lo llamé mientras esperaba —dijo como si la cosa no fuese con ella, volviendo a ver detrás nuestro—. Es sorprendente. Asombroso. Maravilloso.
No podía estar más de acuerdo, si quitamos el último carácter.
—¿Y el chófer que nos trajo? —Doña quejas vino a hablar—. Es de mala educación decir que harás alguna cosa y no hacerla, peor si tratas con desconocidos, ¿no crees?
El largo recorrido hasta las afueras de la propiedad sirvieron para darme tiempo de ordenar mis ideas de lo que haré a continuación. El que nos escolten o no, no es relevante.
—No tiene importancia, Presley.
—Dime cómo te trató ese hombre —exigió y cruzó nuestros brazos, caminando en zandacas—. No le dirigiste una mirada.
Un automóvil aparcó a un lado de las columnas que adornan el inicio en asfalto del camino vehicular a la casa. Owen, enfundado en una gabardina gris y pantalones verdes nos abrió la puerta, inspeccionando nuestras caras y vestidos.
—Hablabas en serio con lo de la fiesta.
—No es día de los inocentes —sonríe Presley, entrando primera. Owen aprovecha de cerrar la puerta y poner el seguro.
—Promete que no guardarás silencio, Monilley Sofía. —Elevé mis ojos, atendiendo a su reclamo sin fundamento—. Si hay algo, lo que sea, que te inquiete nos lo dirás.
Le di un golpe de macho en el brazo con mi palma.
—Tranquilo, hombre. Lo sabrán.
Owen por una vez no me invadió a preguntas. Condujo serio, siendo al contrario de mi petición de tomárselo con calma, y soportando que Presley habla por los codos si está nerviosa.
En el cuarto de hotel en que se hospedan los muchachos, pedimos comida a decir basta, tanto para ellos como para nosotras. No supe el apetito que tenía hasta que me vi robando de las papas extras de los gemelos. Es probable que drenara energía y esta es la vía en que la recupero. O mas o menos, porque si seguía en estas, me daría indigestión.
—Más despacio, Fantasía —dijo Eliseo sirviendo de las papas en la bolsa directo a mi plato y sobres de salsa. Le sonrío con la boca llena y me responde, burlón—. ¿No las alimentaron?
—Sí, pero tengo hambre.
—Y no es para menos —gruñe Elias, sentado en el sofá frente a la tv que ninguno ha tocado—. ¿Ese señor no jugaba golf o ajedrez? Porque un juego tiene mas lógica que esto.
—No era un hombre sin oficio —digo y bebo un trago de gaseosa de uva—. Si puso esa cláusula, ha de haber un motivo.
—Gastarte una broma —opina Owen sentado a mi lado en el comedor—. No decías que disfrutaba los dramas. ¿Qué mejor broma que un drama familiar donde tu seas quien tenga la última palabra? Hasta puede ser divertido.
—Te olvidas de que existe el otro —remembra Eliseo—. Que no me simpatiza, lo siento.
—No lo conoces.
—Tú tampoco. Ni siquiera lo conoce ella, como se diga conocer. ¿Y se va a casar con él para satisfacer caprichos?
—Los que viven bien no pueden vivir diferente —dice mi hermano con aire despejado—. Mira a mi madre. Es la persona más fatua que he conocido y lo será hasta su muerte, pegada como parásito a mi abuelo porque no vio vida con mi papá. ¿Esperarías distinción con estas personas?
—Si son un poco como mi abuelo Estéfano —hablo con seguridad—, sí.
Los cuatro me voltean a ver. Aprovecho para aclarar mi lado en esto.
—No se debe criticar a quien no se conoce, igualmente defender. El beneficio de la duda está ahí, para el que lo quiera —Suspiro, entendiendo que debo explicarme—. No digo que Owen no tenga razón, un estilo de vida es difícil de cambiar y no quiero dejarles sin nada, pero no estoy dispuesta a ofrecer mi libertad por quienes no siento el más mínimo apego. Habiendo dicho esto, creo tener una decisión tomada.
—Tu dirás —fue Presley quien me dio el pase.
—Tengo que hablar con ese hombre. —Pensando en aquella lectura extraña, acoto—: todo pasó tan a prisa que no le di oportunidad de presentarse. También quiero ofrecer disculpas.
*
Los gemelos impusieron escoltarme hasta la dirección que me dio Sergio Bustamante y, con todo lo que me provoca esta situación, acepté sin quejas.
Estaba decidida a acabar de buena y civilizada manera este embrollo. No tenemos que salir heridos, ni cometer errores contraproducentes. Somos seres pensantes, que pueden dialogar y llegar a un acuerdo. Lástima que el abuelo no lo viera así. ¿En qué estaba pensando? ¿No recordó el pasaso, no imaginó el futuro? O si lo hizo, estaba divariando. No hay sentido. No hay compresión.
