Capítulo 19

Con la llegada del 31 de diciembre, el campamento se contagia de un espíritu navideño difícil de hacer desaparecer. Además, las temperaturas están tan bajas que se puede vislumbrar una fina capa de nieve que cubre la fresca hierba del terreno. Los campistas se agrupan en pequeños grupos, a los cuales se les asigna una determinada tarea; uno de ellos se encarga de colocar los adornos navideños, otro de cocinar postres especiales y en nuestro caso, encargarnos de rastrillar las hojas que cubren el lugar en el que se va a celebrar el espectáculo de noche vieja.

—No entiendo por qué no podemos estar colgando adornos en el árbol de navidad.

Álvaro, que está a mi lado vertiendo un puñado de hojas en un bolsa de color negra, se encoge de hombros ante mi queja.

—Es muy aburrido.

—No tiene porqué serlo—me corrige de inmediato.

—Según tú, ¿qué podría sacarme de este aburrimiento mortal?

Álvaro deja su rastrillo apoyado sobre el tronco de un grueso árbol y a continuación toma mi mano y me conduce hacia un montón de hojas anaranjadas. Permanezco inmóvil observando la considerable altura de la montaña de hojas. De pronto, unas manos me rodean la cintura y me hacen caer hacia el frente, introduciéndome de lleno en el interior de la espesa y crujiente masa anaranjada. Por suerte, esta amortigua el golpe, y no sólo eso sino que además me mantiene elevada del terreno por un par de palmos.

—Estás loco.

—Pero debes admitir que te has divertido.

—Sí, me he divertido mucho y además, aquí no se está nada mal. Creo que podría quedarme dormida con facilidad.

—Desde aquí hay unas vistas maravillosas—al escucharle decir eso, contemplo el cielo azul que se abre paso sobre nuestras cabezas, el cual contiene algunas nubes blancas que se pasean por él con lentitud. Luego, cambio el rumbo de mi mirada hacia el rostro de Álvaro y le descubro con la boca entreabierta y los ojos verdes perdidos en el infinito—. Esa de ahí tiene la forma de un jarrón, ¿verdad?

Observo la nube que me señala con el dedo índice. Sí, la verdad es que se parece a un jarrón, algo uniforme pero, en definitiva, se puede deducir que lo es.

—¿Qué flores pondrías en él?—le pregunto distraídamente.

—Unas margaritas.

¿Álvaro acaba de decir lo que creo que acaba de decir?, ¿a dicho margaritas? O sea, las margaritas son mis flores favoritas, no sabía que a él también le gustaban. Hasta ahora no me he dado cuenta de que quizá Álvaro y yo no seamos tan diferentes como pensaba.

—¿Sabes? Algunas veces me detengo a pensar en todas las decisiones que he tomado a lo largo de mi vida y me pregunto si he hecho lo correcto.

—No debemos tener miedo a equivocarnos, somos humanos, cometemos errores—respondo con un débil tono de voz—. Siempre podemos rectificar y hacer las cosas bien, nunca es demasiado tarde para intentar.

Todo a nuestro alrededor se ve sumido en un silencio profundo. Es como si la brisa gélida hubiese congelado nuestras cuerdas vocales o hubiese levantado un muro de hielo que impide la comunicación. Y entonces, cuando mis esperanzas de volver a escuchar su voz se han desvanecido, sucede un milagro, esta vuelve a romper el silencio.

—Ana.

Cambio el rumbo de mi mirar hacia él. Álvaro también lo hace, es como si quisiese estar pendiente de mi reacción.

—Me alegro mucho de que seas tú quien esté organizando la boda.

Y entonces, se pone en pie y se marcha en dirección al tronco en el que dejó con anterioridad el rastrillo, se hace con él y vuelve a mi posición con tal de tenderme su mano para ayudarme a incorporarme.

—Gracias.

Aún no puedo creerme que esas palabras hayan escapado de los labios de Álvaro. No entiendo qué intenta transmitirme con ese mensaje. Quizá se alegre de tener a alguien que se tome las cosas a broma de vez en cuando en vez de ser tan estricta como Clara. O quizá, ¡oh, Dios mío! , ¿y si es una señal?, ¿y si está intentando decirme que siente algo por mí? No. No puede ser eso, ¿no?, ¿cómo se va a fijar en mí teniendo a esa Barbie a su lado? Es imposible, una idea totalmente inviable.

