Capítulo 3: Una lectura desagradable
He subido y bajado de autos, visto el sol y la lluvia, hablado con tres desconocidos, despedido de uno que bien conocía, cambiado de ropa y ofrecido explicaciones, en un mismo día.
Dar otras, no es molestia.
Yetro me dio un vaso con agua, como le pedí de favor. Me pasaba cobro el no haber comido temprano ni bebido. Nos podíamos comparar, a él le pasaba cobro las ojeras, frotarse las cejas y sentarse derecho. Tenemos deudas que pagar.
Al acabar de beber, empaticé con él.
—Lo siento mucho, señor.
—Gracias. También lo siento. —Aclara su garganta y acomoda la corbata en su cuello—. Supe que estuvo con Felipe y lo encontraron.
Asentí confirmando.
—No le quitaré demasiado tiempo —cambió el tema, inclinándose a un costado y sacando un sobre de debajo de la mesa—. ¿Está usted al tanto de que se dará lectura a un testamento?
—Lo estoy.
—¿Y sabe por qué vino? No la quiero ofender, pero no pertecene a mi familia.
—Le tenía muchísimo afecto a Estéfano —digo expresando lo que siento—, tanto para llamarlo abuelo aunque no compartieramos lazos sanguíneos, señor Yetro.
—Lo respeto, no piense que no. —Una máscara de inamovilidad—. Aun sabiendo eso, debo velar porque no me estén tomando el pelo, señorita. No tengo tiempo ni humor para chistes.
Di gracias a los zapatitos pues me ayudaron a ponerme en pie y agradecer por el agua.
—Seguro lo sabremos pronto. ¿Me puedo ir?
No osó decir palabra, pero lo tomé como un sí y regresé a las prisas, como si tengo pendientes que tratar fuera de aquel despacho. Al ir por la perilla, la puerta se abrió de golpe y me eché atrás, evitando colisionar con ella.
—Papá...
Mis ojos encontraron los de un hombre; de un azul un tanto extraño, mezclando ese color con el verde, en motas. Moví los mechones que se soltaron de mi coleta y aparté la vista de otro sujeto al que su cara me suena y la enfoqué en la puerta, soltando un «Con permiso» bajo para salir definitivamente de allí.
¿Dónde estoy? ¿Por qué esa pared se parece a la pared que ya pasé?
—¿Quieren que vayamos por ustedes? —dijo Owen. No saludó, fue directo a preguntar lo que le conviene: estar al corriente de mí sin que se lo cuenten.
—Estoy entera. —No estaba segura de si crucé un pasillo que me sacara de la casa o si, al contrario, estoy más adentro—. Y en una fiesta, además.
—¿En una fiesta? ¿Qué haces en una fiesta?
—Quisiera saberlo —musité y por fin di con la puerta del jardín—. Quisiera saber muchas cosas, pero quién dice que sea bueno enterarme.
—Suenas melancólica, pásame la dirección —digo urgido. Reí por su actitud.
—Al volver serás el primero al que acuda.
Finalicé la llamada y Presley levantaba las manos, atrayendo mi atención. Seguía acompañada por este chico, no sé su nombre, pero se le ve a gusto. Y comiendo. Aun mejor.
El jardín es gigante, con muchas personas, una banda, comida y meseros que sirven.
Una verdadera fiesta.
—¿Todo bien? —me ofrece de su plato y tomo un par de galletas, metiendo una entera en mi boca—. Estás hambrienta, come sin pena. Adivina. —terminé de masticar y fui por la segunda galleta. Presley siguió hablando—. Él cree que eres mas linda que yo. ¿Ves que no soy la única que lo piensa?
—No dije exactamente eso —respondió el aludido.
—Dijo que no tienes razón en que no hayan personas mas lindas que otras, y es cierto.
No escuché de lo que hablaban. Las personas se agrupaban, saludaban y reían, vestidos con igual color que nosotras. En realidad el muchacho que habla con Presley tiene un traje verde manzana y va con su bronceada piel. Nadie viste de negro, gris o algún color obscuro.
Como una celebración a la vida en medio de la muerte.
—... Molestó, ¿verdad?
Negué, entendiendo que pregunta por mi bienestar. Y oí padre, creo. Tiene sentido la familiaridad, claro. Es nieto de Estéfano.
—¿Son una familia grande? —cuestiona Presley. La reprendo con mis ojos, aunque el resto de mí no está cara a ellos. Me corresponde con esa mirada de «Tu también tienes curiosidad».
—Lo somos. Mi papá es hijo único, pero tuvo cuatro varones y una hembra, la mayor.
—Guao, cinco —no oculta su impresión. Él sonríe, sin tapujos—. ¿Y vendrán o están aquí?
—Seguro vienen en camino, estamos dos. Tener hijos quita tiempo.
—Tienen hijos, cada uno —adivina ella.
