Capítulo 9
El cielo se torna de un tono rosado encendido, el cual hace juego con los tejados anaranjados de las casas de los alrededores. Algunas de ellas desprenden una luz amarillenta a través del vidrio de las ventanas, mientras que otras permanecen en la más oscura penumbra. Probablemente, los habitantes estén llevando a cabo sus quehaceres diarios, como prepararse para ir a trabajar, llevar a los niños al colegio o ensayar un discurso que se ha de dar. Yo, por el contrario, me encuentro enfrentada al cristal de la ventana, observando a través de él la ciudad que se abre paso ante mis ojos, a la vez que intento mentalizarme una y otra vez de que hoy empieza mi calvario. Sí, ese que acepté por consideración hacia mi hermana Clara, ese que no tengo ni la menor idea de cómo llevar a cabo.
Una mano se deposita en mi hombro y a continuación recibo un beso en la mejilla.
—Buenos días. ¿qué tal has dormido?
Carlos permanece a mis espaldas con ambas manos apoyadas en cada uno de mis hombros. Me doy media vuelta y me encuentro con su rostro a escasos centímetros del mío. Sin dudarlo siquiera, deposita un beso en mis labios.
—No he pegado ojo en toda la noche.
—¿He sido el culpable de eso?
—No.
Me deshago de sus manos y me alejo de su persona con tal de ocupar una de las sillas vacías que rodean la mesa de madera del salón. Carlos también lleva a cabo la misma acción, sólo que él ocupa el asiento que yace al otro extremo de la mesa.
—Mi hermana me ha encargado planificar una boda y no tengo ni la menor idea de por dónde empezar. Resulta frustrante.
—¿Te ha dejado algún manual de instrucciones?
—Una libreta en la que se recoge todas las medidas que hay que seguir.
—¿Me la dejas ver?
Le tiendo la libreta roja que yace sobre la mesa y permanezco a la espera de que finalice la lectura del documento.
—Parece bastante fácil. Sólo tienes que decirles lo que hacer y ellos pondrán el dinero.
—¿Te has fijado en que se requiere una paciencia extrema con la pareja?, ¿De verdad crees que voy a ser capaz de aguantar a una novia histérica?
Carlos esboza una sonrisa.
—Estoy seguro de que podrás con todo.
Aparto mi mirada y la deposito en el reloj de mi muñeca. Marca las nueve de la mañana.
Me pongo en pie y camino en dirección al teléfono fijo que descansa en un soporte. Lo descuelgo y marco el número de teléfono de Álvaro.
—¿Dígame?
—Eh... Hola, soy Ana.
Se produce un silencio al otro lado de la línea.
—¿Ana?, ¿ha pasado algo con Clara?
—Resulta muy incómodo para mí decirte esto pero voy a ser yo quien se encargue de planificar tu boda.
Vuelve a producirse un silencio.
—¿Ha surgido algún problema?
—Clara ha tenido que viajar a Londres por motivos de trabajo, así que me ha pedido que sea yo quien finalice su encargo.
—En ese caso, necesitaré tu número de cuenta para ingresar el dinero.
Le dicto mi número de cuenta y luego vuelvo a retomar el tema.
—Estoy un poco perdida con todo esto. Lo mío es vender flores, no organizar bodas, así que puede que necesite un poco de ayuda al principio.
—Claro. Puedes preguntarme lo que quieras siempre que te surja una duda.
—Vale, allá va, ¿por dónde debo empezar?
—Lo más sensato sería empezar por conocernos.
Era de esperar que ese sería el primer paso. Al menos, esa es la primera medida que encabeza la lista que me ha dado Clara.
—¿Cuándo podríamos quedar?
—Este mediodía, en el Abantal, a las dos. ¿Te viene bien?
—Sí. Allí estaré. Adiós.
Cuelgo justo antes de recibir una despedida por su parte.
Vuelvo a depositar el teléfono en el soporto pero, esta vez, no tomo asiento en la silla, sino que me dejo caer en el sofá. Carlos, vuelve a convertirse en mi sombra.
—Hemos quedado este mediodía a las dos para concertar detalles sobre la boda.
Asiente.