—¿Vienes a ayudarme?

En ese instante comienza a vibrar mi teléfono móvil, de manera que me veo en la obligación de interrumpir la conversación y el hilo de mis pensamientos. En la pantalla del smartphone aparece una llamada entrante a nombre de Carlos. El corazón me da un vuelco al ver su nombre y mis manos comienzan a templar. Ha decidido llamarme por fin para arreglar las cosas pero no ha tenido un detalle en cuenta y es si me apetece hablar con él ahora mismo. Me detengo unos segundos a meditar mi respuesta; si acepto la llamada, probablemente discutiremos sobre el asunto y se pondrá celoso. Por otro lado, si la rechazo, el conflicto quedará sin resolver y no sólo eso sino que además se verá alimentado. Ante mi indecisión, elevo la cabeza y fijo mi mirar en el chico que hay a escasos centímetros de mí esperándome con un rastrillo en la mano y una sonrisa en los labios. Entonces, la respuesta se me presenta justo en mis narices y con un leve clic cuelgo y guardo el teléfono en el bolsillo trasero de mis pantalones.

—Vamos.

Le arrebato el rastrillo de las manos y camino en dirección a un escaso montón de hojas, que rastrillo con rapidez e introduzco en la bolsa negra.

Estoy tan ensimismada en mi tarea que no me percato siquiera de que Álvaro permanece unos segundos inmóvil, observándome con una sonrisa en los labios, moviendo su cabeza de un lado a otro. Sólo me doy cuenta de ello en el momento en el que elevo la vista y la fijo en las copas de los árboles que yacen tras su persona. Mi cerebro rápidamente me alerta de estar siendo observada con detenimiento y entonces mis ojos se desvían hacia un chico que está de pie junto a un árbol.

—¿Qué?

—Nada, sólo estaba comprobando tu destreza con el rastrillo.

Le dedico una sonrisa.

—Sí, la verdad es que se me da bastante bien—en ese instante elevo el rastrillo y en mi intento de colocarlo sobre mi hombro golpeo a alguien que está justo detrás de mí. Me giro inmediatamente y compruebo que el presentador del concierto está tirado sobre la escasa capa de nieve—. Lo siento mucho, no le había visto.

Le ofrezco la mano con tal de ayudarle a incorporarme, el chico la acepta a regañadientes. Una vez se pone en pie se lleva la mano a la frente, justamente al lugar en el que ha recibido un golpe y acaricia esa zona.

—No hace falta que lo jures.

—Qué iba a saber yo que te iba a dar una buena torta en la cabeza.

—Ya... será mejor que vaya a echarme hielo.

Se aleja de mí y comienza a caminar en dirección al comedor pero cuando lleva recorrida una insignificante distancia se gira y clava su mirar en Álvaro y luego en mí.

—¿Podríais encargaros de la mercancía del camión?

Ambos asentimos al mismo tiempo.

—Gracias.

—Pues a encargarnos de la mercancía—añado al pasar junto a Álvaro. Este deja su rastrillo apoyado en el tronco del árbol y se incorpora a mi marcha —.Tienes que tener cuidado conmigo, puedo abrirte una brecha en la cabeza con una caja.

—Lo tendré en cuenta.

—Te echo una carrera.

Salgo corriendo justo antes de que el cerebro de Álvaro haya procesado la información, así que le saco una gran ventaja. Segundos después se incorpora a la carrera, argumentando una y otra vez en voz alta que estoy haciendo trampa. Sin embargo, no me detengo siquiera para mirar hacia atrás, podría costarme el primer puesto. Aún así, siento como aumenta su ritmo puesto que su respiración se vuelve entrecortada. Mi momento de gloria finaliza en el momento en el que le veo aparecer por mi derecha y adelantarme unos pasos. Por si fuese poca mi decepción, tengo que soportar como me sonríe desde la distancia con suficiencia. Pero, por alguna extraña razón, no me molesta en absoluto, es más, me gusta verle tan animado, tan natural, tan Álvaro.