—Los tres mayores, los que restamos no hemos sentado cabeza.
Presley se rehúsa a oír más y le aconseja, de las mil y una formas, que casarse es el peor error que puedes cometer si eres bueno en la vida de soltero. Si no estás listo para el matrimonio, no inventes una vida que no podrá existir.
—Creo que nos llevaremos muy bien —dijo después del discurso de siempre soltera de Presley. Uno incluso sensible.
—Ya lo hacemos —dijo encantadora como sabe ser y me miró—. Me parece que no los he presentado —intenta enmendar el entuerto, tardía—. Perdona, Mony. Él es José Ángel Manriqueña.
Nos dimos un apretón de manos, como es debido.
—Monilley Denver.
—Un gusto, y discúlpame también —sonríe, disimulando cortamente que su centro es mi amiga—. Hablábamos tan ameno que olvidé las formalidades.
—No hay cuidado.
—Es una mujer de pocas palabras —me defiende, y alaba a la vez—. Somos el contra de la otra.
No ha podido simplificarlo mejor. Si yo observo mi entorno, Presley no se fija excesivamente. Como ahora.
Sé, tengo plena certeza de que nos miran más de lo que se nota fácilmente. Puedo jurar, incluso, que es una radiografía extenuante. A fin de cuentas, somos —o debo corregir—, soy alguien nuevo. Si no es por José Ángel, estaríamos hablando entre ambas o acompañadas por Sergio Bustamante, que desapareció a arreglar esa lectura que, a cada minuto me atrae menos.
Vi a José Ángel entrar a la casa y Presley fruncir el ceño.
—No has participado en la conversación.
—Pienso.
—No pensarás en que José Ángel sea grosero —dijo arrebatada—. Ha sido atento todo este tiempo con nosotras.
—Dirás contigo —me echo una risa—. Conmigo mas bien cordial. Y está bien, es a ti a quien te gusta.
—Gustarme suena muy serio —con una sonrisa pícara, añade—: Nos acabamos de conocer. Por cierto —se arrima a mi lado, hablando bajito—, acabo de ver a la preciosidad de esta mañana.
Tuve que hacer esfuerzos en mi mente para unir sus palabras en algo coherente. Se refería a la carroza por la que babeaba.
—¿Cómo ves un auto desde aquí? —No se me pudo escapar. Es vistoso de lejos—. Estamos distanciadas del parquímetro.
Abrió su boca, no emitiendo palabra. A los segundos, se reía a carcajadas sueltas y golpeaba su pierna sonando como aplausos escandalosos.
—No puedo... No puedo creer que asumiste que... —toma aire, inflando sus mejillas rosadas—, que hablaba de un auto. ¡Era un hombre, Monilley! —regresó a las risas; sus ojos brillando—. Entiendo porque preguntaste si quería comprar uno. —Negaba, aun burlándose del asunto—. Eres un caso.
—He visto montones de hombres, solo hoy.
—Ah no —juega conmigo—, este es diferente.
No confiaba en su firmeza respecto a ellos. No la juzgo por anticipar a su diversión de las formalidades, pero los hombres según su criterio, como el dinero, sirven para lo mismo: te hace sentir bien una temporada, lo necesitas especialmente para cosas especificas y precindes ya que no es el secreto de la felicidad.
—Diferente por su aspecto —afirmo más que pregunto.
—Es de un tipo en extremo atractivo, pero no me refiero a lo físico. Es... —roza los dedos restantes con el pulgar—, diferente, como dije. Intenso que se siente.
Corrió con suerte de que José Ángel regresara para salvarla de mis burlas.
Pero no vino solo.
Le siguieron dos niños, hembra y varón, de no más de diez años. Tres pequeños, dos niñas, un niño, de cinco o seis. Y cargaba con un bebé de vestido y moños violetas. Presley se emocionó por verlo en pose de tío, prodigando felicitaciones por saber cargar a un bulto pequeñito. Como buena curiosa, conté a seis que perseguían a los mas chicos, y por como iban juntos, eran parejas. Uno de los hombres era quien casi golpea la puerta en mi cara.
—Un batallón —Presley, sin filtro, si señores.
Con el humor con que lo toma José Ángel, hasta me cae bien.
—¿Quieres cargarla?
—Ay no —se aleja un paso y pone las manos en puños sobre su estómago—. Me da miedo.
—Tiene pocos meses, no es inquieta.
Le haría un retrato, una escultura, una canción por lograr que Presley, amiga de años que no cede si no le conviene, considere ceder.
—Otro día, puede ser —dijo al final—. ¿Son todos tus hermanos? Conté cuatro contigo.
Inevitable, también los conté y me hacía esa pregunta.
—¿Quieren conocerlos? —Pasó de un hombro al otro a la pequeña—. Son más encantadores de lo que seré jamás.
