Capítulo 2: Despedida

Faltando cuatro horas para tomar el avión, recibí una sorpresa. Una sorpresa apenas agradable.

Presley se adelantó a recibirme, pues no quería pisar un hotel si mi estadía no excedería los cinco días. Cumpliría con mi corazón que aun está entristecido, y hablaría de negocios con ella, como quedamos.  

Ahora bien, mi hermano y los gemelos no son buenos entendiendo mis negociaciones individuales.  

—Les he dicho que no necesito que vengan. Presley será mi niñera, no quiero tres más.  

Owen y sus dos amigos se miraron y rieron a mis costillas. El comportamiento de chiquilla no me gustaba, pero obligan a que lo use.  

—Ella cree que tiene alternativa —se burló uno con los dos.

—¡Es que la tengo, Owen! —me exasperé. No se puede ser racional con ellos, ni porque insista eternamente—. No los perseguiré, no lo haré.

—Ya, ya —fue a abrazarme, mecerme cual bebé—. Seremos tus guaruras.

—Tu definición y la mía de guaruras, es distinta —digo con mi voz amortiguada por su hombro.  

No es que no los quisiera acompañándome, pero no vamos a turistear y es a lo que temo con ellos. Mis planes...  

—Prometemos no intervenir con tus precisas previsiones —intervino Elias. Owen tomó uno de los lugares de espera; la espera antes de la próxima sala de embarque. El gemelo se inclinó, atrayendo mi atención dividida—. ¿Te deja mas tranquila? —persistió.

—No.

—Pues es lo que hay —dijo Eliseo, por último.

Le diese mi beneplácito o no, los tres autoproclamados guaruras viajaron conmigo lejos, muy lejos de sus hogares.

En circunstancias ajenas, adoraría pasar unas vacaciones con cero trabajo y cero responsabilidades con mis personas favoritas, pero la situación no daba para añadirle diversión. Perdí a una de esas personas; voy a enfrentarme a la idea de no volverlo a ver y a la segunda idea de la que con esfuerzo luché por cubrir con tierra. Enterrar y desenterrar, ¿no es malo para la salud? Me aterraba acabar enterrándome a mi misma en el proceso.

A Elias, Eliseo y Owen los dejamos en un hotel, mientras que, junto a Presley fuimos a su apartamento.

—Pareces un alma en pena —dijo ella—. Apártate de la ventana, por favor.

Obecedí, sentándome en su comedor y recibiendo una taza humeante.

—Va a llover —aviso, llevando el té a mis labios—. El peor escenario para un funeral.

Bebió de su taza con chocolate, pues no tolera el té de durazno.

—¿Como te encuentras?

Los recuerdos fueron como mini explosivos desde mi llegada. No paraban, no perdonaban, no desistían. Un café en la esquina, una palmera, un saludo entre amigos, lo insignificante traía a colación épocas llenas de Miguel y de mí, de sueños y expectativas en conjunto. Momentos de momentos.

Pero no me sentía como esperé.

—Sorprendentemente bien —sorbo un trago largo—. Y no miento.

—Sé que no —entrelaza sus dedos en torno a la taza—, pero tampoco mentiré diciendo que no estaba aterrada por ti.

—Estoy muy bien, o bueno —reí perdida en la gracia que no tiene—, lo bien que se puede estar.

Afirmó con un ademán. Revisé que la hora en mi reloj fuese la correcta y, en una señal mía, nos pusimos en pie.

—Tengo pañuelos —me avisa al cerrar la puerta con nosotras en el pasillo—, porque no llenarás mi hombro de tus fluidos, gracias.

Una de mis sorpresas, además de que mis miedos fueran en vano, es que recién toqué el suelo del aeropuerto Sergio Bustamante encontró el modo de comunicarse con Presley, lo que francamente no era descabellado tomando en cuenta que tiene una página web para solicitarla, y ofreció sus servicios como escolta. Así que tenerlo de chófer al entierro lo previnimos con mi amiga por la razón más obvia entre nosotras: no tengo interés en hablar.

El hombre, entrado en años, moreno, con un cabello realmente fino y esponjoso bajo un sombrero negro con franjas grises, delgadas. Trajeado, en negro por entero y usando zapatillas deportivas, también oscuras. Sólo preguntaba por la comodidad que tengamos y entablaba conversación lo suficiente, respetando las pausas. Eso se consigue con los años.