—He ganado—anuncia en cuanto se detiene junto a un camión blanco. Su voz es entrecortada a causa del esfuerzo ejercido.

—Por muy poco.

—Creo que el Karma ha sido justo.

—Bueno, el Karma es justo cuando le conviene. Tengo que lidiar con él día a día y no resulta nada agradable. Digo yo que para tener un Karma persiguiéndome como loco habré tenido que hacer algo muy pero que muy malo en otra vida.

—Tal vez el Karma se haya equivocado contigo.

—Pues que rectifique, digo yo que tendrá una lista negra en la que apunta a todas las personas que hacen las cosas mal, y compruebe si está mi nombre en ella.

—O podrías darle un ultimátum.

—Sí, o de paso darle con un rastrillo.

Álvaro sonríe abiertamente. Luego, encierra su labio inferior entre sus dientes, en un intento de reprimir una amplia sonrisa. Oh, Dios, está tan guapo cuando ríe que me dan ganas de llenarle de besos como a un osito de peluche. Y ya no hablemos del sudor que empapa su camisa, que provoca que esta se adhiera a su piel y marque sus músculos. Me entran unas ganas de arrancarle la camisa y dejar al descubierto su pecho, y de aferrarme al calor que desprende su cuerpo. Sólo de pensarlo se me cae la baba. Y a quién no.

Estoy tan absorta en mis pervertidos pensamientos que no me percato siquiera de que Álvaro se ha subido en la zona de carga del camión y está bajando cajas de maderas, depositándola una sobre la otra, de forma que quedan apiladas.

—¿Qué contienen esas cajas?

—Uvas— dice.

—¿Las uvas que vamos a comer esta noche?

—Sí, las mismas. ¿Por qué, qué pasa?

Me tapo con ambas manos la cara.

—No me gustan las uvas.

—¿Por qué?

—Porque una vez, en casa de mi abuela me vi en la obligación de retener en la boca todas las uvas por mi escasa agilidad para tragármelas antes de que dieran la siguiente campanada. Así que imagínate, parecía un pez globo. Y encima tuve que aguantar así hasta que anunciaran el año nuevo, después de lo que las vomité en el suelo.

—¿Qué sueles comer a cambio?

—Eh...pues... lacasitos.

—¿Lacasitos?

—Sé que suena ridículo pero sí, acompaño las campanadas con un lacasito, y creo que acabo de descubrir la razón por la que me va mal en mi día a día.

—Ahora vuelvo...

Álvaro se marcha corriendo repitiendo en voz alta una y otra vez lacasitos. No sé qué mosca le ha picado pero está claro que le está perjudicando. No tengo ni la menor idea de hacia donde se dirige. Simplemente sé que parece un loco que acaba de fugarse de un centro de salud mental. Y lo peor es que me ha dejado aquí, rodeada de cajas y cajas repletas de la fruta que más detesto, comiéndome la cabeza una y otra vez con tal de averiguar el porqué de su fuga. Como sé que no voy a hallar la razón, me entretengo bajando las cajas del camión y colocándolas una sobre otra. Así me llevo unos diez minutos, tiempo tras el cual le veo aparecer de entre los árboles, con la manos en la espalda. En el momento en el que suelto la última caja en la cima de un montón, Álvaro se sitúa a mi lado y me dedica una sonrisa de oreja a oreja.

—He estado a punto de llamar al centro de salud mental.

—Deberías tener cuidado, podrían creer que eres tú la que se ha fugado de él.

Suelto una carcajada.

—¿Vas a decirme por qué te has ido?

—Sí, pero antes quiero que cierres los ojos.

—¿Estás seguro? La última vez que los cerré averigüe que estaba en el campamento en el que se iba a celebrar el concierto de Ed Sheeran. Quizá si los vuelvo a cerrar aparezca en Noruega, acampando para ver las auroras boreales.

—Te prometo que no vas a aparecer en Noruega.

Cierro los ojos y permanezco a la espera de que Álvaro se decida a dar el paso y descubrirme la razón de su alocada fuga. Sin embargo, su voz no se manifiesta, en vez de ello, recibo a cambio un paquete uniforme, algo abultado por la zona central.

—Ya puedes abrirlos.