—Bueno, será mejor que me vaya a trabajar a la floristería.
En mi intento de marcharme, Carlos se apodera de mi antebrazo y me obliga a permanecer sentada en el sofá. Me giro en torno a su persona y permanezco inmóvil, observando su expresión confusa y satisfactoria.
—Quiero hablar contigo.
Esas palabras nunca traen consigo nada bueno.
—¿Sobre qué?
—Sobre nosotros.
Enarco una ceja.
—Ana, no quiero que seamos esto, un simple polvo pasajero. Cuando admití que me gustabas, lo dije de verdad. Mi intención es verte despertar todos los días a mi lado, llevarte el desayuno a la cama, ir al cine contigo, salir a cenar e incluso comprarte un ramo de rosas cuando te enfades conmigo.
Guardo silencio ante su confesión.
Carlos alcanza una de mis manos y la entrelaza con la suya y añade:
—Quiero que seas mi novia.
—Yo... no sé qué decir.
—¡Pues di que sí!
Me muerdo el labio con tal de reprimir una sonrisa.
—Lo nuestro no dudaría ni dos días.
—Te reto a ponerme a prueba.
Le doy un pequeño empujón en el pecho y huyo de su persona pero, justo antes de llegar a la puerta, me alcanza y me envuelve con sus brazos.
—No te voy a dejar ir hasta que me des una respuesta.
—En serio, Carlos, tengo que ir a trabajar.
Abro la puerta pero él la vuelve a cerrar, apoyando sus manos a cada extremo de mis hombros. Lentamente, acerca su rostro al mío y deja sus labios separados de los míos a escasos centímetros. Con una de sus manos sostiene mi nuca y ejerce una leve presión en ella. Finalmente, me besa.
—Lo tomaré como un sí.
—Tómalo como quieras.
Le doy la espalda y salgo por la puerta, dejándole solo en el interior de mi casa. Este chico no se da por vencido por más que le rechazo, debo gustarle mucho para que siga ahí. No sé que hacer, si darle una oportunidad o mandarle a freír espárragos directamente. Parece un buen chico y además sabe manejarse muy bien en la cama. Ana, céntrate, deja de pensar guarradas. Aunque el inconveniente es su edad y todo lo que viene acompañada de esta; salir con los amigos, conocer a chicas, alcohol, fiestas, estudios, etc.
Nunca entenderé por qué tengo tan mala suerte con los tíos. Cuando me empiece a gustar un chico, o se casa o tiene dos años menos que yo. En serio, resulta frustrante.
Abro la puerta de mi Volkswagen Beetle rosa e introduzco en el interior mi bolso, en el que descansa mi teléfono móvil, la cartera, un pintalabios, un paquete de pañuelos y toallitas. No tengo ni la menor idea de por qué mi bolso parece el de una mujer casada y con hijos. No quiero ni imaginar cómo va a ser cuando tenga descendencia. Es más, me visualizo yendo por la calle con una maleta cargada de pañales, biberones y potitos con sabor a melocotón.
Me adentro en el interior y me coloco el cinturón de seguridad. Dejo de llevar a cabo esta acción tras oír un leve clic, tras el cual me propongo poner en marcha el vehículo. Y como de costumbre, salgo del aparcamiento realizando un giro de 180 º, ese que provocó que destrozase un mercedes. Y no, no fue un mercedes cualquiera, fue el de Álvaro.
Aparco junto a la floristería, la cual tiene las puertas abiertas de par en par a consecuencia de que un chico está limpiando los cristales. El sonido del motor le alerta, de manera que se gira hacia el lugar de procedencia de este. Aquel chico es en realidad mi socio, Andrés, quien al percatarse de que es mi coche, suelta el trapo y agita su mano en señal de saludo.
—Hola—le digo una vez alcanzo su posición—¿Tenemos pedidos pendientes?
—No, esto está muerto.
Andrés me coge de la mano y tira de mí hacia el interior. Me conduce por una puerta, la cual conduce al almacén, lugar en el que guardamos cajas y cajas con instrumentos necesarios para hacer coronas de flores.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
—¿No es lo bastante obvio?
Niego con la cabeza.