—Si Mony dice que sí, allá vamos.
No podía ni quería negarme.
La presentación fue larga, pero agradable. Aquella incomodidad que me dejó esa charla con el señor Yetro fue reemplazada por la candidez con que sus hijos y las parejas de estos nos trataron. Es probable que no recuerde todos los nombres para mañana, pero si los vuelvo a ver, lucharía por conseguirlo. Valen la pena.
El día ocultaba su brillo y traía la opacidad de la noche cuando la fiesta culminó. Los hermanos y hermana despidieron a todo el que salía. En ese momento entendí un poco más, de poder, al abuelo.
No hubo llanto; hubo risas. Hubo minutos, horas de alegría y compartir.
Su gran idea desfachatada dio frutos.
Los padres llevaron a sus niños a dormir. Nos quedamos Presley y yo sentadas en la estancia, esperando como he estado haciendo desde que supe que Estéfano no permitiría, por medio del señor Sergio, que leyeran su testamento si no estoy presente.
—La espera es irritante —comenta mi compañera, mirando al arco que divide nuestro lado del pasillo hacia el despacho y otras habitaciones. Le doy una mirada comprensiva.
—Cada vez menos, Presley.
—Óyeme —agarra mi rostro, mirando fijamente mis ojos—. No quiero que al estar sola te traten como una intrusa, Monilley. No lo voy a tolerar.
Sonrío y le pido sus manos.
—Estás conmigo, nada malo va a pasarme. —La abracé con fuerza y confort, sintiendo ahora sí, que quiero llorar.
—No dejes que te traten mal —instruye y oír su voz quebrada pudo con mi entereza. Adiós a verme digna—. Lo quisiste como tu abuelo, siempre será tu abuelo —recuerda, por mí.
—Solo falta que digas que me amas —sorbo mi nariz, recostando mi mejilla en su hombro.
—Te amo, fresita.
Me alejó y limpió mis lágrimas, y maquilló con esmero, mostrándome el resultado con orgullo y vanidad.
Justo entonces, cuando Presley se iba a quejar por tercera vez de perder el tiempo, Sergio Bustamante vino a nosotras y pidió que entrara.
—No entiendo —confieso. Presley asusta con su frente arrugada, por lo que prosigo—. No están los demás. ¿Voy sola?
—Ellos ya entraron y se leyó lo que les compete. Es su turno.
—Un alivio —acota mi amiga, un tanto antipática—. No es por ser grosera, pero a fin de cuentas no los conocemos. Quiero que a ella la traten bien, como una visita agradable.
—Nadie dice lo contrario, señorita Presley. Si me permite —solicita hacia mi—, es usted agradable.
—Gracias —cuesta sonreír aunque esté agradecida—. Me gustaría que terminemos, señor Bustamante. Estamos cansadas.
Precide mi camino y abre la puerta para que ingrese. Le doy un asentimiento como modo de aceptación y veo que el despacho, recordado con el señor Yetro, está con un individuo al que no registro sentado de espaldas.
—Sientese y me esforzaré en acabar pronto, señorita Denver.
El que ocupa uno de los dos sillones frente al escritorio giró para verme y fui gratamente impactada.
Como diría mi madre, un hombre bien parecido.
Sus similitudes con Estéfano eran magnificas, excepcionales. Unir un poco de él, de su cabello castaño oscuro tirando a negro y estructura ósea, varonil, barbilla fuerte, con otro poco de Yetro, los ojos azules con chispitas de otro color que la lejania no me permite descubrir, y la altura, de la que José Ángel presume tener; y seguro que el resto de su madre, la tez, la persona.
La falda del vestido se sintió corta con la mirada que dirigió a mis piernas, unos instantes antes de sentarme y disimular tan bien como Presley que no ve a Sergio dar los saludos de Estéfano.
—Me encantan los dramas —fueron sus primeras palabras—. No vivo sin ellos. No quisiera que llegara mi muerte, pero siendo lo único efectivo en la vida misma, quiero dejar efectos en la vida de otros. Comenzaré, y estoy seguro que a mi tercer nieto no le molestará, contigo, mi Fantasía. Mi nieta escogida por mi corazón, perdoname.
Sergio hizo el favor de dejar que se asentara y que limpiara mi cara llena de agua salada.
—Perdón por no haber pasado más tiempo contigo, pero confío en los destinos que se encuentran y el de ambos se encontraron cuando debían, cuando se necesitaban. Gracias, por tenerme en cuenta aun con miedo de querer, y me quisiste como yo a ti. Nunca te lo dije, pero soy rico.
Reí. No lo dijo pero era obvio.
—Esta riqueza no vino del cielo. Vino de trabajo, del de mi abuelo, mi padre y el mío. Mi abuelo quiso construir futuros nuevos, y casas, edificaciones que tuviesen buenos cimientos y que durara para siempre, y lo logró. De ello, vinieron los frutos: dar empleos, ayudar a quien quiere un sitio donde vivir y el tener lo de nosotros, lo que nos perteneciera. Fabuloso ¿no?