Lo primero que veo tras recuperar mi sentido de la vista es una bolsa amarilla entre mis manos, en cuyo centro se puede leer "Lacasitos" acompañado de un dibujo del contenido. Elevo la vista y la fijo en la persona de Álvaro. En vez de agradecerle en primer lugar el detalle, me limito a abalanzarme a sus brazos.

—Es genial.

—Ya estamos en paz, ¿no?

—¿A qué te refieres?

—Pues a que me has hecho un favor al no llamar a los sanadores y yo te lo he recompensado comprándote una bolsa de lacasitos.

—Esto es un chollo. Creo que podría beneficiarme así eternamente.

Álvaro y yo nos encargamos de transportar las cajas hasta la cocina del comedor, lugar en el que las depositamos sobre la barra, donde una encargada las abre y las coloca en un recipiente. Debo admitir que este trabajo es mucho peor que pasarme todo el día rastrillando el suelo. Así al menos no tengo que lidiar con las dichosas astillas que se me clavan en las yemas de los dedos. Aunque, con este trabajo salgo beneficiada en el sentido de que no tengo que disculparme por hacerle daño a nadie. Todo un logro por mi parte.

—Habéis trabajado muy duro. Tomad, aquí tenéis un par de bocadillos de tortilla—la encargada nos tiende unos bocadillos envueltos en papel.

—Gracias.

—Tiene una pinta de muerte, quiero decir, estupenda.

La mujer me dedica una sonrisa y luego vuelve a su trabajo.

—Vamos.

—¿No nos quedamos en el comedor?—le pregunto desconcertada. Álvaro, por su parte, se limita a negar con la cabeza.

—Sé de un sitio mejor.

Y ese sitio mejor resulta ser los peldaños que forman parte de la escalera que conduce hasta la puerta de nuestro bungalow., desde donde se puede observar la naturaleza que nos rodea y aísla de las afueras. No es precisamente el sitio al que esperaba que me llevase pero debo admitir que no está nada mal.

—He oído que esta noche hay preparada una sorpresa.

—¿Un concierto?—le pregunto.

—Sí, algo de eso.

—Pues va a ser un puntazo. Dime, ¿quién actúa?

—Dicen que es sorpresa.

Hago una bola con el papel y la tiro a una papelera. Cuando vuelvo, tomo asiento en el mismo lugar en el que estaba sentada con anterioridad.

—Será mejor que nos vayamos preparando.

Álvaro se pone en pie y espera a que yo haga lo mismo para continuar con su marcha, cuyo destino es la puerta de la casa de madera. Me incorporo, ayudándome del pasamanos, lo cual me hace pensar que tal vez mi cuerpo no sea tan eficiente como antes. Vale. Puede que esté exagerando un poco. También puede que todo se deba a mi eterna flojera, la cual me impide llevar a cabo mis propósitos.

—Si quieres, puedes ducharte primero. Yo voy a llevarme un buen rato eligiendo qué ponerme esta noche.

Álvaro asiente una sola vez y se marcha en dirección al dormitorio para coger la ropa que va a ponerse. Al parecer, esta se basa en un pantalón color carbón con una camisa blanca con pequeños puntitos negros y una chaqueta negra. Con paso decidido se encamina hacia el servicio, toma con fuerza el picaporte y justo antes de hacerlo girar, ladea la cabeza hacia la izquierda y me mira una sola vez. Luego se adentra en el interior y cierra a sus espaldas, dejándome completamente sola en una amplia sala.

Me pongo en pie y emprendo una marcha, cuyo destino es el dormitorio. Al situarme a escasos centímetros de la entrada a la habitación, me doy media vuelta y me topo con la puerta cerrada del servicio. Entonces, me acerco a ella con sigilo y acerco la oreja a esta, agudizo el oído e intento controlar mi entrecortada respiración. Al otro lado, alguien suspira constantemente y camina de un extremo a otro. A continuación, elevo la mano y la apoyo en la puerta, en un intento de querer transmitir mis ánimos a través de ella. Me aparto lentamente de la puerta, me doy media vuelta y camino en dirección a la habitación. Una vez en ella, tomo asiento en la cama y desde ahí abro el armario que tengo delante, descubriendo una gran variedad de prendas. Abro un cajón y voy examinando las camisetas y a la vez descartando algunas de ellas. Y entonces, entre la gran multitud de ropa doy con una que llama mi atención. Es un vestido blanco con diseño de rosas a lo largo y ancho de él. Me hago con él y me lo llevo a mi cuerpo, con tal de probármelo por encima para hacerme una idea aproximada de como me quedaría. Hace como unos dos años que no utilizo este vestido, ¿la razón? Lo guardé en el fondo de un cajón y ni siquiera me he molestado en buscarlo. Además, tampoco he tenido la necesidad de encontrarlo.