—¿Cuándo pensabas contarme que te vas a encargar de organizar la boda del mismísimo Álvaro Márquez?
—Cuando me hiciera a la idea.
—Ana, ¿te das cuenta de que puede cambiar tu vida de ahora en adelante?
—Sé que va a cambiar; voy a tener que organizar una boda, hacer llamadas cada cinco segundos para confirmar pedidos y asistencias, voy a tener que aprender a controlar mi impaciencia con las novias histéricas, etc.
—La verdad es que te ha caído una buena encima—Andrés comienza a reírse de su propio comentario pero al no ver ni pizca de gracia en mi rostro, deja de hacerlo.
—No tiene gracia, Andrés. Esto no es lo mío y nunca lo será.
—Era una broma.
Andrés me envuelve con sus brazos y yo, en un principio intento resistirme pero finalmente termino cediendo. Su fragancia no tarda en expandirse a través de mis orificios nasales, además de impregnarse en mi ropa. Siempre me ha gustado el perfume que utiliza, no sé, es un olor dulce y agradable que provoca unas ganas inmensas de querer permanecer pegada a esa persona eternamente.
—He quedado con Álvaro y su prometida a las dos del mediodía, en el restaurante Abantal. Así que necesito que me ayudes con mi vestimenta.
—¿El Abantal? El nombre parece hacer referencia a un restaurante bastante caro. No te preocupes, te ayudaré a parecer una princesa.
—En ese caso, será mejor que nos pongamos en marcha.
—¿Ya? Pero, ¿qué pasa con la floristería? No hemos hecho caja y dudo que la hagamos si cerramos ahora y no volvemos a abrirla hasta mañana.
—Está bien, nos quedaremos una hora aproximadamente pero luego, echas el cerrojo y nos vamos del tirón al centro comercial más cercano.
—Oído, socia.
Andrés se coloca detrás de la caja con tal de estar preparado para cobrar a los posibles clientes que deseen comprar algún ramo de flores. Yo, por el contrario, me propongo proporcionarles agua fresca a todas los jarrones llenos de flores que descansan sobre las estanterías. Mi ensimismamiento es tal que no me percato si quiera de que a los diez minutos han entrado varias personas. No he visto tanto gente desde el día de San Valentín. Día en el que todo el mundo desea comprarle un detalle a su pareja con tal de demostrarle su amor. Pero lo que no saben esas personas es que el amor se debe demostrar a diario, no sólo un día al año.
Uno de los clientes viene preguntando por un ramo de flores, argumentando que es para su novia. Al parecer, es el cumpleaños de ella y quiere regalarle un ramo vistoso para llenarle el día de color y de felicidad. También recibimos a otro cliente, el cual resulta ser un mujeriego porque decide llevarse una rosa para cada una de sus amadas. Según él, se han conocido todas ellas y se negaban a seguir con él, y el muy sinvergüenza no hace otra cosa que comprarle una flor a cada una para volver a tener su amor.
Otro de los clientes resulta ser un hombre mayor, quien quiere comprar una rosa radiante para su mujer, persona con la que lleva casado cuarenta años. Argumenta que no quiere dejar de sorprenderla, y que está seguro de que ella va a preguntarle el por qué le regala una rosa y él le dirá con firmeza "no tiene por qué ser un día especial para demostrarte cuánto te quiero". Su amor es real y puro, de esos que es difícil encontrar hoy en día. Es ese tipo de amor que me gustaría que formase parte de mi vida.
La hora transcurre tan rápido que apenas soy consciente de ello. La alarma del reloj, la cual me alerta que el trabajo ha llegado a su fin por hoy, comienza a manifestarse.
—Bueno, hemos vendido más que otros días.
Asiento.
—Vamos, tenemos prisa.
Mientras Andrés se dedica a cerrar la floristería como es debido, yo le espero sentada en el lugar del conductor. No sé si le parecerá buena idea pero he decidido utilizar mi coche para ir al centro comercial. Me gusta llamar la atención con mi Volkswagen Beetle rosa, es más, quiero que se luzca por las calles. Resulta gracioso ver cómo las personas miran mi coche con asombro o como los niños dicen que soy una Barbie por tener este vehículo.