—¿Seguro esperamos afuera? —preguntó Elias, dudando de mi resolución a entrar sola.
—Que sí. No quiero que piensen que realmente tengo guaruras.
—Así mejor, no nos presentamos —dijo Eliseo. Reí contenta por tenerlos y recibiendo un buen abrazo rompe ligamentos—. Ojos de halcón, Reina mía.
Queriendo confort, metí las manos en mi chaqueta de lana blanca y avancé en zapatos igual de blancos, de tacón tipo romanos; falda corta de mezclilla y blusa naranja con una pretina bajo los pechos. Me vi en el edificio al que ingresaría, completamente hecho de un tipo de material que devolvía el reflejo como un espejo. Su altitud sobrepasaba a varios que lo acompañaban, como en elegancia y porte de señorío. Y quien entra y sale, va de traje, en cualquier tono.
No voy precisamente a trabajar, así que está bien.
Una trajeada de moño alto rubio, prensado, ojos verdes y un teléfono inalámbrico me dio una sonrisa y una caída de ojos que no me pasó por alto.
—Buen día, ¿con quién desea que la comunique?
—El señor Manriqueña, por favor.
Rió apretando los labios y creí oír un «Y quién no».
—¿Disculpe?
—Si no tiene cita, no servirá que la haga pasar con su asistente. Verá —agrega, concienzuda, contando un secreto a voces—, es un hombre ocupado. No atiende a cualquiera.
Este es el justo momento en que me siento ofendida y le digo que soy la futura esposa del hombre ocupado, no una cualquiera. Sólo por diversión.
—Si no hay remedio —digo optando por la resignación.
La ofensa aumentó cuando agitó su mano y tocó su auricular, respondiendo un llamado.
El único que me explicaría si estoy en el sitio indicado a hablar con la persona correcta, era Bustamante.
—¿Se encuentra con él? —dijo él. Se escuchaba agitado.
—Lo llamo por eso, no lo estoy. Creí que le habían avisado de mi visita —Veo a las puertas, deseando estar afuera. Incómoda, por no decir más—. No quiero molestar, señor Bustamante.
—No molesta, y no se preocupe. Lo arreglaré. Usted no lo sabe, pero Estéfano no solo me encargó hacer cumplir sus deseos en lo referente a su testamento, también en lo que deseaba su corazón, y el que esté bien es una de mis prioridades.
Se lo agradecí con énfasis e hice como me solicitó con tantísima vergüenza: esperar.
Para fortuna de las mujeres con zapatos altos, hay un área de espera con dos sofás de cuero y una mesita de centro, similar a la estancia de un apartamento miniatura muy chic. En esta planta no hay entretenimiento para los curiosos. Una recepcionista, algunas personas de seguridad, una salita, un pasillo que da a los ascensores y un piso pulcro. Me instalé en uno de los sofás, respondiendo a los mensajes de mis gemelos si deben golpear cabezas y gritar groserías para sacarme, si los necesito.
—Le aseguro que no, señor. No fue mi intención... Lo que pasa es... Entiendo, y lo haré enseguida. No sucederá de nuevo... Sí, señor.
¿Está mal darme gusto que estén regañando a la señorita grosera? Pues si lo es, no me interesa. Bien merecido se lo tiene.
—¡Señorita!
En un brinco me puse en pie.
—No quería asustarla —dijo, dulcificando su voz. Usando otra, que no es de su autoría—. Puede pasar. La esperan, y disculpe por provocarle incomodidad al ser quien esperase.
—Eh... —toqué mi garganta instintiva, y tragué—. Gracias.
—Décimo quinto piso —avisó antes de meterme en el ascensor. Le mostré mi pulgar arriba.
Estén atentos. Olvidé cómo hacer negocios -envié a Elias y guardé bien mi móvil.
Reuní el valor que me trajo desde temprano, mis motivos para volver a mi verdadera casa, y di un paso en el piso quince. En este, una muchacha de abundantes rizos negros y de piel canela en un traje violeta pidió mi chaqueta y dio una carta de una basta gama de bebidas. Hasta que no acepté agua en temperatura ambiente, no desistió en agasajarme, innecesariamente.
—El señor la espera —dijo y abrió una puerta doble con tanto esfuerzo que estuve por darle el agua que aun no tengo. Sonrió amable y asintió—. Sí, pase.
Me gustó que notara mi reticencia; por mucho, mejor que la recepcionista.
En una sala larga, con una mesa céntrica del color de vinilo y numerables sillas rodeándola, estaba el cuarto nieto de Estéfano en la cabeza. No pude sonreír, pues no era una situación en que sonreír acomodará todo en su sitio, pero sí fui pronta a acercarme y presentarme.
