Capítulo 12: Dos manos pueden mas que una

Margaritas.

Leitan envió Margaritas y dejó con el mensajero un nota que pide, me exige con tiendo y amabilidad, que le deje participar en mi mudanza.

Es lindo tener un suspiro y que el dueño de ese suspiro exista, tenga la intención de que suspires por él y que, además, te lo recuerde constantemente.

Presley está feliz en medio del estrés. Tenemos un millón y medio de cosas por hacer, y consigue encantarle que estas flores no me den alergia. También me alegro. Lo que me pone en modo alerta, es que afirme ser la madrina más bella.

—No serás ninguna madrina —dije con dureza.

—Ahí vienes de nuevo —dijo suspirando, pasando a los lados de las telas en el suelo—. No dejas que sueñe. Leitan te interesa, ¿no es cierto?

—Cierto. Pero de interesar a querer, aun falta camino por pavimentar.

—Pues no se tú —toma una de las tantas margaritas que hay en su escritorio, y se la pone sobre el cabello, cerca del oído—. Yo sí voy a soñar con ser madrina.

El móvil sonó junto con el teléfono que hace poco pusimos como línea de comunicación general para los pedidos y las asistencias de nuestro trabajo. Presley respondió enseguida el teléfono, dejándome con mi llamada directa.

—¿Sí, diga?

—¿Te gustaron? Dime que te gustaron y que no hubo ni un estornudo.

Me fue inevitable reír a causa de su frustración. Está tan apenado por lo que pasó que no halla modo de compensarlo, aunque ya lo hizo.

—Me encantaron —digo, remembrado su sonrisa; esperaba haberle causado una—. Gracias, Leitan.

—Era lo mínimo, Sofie.

—Lo mínimo es que lo olvides —lo reafirmo—. No sabes lo incómodo que es que me regalen cosas; no lo supero con facilidad.

—Tendremos graves conflictos, ya veo. Me gusta dar obsequios sin razón aparente.

—Bueno... Entonces, también te daré. Sería justo.

No me molestaría recibir regalos. ¿Desayunaste? —Rotó el tema, a su favor—. Te invito a almorzar.

—No me invites —demando en una queja que me sale del alma—. Es más: yo te invito, y si me rechazas...

—Acepto —dice con un aire risueño—. Ven por mí, también.

—El transporte público es una buena manera de hacer caer a los vanidosos de sus pedestales. ¿No opinas lo mismo?

Ríe de nueva cuenta para decir—: Llego en veinte minutos.

El ramo de margaritas que está en mi mesa se está burlando de mí; es precioso, como pocos. Me sentí, al recibirlo, como una mujer que tiene todos los derechos del mundo a la ilusión. Y al idealismo, si se puede.

—¿No quieres acompañamos...? —Irrumpió Presley con un alarido de espanto.

—No señora —niega dando el largo recorrido de su escritorio, al mío—. Ser mal tercio, no volverá a suceder.

Aquello trajo a colación a lo que ella se refería.

—¿Era muy incómodo? —pregunté apenada—. Pres, no me daba cuenta...

—Eso ya lo sé —Se sienta en una de las esquinas de la superficie—. Miguel sí, pero eran mis mejores amigos. ¿Cómo rechazarlos? Lo hacían con cariño e inocencia. En cambio ahora —arruga su entrecejo, elevando también una ceja. Sorprendente—, no eres inocente. Podemos un día tener una cita de cuatro.

Creía estar oyendo mal.

—Tu no tienes citas.

—Puedo cambiar de opinión, ¿o tienes inconveniente en que lo haga?

Abro mis ojos, captando lo a la defensiva que estamos últimamente con Presley.

—No hay mucho que contar, Monilley —prosigue hablando. Le doy una sonrisa entre confusa y empática—. Solo estoy confusa. No me gustan las citas porque todas, siempre, salen mal, pero viene este niñito, lo sugiere y ahí estoy, diciendo que lo pensaré. ¿Habrás visto?

—¿Tu también quieres comprarte uno? —dije, buscando picarla—. La colección Hermanos Manriqueña —hago uso del teatro publicitario. Presley se ríe.

Y asociados —acaba ella, provocando que riamos juntas.

*

—Tengo entendido que para esas fechas hay una festividad, así que es imposible que lo pospongamos. Si lo hacemos, no será tan novedoso como al principio. No cambiaremos de opinión, señor Morgan.