Andrés toma asiento a mi lado y se abrocha el cinturón.
—No me gusta nada ir en este coche.
—¿Por qué?—pregunto irritada.
—Porque me hace parecer el Ken, el novio de la Barbie.
—Eres imbécil.
—Y tu una egocéntrica.
—Mentiroso.
—¿Mentiroso? Vamos en tu coche por si no te has dado cuenta y que yo recuerde no me has preguntado si quiero ir en él.
—Imbécil—digo por la bajo.
Aparco mi querido Volkswagen Beetle rosa en el aparcamiento subterráneo del centro comercial, el cual está atestado de coches, supongo que a consecuencia de las rebajas de la ropa de invierno. O tal vez se deba a las típicas compras navideñas, esas en las que compras casi todo el centro comercial con tal de darle un regalo a cada uno de tus familiares. Queda exactamente una semana para nochebuena y dos para año nuevo.
En primer lugar, entramos en la tienda HyM. Nos dirigimos hacia la zona de vestidos y nos entretenemos en pasar perchas y perchas hasta encontrar un vestido que me favorezca. Lo cierto es que no tengo ni la menor idea de qué estoy buscando, no sé cómo debo vestir para ir a almorzar con una pareja millonaria. Por suerte, cuento con la ayuda de Andrés, quien es aficionado a la moda.
—Lo mejor será que no vaya—añado a la vez que tomo asiento en una silla.
Andrés se agacha delante mía y me dedica una sonrisa.
—Por supuesto que vas a ir. Dime, ¿cuál es exactamente el problema?
—No sé que ponerme.
—A ver, cuando te visualizas en ese restaurante, ¿te ves llevando un vestido elegante o más bien una blusa con una falda?
—Es que ni siquiera me visualizo allí.
—Vale. Tenemos un grave problema y tenemos dos horas para solucionarlo.
Mientras Andrés se dedica a buscarme algo que ponerme, yo me entretengo observando mi reflejo en el espejo que tengo justo delante e imaginando cómo será mi aspecto pasadas dos horas. El tiempo sigue transcurriendo, y Andrés sigue buscando desesperadamente algo que me venga bien. Hemos cambiado cuatro veces de tienda y aún no hemos encontrado nada que me favorezca. Incluso he llegado a pensar que nada me viene bien, que lo mejor será ir con unos vaqueros azules y mi jersey amarillo chillón de margaritas. Creía que toda esperanza se había desvanecido hasta que...
—¡Lo tengo!, ¡He dado con el conjunto ideal!
Alza ambas manos y de ellas prenden unas perchas, una con una falda de color negra ajustada, la cual alcanza las rodillas, y de la otra pende una blusa de algodón de color blanca. Y por primera vez, me visualizo entrando en el restaurante con ese conjunto.
—Es perfecto, ¿me lo pruebo?
—No tenemos tiempo, Ana. Dispones de cuarenta y cinco minutos para que te vistas y te arregles ese pelo.
—¿Qué le pasa a mi pelo?
—Está alborotado.
Le echo un vistazo a mi aspecto en el espejo.
—¿Cómo puedes ser tan mentiroso?
Andrés alza la mano y me despeina. Ahora sí que necesito hacer algo con mi pelo, de lo contrario, va a dar la impresión de que me he peleado con un león.
Aparco mi coche en doble fila, y luego me bajo de él al mismo tiempo que mi mejor amigo. Ambos emprendemos una carrera escaleras arriba, con tal de aprovechar al máximo el tiempo que nos queda. Vamos contra reloj.
Una vez entro en mi casa, emprendo una carrera hacia mi dormitorio, lugar en el que me encierro con tal de no recibir ningún tipo de visita por parte de Andrés, quien se ha quedado en el salón dando vueltas de una lado hacia otro, mirando una y otra vez el reloj de su muñeca.
Me deshago del jersey y lo lanzo a la cama, luego le quito la percha a la blusa blanca y le deposito en la barra de metal del armario. Me coloca la camisa y mirándome en el espejo, voy abrochando cada uno de los botones de la parte delantera, ocultando por cada progresivamente mi sujetador blanco de encaje. Dejo el último botón sin abrochar, con tal de dejar al descubierto parte de mi cuello. Según mi madre, da un aspecto más sexy. Aunque no estoy segura de si esa es la impresión que intento causar.