La multitud de autos estacionados era excesiva para mi conocimiento de los amigos de Estéfano. Presley fue mas preguntona de lo que habitúa y, según palabras del señor Bustamante, Estéfano conservó amigos y conocidos por años, obviando a quienes vienen a dar las condolencias a la familia sin conocer al occiso. No creía que él consintiese que su despedida fuese numerosa. Pero, si bien lo llamaba abuelo, no lo era y no tengo derecho a incomodarme.

—Monilley.

Elevé unos centímetros el paraguas para atender al llamado de Presley, esta apretó mi barbilla y la movió a su antojo al lado opuesto del camino que tenemos que aprender; si el camino va de frente, ella obligó a mi cara a dar un giro completo. Mi queja se estancó en mis dientes.

—Presley, no seas tan brusca —di una palmada a su brazo, pero no me soltaba—. Déjate de tonterías. —Advertí con mi cara endurecida que me soltara.

—Ve, te lo suplico, la preciosidad que se estacionó.

Costaba lo suyo; el clima pedante se cobraba si no ibas bien abrigado y ni se diga de notar cualquier cosa a lo lejos, pero no dio trabajo cumplirle su deseo vanidoso.

Le di un recorrido al cuerpo y al color, siendo esto lo que mejor sé estudiar y coincidí en que es una preciosidad. Bajo, como un deportivo; de una puerta; en un rojo que no luchabas por dejar de ver; el capó alargado y las ventanas mas anchas que altas. Seguro que a Owen le encantaría coquetearle y después intercambiar pareceres con el dueño o la dueña.

—Precioso —concordé y soplé entre mis dedos helados—. ¿Quieres comprarte uno?

—¿Y los venden? —decía, aun sin dejar de ver lo que probablemente cueste miles que cieguen—. Porque hay que ir ya mismo a pedir por adelantado.

Estuve a punto de sonreír pero me salió una mueca extrañada, moviendo las comisuras de mis labios.

—No hablas en serio.

—Tú tampoco, asumo. Se compran maniquíes, no hombres. Aunque —ríe con sus labios cerrados—, he visto vitrinas con maniquíes humanos, les han de pagar una fortuna. ¿Sabes lo que es estarse de pie por horas y...? —intervengo en su monólogo.

—¿De qué, estás, hablando? —pregunté y decidí no perder el foco, el dónde estamos y que no vamos solas—. No sé lo que te pasa, pero estamos en un entierro. ¿Podríamos hoy comportarnos?

—Pero Mony...

Alcancé a Sergio Bustamante, que esperó paciente por nosotras a un lado, y mi prisa apremió a Presley, que sin un techo en que resguardarse soy su paso a enfermar de una gripe o no hacerlo.

La lluvia reció, dar un paso habría sido difícil si hubiese preferido el glamur como Presley, pero no la escuchabas quejarse; ir de vestido y tacones es su elemento donde sea que esté, sin embargo yo no estaba en el mío. Abrigada, entre tanto, sí.

El gentío alrededor de la urna guardaban silencio, oyendo al padre nombrar los atributos de Estéfano, atributos muy afines y nada exagerados. Una opresión en mi pecho, seguida del nudo en la garganta no se apartaron de mi en todo ese tiempo; el de los que se acercaban y echabas flores o puñados de tierra.

—La muerte es espantosa —susurró Presley.

Lo consideré, pero no compartía ese pensamiento.

—La muerte puede ser un viaje sin retorno, y el comienzo de otro con un final inesperado.

Ella bufó, soltándose de agarre que tenía cruzando nuestros brazos.

—No me gusta, no hables como si lo entendieras. Como si supieras lo que se siente morir.

—¿La cubre por mí? —pido al señor Bustamante. Cuando me sustituye, doy un paso a la vez.

El tumulto de tierra está húmeda y he percibido que usan guantes para tomarla. Sonrío, imaginando lo que diría el abuelo Estéfano a los que no quieren ensuciarse con esto tan mediocre cuando, en la vida cotidiana, sí que se cubren de barro.   Lo extrañaría enormemente.

