Capítulo 1: Estéfano.

Es de ese modo en que se siente. Como un provecho.

Estéfano se aprovecha excelentemente del cariño que le profeso y me ha pedido que vaya a verlo, aunque es fin de semana y nuestros almuerzos son sagrados para mí.

Pero temo que tiene razón en algo: me ocupo en lo posible e imposible; constante, a la orden del día, disponible tanto si me requieren como si no. Ocupada, ocupada, ocupada. Así que su alegato principal para convencerme y del que no oso quejarme, es que su tiempo en este mundo no durará.

El señor dramático.

Si tuviese unos cuarenta años más, me casara con él. Seguro saldría ganando. Es un encanto de hombre; solidario, dispuesto para sus amigos y no tan amigos, atento y presta su oído para ti cuando lo necesitas. No hay instante en su compañía en que no lo disfrutes. Aprendí su modo y en su modo de ver la vida, propia y ajena. De cómo se ha conectado con su familia y de que, al mudarse lejos, extrañaba estar con sus nietos. No indagaba en porque no los visitaba o ellos a él, si se comunicaba perfectamente con quienes le rodeaban. Quería respetar su espacio, como él respeta el mío.

Así también el vernos, aunque fuesen unas horas. Cancelé un almuerzo importante para tener esos deseados almuerzos en su compañía, pues tambien le tengo respeto a los tiempos de vida de cada individuo, y él, con mas de ochenta años, cada vez tiene menos.

El enfermero que cuida de él me recibió en su casa, una residencia de dos pisos innecesarios para dos personas. Comentaba que este no ha querido comer como es debido.

—¿Recibió alguna noticia? —cuestioné siguiendo sus pasos hacia las habitaciones de la segunda planta—. Sabes que si no gana su equipo de béisbol favorito hace huelga de hambre.

Felipe sonrío, dándome la razón.

Estéfano es un buen hombre, pero se tomaba en serio los berrinches si no tiene lo que quiere.

—No, no ha recibido ninguna. —Dio un paso al costado para permitir que siga adelante y pasar a la habitación.

Una sonrisa que me daba la bienvenida era lo que habituaba ser lo primero que mis ojos miraban. Sin embargo Estéfano se recostó, y parecía dormir profundamente.

—Qué extraño —comenta Felipe y nos acercamos, él por la derecha y yo a la izquierda—. La estaba esperando. Nunca se dormiría si sabe que usted viene a verlo. —Se agachó, tocando con su dedos índice y anular a un costado del cuello. Después, sostuvo la muñeca más cercana y permanecía el silencio, sólo silencio.

—¿Felipe? —le llamé, temerosa.

Observé su cara por lo que tardó la eternidad de una película de suspenso; devolvió la muñeca al lado de sus caderas y sus ojos me gritaron, por sí solos.

No

Me rehusaba.

—No, por favor —le supliqué y olvidé las incomodidades para ponerme cerca, sentir si respiraba o no. Y constatarlo fue espantoso—. Abuelo —mencioné dolorida, acariciando su espeso y canoso cabello antes dorado llenos de hermosas canas—. Dijiste que conseguirías un partidazo para mí, me lo prometiste —deglutí, acurrucándome en su pecho, con todo y rodillas—. No debes prometer lo que no puedes cumplir, tonto —le reprendo sin autoridad.

Lo abracé a mí con fuerza, sabiendo con demasiada claridad que iba a ser la última en que lo haría.

Felipe fue más pronto en moverse que yo, aún digiriendo paulatinamente lo que estaba sucediendo. Lo oí hablar por teléfono y hacer gestiones. Tener charlas y saber qué paso dar, y como su enfermero eso era lo que debía hacer, pero en mi mente lo último en lo que pensaba era en hacerme cargo mientras asimilo.

—Señorita... —habló a mí oído en susurros—. Es necesario que se aleje de él.

Entonces oí una voz parecida a la mía en mi cabeza que decía «está muerto».

No pude hacer mucho por él o por aligerar la carga de Felipe. No soy su pariente en verdad y no me duele no serlo; la clase de dolor que experimento es cercano al entumecimiento. A la lejanía de los hechos. A ser algo muy cercano a un ser inútil, que carece de empatía, puede ser.

Al menos no estorbé y dejé a Felipe hacer. Él fue más que comprensivo, aún viendo que también sufría.

Autopsia, no autopsia... Arreglos del funeral. No ser enterrado aquí. Gestiones costosas para ser trasladado el cuerpo a otro país... Qué descabellado lo poco que entendía. Y cuando Felipe se acercó, tendiéndome el teléfono, lo tomé por cortesía, pero siquiera he podido hablar con mi papá, con mi hermano o con los gemelos.

—¿Si, diga? —fue mi saludo.

Buenas tardes. Habla Sergio Bustamante, abogado y un buen amigo de Estéfano Manriqueña. ¿Es usted Monilley Denver?