Luego, deslizo la falda negra por mis piernas, cubriendo así mis muslos y parte de mis rodillas. Con ayuda de mis dedos introduzco parte de la camisa en el interior, ocultándola. Finalmente, subo la cremallera trasera de la falda. Observo mi aspecto en el espejo y me percato de que tengo un aspecto muy favorecedor, aunque tengo la sensación de parecer una lechuga.
Con respecto al pelo, únicamente me echo agua y me lo peino. No tengo ganas de hacer nada con él, además, a parte de no tener tiempo suficiente, es tan corto que ni siquiera puedo cogerme una cola.
Salgo de la habitación y camino descalza en dirección al salón. Una vez llego allí, me encuentro a Andrés observando la ciudad a través del vidrio de la ventana. Mis pasos le alertan, así que se gira en torno a mí y deja ver una expresión de incredulidad. Nunca antes me ha mirado de esa forma, es como si acabara de ver a una divinidad.
—Ana, estás preciosa—dice al fin.
—¿Tú crees? Me siento como una lechuga.
—No digas tonterías. Está claro que soy el rey de la moda.
Meto dentro de mi bolso negro de piel el cuaderno de notas que me dejó Clara por si necesito tomar apuntes sobre algún cambio relevante o algo por el estilo.
—Toda princesa necesita unos zapatos hechos a su medida.
Andrés me ayuda a sentarme en una silla y luego, se arrodilla frente a mí. Sus manos, las cuales estaban ocultas en la espalda, salen a luz, trayendo con ellas un par de tacones de color negro brillante, con un tacón bajo. Sin dudarlo, toma uno de mis pies y le coloca el zapato, luego repite la misma acción con el otro pie. Más tarde, me ayuda a incorporarme y me hace girar sobre mí misma para tener una mayor visibilidad de mi aspecto. Ante la emoción del momento, no puedo evitar conmoverme, mis ojos se inundan de lágrimas y no se me ocurre otra cosa que abrazarle con tal ocultar mi expresión sombría.
Bajamos al aparcamiento en el que dejé el coche, me subo en él una vez me he despedido de Andrés. Luego, pongo en marcha el motor y justo antes de incorporarme a la carretera, unos suaves golpecitos en el cristal me alertan y me obligan a mirar en dicha dirección. Andrés yace al otro lado del cristal, con una sonrisa de oreja a oreja. Bajo la ventanilla, concediéndole así el poder de decirme aquello que tanto desea.
—Nos vemos esta noche en tu casa—estoy a punto de subir la ventanilla cuando le escucho decir en un tono bajo— Suerte.
—La voy a necesitar.
Subo de nuevo la ventanilla y esta vez, me incorporo a la carretera sin efectuar ningún giro de 180º, lo último que quiero es llegar tarde a la quedada por tener que ocuparme de algún vehículo destrozado. Al pensar aquello, se presentan en mi cabeza los recuerdos de aquel día que hice papilla el mercedes de Álvaro. No sé en qué estaba pensando cuando lo hice, a ver a quién se le ocurre conducir de esa manera tan bruta. A medida que me alejo del aparcamiento, observo a través del retrovisor como la persona de Andrés se va desvaneciendo poco a poco.
Al no tener ni la menor idea de dónde se encuentra ese restaurante, necesito del gps para orientarme en la dirección correcta.
—¿Por qué narices no ha podido elegir un restaurante de por aquí?
Y entonces, tras girar una esquina, lo localizo. Sobre un local de aspecto elegante, yace un cartel en el que se puede leer Restaurante el Abantal. No quiero hacerme ni una mínima idea de cuánto debe costar comer allí. Incluso el nombre causa cierta sensación de superioridad, no quiero ni imaginarme cuánto costará una coca cola.