Pasados unos diez minutos, salgo del dormitorio al mismo tiempo que Álvaro sale del servicio. La misma situación vuelve a repetirse. Ambos nos miramos indefinidamente. La única diferencia es que él esta perfectamente vestido y yo, sin embargo, llevo unos vaqueros y una camiseta de mangas largas morada.

—Estás muy bien.

—Gracias.

Cambio el rumbo de mi mirar hacia mis manos y localizo en ellas un vestido. Luego, elevo la vista y me propongo encaminarme hacia el interior del servicio.

—Estaré fuera si me necesitas.

—Creo que podré apañármelas.

Entro en el servicio y cierro la puerta a mis espaldas. Apoyo mi espalda en la superficie de esta y a continuación apoyo la cabeza también. Mis labios se ensanchan, dando lugar a una amplia sonrisa que soy incapaz de reprimir. Me muerdo el labio inferior y me llevo el vestido a la cara, con tal de ocultar mi felicidad.

Aún no consigo encontrar la explicación al porqué siento unos bichos asesinos en mi estómago cada vez que veo a Álvaro, o porqué mi corazón se acelera sin sentido cuando le tengo a escasos centímetros o porqué mi cabeza se vuelve loca y no paro de decir gilipolleces. Sí, hay muchas cosas que todavía están pendientes de resolver pero está claro que mientras doy con la respuesta voy a disfrutar el momento como si no hubiese un mañana.

La chica del espejo me devuelve la mirada. Un vestido blanco con diseño de rosas rojas cubre la mayor parte de su cuerpo, empezando por sus hombros y terminando justo antes de llegar a sus rodillas. Una chaqueta negra cubre sus brazos, dejado únicamente al descubierto los dedos de sus manos. De sus orejas penden unos pendientes esféricos y blancos, que centellean con las luces que lleva incorporadas el espejo en la parte superior. Y por último, sus pies están cubiertos por unos tacones exactamente del mismo tono que las rosas.

A medida que avanzo intento calcular cuántos pasos me separan de la puerta principal y cuál es la probabilidad de que me fracture el tobillo antes de llegar. Por suerte, alcanzo la salida sin sufrir ningún incidente, algo raro en mí. Al cerrar detrás de mí, alarmo a un chico que está observando el paisaje desde la cima de la escalera, este se gira y me realiza una detenida examinación.

—Vaya...

—¿Qué?, son los pendientes, ¿verdad? No pegan en absoluto con el conjunto, ¿no? Lo sabía. Sabía que no debería habérmelos puesto pero, claro, como Ana es una cabezota...

—Ana.

—¿Sabes? Voy a quitármelos ahora mismo, no tardo nada.

Le doy la espalda y cuando apenas he dado un paso, una mano cálida y gruesa se aferra a mi antebrazo y tira de él, obligándome a retroceder.

—Lo que intentaba decir es que estás muy guapa.

Mierda, mierda, mierda. ¿Cómo reacciono ahora? Me he comportado como una completa gilipollas. No puedo darle las gracias sin más, sería raro. Me corrijo. Bastante raro. Es más, me sorprende que aún no me esté mirando como si fuera tonta.

—Soy una bocazas.

—No creo que lo seas.

No me extrañaría nada que lo pensase. Cualquiera en su sano juicio lo haría.

—Vamos, la cena debe estar lista.

—Espero que no incluya nada de marisco.

—Lo más probable es que sirvan carne, como pollo asado o solomillo.

—No sabes cómo me alegra oírte decir eso.