—Pero al tener a mi hijo y ver como criaba a mis nietos, noté lo sutil que es no trabajar duro. Son hombres y mujer de bien, que tratan al otro por igual, pero a la larga darle todo a quienes quieres, no es quererlos, es malcriarlos. Te pedí perdón por una razón, Fantasía. Porque te pondré en aprietos, y lo siento, no es el motivo principal de mis disculpas. No estoy arrepentido.
—Esta cláusula tiene que ver directamente contigo y mi nieto. Cada uno de mis cuatro nietos y mi hijo tendrán su parte en mi testamento, pero sólo si ustedes acceden a mis exigencias pautadas para un período de tiempo que, de este no cumplirse, se disolverá y todas y cada una de mis pertenencias pasará a ser de beneficio público. Sergio, mi buen amigo, verá que sea así.
—Ustedes, en un lapso de año y medio deberán contraer matrimonio. Puede que no suene justo para ninguno, pero lo justo e injusto, a mi edad es cambiante. No lo van a entender, lo sé, estoy confiando en que mis pequeñas torturas traiga un buen fruto.
—En cuanto a mis propiedades, Sergio sabrá bien repartirlas. Si lo hizo bien, muchas de ellas han sido mencionadas en mis anteriores palabras a sus respectivos futuros dueños. Para mayor impacto, si aun no lo han comprendido: de no cumplirse como lo he establecido, lo que bien les ha hecho tener estabilidad, dejará de ser.
—Habiendo aclarado esto, Sergio pasará a leer lo que les compete.
Competernos, ¿a quiénes?
—Disculpe señor —digo de modo que mi voz sube de su tono cotidiano. Él me ve y afirma con su cabeza—, necesito que aclare.
—¿Qué cosa, señorita Denver?
Hizo ruido esa referencia mía. Trataba de no aturdirme más, pero tamaña proeza conseguirlo rápido y volver a ser yo.
—Me parece que está muy claro.
Paso de ver a Sergio a este hombre que no ha tenido la delicadeza de presentarse. Su voz resuena en mí, pero no lo suficiente para distraerme.
—Si usted, señorita Fantasía, no lo comprende puedo simplificarlo sin ningún problema. —Pone sus codos en los brazos del sillón y junta las manos—. Tenemos que casarnos.
Ignoro el hecho de llamarme así y sigo hablándole al señor Bustamante.
—¿Va a dejar a todos sin nada por nosotros? —pregunté, alejándome inconsciente de la comodidad, pensando seriamente en marcharme—. Es absurdo. No conozco a esta persona.
—Las presentaciones son sencillas —dilucida él, obligando a que lo vea con su inclinación en voz—. Si me permite...
—No serán necesarias, señor —me impulsé con las manos a estar sobre mis pies—. No oiré más, porque aun es doloroso y porque me es imposible acatar esa cláusula, ni siquiera resido aquí. Vine a despedirme de un ser querido, no a... prácticamente ser obligada a casarme.
Sergio, que si no lo está simula muy bien apenarse conmigo, apunta mi asiento.
—Le pido que se siente, por favor y escuche hasta el final.
Las propiedades y el dinero que dejó Estéfano no era de mi incumbencia. Suficientes, si, para impresionar, y con lo dramático que efectivamente fue, no me calló a mal. Pensó en cada uno, por individual y dual. Pensó en mí y en los sueños que pasaron al olvido pero él no olvidó. En ello le estaré eternamente agradecida, pero esa cláusula es un suicidio.
¿Por qué querría hacerme sufrir? Fue uno de los pocos, de la nulidad que supo mi historia y lo difícil de ella, lo difícil que fue superarlo. Lo cruel de tener a mi lado a quien no me quiere y no quiero, ¿él lo planeó? Entonces... Sabía que moriría.
Lo sabía y sufrió solo.
—¿Está bien? —preguntó Sergio, estirando un pañuelo.
A punto de atraparlo, el joven junto conmigo lo sostuvo, siendo él el portador.
—Demasiado sensible —dice en un comentario, entregándome el pañuelo. Seco lo mejor que me dan las manos—. ¿Llora por su suerte?
Negué. No quería hacerme explicar, tal vez no lo entendería.
—Sufrió, ¿no es así?
—No se preocupe por las decisiones que tomó —respondió Bustamante, con simpatía—. Solo por las suyas. No tienen que firmar ahora mismo, tendrán algunos días para pensarlo y quizá, hablarlo entre ustedes. No sé qué tuvo en mente Estéfano, pero en lo referente a su familia jamás fue arbitrario. —Agrupó los papeles y los alisó en la superficie—. Es lo único que puedo decirles.
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