Aparco el coche justo detrás de un toyota de color gris, cuya matrícula es 2790 AMR. No me extrañaría nada que ese pedazo de coche fuese de Álvaro, es más, incluso las letras coinciden con las iniciales de su nombre. Si por un casual fuese su coche, eso quiero decir que ya están dentro y que probablemente lleven ahí un buen rato. Una vez más, llego tarde a una quedada.
Me aferro con fuerza al picaporte de la puerta del restaurante, me tomo unos segundos para mentalizarme y desprenderme de mis miedos . Tú puedes, Ana. Entra y hazles saber que eres perfectamente capaz de ocuparte de este trabajo. Sólo confía en que todo irá bien y ,si puede ser, evita babear cuando te encuentres con Álvaro. Tras dichos segundos, tiro de la puerta hacia mí y me adentro bajo el umbral de esta.
Una brisa cálida no tarda en acudir a mi rostro, la cual logra sonrojar mis mejillas. Me alegra bastante saber que está la calefacción puesta, de lo contrario, moriría de hipotermia por culpa del frío y por haber tenido la magnífica idea de ponerme una blusa y una falda. Continúo avanzando en dirección a la zona del comedor. Por el camino me topo con un par de camareros que intentan darme a probar unos canapés, los cuales rechazo amablemente.
En mi trayecto, me fijo en las mesas que descalzan a mi alrededor, las cuales están llenas de personas que aparentan tener mucho dinero, bien por la ropa bien por lo que están consumiendo. Con respecto a la vestimenta, parece que he acertado, puesto que las mujeres suelen ir con vestidos o con faldas y blusas repletas de perlas. Al menos, no me sentiré tan desubicada como creía, es más, puede que incluso llegue a engañar a todas estas personas con mi aspecto, haciéndoles creer que trabajo en una empresa reconocida en vez de en una floristería.
Y por fin, localizo a lo lejos una mesa redonda, con un mantel blanco y varias copas sobre ella, llenas de un intenso líquido rojo. También puedo visualizar varios pañuelos blancos perfectamente doblados, a modo de servilletas. Sobre ellos descansan, un tenedor, un cuchillo y una cuchara. Y en el centro, descansa un plato de porcelana, con los bordes de un tono dorado.
Alrededor de la mesa se encuentran Álvaro y Claudia. El primero de ellos está ojeando su teléfono móvil mientras que la segunda está ensimismada observando su aspecto en un pequeño espejo de mano. A medida que voy disminuyendo los pasos que me separan de la mesa, noto como una mirada es depositada en mi persona pero, estoy tan ocupada concentrándome en no caerme con los tacones, que no me percato de quién me examina detenidamente. Elevo los ojos una vez me sitúo a escasos centímetros de la mesa y entonces la mirada de Álvaro y la mía se cruzan. Mis mejillas, las cuales habían vuelto a su estado original, vuelven a sonrojarse.
Álvaro se pone en pie y se aproxima a mi persona. Una vez se sitúa a mi vera, permanece inmóvil observándome, sin decir nada, hecho comienza a ponerme nerviosa.
—Hola—dice al fin.
—Hola.
Sonrío tan ampliamente que sospecho que se me ha quedado una cara de idiota. Aún así, Álvaro no parece haberlo notado.
—Estás muy guapa.
—Gracias. Tú también estás muy bien.
Asiente.
—Por favor, siéntate—retira la silla para que tome asiento en ella, y luego, hace ademán de arrimarla a la mesa. Vuelve a ocupar su lugar original.
Claudia guarda su espejo en el bolso y me tiende la mano.
—Debes de ser Clara, ¿no?
Observo a Álvaro por una milésima de segundo. Creía que le había dicho que Clara no iba a poder organizar la boda y que en su lugar iba a planificarla yo.
—No. Clara es mi hermana, yo soy Ana—le estrecho la mano.
—Álvaro, mi amor, no me habías dicho nada.
El aludido se escoge de hombros.
—He estado ocupado trabajando.
—El trabajo, parece que los hombres sólo viven para trabajar, ¿verdad?—me mira con sus penetrantes ojos.
Al no saber qué decir me limito a asentir tímidamente.
Un camarero aparece a nuestro lado, con una libreta en la mano.
—¿Qué van a querer tomar, los señores?