Nos detenemos al llegar a una zona rodeada de árboles, de los que cuelgan luces de todos los colores, las cuales se proyectan sobre una mesa que hay en el centro del perímetro. Algunas personas se limitan a charlar con sus amigos desde las sillas, otras en cambio llevan platos repletos de comida a la mesa. Un par de chicos encienden una radio y ponen música a todo volumen con tal de animar el ambiente. Incluso hay quienes han empezado ya a beber champán. Tengo la sensación de que esta noche va a ser un desfase total.

—Hola—nos saluda la encargada del comedor, quien lleva una bandeja de empanada entre las manos—. ¿Queréis?

—Qué buena pinta.

Extiendo la mano para coger un trozo. Álvaro realiza la misma acción segundos después.

—Gracias.

La mujer asiente y se marcha en dirección a la mesa, lugar en el que deposita la bandeja. Álvaro me toma de la mano y me conduce hacia un lateral de la mesa.

—Será mejor que cojamos sitio antes de que venga Ed Sheeran perseguido por sus más fieles fans.

—No sabía que seguía aquí.

—Pues sí, aseguró que iba a quedarse unos días.

En efecto, de entre los árboles aparece la figura de un chico pelirrojo, seguido de un grupo numeroso de chicas que están pendientes de todos sus actos. Incluso se emocionan al verle bostezar.

Ed toma asiento por la parte central de la mesa y sus seguidoras se pelean entre ellas por obtener un sitio junto a su artista favorito. A juzgar por la forma que tiene de mirar por encima de las cabezas, deduzco que está deseando que alguien le saque de ese apuro.

—Debe ser agotador tener todo el día un grupo de chicas detrás.

—Es el inconveniente de ser famoso.

—No entiendo por qué el ser alguien reconocido te tiene que impedir hacer lo que quieras. No tienes que dejar de ser tu mismo con tal de agradar a los demás.

Con ayuda de un tenedor me sirvo un par de filetes con patatas cocidas y con ayuda de una cuchara rocío estas últimas con salsa ali oli. Álvaro se echa un poco de ensaladilla en su plato y un muslo de pollo con patatas cocidas con cebolla.

—¿Cuándo decías que era el concierto?

—Después de darle la bienvenida al año nuevo.

Durante la cena apenas intercambiamos palabras a causa del hambre que sentimos, el cual nos obliga a comer sin hacer pausas con tal de calmar los quejidos del estómago. Todos los presentes comen, hablan, ríen y se desean un próspero año nuevo. Algunos incluso se intercambian regalos entre ellos como muestra de gratitud. La comida de los platos va desapareciendo poco a poco y estos van siendo retirados por los trabajadores del comedor. En el instante en el que la encargada de la barra vuelve, trayendo consigo una gran fuente con uvas y la coloca en la la mesa, un chico se pone en pie y da suaves golpecitos con una cuchara a su copa de champán.

—Atención, por favor.

La multitud guarda silencio y permanece a la espera de escuchar las próximas palabras del chico que intenta llamar su atención.

—Me gustaría hacer un brindis con todos vosotros. Quiero brindar por esta magnífica noche, por la excelente cena y sobre todo, por haber tenido la inmensa suerte de conoceros.

Elevamos nuestras copas y las llevamos al centro, lugar en el que se produce un tintineo, en el que se derrama parte del contenido de las copas. Luego, nos la llevamos a los labios y nos la bebemos del tirón a pesar del sabor algo amargo.

—Chicos, coged un vaso y meted en él doce uvas.

Todos obedecen rápidamente. Yo, por el contrario, soy la excepción, pues saco una bolsa de lacasitos del interior de la chaqueta y la abro con agilidad. Al hacerlo, llamo la atención de algunos, quienes me observan con desconcierto. A cambio, les dedico una sonrisa.

—Quedan escasos segundos para comenzar la cuenta atrás—anuncia la radio que hay sobre una pequeña mesa.

—Prepararos—anuncia el chico del brindis, quien tiene el vaso a escasos centímetros de su barbilla. Sus dedos sostienen una pequeña uva a corta distancia de su boca.