Me agaché apretando la tierra mojada, en un símbolo de lo que crees tener seguro, pero al lanzarlo lo haces junto con lo perdido.

—Gracias, abuelo —en una bocanada de aire, me sinceré como él lo valía—. Fuiste el indicado en el momento indicado, espero que se esté cumpliendo tu última voluntad. Y espero haber contribuido en la felicidad de tus días. —Envié un beso a su cuerpo, aunque no hay vida en este—. Tú lo hiciste en mi vida.

Palpé mis nervios de vuelta con Presley, pues solo los siento si mis pies obedecen sin que sienta que lo hacen, cargando un peso que no soportan. Las necesidades primarias, como lo es llorar se extinguieron, y contaba con ella. No era frialdad, pero la espontaneidad y facilidad al llorar que me rodea, es para cuestionar si estoy seca o si no quiero hacerlo.

Quizá he llorado lo suficiente.

—¿Señorita Denver?

Presley tocó mi espalda y asentí a Sergio Bustamante.

—¿Sí?

—Las llevaré a casa de Estéfano. Allí dará inicio al cumplimiento de sus deseos, como la lectura del testamento.

*

Bendito sea el instante en que Presley vino conmigo. En su linda cabecita Estéfano no fue un hombre loco, sólo era tan alegre que quiso traspasar esa alegría, aun muerto. Que no se recordara su muerte con pena y sufrimiento, a la inversa, que lo bueno sustituya lo malo.

Pero vestirnos con ropa de color y montar una fiesta en su nombre, no lo sé, es de un hombre desfachatado.

—¿Estás lista? —gritó, tocando insistentemente la puerta del baño—. Nos vinieron a buscar.

Parecía el atuendo estelar de una colección primaveral. Un kimono floreado entre azul y verde, largo hasta los pies cubriendo los hombros y la espalda de un vestido blanco ajustado, corto y de tela estilizada, con la ilusión de franjas horizontales. El tacón corrido está bien si quieres estar cómoda, pero en azul eléctrico no puedes estarlo.

¿Qué esperaba el abuelo de mí?

—Estoy lista.

Recogí mi cabello en un moño alto —porque una de sus premisas fue esa—, y lo que me resta es afrontar que sus anhelos, son sagrados.

Él lo merecía.

Vi que Presley también estaba preparada, con un pantalón de chándal amarillo y blusa roja con adornos geométricos en parte del cuello y clavícula, zapatos altos de ese tono y un nuevo maquillaje, más de día y de colores claros.

—Que injusticia —se queja, remilgona. Luego abre su boca, negando. Tan teatrera—. Te ves mejor que yo —dijo fingidamente ofendida.

—Pres... Nadie se ve mejor que nadie.

—Permite que difiera.

Sufrí tal susto que enseguida llevé las manos a mi pecho y miraba alarmada a Presley, muy quieta. Ella no habló, ni siquiera habló una mujer. Lo hizo un hombre y menos que menos era Bustamante.

—Te dije que nos vinieron a buscar. —Sostuvo su bolso y el mío, toda campante. Eso me dio un poco de tranquilidad para desacelerar mi ritmo cardíaco—. ¿Que tal suena un guarura más?

A sufrimiento, a tortura, a depresión.

Enfrenté a la puerta, donde está esta nueva persona.

—Disculpe —hablé enseguida—, no quería darle la espalda. Ésta habitación tiene una distribución extraña.

Su rostro me es familiar, pero no recuerdo si lo vi antes o si lo estoy inventando a propósito. Tiene parecido a Owen y al resto de la población masculina que he conocido, altos que da tortícolis. Me consideraba alta, pero que te saquen mas de una cabeza es una agresión a la estatura promedio. También es bastante común, castaño, bronceado, ojos obscuros y gigante, como un guarura de verdad. Tal vez es lo que hace que Presley no lo saque a patadas.

—Lo sé, no te preocupes. —Ve a un lado de mí y nos abre la puerta—. Después de ustedes.

La sonrisa de Presley me hubiese asustado, pero la dejaría hacer.

Aquella, no es mi liga.

Además, tampoco habría podido apreciar bellezas. No, porque conocí a Yetro Manriqueña, el único hijo de Estéfano.  

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