—Una coca cola—me apresuro a decir.
Mi respuesta llama la atención de mis acompañantes, quienes se limitan a asentir con el ceño fruncido. El camarero, por el contrario, deja ver una expresión de incredulidad, aún así, apunta mi coca cola en la libreta. Lo cierto es que me importa un comino parecer una lela. Además, no pienso gastarme más de veinte euros en almorzar.
—Nosotros tomaremos el mejor vino que tenga en la carta.
El camarero asiente.
—Ahora os traigo las cartas.
Se marcha y deja la mesa nuevamente sumida en una incómodo silencio.
—Me gustaría concertar ciertos detalles sobre la boda.
Saco de mi bolsa la libreta roja y la abro por una página en blanco. Mi acción no pasa desapercibida por las personas con las que comparto mesa
—¿Qué necesitas saber?—pregunta Claudia.
Le echo una ojeada a los apuntes que me dio mi hermana Clara.
—Me gustaría conocer cuáles son vuestros deseos.
—Mis deseos, bien. Desde pequeña he fantaseado con una boda por todo lo alto, ¿sabes?, de esas que se celebran en un jardín repleto de flores. Me imagino caminando por un suelo impoluto en dirección al altar, mientras caen sobre mí pétalos rosas. Me haría mucho ilusión llevar un ramo de rosas rojas. El arco nupcial debe estar adornada con flores rojas y con enredaderas verdes. Quiero que cuando eleve la mirada y vea a Álvaro en el altar, mis miedos se desvanezcan y sienta que la realidad supera mis sueños.
Durante su discurso, estoy tan concentrada escuchándola que olvido tomar nota. Y por si fuese poco, me imagino la escena en mi cabeza, sólo que la novia soy yo en vez de ella. Estoy disfrutando tanto de esa fantasía que cuando vuelvo a la realidad, me encuentro con la mirada penetrante de Álvaro y tengo que desvanecer todo pensamiento relacionado con él.
Apunto todo cuánto recuerdo.
—Señor Márquez, ¿cuáles son sus deseos?
Sus ojos verdes brillantes van de mis ojos a mi labios, y de ahí a mi pecho, lugar en el que se puede notar mi acelerado corazón. Su detenida examinación logra intimidarme, aún así, aparento no sentirme de ese modo.
—¿Mis deseos?
Asiento.
—Mi mayor deseo es ser feliz con la persona correcta.
—¿No desea absolutamente nada con respecto a la planificación de la boda?
—Bueno, confío en que Claudia sea la que exponga sus deseos. Yo, por el contrario, me encargaré de enviarle las invitaciones a los invitados y de elegir el viaje de novios.
Tomo nota de todo cuanto me dice.
—¿Cuál es el siguiente paso que debo dar?
Claudia, quien acaba de beber de su copa, la deposita de nuevo en la mesa.
—¡Comprar el traje de novias! Voy a necesitar tu opinión si o sí. Así que mañana iremos a una boutique que es famosa por sus trajes de boda. Además, así conocerás a mis damas de honor.
—¿A qué hora y en qué lugar?
—A las doce en la plaza del Salvador, ¿te viene bien?
—Allí estaré.
El camarero vuelve con tres cartas y nos hace entrega de ellas.
Al parecer, todos los platos tienen unos nombres rarísimos y cuestan una pasta. No pienso arriesgarme a pedir uno al azar porque no sé si me va a gustar y además, no pienso pagar un alto precio por algo que ni siquiera me voy a comer.
Releo la lista de platos que ofrecen mientras el camarero le toma nota a mis acompañantes, quienes parecen conocer a la perfección qué incluye exactamente cada plato. Y entonces, veo la solución a todos mis problemas en un plato cuyo nombre es "albóndigas rellenas de sofrito de pimiento con manzana caramelizada". No tengo ni la menor idea de si estará bueno pero la palabra "albóndigas" me transmite confianza.
—Tomaré un plato de albóndigas rellenas de sofrito de pimiento con manzana caramelizada.
El camarero apunto mi pedido y una vez más, vuelve a desaparecer.
—Voy a ir al servicio. Si me disculpáis—Claudia se pone en pie y se marcha en dirección al servicio marcándose un contoneo con las caderas.