Me enfoqué en su voz y en qué me sentí un poco ofendida de que sonara sereno cuando dice ser un buen amigo. Pero era mucho pedir que se oyera como lo deseo solo por desearlo, con sumo egoísmo.

—Lo soy. Un gusto.

Igualmente. —Hay una breve pausa—. Lamento que hablemos por primera vez en estas tristes circunstancias, pero tengo un recado que dejarle expresamente a usted. De parte de Estéfano.

***

Presley y mi papá podían darse los cinco con cada mano. Consiguieron que los molestosos de mis tres hermanos, porque sí, tengo tres los haya o no procreado mi padre, me sacaran de mi suave y preciosa cama, para verlos en una aburrida venta de autos. Apenas conocía el modelo que manejan individualmente, ¿qué iba a hacer rodeada de hombres? Van a pensar que sé algo y qué bochorno admitir que eres una ignorante en un lugar en que no debes serlo. Y que bochornoso es pretender que no deseas llorar.

Owen, con quien comparto sangre, está seguro de que lo pasaré bien y convencerlo de lo contrario es diametralmente proporcional a fracasar.

—¿Por qué me obligas a ser grosera? —digo en reproche, sin tener que verlo en el umbral de la puerta de mi cuarto.

Se rió, sin darme el crédito que merezco.

—Nunca eres grosera.

Ignoré su firmeza porque no viene al caso, pese a ser muy linda en contraparte a mi testarudo ideal de depresión.

—Para ti solo se necesita buena gente y buena bebida, y la pasas bien. Pero para pasarla bien se necesitan ganas, y no tengo, Owen. —Froté mi frente y sonreí agradecida con él; con los que se preocupan—. Es pasado mañana, no seré buena compañía.

—Por lo mismo. A ver —Se acerca y mueve mi barbilla, de modo que pueda verlo directo a sus ojos grises. Mi cuello sufre en el intento; la posición es incómoda—. Esos ojitos ruegan distracción. Haz llorado seis vidas, Fantasía.

Apreté mis labios guardando las lágrimas que siguen dentro, pero también estoy cansada.

Veo que mi hermano besa mi frente con ternura y tiento, procurando no asfixiarme sino darme tanto espacio como le es posible. De los dos, soy la más cariñosa pero si me encuentro mal, como estoy en este instante, cambiamos de roles.

—Dile a los gemelos que no se aparten de mí —digo abrazando su cintura, recargando mi cabeza en su regazo y recibiendo cariño del bueno, del que solo un hermano que ha visto tu peor etapa puede prodigar.

Esa adicción y afición casi enfermiza por los autos no me llamaba la atención, pero los entendí en cuanto lo vi. ¡Es que Dios, que carrazo tan hermoso!

En la exhibición mostraban un Audi negro de este año con relieves en líneas delgadas, rojas. No le quitaba los ojos de encima. Es como lograr el atuendo ideal para un concierto: te obligas a verte clínicamente, balanceando la relevancia entre comodidad y poner en alto tus puntos fuertes. Estudio y gusto. Lógica y capricho. En una vida normal uso taxis o a mis hermanos de chóferes, pero en una vida idealizada, este es el auto de mis sueños.

Las luces del recinto eran ideales para una muestra como aquello, estrambótica, sin mentir. No resplandecientes en toda la extensión, pero sí misteriosas en sus constancia para aparecer y desaparecer, mostrando lo justo y dejando con ganas. Como las que tengo de irme.

Me han saludado hombres a los que he tenido que despachar, con amargura. No tenía humor para charlar y menos gracia para coquetear. No me gusta, en verdad. Es cansino y fuera de lugar que esté en un sitio fabuloso para dar rienda suelta a una conversación que puedes dirigir como te plazca y no ser capaz de hacerlo.

—Te lo compro —dijeron a mi lado. Le fruncí el ceño y él, como un padre alcahueto, me dio una sonrisa—. Y no hay no que valga.

Repetí lo que vengo diciendo desde que le tuve nuevamente en mi vida:

—No me malcríes.

—Nunca te malcrío.

Mi suspiro llamó tanto su atención que tomó mis mejillas, revisándome como un doctor. Como el doctor que es y no logra evitar ser.

—Digno hijo de su padre. —Aparto con delicadeza sus manos y regreso a ver el Audi. Sí que es bello—. Hablan igual. Dicen que yo nunca esto, nunca aquello... Tal vez los sorprenda...

—Un gusto de vez en cuando no es malo.

Tardé un rato en responderle lo que realmente pienso.

—Un helado estaría bien, papá. —Crucé mis brazos y anexé—: Excederse sí que es malo.

—No hables sola, Fantasía.