La radio emite la primera campanada y todos nos llevamos a la boca una uva o, en mi caso, un lacasito de color amarillo. Por cada campanada me como uno sin tener la preocupación de poder comérmelos a tiempo sin sufrir ningún atragantamiento. Aunque, la parte difícil no es estar pendiente de no perderme ninguna campanada sino de pensar un deseo por cada una de ellas. Sí, lo sé. Tal vez esté un poco majara al confiar demasiado en estas cosas pero desde pequeña he estado pidiendo un deseo por cada una de ellas y muchos de ellos se han cumplido. Por probar que no quede... tal vez incluso logre que mi floristería se haga famosa o quizá descubra el porqué siento esas sensaciones, tan desconcertantes para mí, cada vez que veo a Álvaro.

Tras oír la última campanada, caen del cielo papelitos de colores que lanza una chica. Además, el chico del brindis coge la botella de champán y la agita con fuerza, provocando que el contenido de esta salga disparado por los aires, rociándonos a todos. Miro el cielo, que está enturbiado por los papelitos de colores y del que cae una lluvia de champán, y descubro la espléndida luna llena y grandes estrellas plateadas.

—Feliz año, Ana.

Me giro en redondo y me encuentro con Álvaro.

—Feliz año, Álvaro.

Cuando me propongo darle una abrazo, este se pierde entre la multitud, dejándome completamente sola entre tantas personas desconocidas. Me pongo de puntillas con los tacones e intento ver más allá de las cabezas. Nada. Ni con tacones consigo tener mejores vistas. La próxima vez me tendré que poner zancos o algo por el estilo.

—Buenas noches.

Giro la cabeza hacia el lugar de proveniencia de esa voz y averiguo que proviene del escenario, lugar en el que las luces se han encendido e iluminan a la gran mayoría que se sitúa bajo este. Me abro paso entre las personas como puedo, ganándome algún que otro insulto, abucheo y empujón.

—Oiga, señora que yo no le he empujado. Tenga un poco de más cuidado. Un poco más y me manda al país vecino.

La mujer me pone mala cara y yo a cambio la fulmino con la mirada. Tras este incidente continúo con mi propósito; llegar a la primera fila. Y lo consigo tras tener un enfrentamiento con un señor que asegura que debo coger peso para que sea más visible. Para mi sorpresa, en el escenario está Álvaro, de pie junto a un palo de micrófono, con una guitarra que rodea su torso. ¿Qué narices hace allí arriba?, ¿cuál es su propósito?

—Hace mucho tiempo que no me subo a un escenario y toco y canto para tantas personas, así que disculpadme si me comporto como un capullo.

Las primeras notas de la canción Where do I even start? comienza a sonar, las cuales van acompañadas de una voz masculina. En ese instante, los pelos de mi piel se erizan y el corazón me late con fuerza. Mi cerebro se encarga de transportarme unos años atrás, concretamente cuando estaba en la secundaria y estaba asistiendo a una ceremonia de recogida de premios, en la que actuaba una banda de cuatro chicos; un baterista, dos guitarristas y un cantante, Álvaro. Me encuentro bajo el escenario observando como disfruta cantando una de sus canciones favoritas de Ed Sheeran al mismo tiempo que le da vida a una guitarra. Su mirada se desvía hacia su público y entonces, en una milésima de segundo sucede lo que estuve esperando durante toda la secundaria, se fija en mí y me dedica una sonrisa.

Vuelvo a la realidad y me percato de que me está mirando al mismo tiempo que canta y hace sonar su guitarra. La multitud baila al ritmo de la música y zarandea los brazos por encima de sus cabezas. Me sorprendo a mí misma improvisando un baile deprimente pero aún así no dejo de moverme, la felicidad me corre por las venas y soy incapaz de negarme a ella.

Tras finalizar la canción, Álvaro se baja del escenario de un salto y se propone llegar hasta mí a pesar de la concentración de personas que se lo impiden. Con tal de facilitarle el trabajo imito su acción; coloco ambas manos en uno de los hombros de las personas de mi derecha e izquierda y comienzo a abrir un pequeño hueco entre ellas, por donde me adentro sin ningún pudor. Al otro lado, Álvaro se limita a hacer exactamente lo mismo, aunque él se disculpa constantemente. Y entonces, tras apartar a una última pareja nos encontramos cara a cara y sin saber muy bien el por qué, aumentamos el ritmo de nuestra marcha con tal de lograr que se produzca el encuentro lo antes posible.