Oh, no, no. ¿Por qué tiene que irse justo ahora?, ¿No podría esperarse a terminar de cenar?, ¿cómo narices se supone que voy a entablar una conversación con Álvaro? De acuerdo, la técnica infalible es mirar hacia otro lado y si por un casual se produce un cruce de miradas, dedicarle mi mejor sonrisa. Sí, eso es justo lo que haré.
Ladeo mi cabeza hacia atrás y observo la barra, lugar en el que los camareros llegan para informar de los pedidos y vuelven a irse con las manos repletas de platos. Y en ello estoy, observando todo cuánto me rodea cuando escucho su voz.
—Te favorece mucho el conjunto que te has comprado.
—Ah, no, no me lo he comprado, lo tenía de hace tiempo—miento. No quiero que piense que me he pasado horas y horas comiéndome la cabeza con mi aspecto.
Frunce el ceño y deja ver una expresión de confusión.
Álvaro señala la parte posterior de su cuello una y otra vez , y yo, al no saber qué quiere decir, me limito a dedicarle una sonrisa. Luego, señala con su dedo índice mi cuello y vuelve a repetir el gesto anterior.
—¿Te refieres a que me falta un complemento? Bueno, no suelo ponerme collares, me hacen sentir extraña.
Una sonrisa se apodera de sus labios.
—Has olvidado quitarte la etiqueta.
Inmediatamente me llevo la mano a la parte trasera del cuello y busco desesperadamente la etiqueta, la cual no tardo en hallar. Luego, la oculto con mis manos y tiro de ella con fuerza con tal de eliminarla. Después, vuelvo a llevar a cabo la misma acción con la falda, acción que resulta ser un completo desastre ya que la falda se raja por la parte trasera. Joder, no. ¿Por qué te tienes que romper justo ahora?, ¿cómo se supone que voy a irme de aquí ahora?
Cojo disimuladamente el pañuelo blanco de la mesa y la coloco en la parte desgarrada de mi falda. Luego, vuelvo a tomar asiento y disimulo que todo va de viento en popa. Aunque, a juzgar por el aspecto de Álvaro, apuesto a que se ha dado cuenta de mi percance.
—¿Te encuentras bien?
—Sí—me apresuro a responder—. Hace un poco de calor aquí, ¿no?
—Puedo decirles que apaguen la calefacción, si quieres.
—No. No es necesario. Yo me tengo que ir ya, tengo que ocuparme de varios asuntos. Me ha encantado almorzar contigo... y con Claudia.
Le dedico una sonrisa forzada a la misma vez que me levanto, oculto mi incidente con el pañuelo blanco y me alejo, caminando hacia atrás.
—¿Te acompaño afuera?
—¡No!, quiero decir, no hace falta.
Una vez alcanzo la puerta, dejo caer el pañuelo al suelo y salgo corriendo en dirección a mi coche, ocultando el desgarro de la falda con ambas manos. Me adentro en el interior del vehículo con rapidez, con tal de ocultar el desastre que he provocado. Suelto el bolso en el asiento del acompañante y pongo en funcionamiento el coche. Una vez me incorporo a la carretera, aprieto el acelerador, con tal de conseguir llegar a casa lo antes posible para lamentar una y otra vez mi torpeza.
Sin saber muy bien por qué, comienzo a llorar como una condenada, al imaginarme una y otra vez la impresión que se habrán llevado de mí y de mi inesperado incidente con la falda. No soy capaz de hacer nada como es debido. Aunque, viniendo de mí era de esperar, el karma me persigue. Sin embargo, estas cosas no le hubieran sucedido a mi hermana, porque ella es la perfecta, la que siempre acierta con todo, la previsible. Yo no soy más que un desastre andante.
Hace diez minutos que he aparcado justo enfrente de casa pero no me he decidido a bajar. Decido quedarme unas horas de más en el coche, acompañada de la penumbra, con las manos aferradas con fuerza al volante, mientras que mi cabeza recae sobre ellas y mis ojos derraman lágrimas. De fondo suena "Photographs" de Ed Sheeran.
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