De golpe giré y mis hermanos favoritos me dieron de sus sonrisas que hacer picar tus mejillas con el sonrojo, de dentro hacía afuera; sonrisas que perdonan vidas pero no que me vista como abuelita. Pasé mis brazos por el hombro opuesto de cada uno y mi cabeza en medio de las suyas, impulsándome con su ayuda a tener una altura similar. ¿Por qué tenían que ser así de altos?

—Se tardaron —regañé volviendo a mi estatura normal: uno setenta, que no se iguala a sus uno ochenta y seis. Bufé apuntando sus alturas—. A los treinta no se crece más, ¿verdad?

Rieron al unísono, ganándose una sonrisa mía que les pertenece. Nunca debo forzarlas en su presencia.

—Hasta ahora no —respondió Eliseo correspondiendo a mi sonrisa. No sé cómo caben tantos dientes en esa mandíbula.

Ambos son idénticos salvo por el color de sus ojos y el corte de cabello. Muy morenos de piel, delgados, bien formados gracias a esos entrenamientos de los que poco me intereso y de sonrisas blanquicímas adornadas por labios gruesos, atractivos e hidratados. Eliseo es de ojos verdes, su hermano Elias, marrones. El primero prefiere tener poca melena; el otro la deja crecer, en cortes escalonados.

—O quién sabe —picó Elias.

—¿Con quién hablabas? —dijo Eliseo, curioso, fingiendo de mala manera que revisa el perímetro—. ¿A quién hay que expulsar?

—Expulsar mis polainas —gruñí regresando a mi vista panorámica del mega auto—. Hablaba con papá. Me ofreció eso —les señalo. Elias es quien silba, entrecerrando la vista.

—Un minúsculo detallito.

Continuamente presiento que mi papá trata de compensar los años que no estuvimos juntos. El no haber presenciado, no haberme dado su apoyo físicamente en mi día mas negro. Pero no entiende que si vine a refugiarme con él, fue más que suficiente.

Él era y es más que suficiente.

 —No lo quieres —conjeturó el gemelo ojos verdes—. ¿Sabes que lo mereces? —Negué, encogiendo mis hombros.

—¿Lo merezco, Eliseo? ¿Y por qué? —Vi por sobre el auto exhibido a los muchos hombres que babean por él—. Lo único que he hecho es estar, comer, dormir, trabajar y ser. No lo merezco más que tú, o el que lo desee. Esa no es la cuestión.

—Lo mereces, Reina mía —agrega Elias, dando vueltas en un dedo uno de los mechones de mi cabello—. Eres su hija, por ese simple hecho.

Los tres escuchamos una voz pasarse del rango en que todos hablamos, y supimos que no era otra mas que Presley, quien se hacía espacio entre hombres y saludar de lejos al constatar nuestra ubicación.

La verdad es que abundancia de féminas, no hay. Unas seis, es posible. Era asequible que los hombres voltearan a ver, sobretodo por tamaña personalidad expresiva y desinhibida que se carga en un cuerpo diminuto y baja estatura que camina aprisa con tacones. Diciendo exactamente lo que pasa por su mente. Castaña clara rozando lo rubia; de ojos verdes, aunque a veces parecen de un azul como el cielo en los atardeceres, la combinación de colores, consiguiendo un parecer claro y brillante; piel blanquecina y figura de reloj de arena, cintura pequeña, pechos grandes y caderas pronunciadas.

Lo que no sacó en altura, lo sacó en otras áreas más favorables. Se lo podía preguntar a todos los hombres presentes.

—¡Hasta que se me dio! —dijo a un palmo de distancia. Y en otro palmo movió sus dedos en mi abdomen, logrando que ría a carcajadas—. Así es que debes reír, niña bonita.

Mi cuerpo se volvió rígido y no seguí riendo. Por fortuna, una muy ambiciosa y que tengo despreocupada, un gemelo abrazó mi cuello, acercándome para brindarme calor.

—Hola de nuevo, Presley —dijo galante Eliseo, dejando su mano colgando de mi hombro. Sé lo que hace y no voy a ceder. No le daré mi mano—. ¿No te han enseñado a saludar?

—Me enseñaron a saludar a quien me cae bien —Sonrió cínica y dulcificó su expresión al dirigirse a mí—. ¿Cómo vas?

—Como reina —contestó Elias, fatuo—. Está con nosotros. —Me dio un guiño y le devolví otro.

No negabas lo que a la vista se notaba.
Pero el buen humor de mis gemelos no duraría lo que con empeño procuraron hacer. La compra y venta de autos, tanto de último modelo, de vanguardia y antiguos fue entretenida, pero es una lástima que su desintegración acabó a la una con treinta y tres minutos. De resto, insomnio.

Uno de los deseos de Estéfano era que estuviese presente en su funeral y que hablara directamente con el señor Bustamante al finalizar éste. Con o sin su permiso iba a asistir a su funeral. Es curioso aún así, que vaya a despedirme precisamente a la ciudad que dejé atrás.

Pero Estéfano siempre será importante, aunque no esté.

Por él, lo haría.

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