—Mucho gusto —dije y le extendí mi mano—, Monilley Denver. Disculpe por no presentarme ayer.
Frunció el entrecejo, y al chocar nuestras manos, negó en una mueca despreocupada.
Me estaba esforzando lo suficiente por no compararlo con su abuelo pero era extraordinario lo mucho que coinciden sus facciones e incluso el modo que tienen de gesticular poco pese a expresar mucho en sus ojos, azules con manchas doradas.
—Monilley —frasea, sintiendo las divisiones de mi nombre en su lengua—. Creí que se llamaba Fantasia.
Me sorprendí nimiamente. Seguro escuchó que así suelen referirse a mí.
—Así me llaman mis seres queridos —aclaré, sin motivo alguno. ¿Buscar de qué conversar? Puede ser.
—Leitan Manriqueña —se presenta, ofreciendo la silla que acompaña la suya—. Y ya lo olvidé. —Ambos nos sentamos, pero no quiere decir que esté cómoda. Él oscila su cabeza brevemente—. Reitero las disculpas por hacerla esperar. ¿Le dijeron algo que la incomodara?
—Ya lo olvidé —copié sus palabras, sugiriéndole que lo dejemos pasar.
Su risa espontánea y corta fue como aire fresco en mi rigidez.
—Como quiera. —Se acercó a la mesa, igual que el día de ayer, con los codos en ella—. Asumo que vino para hablar de los deseos escabrosos de mi abuelo.
—Deseos imposibles —corrijo—. No quiero ser egoísta pero... ¿casarnos? No sé usted, yo no quiero casarme por razones equivocadas y menos tener como opción el divorcio. No estipuló divorcio.
—Lo hizo.
—¿Qué?
—Le envié los documentos a mi abogado y el divorcio es como ignorar la demanda. También quise ahondar y encontrar una salida, pero no es posible. No hay opción, excepto declinar y dejar a todos en la calle.
En desespero, cubrí mi cara y me lamenté internamente por esto. Ahora, de sentir que tengo una deuda, ahora son dos.
—Siento que esté de manos atadas conmigo.
—Yo no.
Suspiré en mis palmas, mirando a lo desconocido hablarme con convicción.
—Realmente creo que podemos llegar a un acuerdo —continúa diciendo.
Si no estoy mal interpretando su tono, parece rendido a nuestra suerte. ¿Dónde quedó lo que imaginé que pasaría? Que él estaría de acuerdo en hacer hasta lo imposible por no verse comprometido con una mujer a la que conoció literalmente hace unas horas.
—Mi vida entera está lejos. Mi casa y mi trabajo. No puedo tener vacaciones y casarme en ellas con un hombre al que he visto sólo dos veces.
—En cuanto a su trabajo mi abuelo menciona una propiedad que le pertenecerá y está en esta ciudad, en uno de las mejores ubicaciones para cualquiera que tenga planes —dice elemental. Igual a contarme una historia que se sabe de memoria—. Si es por casa, tiene solución. Y lo de casarnos... —mi voz se hace oír.
—Señor, escúchese y ordene su mente.
—Mi cabeza está bien puesta en su sitio —confirma, entrecerrando sus ojos. De la indignación, aparté la cara—. Quien no la tiene es usted. —Obligada por su ligereza, le miré confusa—. Supongo que no interpreté justamente su carácter.
—Ni siquiera me conoce.
—Exactamente —sonríe e inclina su rostro, como si considerara ilustrarse mejor—. Así que porqué está dando por sentado que no quiere casarse si no sabe cómo soy.
Apreté mis manos en mi falda y asentí, aceptando ese hecho.
—No lo sé, y no quise ofenderlo pero me está dando a entender que sí quiere casarse, ¿por qué?
Se recuesta desgarbado en la silla, haciendo que esta recline.
—Mi familia no está acostumbrada a un modo de vida distinto. Tal vez piense que se puede empezar de cero, pero no es verdad, y tienen hijos. No quiero que pasen dificultades. Son míos, al fin y al cabo.
Nos vimos interrumpidos por la bella morena que traía mi agua junto a un vaso, y una taza desprendiendo olor a café. Dispuso en cada uno, y se marchó con el mismo cuidado con que accedió.
—Por Dios... —murmuré pesarosa.
Ni toda el agua que pudiera beber podría apartar la sequedad en todo el sentido que es esta charla.
Ese hombre no sabe lo que es la discreción.
—Mi oferta es que te quedes —dice él, tomando de su taza, resuelto y bien suelto. El tuteo me puso en guarda—, y de todos modos, no tienes alternativa.
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