Pero él insistía. Y no lo culpaba del todo. Un político necesita el salón para hacer una conferencia y ellos, como lo supuse desde el principio, son prioridad. En cambio me molestaba otros tantos más y los que le siguen tener que hablar de esto una vez más y recurrir, sin quererlo, a las amenazas legales o a difundir públicamente que no cumplieron con un acuerdo.

La llamada no finalizó con la cordialidad del principio, pero sí como debe ser: justamente.

—Así hasta irradias miedo.

Una sonrisa que me salió tan aprisa como la risa, fue mi respuesta.

—Perdona. Se supone que estábamos hablando. —Leitan niega y me muestra su móvil, apagado—. Ah pero tu puedes darte ese lujo en una empresa consolidada.

—Soy el jefe —dice lacónico—. No puedo.

Aparté la vista a mi móvil que vuelve a sonar. Sentía calor en mis mejillas y parte en mi cuello, así que imaginaba que mi color cambió y mi piel no es la misma que antes de su declaración.

Decido ignorar la llamada y que vale la pena posponer un pendiente por nosotros; apago el aparato y lo guardo en mi bolsa.

—¿Ya vas a contarme tu secreto? —Como viene siendo frecuente, se ríe de mis actos directos—. No me dirás que eres un infiltrado y pretendes entrar al pentágono, o alguna cosa fantasiosa.

—No tengo secretos, Sofie. Como cualquiera hay partes de mí que sabrás con el tiempo, en una ocasión, en una circunstancia que se nos presente. ¿Por qué no me hablas de los muchos trabajos que tuviste?

—Porque no es importante. En cambio contigo...

—Tampoco lo es.

Resoplé, no muy contenta de tener que conformarme con poco cuando lo que quiero no es ni un cuarto de lo que hay.

Leitan, con su pose acostumbrada, baja los codos y acerca su mano a la mía, que está cruzando la otra en una posición de brazo sobre brazo.

—Niña caprichosa.

Como un jalón de orejas, recordando que no tengo libertad de pensamiento, me retraje física y mentalmente. El recuerdo se acumuló en mi retina y no veía a nada mas. No podía alejarlo de mi mente; está instalado ahí, siendo lo que no recordaba que era: una idea preconcebida mezclada con un suceso pasado y con las perspectivas opuestas del presente, de mí presente.

No hallaba a qué sitio mirar; dónde fijar mis ojos que, extraviados, siguen cursos que no existen. Mi cuerpo se siente pesado y dormido, a la vez.

—¿Monilley? —Me espolea a que le preste atención. Con un esfuerzo que no había sentido en mucho tiempo, lo veo a los ojos. Ojos azules con motas doradas—. ¿Me oyes? Responde antes de que forme un escándalo.

Asiento lentamente.

—Bien. ¿Crees poder moverte?

—Sí. Sí puedo.

No oigo lo que dice pero con lo mucho que se parece a Presley, seguro maldice.

—Me necesitan —dice, poniéndose de pie. Le imito, respirando profundamente—. Pero no quiero dejarte sola. ¿Esto te sucede seguido?

—No, Leitan. —Y le digo la verdad. No me pasa seguido, solo es un momento de silencio interno y doloroso que se pasa enseguida. Así que le insisto—. No tengo ataques de pánico ni de ensimismamiento.

—Hablaré con Presley —dice aun con mis aclaratorias—. No es que no te crea, pero omitir viene con mentir, ¿no es lo que tu dices?

No gustándome que saquen lo que digo en cara para ganarme en un punto, prefiero no responderle y juntar mis cosas. Leitan también prefiere el silencio cuando va directamente a pagar la cuenta. En eso, como no se me ha olvidado, paso mi tarjeta antes de que entregue la suya.

—También dije que yo te invitaba.

Sonríe y mete las manos en sus bolsillos. Espero, mirando como hacen la transacción a que me entreguen mi tarjeta para volver a verlo.

—¿Cuándo te mudas? —pregunta, dejando que vaya unos pasos adelante para abrir la puerta y que salgamos del restaurante.

—En unos días. Tengo tanto que hacer que no sé cómo lograré mudarme.

—Me gusta mucho un dicho de mi madre: Dos manos pueden más que una.

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