—Ha sido como si volviese a la secundaria.

Mantengo la cabeza agachada y sonrío.

—Lo has hecho muy bien.

—¿De verdad lo crees?

—Sí.

Álvaro toma de repente mi mano y tira de ella en dirección a la zona de los bungalows. Nos marchamos de donde estamos acompañados de la canción I said I'm only human y de un caluroso aplauso continuado por una ovación. Álvaro va tan rápido que me cuesta seguirle el ritmo puesto que los tacones me lo impiden.

—¿Adónde vamos? —le pregunto en el momento en el que desembocamos en la calle rodeada de casas de madera en la que está situado la nuestra.

—Es una sorpresa.

Nos detenemos justo en la entrada a nuestro hogar, lugar en el que Álvaro suelta mi mano para abrir la puerta con la llave que guarda en el bolsillo interno de su chaqueta. Mantiene la puerta abierta con tal de cederme el paso a mí primero. Al adentrarme en el interior me percato de que la casa está sumida en una penumbra absoluta, hecho que impide localizar los objetos que pueden provocarte una caída mortal.

Álvaro cierra la puerta tras él y al hacerlo priva al interior de la escasa melodía que proviene del escenario. A continuación va disminuyendo la distancia que nos separa con cautela al mismo tiempo que yo me limito a localizar algún indicio de luz.

—Quiero enseñarte algo—vuelve a tomarme de la mano y me conduce hacia el dormitorio, lugar en el que saca una escalera de uno de los armarios y la coloca en vertical. Luego, sube por ella hasta situarse en la cima, lugar en el que abre una trampilla del techo, dejando visible parte del cielo—. Será mejor que te descalces.

Me siento en la cama, aún fascinando con todo aquello, me quito los zapatos, dejándolos a los pies de la cama. Luego, me pongo en pie y camino en dirección a la escalera de metal, subo los primeros peldaños y me detengo a mirar hacia atrás. Las alturas me asustan un poco, no voy a negarlo. Aún así, cierro los ojos y me armo del valor suficiente para seguir subiendo al mismo tiempo que intento olvidarme del hecho de que estoy a cierta distancia del suelo. La escalera se tambalea y yo, consumida por el miedo,me aferro a ella como un mono. En medio de mi caos, aparece Álvaro al otro lado de la trampilla y me tiende la mano para ayudarme a subir. Se la acepto sin pensármelo dos veces.

Una brisa fresca acaricia mi rostro y me alborota el cabello. A Álvaro parece no afectarle en absoluto, pues su pelo está tan revuelto como de costumbre. Desde mi posición puedo contemplar unas vistas maravillosas de todo el campamento. En general, está sumido en una penumbra pero a aún así hay áreas en las que se puede localizar pequeños destellos de luz escapar por entre los cristales de las casas o toda una combinación de tonos iluminando los árboles más altos. En horizonte se abre paso una espléndida luna llena, la cual es envidiada por las estrellas plateadas de su alrededor.

—Vamos a sentarnos, el espectáculo está a punto de comenzar.

Con cuidado, tomamos asiento sobre las tejas, las cuales están un poco húmedas a consecuencia de la nevada y frías a causa del descenso de las temperaturas. Álvaro deja una pierna estirada mientras que la otra la mantiene flexionada, sobre esta última apoya su brazo. Yo, por el contrario, mantengo ambas piernas estiradas y entrecruzadas.

Unos destello de luces salen disparados en dirección al cielo nocturno, lugar en el que explosionan, dando lugar a un espectáculo sonoro y fumígeno. Los fuegos artificiales son de diversos colores y formas; anaranjados y espirales, rojos y circulares, azules y alargados, blancos y formando líneas rectas, rosas con forma de corazón, etc. El cielo se contagia de una espesa nube grisácea como consecuencia de las explosiones pero rápidamente la brisa la hace desaparecer.

Permanecemos así, observando un espectáculo de fuegos artificiales que está teniendo lugar sobre nuestras cabezas, siendo observado desde un tejado por dos personas que se preguntan cómo cambiará sus vidas de ahí en adelante al mismo tiempo que se sienten insignificantes con respecto a la inmensidad del universo. 

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